Capítulo 85
Roma, palazzo Massimo - 7 de mayo de 1527
Cuando Barth intentó abrir los ojos, un rayo de sol le cosquilleaba en la nariz. No sabía dónde estaba, le retumbaba la cabeza y le dolía hasta la última fibra de su cuerpo. Perdió la consciencia durante unos instantes, incluso soñó, pero soñó con la guerra y, después, consigo mismo y los demás orinando sobre los altares, lanzándose cálices los unos a los otros, reventando custodias, abriendo sacristías, echándose encima ropas sacramentales, probándose mitras y encontrando ducados y ducados, llevados por la gente con la aparente fe de que allí se encontrarían seguros. Algunos se encontraban ocultos hasta en el altar, en el tabernáculo que arrancaron porque estaba hecho de oro y decorado con piedras preciosas. Había ducados incluso en los sarcófagos, a los pies del esqueleto de algún santo, tras las prietas piedras. Cuando ya no pudieron sacar nada más de la iglesia, irrumpieron en la siguiente casa, derribaron todo lo que se movía, echaron paredes abajo, vaciaron bodegas… Y entre tanto, el vino resbalaba ininterrumpidamente por las gargantas.
En realidad Barth no soñaba, sino que más bien intentaba recordar lo que había ocurrido la noche anterior. Estaba tendido sobre uno de los bancos de piedra que rodeaban los incontables palazzi de la ciudad. Sobre él se elevaban rejas de hierro ennegrecidas, tras las cuales se sucedían ventanas de las que surgían sollozos y aullidos. Agarró el cinturón para comprobar si su hacha y su espada corta seguían allí. Sí, la espada pendía a un lado y el hacha se apretaba contra su cuerpo. ¿Y el mandoble? Se irguió, pero de inmediato se dejó caer de nuevo. La cabeza parecía a punto de estallarle. Su espada de combate había desaparecido, al igual que su coraza. Se apretó contra el banco. Al menos su cabeza reposaba sobre algo blando: sí, ahora lo recordaba, debía haberla recostado sobre los sacos de ducados conquistados.
Conquistados, ésa era la palabra adecuada. El pillaje de oro y gemas se extendía por doquier, menos entre los doppelsöldner de su compañía que entre otros lansquenetes, y desde luego mucho menos que entre los españoles.
A pesar del dolor, se sentó. Su saco de monedas parecía haberse diluido. Ya no era un saco, sino un paño empapado de sangre… ¡Su botín había desaparecido! ¡Lo habían robado! ¡Le habían saqueado!
Barth maldijo a Dios y su cráneo le respondió martilleándole la frente y las sienes. Sintió unas tremendas arcadas y se puso a vomitar entre las piernas. Cuando terminó, alzó de nuevo la cabeza. Tras él se alzaba el poderoso palazzo; ante él, sobre las calles y plazas, incontables cadáveres de los que ya se alimentaban los perros… Las ratas acechaban. Quizá no todos los que estaban por allí tendidos estaban muertos, quizá los que parecían lansquenetes, al igual que él mismo, solo estaban durmiendo la borrachera.
Esos buitres españoles le habían robado el botín: ¿quién si no? Los brillantes y hermosos ducados que el señor de aquel palazzo les había tenido que rendir. Domenico Massimo se llamaba, como Barth recordó de pronto, y tenía hijos orgullosos, una esposa distinguida e hijas hermosas.
Ya amanecía cuando habían entrado en el palazzo. Se había producido una auténtica batalla, pues el signor Massimo había apostado defensores armados, y sus hijos tampoco se habían rendido con facilidad. Muchos de los lansquenetes acabaron heridos o muertos, probablemente debido a que el vino había vuelto inseguros sus movimientos. Sin embargo, el alcohol y la resistencia hallada hicieron desaparecer todas sus inhibiciones y miedos…
Hasta que el último hijo del signore Massimo no acabó aniquilado, el propietario de aquella suntuosa mansión no se decidió a entregar su tesoro. Se componía de cincuenta mil ducados, descontando las joyas… Además de las hermosas hijas del signore. El castigo del padre fue contemplarlo todo. Al final las dejaron con vida, incluso a la mujer. ¿También a ella…? Ya no lo sabía, probablemente no, pues había muslos más duros y culos más prietos en aquella casa. Sí, de ahí los quejidos y lamentos. Sin embargo, esa clase de diversiones iban implícitas en las vetustas exigencias de guerra…
Barth vomitó de nuevo.
La «diversión» se había desatado, se habían convertido en animales, en bestias borrachas, repugnantes, descontroladas…
Las dolorosas náuseas le obligaron a escupir hasta los últimos retazos de amarga bilis.
Cuando finalmente pudo respirar con normalidad, se tanteó el cuerpo y descubrió que por fortuna aún conservaba la taleguilla con el rizo de Anna. También la cruz de oro que había caído a sus pies junto al castillo de Sant’Angelo. La observó entonces con más atención y descubrió en el reverso las iniciales A. F., así como una fecha, 20-XI-1493, bajo la cual estaba grabada la inscripción «donata G. F.».
Era lo único que le quedaba de botín.
Una oleada de ira lo recorrió, ira contra los ladrones, deseo de venganza, furia contra sí mismo por haberse emborrachado de forma tan inconsciente.
Intentó tranquilizarse, pues apenas habían empezado a arañar las riquezas de Roma. Si los ejércitos de la Liga no aparecían, el saqueo se prolongaría, sin duda, durante días.
Antes del ataque al palazzo Massimo habían acabado en una taberna, y su apetito había vuelto a manifestarse con ansia leonina, hasta atiborrarse de comida. El tabernero no hacía más que aclamar ininterrumpidamente al emperador al grito de «¡imperatore! ¡imperatore!» y «lanziquenecchi amici», realizaba reverencias y traía un plato tras otro, les ofrecía vino a raudales e incluso a su camarera. Sin embargo la muchacha estaba cubierta de ceniza y apestaba a pescado. Para terminar, el tabernero incluso les rindió su pobre riqueza en ducados. Ya iban a propinarle unas cuantas bofetadas por lo ridículo de aquella suma, cuando las casas vecinas comenzaron a arder y los primeros invasores penetraron en el gran palazzo del signor Massimo.
Entonces habían empezado la lucha y el esfuerzo.
Como compensación, tenían la riqueza del botín y a las hijas de postre.
En realidad se avergonzaba de haber golpeado hasta dejar medio muertas a aquellas jóvenes de grandes y aterrorizados ojos y pechos turgentes. Cuando sus compañeros se habían abalanzado sobre ellas, simplemente no había podido quedarse mirando. Había sido superior a él. Ellos le habían incitado, riéndose de él, preguntándole que si no se le levantaba. Al final, había cogido a la más joven de las hijas de Massimo, apenas una niña… Ella se resistió, lo que no le hizo ningún bien.
No quería pensar más en ello.
Si Anna aún hubiera vivido, probablemente se había zafado y se habría dedicado a buscar joyas por la casa, que con toda seguridad el signor Massimo habría escondido por cada rincón de la mansión. Entre tanto, habían prendido un par de habitaciones. En ellas ardieron cosas muy bonitas, papel pintado y óleos retratando a orgullosos nobles vestidos con armaduras. De alguna forma recordó que habían estado pinchando al signore con sus puñales para que revelara donde escondía más ducados…
En un momento dado, Barth había subido hasta el tejado para poder recuperar el aire y, desde allí, había contemplado el sol teñido de un rojo sangriento, velado aún por las nubes de la venganza: la ciudad ardía en muchos focos, de los que surgían gritos estridentes, bramidos animales, sollozos y gemidos, aullidos y autoflagelaciones, y entre medias, ladridos y relinchos… Probablemente los animales ardían dentro de sus propios establos…
Entró de nuevo, tambaleándose, en el palazzo; debía seguir bebiendo para aguantar todo aquello. Salió a la calle, inestable aún, sí, así debía haber sido, se había tumbado sobre un banco, recostado la cabeza sobre los ducados y perdido la consciencia.
¿No debía ahora dirigirse hacia la banca de los Fugger, tal y como le había ordenado Melchior? ¿Actuar como un teniente de veinte florines al mes, al mando de una tropa? Pero, ¿cómo iba a reunir a una tropa tras una noche como ésa?
¿Y si ya habían allanado el edificio? Sin duda habría allí dinero a espuertas. Y además, aquella joven… ¿Habría sufrido lo mismo que las aristocráticas hijas del signor Massimo?
Gemebundo y entre espantosos dolores se levantó y tomó indeciso la dirección por la que suponía se encontraría la banca de los Fugger. ¿Y si ya había ardido y la joven esposa del valiente Ranuccio Farnese había caído en manos de los soldados?… Barth no pudo evitar pensar en su Anna. El granjero la había arrastrado por la fuerza hasta el heno y, tras esto, ella había acabado en el agua…
«Oh, Dios». Rezó, confesó sus culpas, imploró perdón. No podía haber sido todo en vano…