Capítulo 76

Roma, borgo Vaticano - 6 de mayo de 1527

Apenas había ascendido el Borbón por los primeros peldaños, se inició toda una salva de disparos que ahogó los gritos de guerra de los atacantes. Él se estremeció, se encogió, intentó sustentarse y cayó, arrastrando en su caída a quienes lo seguían, hasta aterrizar en el suelo con un golpe sordo. Todos se arremolinaron inmediatamente a su alrededor. De nariz y boca manaban ríos de sangre. Todo el costado sobre la altura del estómago había desaparecido. El rostro aún permanecía intacto, el casco se le había caído a un lado, tenía el cabello húmedo y pegajoso. Movía los labios intentando decir algo. Barth, junto con Melchior y algunos españoles, lo sacó del campo de tiro, pero apenas hubieron puesto a salvo al Borbón, éste cerró los ojos.

El impacto fue tremendo. A su alrededor todos comenzaron a suspirar de impotencia, quedaron petrificados o guardaron silencio.

Melchior se hizo con un estandarte y cubrió el cuerpo del caído.

Barth ya no sabía qué hacer. Miró a Melchior. Todos miraron a Melchior, el único oficial al cargo que podía vislumbrarse en la densa niebla. Algunos cayeron de rodillas y agacharon la cabeza, otros juntaron las manos. Desde los muros surgieron bramidos de victoria… ¿Acaso sabían los defensores que Borbón había caído? ¿O es que habían logrado volcar otra escalera, arrastrando a la muerte a todos los que ascendían por ella?

La lucha parecía remitir, apenas se oían ya disparos y los gritos sonaban lejanos.

Barth estaba aturdido. Incluso oía cantar a los pájaros y gorjear a las palomas.

Melchior contemplaba los muros. Algunos españoles corrían sin sentido arriba y abajo, mientras los lansquenetes se reunían en torno a su capitán, desorientados, con los brazos colgando, algunos incluso temblando.

La calma iba extendiéndose y los mensajeros aparecían a la carrera. Bemelburg preguntaba si alguien había alcanzado la cima y a cuánto ascendían las bajas, los italianos comandados por Sciarra Colonna y Pierluigi Farnese informaban de que habían realizado un ataque señuelo para dirigirse a continuación hacia el Trastevere, mientras que un mensaje de Filiberto indicaba que nadie había logrado tomar el muro con éxito, si bien se había descubierto un edificio en la muralla pobremente fortificado y fácil de conquistar.

Cuando Melchior les puso al tanto de la muerte de Borbón y les ordenó que hicieran llegar la noticia a todos los comandantes, los mensajeros abrieron los ojos como platos. Los imperiales se retiraron de los muros para intentar recuperarse.

Se inició un descanso en el que los gritos de auxilio de los heridos quedaban eclipsados por las risas burlonas que les llegaban desde las almenas.

—Debemos luchar —exclamó Melchior como tratando de infundirse ánimos a sí mismo—. Debemos utilizar la niebla en nuestro provecho, o de lo contrario ya habremos perdido.

Barth se ató a la espalda el mandoble y, a tenor de que disponía de dos asas con las que poder agarrarlo, le quitó el escudo a un muerto y se deshizo de la ballesta. Dada la escasa visibilidad no resultaba de demasiada utilidad.

Miró a su alrededor: en aquel momento cientos, quizá miles de soldados imperiales parecían afectados por una furia y un deseo de venganza desenfrenados pues, sin que llegara a darse una orden de ataque, se precipitaban todos unidos contra los muros. Barth se vio arrastrado por la marea de cuerpos. Ya no había opción a la duda. De nuevo resonaron los disparos sobre ellos, las escaleras temblaron, algunas se precipitaron de nuevo al suelo con todos los que ascendían por ellas. Los demás subían a través de la ciega nada, cada vez más rápido, con sus últimas fuerzas, y de pronto se encontraron en la cumbre. Barth empujó a los que aún trepaban sobre él, se agarró a una grieta en la almena, tomó impulso y cayó sobre un defensor, que se vio en el suelo bajo la presión del inmenso cuerpo. Barth solo llegó a ver los ojos desencajados, la boca abierta con los dientes brillantes y la lengua temblorosa, y le propinó un puñetazo en pleno rostro, avanzó a gatas un par de pasos, desató su pesada espada, embistió a otro enemigo en pleno estómago de tal forma que finalmente pudo erguirse, atacó a otros más y sintió como la sangre cálida fluía por su brazo. Sostuvo la espada fuertemente por la empuñadura, dio un paso atrás y la hizo girar con movimientos amplios alrededor del cuerpo. A su alrededor cayeron numerosos enemigos y el resto se retiró, los invasores se precipitaron hacia adelante con sus relucientes filos en ristre y una enorme sed de sangre se apoderó de Barth, quien depositó todas sus fuerzas de oso en su frenética espada. El primer muro del borgo Vaticano estaba en manos de los imperiales, los defensores reculaban, al principio lentamente y, seguidamente, presa del pánico. Pronto se abrieron las primeras puertas y los invasores penetraron a raudales por los barrios de la ciudad. Al mismo tiempo, desde el norte, llegaron en tropel los españoles, quienes debían haber batido las débiles fortificaciones de ese punto. Los cañones conquistados se redirigieron de inmediato contra los baluartes y los portales de iglesias y palacios. Barth, que había descubierto entre la multitud a parte de sus compañeros, se reencontró igualmente con Melchior, cuya espada estaba enrojecida hasta el mango y cuyo peto aparecía salpicado de sangre.

—¡A por el Papa! —gritó Melchior, quien tuvo que repetir sus palabras para que Barth pudiera entenderlas entre el caos de gritos—. ¡Ahora tendrá que creérselo! ¡Venganza para el Borbón!

La hija del Papa
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