Capítulo 5

Roma, via Triumphalis - Palazzo Medici - 11 de abril de 1513

Las calles y plazas de Roma estaban repletas de gente.

Cinco hombres fuertes con estandartes de azucenas sobre el pecho y la espalda protegían a Silvia y su séquito, y puesto que portar armas aquel día estaba terminantemente prohibido, lucían miradas particularmente siniestras. Silvia abría la marcha, seguida muy de cerca por su cuñada, que llevaba un velo transparente sobre el rostro, y tras ellas, rodeados de los soldados, Constanza y, ligeramente desplazado, Pierluigi.

Apenas llegaron a Campo de Fiori, las masas humanas comenzaron a agitarlos, y el estruendoso griterío apenas permitía que se entendieran los unos a los otros. Los mendigos extendían hacia ellos sus manos, incluso llegaban a palpar las pesadas vestimentas adornadas de brocados de Silvia y Giulia; los aguadores y vendedores de pan y dulces bramaban entre la multitud; los niños, acompañados de sus madres y abuelas, chillaban por doquier; una y otra vez se veían hombres con los puños dirigidos hacia otro. Por supuesto, por todas partes resonaba: «¡palle, palle!», el grito de guerra de los Medici.

Grupos de sbirren habían ya despejado el centro de la via Triumphalis, pero por los miembros de las familias más importantes de Roma que solo quisieran pasar a mirar antes de desaparecer en sus palacios, hacían una excepción. En cualquier caso, ya nadie cruzaba los laterales de las vías.

Silvia respiró hondo. Al fin, algo de aire y la posibilidad de admirarse por el despliegue realizado a fin de ofrecer al papa León X una acogida digna. Por supuesto, por todas partes se apreciaban los escudos de armas de los Medici, con las seis esferas o palle, así como estandartes, blasones, tapices y cuadros con figuras de la mitología antigua y, ocasionalmente, también de motivos cristianos, de tal modo que la Virgen María se mezclaba con Venus o Minerva, el crucificado recordaba a Apolo, y Dios Padre, a un Júpiter tronante. Guirnaldas de laurel y flores primaverales adornaban las ventanas y enmarcaban las pinturas. Quien tenía alguna estatua en posesión, la había colocado ante el portal o en los balcones: desde allí, Baco y Venus, Mercurio y Ganímedes saludarían al Papa leonado, las santas señalaban la semidesnudez de las ninfas y la desnudez completa de las sibilas, y entre ellas, los mejores escribas de la ciudad habían pintado sentencias breves: «Mars fuit» y «Cypria semper ero» se repetían una y otra vez. Quien supiera algo de latín sabría que debía despedirse del dios de la guerra y saludar el perpetuo señorío de la diosa del amor.

Silvia se maravillaba de toda aquella pompa antigua, incluso pagana, y entretanto echaba un vistazo a Giulia y a sus hijos. Pierluigi caminaba pesadamente con rostro funesto entre sus guardias, sin mirar ni a izquierda ni a derecha, mientras que Constanza observaba con los ojos iluminados las excepcionales obras de arte. Su cuñada Giulia se apartaba continuamente el velo del rostro para poder observar mejor: sus ojos se nublaban por el dolor y el recuerdo de días mejores. De cuando en vez extraía un pañuelo de seda de su escote y se secaba con cuidado las mejillas.

—¿En qué estás pensando? —Silvia se había inclinado hacia adelante para que Giulia la oyera mejor.

Una breve mirada le había bastado para adivinar sus pensamientos.

—Todavía era joven y hermosa cuando mi Rodrigo recorrió a caballo este mismo camino hace veinte años. Por aquel entonces yo era su Venus, y casi cada noche me demostraba lo mucho que me deseaba.

Ella se irguió, y durante un instante se pudo volver a reconocer bajo su maquillaje a aquella bella Giulia, sin arrugas ni papada.

En lugar de responder, Silvia le dedicó una comprensiva caricia en el brazo.

—Sin mí, Alessandro nunca habría sido cardenal, y soy la única a la que debe nuestro ascenso. Si Alessandro se convierte en Papa, será solo porque dejé que un viejo verde me…

—Lo sabemos bien —la interrumpió Silvia, dedicándole una mirada ligeramente preocupada a sus hijos.

Giulia se sorbió.

—… montara miles de veces —concluyó, con un tono amargo.

«¿Es que no te gustó?», quiso replicar Silvia, pero se abstuvo de hacerlo por no ofender a Giulia.

Cuanto más se acercaban a Rione di Ponte y al barrio financiero, más adornadas estaban las calles, y los arcos de triunfo ornamentados con dioses antiguos iban sucediéndose los unos detrás de los otros.

—Esa diosa debe haberla pintado Rafael —gritó Giulia, no sin envidia en la voz, mientras señalaba un cuadro—. ¿Y sabes quién posó como modelo? —una sonrisa burlona acompañó sus palabras.

Silvia dedicó una mirada de advertencia a sus hijos, de quienes solo Constanza escuchaba con curiosidad. Pierluigi imitaba como un arlequín inquieto a Apolo tocando la lira.

—Francesca, la nueva amante favorita de Chigi, casi una niña. —Giulia se inclinó sobre Silvia—. ¡Al parecer se enamoró de ella de inmediato! ¡Le ha prometido matrimonio! Ese papagallo rácano… Está haciendo el ridículo.

—No seas tan cínica —repuso Silvia en voz tan baja como el ruido de la multitud le permitió—. Realmente es una joven hermosa, y debe ser inteligente.

—La belleza se marchita, el trasero más respingón se vuelve flácido, la inteligencia te deja caer en la melancolía, hasta que finalmente una jovencita te reemplaza. Francesca ha echado a Imperia, igual que yo eché a la vieja bruja de Vanozza del lado de mi Rodrigo —aquel amargo triunfalismo envejecía espantosamente los labios profusamente maquillados de la mujer.

—Ay, Giulia. —Silvia tomó brevemente del brazo a su amiga de la infancia—. Cada cosa tiene su momento, y con la edad una puede regocijarse con los hijos y los nietos… y escribir cuentos.

Paolo, muerto, con su rostro iluminado como el de un mártir, se le aparecía a Silvia ante los ojos, y no pudo reprimir las lágrimas.

—Sí, ¡para ti los niños y las historietas! —exclamó Giulia, pero de inmediato debió recordar el destino aciago de Paolo pues, horrorizada, se llevó al pecho la mano de Silvia—. Vayamos de una vez a casa de los Medici, pronto sonarán las fanfarrias.

Agarró fuertemente la mano de Silvia y se puso en marcha precipitadamente.

Era difícil abrirse paso hasta el palazzo Medici a través de la multitud, que gritaba ininterrumpidamente «¡León, León! ¡Palle, palle!», mientras bebían vino con profusión. Cuando finalmente lograron atravesar el portal, Silvia dio con un muro refulgente de humeantes velas y antorchas. Criados vestidos con lujo atravesaban aceleradamente pasillos y escaleras. Los guardias tuvieron que permanecer en el patio interior, pero se les procuraron excelentes brochetas de buey y vino toscano en abundancia. Giulia se hizo alisar con premura el vestido y la capa, insertó un par de rizos furtivos en la redecilla y se colocó la diadema.

Apenas habían dejado la escalera que conducía al piano nobile, cuando Alfonsina, la cuñada del nuevo Papa, salió a saludarles con los brazos extendidos y un estridente grito de alegría. Se le había permitido a la viuda de Piero de Medici ejercer de señora de la casa, puesto que todos los miembros masculinos importantes de la familia tomaban parte del desfile festivo del Papa, y solo las mujeres y los niños permanecían en casa.

Giulia se había adelantado y fue la primera a quien Alfonsina abrazó. Su nauseabunda colonia azotó a Silvia: olía al dulzor de la podredumbre, y no se correspondía con el rostro de cuervo de la viuda, quien gustaba de vestir de negro, así como de rojo chillón y verde fuerte.

—Sin duda tu esposo cabalga con los barones napolitanos en honor de nuestro recién elegido León, querida Giulia —graznó Alfonsina. Antes de que Giulia pudiera replicar que en realidad él permanecía en su Nápoles natal, continuó—. Estás más seductora que nunca, bellisima, incluso nuestro León reparará en tu hermosura —dijo, lanzando una risa estridente a Silvia, a quien ya se había vuelto y debía recibir su abrazo—. Tú, bendecida con tantos niños —graznó en su oído, apartándose después un poco de ella para observarla mejor—. ¿Estás embarazada otra vez? Nuestro amigo Alessandro no escatima en esfuerzos para asegurarles un futuro floreciente a su nombre y su progenie.

Silvia no vio la necesidad de responder. Alfonsina, entretanto, se dispuso a hacerle cosquillas a Constanza en la barbilla y a enviarla con los otros niños. Pierluigi ya se había escabullido, puesto que había descubierto a Giovanni de Medici Popolano, cinco años mayor que él, e hijo de la fallecida hacía ya cuatro años Caterina Sforza.

En el recibidor y el salón de baile del palazzo sobrecargados de joyas y flores, Silvia topó con el trío de hermanas del nuevo Papa, todas con hijos pequeños. Los chiquillos aparentemente iban a hacer carrera eclesiástica, puesto que a pesar de encontrarse entre los diez y los doce años vestían ya túnicas de prelado.

Bajo una estatua de Apolo reñían dos niños, de unos tres años. Como Silvia los miró con curiosidad, Alfonsina, que había seguido su mirada, explicó en voz alta:

—Dos de nuestros pequeños bastardos, Ippolito y el inconfundible Alessandro, al que llamamos simplemente il Moro —miró con desprecio al niño que, con su cabello rizado y sus labios hinchados recordaba a un monito y estaba a punto de ponerle la zancadilla a Ippolito—. Un carácter bastante arisco, como puedes ver —continuó Alfonsina—. Un desliz del primo Giulio, es decir, el bastardo de un bastardo. El primo Giulio siempre hace como si Alessandro fuera su sobrino, e incluso ha legitimado esa falsedad. En fin, en cada familia hay una manzana podrida —el desprecio en sus gestos y su voz se ahondó—. Los bastardos rara vez llegan a alguna parte, incluso cuando se les legitima —y diciendo esto dejó vagar la mirada hasta Pierluigi y el retoño de Caterina Sforza y una sonrisa socarrona se dibujó en su boca.

A Silvia le hubiera gustado escupirle, pero al mismo tiempo, se esforzó por ignorar los engreídos comentarios de aquella Medici por matrimonio, originaria de la tan altanera como fructífera familia Orsini, pues estaban evidentemente dirigidos contra ella y sus hijos: Silvia no era más que la concubina de un cardenal, y sus hijos no eran otra cosa más que bastardos.

Giulia, mientras tanto, se había escabullido y había tomado asiento junto a la ventana, desde donde le hizo una señal a Constanza y fue empujando con la cadera a una de las chicas Medici de forma tan habilidosa que su sobrina logró encontrar donde sentarse y las dos obtuvieron un excelente punto de observación. Pierluigi observaba asombrado al joven Giovanni, de quince años, que mostraba ya el porte de un joven condottiere y gesticulaba vivamente mientras bromeaba con sus primos.

Finalmente, Silvia logró sentarse en la ventana con Giulia. Constanza quiso darle su sitio, pero Silvia prefirió quedarse tras ella. El caos disonante de ruidos, particularmente el estridente tono de voz de Alfonsina, le hacía daño en los oídos.

—Una bruja ambiciosa, esa Alfonsina —dijo Giulia, sin molestarse demasiado en hablar bajo—, odiosa como la mayoría de los Orsini. No tengo más que pensar en mi tuerto Orso. ¿Te acuerdas de él, Silvia?

Ésta asintió, no sin llevarse el dedo a los labios.

—Por mí ese espantajo puede quedarse lejos.

Constanza sonrió con picardía, mientras Silvia susurraba:

—¡No tan alto!

—No dejes que mi dulce sobrina se case con ningún Orsini —continuó Giulia con descaro—, ni que Pierluigi tome a ninguna de las insoportables culonas de esa familia.

Silvia miró a la ventana de forma visible, pretendiendo que no escuchaba nada de lo que se le decía.

—Pero yo sé bien que Alessandro ya ha elegido a Stefano Colonna para vuestro tesorito.

Silvia miró por la ventana todavía con más concentración, aunque no había nada nuevo que observar.

—Mamma, ¿es eso cierto? —en el rostro de Constanza se dibujaron la sorpresa y el terror.

—Todavía eres muy joven.

Giulia soltó una carcajada.

—¿Es eso una respuesta para una pregunta tan directa?

Constanza no dejó que Silvia llegara a tomar la palabra.

—Pero yo no quiero casarme con alguien a quien no conozco, mucho menos con un tuerto como tía Giulia.

La risa de Giulia se volvió aún más sonora.

—Harás lo que diga tu padre. Además, Stefano no es tuerto, sino bastante atractivo. —Silvia quiso darle a su voz un tono firme, pero ella misma se dio cuenta de la inseguridad que delataba.

El olor a podredumbre de Alfonsina volvió a golpear la pituitaria de Silvia, pues de hecho la autonombrada señora de la casa se encontraba junto a ella. En esa ocasión, Giulia miró hacia la calle con la misma intensidad que si el propio papa León hubiera aparecido él solo montando sobre un elefante por la via Triumphalis.

—¿Has visto a mi inocente sobrina Maria con el bastardo de Caterina Sforza? —Silvia volvió la cabeza. Alfonsina continuó hablando sin esperar respuesta. Su afilada nariz parecía lanzar continuos picotazos—. También mi difunto Piero, Dios tenga misericordia de su pobre alma, era de la opinión de que los bastardos debían quedarse fuera, puesto que corrompen la sangre. Ese Giovanni Popolano Sforza ronda ya los lupanares de la zona como un adulto, e incluso ha contraído la morbo gallico. Constanza, querida mía, ¡mantente alejada! Se pelea con cualquier borrachuzo que pase por delante suyo, e incluso con once años apuñaló a un compañero. Hasta le golpeó a mi Lorenzo sin motivo, haciendo que le sangrara la nariz, aunque Lorenzo es seis años mayor que él. Solo por eso tenían que haberle echado del país.

Sin esperar una respuesta, salió volando pues su hija se dirigía hacia Giovanni y Pierluigi.

—¡Clarice! —la oyó gritar Silvia—. ¡Ven aquí! ¡Tenemos que salir al balcón!

La hija del Papa
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