Capítulo 79
Roma, castillo de Sant’Angelo - 6 de mayo de 1527
Alessandro se encontraba aún bajo la protección del pasillo sotechado cuando Giovio, uno de los hombres de confianza, se quitó la sotana y se la echó encima a Clemente para que su resplandeciente alba no supusiera un blanco claro. Vestido únicamente con su ropa interior, Giovio empujó al Papa por el pasillo y juntos alcanzaron felizmente el castillo. Tras esto le siguieron apresuradamente Schönberg, después Giberti y muchos más, hasta que finalmente Alessandro se lanzó en plancha y una bala pasó silbando por encima.
Todos los que se habían salvado tuvieron que echarse para tranquilizarse. Los gritos en el exterior eran espantosos…
Cuando los últimos miembros de la guardia suiza que defendían el túnel de escape hacia el castillo de los apremiantes españoles se aproximaron al puente de madera, un cañonazo certero destrozó la pasarela. Alessandro observó a los suizos: estaban condenados a una muerte segura. Uno tras otro fueron cayendo…
Se dio la vuelta. Intentó respirar hondo y luchar contra el vértigo. Entonces, se abrió paso entre los huidos y se dirigió hacia el muro superior, donde los cañones aún mantenían su rítmico ajetreo. Un vistazo hacia la calle le mostró que habían destrozado el vallado que llevaba al puente. Cientos, miles de personas se arremolinaban ante las puertas y rogaban que se les permitiera el acceso, pero en vano. Incontables personas se lanzaban al Tíber para escapar de las alabardas y espadas de los invasores.
Allí era desde donde estaban arrastrando de mala manera al cardenal Armellini, subido en un cesto, por encima del foso…
Alessandro le preguntó al papa Clemente, quien se había hecho con una habitación en el centro del castillo, dónde deberían quedarse los cardenales y él mismo. Junto a ellos se encontraban agazapados los embajadores, obispos y demás altos prelados. También había mujeres e incluso niños, que habían podido salvarse accediendo al castillo, constituyendo un número total de unas tres mil personas.
Cuando un joven soldado con ropaje anegado en sangre, uno de los pocos que había podido acceder a través de la puerta principal, se presentó para dar su informe al Papa sobre lo acontecido en el exterior, Clemente se negó. No quería saber nada, no quería escuchar nada ni ver nada… Solo quería rezar, rezar por una muerte rápida y misericordiosa.
Los cañones del castillo retumbaban sin interrupción.
—¿Al menos la ciudad propiamente está a salvo? —preguntó Alessandro a Lorenzo Pucci que, durante la huida de los atacantes, se había caído del caballo y mostraba por ello numerosas heridas y raspaduras.
Pucci se encogió de hombros:
—Si Renzo no hace demoler los puentes… No podrá retener el Trastevere, que ya está muy debilitado.
—¿Has visto a Renzo en cualquier caso?
—Sí, por un momento. Cuando los imperiales alcanzaron la cima de los muros lo vi salir a caballo presa del pánico. Ese hombre merece que lo cuelguen.
—Ya es muy tarde para eso. Además los imperiales ya habrán dado buena cuenta de él.
El Papa alzó entonces los brazos con dolor teatral y gritó:
—¡De profundis clamavi ad te, Domine!
—Eso ya no sirve de nada —repuso Alessandro agitando la cabeza con amargura—. Clemente debería haber tomado partido por el verdadero «Señor»: el emperador.
Pucci respondió en voz baja:
—Yo también le aconsejé de forma coherente que adoptara una neutralidad clara y una política pacifista honorable. Sin embargo él siempre creyó que debía enredar a los unos en contra de los otros. Finalmente se ha enredado él mismo. Quien cava tumbas ajenas acaba por caer en ellas. Es un hecho demostrado una vez más.
El papa Clemente había bajado la voz tras su sonora plegaria y finalmente volvía a rezar en silencio. Tras unos instantes se levantó, se situó entre los pocos cardenales que habían logrado salvarse y añadió, obstinado:
—Este castillo es más seguro que la tumba de Abraham… quiero decir, que el castillo, el castillo de Abraham.
Alessandro no pudo evitar reírse para sí.
El pontífice le dirigió una mirada reprobatoria:
—Perseveraremos y plantaremos cara al Anticristo hasta que la Liga golpee nuestras puertas con la fe como estandarte y aniquile a esos bastardos como perros sarnosos. El Borbón está muerto, no tienen quien los dirija… Ya pueden dedicarse a saquear nuestros palacios y a profanar nuestras iglesias. La venganza del Señor será terrible.
Alessandro hundió la cabeza, unió las manos, cerró los ojos. Pensó en sus hijos, en sus nietos y rezó por la seguridad de Silvia y Constanza.