Capítulo 58

Roma, plaza de San Pedro - 19 de noviembre de 1523

Cuando Alessandro Farnese salió a la logia de las bendiciones y vio a la población en pleno alborozo, durante un instante creyó que se debía a él. Pero ante ellos se encontraba Giulio, con los brazos alzados, una inmensa sonrisa, saludando, bendiciendo. Las amplias escaleras y la plaza de San Pedro se encontraban negros por la multitud. Un rayo de sol se coló desde un cielo hasta entonces cubierto de nubes, posándose en el tejado e inundando la basílica, pero también al propio Papa y a la gente de una luz festiva.

Alessandro no pudo reprimir una breve y amarga sonrisa, se dio la vuelta y se abrió paso entre el grupo de cardenales que aguardaban en segundo plano, buscando a su ayuda de cámara y a su secretario, que lo esperaban. Por suerte, ninguno de sus compañeros se acercó a darle la mano con fingida lástima; habría sido incapaz de soportar un gesto así.

Mientras ascendía por la scala del Maresciallo sintió finalmente una oleada de alivio. Su tan largamente esperado y merecido triunfo una vez más no se había producido pero, ¿realmente merecía tanto la pena dirigir esa Iglesia, esa curia? Al fin y al cabo, ahogado aún por las deudas, Giulio, o más bien el papa Clemente, como debía conocérsele a partir de ese momento, no podría mostrarse excesivamente pródigo en misericordias. A pesar de los esfuerzos del recientemente fallecido Papa, el rey francés había vuelto a iniciar una guerra para hacerse con Milán, y no se detendría allí, pues el gobierno español de Nápoles se pondría seguidamente en entredicho… Francisco y Carlos, dos hombres jóvenes al frente de sus respectivos países, amenazándose el uno al otro como perros de presa. Las rivalidades personales, la ambición y la vanidad los espoleaban el uno contra el otro. Incluso Enrique, el rey inglés, disfrutaba inmiscuyéndose y quería jugar un papel relevante: otro joven gallo de pelea.

El nuevo Papa tendría que encontrar su camino entre las potencias europeas, y después de que el cardenal de Medici hubiera prometido mantenerse neutral, quizá el emperador se sintiera traicionado… No era un cometido fácil el que se presentaba ante su santidad Clemente VII.

Quizá hubiera sido lo mejor, que él, Alessandro Farnese, no hubiera salido elegido.

Y sin embargo…

Sí, estaba convencido de que sería un político más habilidoso que él. Giulio no había sido particularmente clarividente y realista como intrigante y estratega. Solo había que recordar las catástrofes que había desencadenado al proponer a Adrian de Utrecht. Además, ese maldito complot contra Adriano, que había fracasado antes de empezar… No había que olvidar tampoco que, bajo el pontificado de León, solía dejarle la toma de decisiones finales a su primo: como vicecanciller, presentaba las alternativas, pero él no era responsable directo de ninguna.

Sin embargo, como Papa, tendría que decidir.

Alessandro meditó unos instantes en la penumbra de las escaleras vaticanas. No, no se engañaba a sí mismo diciéndose que la derrota sería de su provecho.

Durante un momento pensó en el pacto, que en un principio le había parecido una maldición, y en la soledad de la cátedra de San Pedro.

¿Qué era lo realmente importante en la vida?

En algún momento de su existencia, había dejado de hacerse aquella pregunta, pues como engranaje estaba apuntado hacia lo más alto. Una vez alcanzada la cumbre, apenas se tenía poder real, pues se encontraba uno tan preso de una institución que no admitía marcha atrás, que no admitía ninguno de los detalles importantes en la vida, ni siquiera la fe y el verdadero valor de la cristiandad. Miles de pequeñas ruedecillas giraban y ponían en movimiento el gran engranaje. No debía ser fácil de sustentar…

Y sin embargo… Una finalidad en la vida, algo en lo que aplicar las ganas y el esfuerzo, algo que perseguir… ¿Había apartado cualquier otra meta en su existencia? Y ahora, ¿qué?

Al llegar al descansillo de la escalera, Alessandro sintió que le faltaba el aliento. Cuanto más se acercaba al portal de Vaticano para introducirse entre la alegre muchedumbre, más parecía cerrársele la garganta. Todos habían pensado que él sería el nuevo pontífice, y ahora lo recibirían como a un perdedor.

Un perdedor decrépito de cincuenta y cinco años de edad.

Giulio, el nuevo papa Clemente, era bastante más joven, llevaba una vida sana, comía con mesura, no malgastaba sus fuerzas con cortesanas… No cabía duda de que Clemente le sobreviviría a él, Alessandro Farnese, uno de los cardenales de mayor edad.

La guerra había acabado. El resultado: derrota. Los deseos y esperanzas de su madre de ver a su hijo convertido en Papa no se habían cumplido.

¿O quizá su nieto Ranuccio consiguiera lo que su hijo no había logrado?

Cuando Alessandro atravesó el portal flanqueado por numerosos guardias suizos y penetró en la plaza de San Pedro, se volvieron hacia él incontables ojos llenos de compasión y, por respeto, le abrieron pasillo. Muchas mujeres incluso se arrodillaron, otras le tendieron las manos, y entre los todavía resonantes gritos de alegría y palle en honor a Clemente y los Medici, se oyeron algunos «¡Vivat Farnese!». Antes de llegar a reaccionar, el pasillo se cerró en torno a él, se estrechó, y la población se volcó en él, lo aupó para consolarlo.

El afecto, la compasión, la veneración hicieron que sus ojos se humedecieran. ¡Los romanos aún lo amaban!

Pero entonces, ¿por qué esa cruel y humillante derrota?

No, no había ningún Dios misericordioso que le diera sentido a todo; no había, sencillamente, ningún Dios. Pequeños pedacitos se reunieron en medio del caos para conformar el mundo, la vida surge y se pudre, se asesina a los buenos, los malos toman el poder… ¿Quién podría retener la fe infantil en un amoroso Dios Padre que vigilaba desde allí arriba, el cielo, a sus criaturas y las gobernaba con razón y justicia?

Alessandro se abrió paso lentamente entre la gente. Le sonrió a la multitud, los bendijo, les permitió que tocaran sus sucias vestimentas púrpuras… De pronto, ante él se encontró a un hombre conocido. Durante un breve instante rebuscó en su memoria aquel rostro cubierto por el polvo de los acontecimientos, hasta que finalmente gritó:

—¡Ugo! ¡Ugo Berthone! —y apretó contra sí a su viejo amigo.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Quería hacerme bendecir por Alessandro, mi compañero de juventud y Santo Padre.

Alessandro agitó la cabeza.

—Ya te estás riendo de mí. Me han derrotado, y vuelvo a hundirme en el inframundo de los personajes anónimos.

Su respuesta debía incluir un tono irónico y meditado, pero sonó, como el propio Alessandro pudo reparar, patético y lleno de autocompasión.

Ugo no supo qué responder, por lo que lo abrazó por segunda vez. Su aparición se le antojó a Alessandro un mensaje, un recuerdo de Epicuro y de la vida contemplativa tan valorada por los griegos, en el jardín de la satisfacción reposada, apoyado por amigos inteligentes y leales y por el afecto de su familia. Ugo había marchado a Aviñón muchos años atrás, obligado a recluirse en una existencia eremita al modo del láthe biosas, «la vida retirada». Sin embargo, ahora se presentaba ante él como un mensaje encarnado.

Como un ángel barbudo y envejecido.

Alessandro, no obstante, no creía en los ángeles. No creía en ningún tipo de ser sobrenatural.

¿O sí? ¿No existía la encarnación del mal, el diablo, aun cuando solo se le presentara en sueños y con alguna de sus múltiples metamorfosis humanas?

¿Y qué había de las estrellas, que con sus mudos resplandores y brillos interrumpían las tinieblas del cielo nocturno? Ellos habían querido leerlas, descifrar su mensaje secreto, utilizando a los mejores astrólogos, como Gaurico. Ellas habían representado modelos esquemáticos de lo que ocurría en el valle de lágrimas terrenal, y les habían indicado el camino. ¿Y más allá, sobre ellos, no reinaba un vacío absoluto, imposible de comprender? ¿Un vacío que tan solo una divinidad podía llenar? Sin embargo, esa divinidad carecía de sentido de la justicia, de moral y de razón.

Alessandro apartó la mente de sus pensamientos y dio un paso atrás para poder observar mejor a su viejo amigo. Lo había reconocido por sus ojos. El rostro de Ugo estaba enmarcado y medio cubierto por cabellos canosos y una poblada barba, pero sus ojos relucían juveniles, despiertos y curiosos. Sobre la cabeza lucía un bonete oscuro con un lazo en el lateral, el cuello abrochado hasta arriba permitía vislumbrar ropa interior de color más claro, y sobre todo ello llevaba una túnica de color azul oscuro, carente de adornos y con las mangas largas, que se mantenía abrochada mediante un cinturón de cuero con una hebilla de plata. Su aspecto era similar al de un monje, aunque le faltaba la capucha.

Ugo estaba muy delgado, y parecía algo cansado, sin embargo resplandecía de alegría por el reencuentro; al mismo tiempo, no obstante, circundaba a sus ojos un halo de tristeza que le recordó a Alessandro que él mismo era un perdedor, que acababa de abandonar el palacio del Papa profundamente humillado y probablemente nunca podría volver a entrar como un triunfador.

Tras unos instantes, tras atravesar el borgo Santo Spirito, la muchedumbre comenzó a menguar y Alessandro encontró la oportunidad de preguntarle a Ugo qué hacía en Roma, qué tal le iba en su patria, por qué caminos le había llevado el destino desde su último encuentro.

Ugo no quiso tomar la conversación de forma tan directa, prefirió evitar el tema de su pasado y le explicó con ambigüedad su visita a Capodimonte, la enfermedad de Giulia y la inminente desaparición de su madre. Alessandro recordó entonces cómo Ugo, cuando eran jóvenes, había estado enamorado de Giulia. Sin embargo, nunca había existido ninguna posibilidad de que un pobre provenzal y la hermosa hija de un Farnese, que pronto se convertiría en la ricamente agasajada amante del Papa, hubieran podido estar juntos.

Como tocado por un recuerdo repentino, Alessandro detuvo la marcha. En ese mismo momento, en el que había vuelto a recordar el amor prohibido de su amigo, le había fulminado la consciencia de que su madre iba a morir sin que el mayor de sus deseos se hubiera visto cumplido.

Toda su vida le parecía, de pronto, vacía y sin sentido.

Ni siquiera podía estar a su lado en su camino a la eternidad.

—¿No te encuentras bien? —oyó que Ugo le preguntaba, como en la lejanía.

—Es el aire viciado de la Sixtina… —logró decir.

Las imágenes de Capodimonte, de la isola Bisentina, de la alegría y las esperanzas de la juventud, todas esas imágenes se le agolpaban en la mente.

Ugo lo interrumpió.

La elección de Giulio como Papa había quedado tras él, como la puerta de una prisión que se cerraba a su espalda. Solo le quedaba agazaparse en la oscuridad, encerrado en la consciencia de una vida sin sentido.

Todavía pasaron unos instantes antes de que Alessandro lograra recomponerse. Le hizo una seña a su secretario, que llevaba agarrado por las riendas el caballo sobre el que debía haber ido él montado de camino a casa.

—Ugo —dijo, volviéndose a su viejo amigo—, me marcho de inmediato a Capodimonte. Quizá aún llegue a ver a mi madre con vida. Yo… yo… no puedo ir ahora a casa con Silvia y los niños, no podría soportar su decepción, su compasión…

—Mi caballo se encuentra en la posada de los Osos, en borgo Sant’Angelo, no lejos de aquí. Te acompañaré.

Alessandro miró a su barbado amigo. Hacía largo tiempo que no se veían, y sin embargo era tan leal como en aquellos días en Florencia. Quizá Ugo sí que fuera un mensajero del cielo después de todo…

Alessandro ordenó al secretario y a su ayuda de cámara que acudieran de inmediato a su casa y allí explicaran que había tenido que marchar apresuradamente en pos de una madre moribunda. Cogió las riendas del caballo y le dijo a Ugo:

—¡Vámonos!

Cuando ya habían avanzado un trecho en dirección a la posada, Alessandro volvió de nuevo la vista hacia sus hombres. Las prostitutas del barrio los habían rodeado y los mantenían inmóviles, y a pesar de la distancia resultaba evidente que estaban borrachas. Él habría tenido que abrirse paso a latigazos.

Pero en ese momento, todo le daba igual.

La hija del Papa
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