Capítulo 35
Roma, palazzo Farnese - 6 de enero de 1522
Al inicio del cónclave había reinado en el palazzo Farnese un ambiente de optimismo agitado. Constanza dormía mal a causa de los nervios. No obstante, apenas sentía el cansancio, y como se encontraba fuerte y activa al mismo tiempo, se preocupaba por sus hijos con más asiduidad de lo acostumbrado. También Bosio acudía por las noches a por su ración de atenciones.
Por las tardes, ella solía sentarse con Pierluigi y Baldassare Molosso, quienes habitualmente llevaban el peso de la conversación. Baldassare estaba consagrado en cuerpo y alma a repasar concienzudamente cada posible combinación electoral, olvidándose así de la supervisión de su pupilo Ranuccio, quien utilizaba la ausencia paterna y la indulgencia de su tutor para escaparse del palazzo vestido de forma discreta, siempre con un puñal bajo el largo jubón, como Constanza pudo constatar en numerosas ocasiones. Ella se planteó si debía hablar seriamente con él sobre el tema, pero en seguida rechazó esa posibilidad, deduciendo que lo único que obtendría sería una respuesta insolente. Ranuccio, además, se iba haciendo lo suficientemente mayor como para ser capaz de cuidar de sí mismo.
Baldassare, no obstante, no se explayaba únicamente haciendo conjeturas sobre los sucesos del cónclave, sino que una tarde también dio en especular acerca de Francesco Maria, señor de la reconquistada Urbino, señalando que aquel condottiere sin escrúpulos estaba tan imbuido de odio hacia los Medici, que incluso había invadido la Toscana y marchaba sobre Siena.
—Roma debe andarse con ojo con ese hombre —exclamó, sudando a pesar del frío invernal.
Constanza quiso averiguar algo más acerca de Francesco Maria, pero reprimió su interés, y en lugar de por él, preguntó por su hermano Ranuccio.
—Ese muchacho pasa últimamente mucho tiempo con su madre. Imagino que también el género femenino irá atrayendo más y más su atención. Hay señales inequívocas que un hombre de mundo como yo reconoce enseguida.
Cuando le preguntó sobre a qué señales se refería, él se alisó la ropa sobre su oronda barriga y respondió:
—Eso es cosa de hombres.
—Bien. Tengo mucha curiosidad por saber qué dirá nuestro padre acerca de esas «cosas de hombres».
—Vuestro padre nunca fue hombre que rechazara los placeres.
Cuando Constanza fue a increparle sobre a qué se refería exactamente, él se despidió con la excusa de tener que continuar trabajando en un himno al nuevo Papa.
—Un Papa digno requiere un poema digno.
El primer día de enero despertó en la ciudad, el cielo sobre Roma se vistió durante todo el día de un azul aterciopelado, pero al atardecer se tiñó de un rojo sanguino, hasta caer en una negrura avioletada. Pierluigi peregrinaba cada día, acompañado por Baldassare, hasta la plaza de San Pedro, para poder escuchar personalmente las noticias sobre la elección del Papa; por las noches regresaba helado y de un humor de perros porque aún no había podido conseguir ninguna buena nueva.
Constanza incluso hizo llamar en una ocasión al astrólogo paterno, Luca Gaurico, para solicitar una consulta. Sin embargo, éste solo le advirtió, malhumorado, que su padre le debía dinero, que estaba a la espera de recibir grandes sumas, particularmente de las arcas papales y que, además de todo eso, en los últimos días la distribución de los planetas había cambiado sustancialmente.
—¡Eso no os lo creéis ni vos, Messer Gaurico! —exclamó Baldassare—. Los planetas no cambian su ubicación en el cielo con tanta rapidez, eso lo sé hasta yo, aun cuando soy, más que nada, un hijo de Petrarca.
Gaurico refunfuñó, y Pierluigi le indicó que más le valdría soltar lo que sabía o, de lo contrario, podría mostrarse «muy desagradable».
—Realizar una nueva praedictum cuesta trabajo y dinero. ¿Qué creéis? Son muchos los hombres importantes que me requieren a cualquier coste. Cada día se cierran nuevas apuestas, hay mucho dinero en juego, y quien se lo puede permitir, prefiere no correr riesgos y me pregunta. Estoy inundado de trabajo. Sin embargo, como vuestro padre se cuenta entre mis clientes favoritos, diré lo que mis investigaciones de los últimos días me han permitido descubrir.
—¿Y bien, gran maestro? —preguntó Baldassare.
También Constanza aguardaba una información clara.
Gaurico se limitó a murmurar:
—Quien permanece fiel a sí mismo… Digámoslo con las palabras del evangelista Mateo: «Porque el que se humilla será enaltecido».
Dicho esto, abandonó el recibidor y descendió apresuradamente las escaleras.
—Podría darle una paliza a ese bocazas —espetó Pierluigi.
—¿Qué querría decir con ese misterioso mensaje? —preguntó Constanza.
Baldassare torció la boca y se encogió de hombros con vehemencia, pero finalmente comentó:
—Yo siempre lo he dicho: los astrólogos no son más que estafadores codiciosos. Por desgracia, vuestro padre cree en su sabiduría y su poder. Sin embargo, ¿quién puede ser tan ingenuo como para pensar que nuestro Señor todopoderoso, que está en los Cielos, confiaría su saber y su voluntad a esos arrogantes astrólogos? ¡Ciarlatani! ¡Eso es lo que son, y nada más!
La tarde del 5 de enero, después de aquella conversación, Baldassare bebió demasiado del frascati que tenían guardado en las bodegas de la casa, y se quedó dormido ante la chimenea, entre ronquidos y resoplidos.
Constanza se quedó sentada aún unos minutos con Pierluigi. Ambos estaban sumidos en sus pensamientos, pero entonces apareció Ranuccio, le hizo una señal a Pierluigi y ambos desaparecieron antes de que Constanza pudiera preguntar qué ocurría.
Como Bosio ya se había retirado decidió, sin pensárselo dos veces, realizar una visita nocturna a su madre. Si bien constató que en el patio había reunidos numerosos miembros de la famiglia, entre ellos el bello Antonio y el mayordomo, que gesticulaba visiblemente, no le dio mayor importancia.
La madre se alegró de la visita, aun cuando también diera muestras de una cierta tristeza. El gran artista Miguel Ángel había ido a verla y juntos habían estado charlando sobre los viejos tiempos. Quizá precisamente por eso había decidido hablarle también a Constanza del pasado de sus padres.
La joven escuchó horrorizada por primera vez el deshonroso y sangriento asesinato de su abuela Ruffini, de la estancia de su padre en la prisión del castillo de Sant’Angelo y su heroica huida, así como de los incontables malentendidos que se habían producido y que habían hecho que sus padres tardaran tanto en encontrarse. Escuchó también la historia del primer matrimonio de su madre y finalmente la muerte del abuelo Ruffini, quien no había podido sobrevivir a los estragos causados por la soldadesca francesa en Roma hacía casi treinta años.
—Esperemos que tu padre sea realmente un Papa de la paz —suspiró la madre—. Que no permita que los soldados extranjeros vuelvan a entrar en Roma. El infierno no podría ser peor que aquello.
Cuando Constanza regresó a sus aposentos por la noche, Bosio ya dormía. La mañana siguiente, se despertó temprano y quiso ir a ver a sus hijos. En la casa reinaba una agitación inusual, nadie cuidaba de los niños y Girolama salió quejumbrosa a su encuentro mientras Pierluigi y Bosio aún seguían dormidos. En el jardín se arremolinaban grupos de miembros de la famiglia y trabajadores.
La inquietud fue creciendo, hasta que se oyó una voz gritar:
—¡Habemus Papam!
Alegría en el jardín, alegría en la casa y Bianca, a la que había llamado para que le arreglara el pelo, no tardó en aparecer. En primer lugar, Constanza reunió y tranquilizó a sus tres pequeños, pues incluso la ama, con su propio bebé en los brazos, se encontraba con el grupo que ya subía aceleradamente la escalera. La joven Farnese llevó rápidamente a los niños junto a un Bosio que acababa de despertarse de forma brusca, pero que de inmediato consolaba a su benjamín apoyándolo sobre su pecho entre palabras tiernas mientras le prometía a los mayores que los llevaría por las malas a la cama.
Constanza se dirigió de nuevo a la galería. Cuando miró hacia el patio, vio como algunas de las doncellas se echaban sobre los hombros pesadas telas decoradas con brocados amenazando con desguazarlas. La plata brillaba en manos de las cocineras, y también reconoció al bello Antonio, quien se había colocado el bonete de terciopelo de su padre sobre la cabeza. Un capelo cardenalicio.
Era increíble.
Oyó gritar a Girolama a su espalda. Cuando corrió hacia ella, se encontró a su cuñada luchando ya con una lavandera y un jardinero, a los que quería arrebatarles pañuelos de seda, que se rompieron de pronto con el intenso y agudo sonido de los desgarrones.
Entonces, Pierluigi apareció de pronto en la puerta, aún adormilado y con una mirada absolutamente enfurecida. No parecía entender lo que estaba ocurriendo. Como la lavandera soltó el pañuelo, Girolama perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Constanza se echó rápidamente sobre ella para ayudarla, pero su cuñada sangraba ya de una herida en la cabeza mientras se apretaba llorosa el abdomen. Entonces, Pierluigi reaccionó: saltó sobre el jardinero y le propinó tal puñetazo que hizo que el muchacho se tambaleara. Rápidamente, Pierluigi se hizo con un atizador y le golpeó con él. El instrumento dio contra el suelo, pues el jardinero se había echado a un lado con la rapidez de una centella, y trató de huir. Se abalanzaba más que corría, pero a pesar de todo logró desaparecer. Pierluigi le arrojó el atizador, corrió hacia su habitación y buscó una daga larga. Con ella en la mano, pasó frente a Constanza como una furia en dirección a la galería y después descendió por las escaleras.
Fue un día inconcebible.
Poco a poco Constanza fue entendiendo que era necesario que su padre fuera elegido Papa y pudiera volver a casa a poner orden. Ya les había advertido a Pierluigi y a ella lo que podría ocurrir y les había aconsejado que tomaran precauciones. Él mismo había guardado todas sus cosas de valor, así como sus documentos, en el estudio, y se había llevado la llave con él. Sin embargo, los días habían pasado y, de alguna forma, ninguno de ellos había vuelto a pensar en la posibilidad de un saqueo. Ahora era ya muy tarde y solo les quedaba la opción de poner coto a los daños.
Pero, ¿cómo?
Vendó la cabeza sanguinolenta de Girolama y la tendió en la cama. En la zona del bajo vientre descubrió una mancha rojiza.
—Mi niño, mi niño —lloraba Girolama con ojos dementes.
—¿Estás embarazada?
—Sí, sí, de apenas días.
Justo en aquel momento, Pierluigi había aparecido en la habitación con una fuente llena de cubiertos de plata en los brazos. Había entendido lo que Girolama había dicho. Dejó caer la fuente con un gran estrépito, y bramó de furia mientras se precipitaba fuera de la estancia.
Poco después, Constanza le oyó rugir:
—¡Te mataré, Antonio! ¡Os mataré a todos!