Capítulo 82

Roma, Rione della Regola - Campo de Fiori - 6 de mayo de 1527

Barth se encontraba junto a Melchior al final del ponte Sisto y comprobó que ningún peligro inminente amenazaba a su capitán. Ante la entrada a la calle luchaba todavía un desesperado grupo de defensores, algunos heridos, como podía apreciarse a simple vista, mientras que los demás habían caído o huido. Roma estaba a su merced, la gran Roma, la puta más rica, la babilonia de los Papas, que ya nadie quería realmente defender.

El bávaro no podía creer que, tras la conquista del muro, todo se hubiera desarrollado tan rápido. Que esos hombres cansados, demacrados, sin cañones ni armamento, hubieran logrado penetrar en aquella ciudad fuertemente fortificada. Era un milagro, Dios mismo debía haber luchado a su lado. Probablemente Él hubiera planeado desde hacía tiempo un castigo contra la pecaminosa ciudad, y ellos no fueran más que instrumentos dispuestos.

Melchior, a su lado, observaba no menos incrédulo a los lansquenetes que se lanzaban ya, ebrios de triunfo, por las avenidas. Intentó dar órdenes, gritarles:

—¡A Campo de Fiori! —pero nadie lo escuchó.

No tenían freno.

Los últimos defensores seguían bloqueando el paso por la calle, en un intento sin sentido… ¿Por qué no huían? ¿Podrían quedar todavía en esa ciudad de mala fama hombres duros capaces de luchar hasta la muerte por su hogar, por su familia, incluso por el Papa?

Barth reconoció entonces al joven delgadito al que habían derribado de su caballo en el puente de Govérnolo… Debía haber sobrevivido después de todo, llevaba la insignia papal y una de lilas sobre el pecho, luchaba encarnizadamente entre los últimos defensores, descubierto y claramente herido en la cabeza, pues la sangre aún le corría por el rostro. Contenía, temerario, las acometidas de espada de un experimentado «doblesueldo», y sin duda de un momento a otro acabaría sucumbiendo bajo las alabardas de alguno de los españoles.

Barth recibió un empujón. Sus propios hombres lo arrastraban, incluso a Melchior y su caballo, pues los españoles y muchos italianos atravesaban en oleadas el puente. Uno de los capitanes italianos se abría paso por la fuerza con evidentemente interés por atacar a los defensores restantes, algo un tanto inusual para la gentuza a la que había estado dirigiendo en los últimos dos meses.

El caballo de Melchior coceó tras recibir un fuerte empujón y amenazó con desbocarse. De hecho, se enfureció, atropelló a varios españoles, tropezó con los muertos y Melchior ya no pudo controlarlo. Barth quiso tranquilizarlo, pero una vez más se vio aprisionado entre la multitud, que se lo llevó por delante.

En varias ocasiones tropezó con su propio mandoble, hasta que finalmente logró volver a ajustárselo a la espalda. Los últimos defensores que permanecían con vida se daban por vencidos y se retiraban. Los atacantes se precipitaron sobre ellos y, una vez más, Barth acabó implicado.

Con gran esfuerzo logró apartarse y refugiarse en un callejón, pero tampoco allí se encontraba solo. Los imperiales campaban por todas partes y, quien quiera que se interpusiera en su camino, acababa muerto, sin importar si intentaba evitarlos o si les ofrecía pan y sal.

Los gritos de los conquistadores se confundían con los chillidos de los que huían. Mujeres empapadas en sangre yacían sobre las aceras, con niños sobre ellas.

Barth intentó apartarse de la horda enloquecida para dejar de experimentar lo que estaba ocurriendo en el ardor de la conquista. Ya había visto suficiente sangre.

Finalmente logró detenerse cuando los soldados se separaron para comenzar a irrumpir en las casas. Los agudos chillidos que surgieron de los hogares no presagiaban nada bueno. El peligro constante y la euforia triunfal se intensificaron y transformaron en una furia generalizada que clamaba sumisión y sangre, como el propio Barth había podido experimentar en sus propias carnes tras la conquista del borgo.

Horrorizado, se echó a un lado cuando un bebé de pecho, aún en pañales, voló describiendo un gran arco desde una ventana e impactó contra el suelo de piedra. Barth quiso recogerlo, pero un soldado pisoteó el fardo. Barth agarró al insensible tipejo, un italiano, por lo que descubrió de inmediato, y lo golpeó en la mandíbula. El hombre chilló y quiso apuñalar a Barth entre las costillas, pero eso no hizo sino empeorar la situación para él. Tropezó, cayó y se levantó de nuevo, dos de sus compañeros lo sujetaron y pronto desaparecieron.

Barth se inclinó sobre el pequeño que lloraba impotente, y no supo qué hacer con él, por lo que finalmente optó por dejarlo ante la puerta de la casa de la que lo habían arrojado. Del interior surgían crecientes bramidos y el inhumano aullido de una mujer…

Barth se marchó de inmediato, ya no quería ver más, oír más, pero por supuesto eso era imposible: cada vez más conquistadores avanzaban bruscamente por las calles. Ante los muros se habían reunido treinta o cuarenta mil soldados, sin contar con el séquito. ¿Cuántos residentes le tocaban a cada conquistador? ¿Dos o tres? ¿Y dónde estaban los defensores? Todos los que debían haber protegido los muros sur y este, las milicias…

Los cascos de unos caballos le hicieron agudizar los oídos. Se volvió y descubrió al capitán italiano que le había propinado un empujón en el ponte Sisto. Rodeado de una tropa de hombres fuertemente armados, atravesaba las avenidas sin mostrar interés en el pillaje. Barth se apartó refugiándose en la entrada de una casa y se topó con algo blando. Asustado, dio un respingo: se trataba de una joven, que le tendía una flor… No podía creerlo, una flor, no, un ramillete de lilas, con sus fragantes capullos violeta. Instintivamente aceptó el ramillete y contempló el rostro, semi oculto por una mata de pelo largo y enredado, de la muchacha, que le dedicaba una sonrisa aterrorizada.

Tras ella, las cohortes españolas seguían cruzando las calles como salvajes, atropellando a numerosas personas que gritaban pidiendo auxilio, incluidos niños llorosos.

Apenas hubo pasado el torbellino, Barth tomó la mano de la muchacha, volvió a colocarle el ramillete entre los dedos, le sonrió con impotencia y ya no supo más: simplemente la dejó para seguir al capitán italiano quien, a todas luces, perseguía una meta concreta. De hecho, se encontraba frente a un gran palazzo, en cuyo portal se recortaba el estandarte en piedra de las lilas. ¡Otra vez las lilas! Debía preguntarle a Melchior a qué familia pertenecía. El defensor del puente, el joven delgado, también lucía aquel emblema…

El capitán desmontó y le abrieron la puerta.

Su tropa lo siguió con formalidad.

Barth intentó recordar la fachada y el camino desde ponte Sisto y después se aventuró en un estrecho callejón. Miró al cielo. Caía la noche. Solo necesitaba una antorcha, y quizá debía conseguir algo de botín antes de que no quedara nada. Abrió la siguiente puerta y atravesó, espada en mano, un oscuro vestíbulo que llevaba hasta un pequeño patio vacío. Miró a su alrededor. No había nadie. Con cuidado, ascendió por una escalera quebradiza hasta la primera planta, exclamando:

—¡Una antorcha, una antorcha!

Pero, ¿cómo iban a entenderlo los romanos? Miró a su alrededor.

De pronto, ante él se presentó un anciano que sostenía una bolsa y decía algo de lo cual solo entendió «soldi» y «denari».

Sin duda el anciano no podía estar solo en aquella casa. Barth miró desconfiado en torno a él, pero siguió sin ver a nadie. El romano quería a todas luces pagar por su seguridad, por lo que Barth aceptó la bolsa y, al oír el tintineo de las monedas, entendió que sus suposiciones eran acertadas. El hombre le daba las gracias y hacía gestos suplicantes. Barth levantó la mano en ademán tranquilizador. Sí, les dejaría en paz, solo necesitaba una antorcha… Y entonces vio una que colgaba de la pared.

Le pidió al anciano que la encendiera y, entre algún tipo de salmodia suplicante y numerosas reverencias, el anciano obedeció.

Satisfecho de poder salir de ese agujero con algo de dinero, Barth salió de nuevo a la calle y siguió con pasos tranquilos a los soldados que se dirigían hacia una plaza amplia y cuadrada. Tras todo lo que había podido leer en los mapas, debía tratarse de Campo de Fiori. Todavía resistían un par de tenderetes vacíos, numerosos carteles de albergues y algún que otro emblema. Cuando posó la mirada sobre una casa con un hermoso balcón cubierto de glicinias, oyó el estruendo procedente de su interior.

De pronto, se abrió la puerta del balcón, los vidrios se rompieron y una mujer, vestida de forma aristocrática y con un peinado lujoso, aterrizó de un empujón contra el balcón. No pudo ver de quién se trataba bajo aquella tenue luz. Durante un segundo, pensó: van a arrojar a aquella maravillosa mujer por encima de la barandilla. Pero no, se limitaron a apretar su cuerpo contra la piedra, a sujetarla, a levantarle el vestido y desnudarla. El griterío que se levantó presagiaba lo que ocurriría. Uno de los atacantes alzó la espada en el aire y se manoseó la bragueta…

Barth se volvió, pero no supo a dónde dirigir la vista, pues por todas partes reinaba aquella turba inhumana. Se sentó en un banco de piedra y se dio cuenta, de pronto, de lo cansado, sediento y hambriento que estaba. Había una tasca justo detrás de él, junto a la casa en cuyo balcón estaban maltratando a la mujer. Tenía la cabeza cubierta por el vestido y ya no gritaba. Quizá le hubieran cortado el cuello y se contara ya entre los restantes cadáveres. Barth entró en la posada con su antorcha y vio a un grupo de españoles propinándose pequeños golpes y amenazando al tabernero con un cuchillo. Sostenían el filo en uno de los orificios de su nariz mientras le gritaban algo. Otros bebían ya y tenían muslos de pollo en la mano. Barth se limitó a quitarle de los dedos un pedazo de carne a esos pequeños demonios de pelo moreno y, aunque el español protestó, también se llevó la jarra de vino de otro, le golpeó a un tercero en el estómago y volvió a salir a la calle.

Cuando volvió a mirar hacia el balcón, la mujer había desaparecido. Se sentó en el suelo, mordió el tierno pollo, bebió un trago de vino y sintió que un indecible bienestar lo recorría. Bebió otro trago, masticó la celestialmente grasa carne y, por fin, halló paz para reflexionar durante unos segundos.

Roma estaba conquistada, ya no había ninguna duda. Y ellos, los soldados del emperador, podían tomar de su propia mano lo que consideraran adecuado como salario, en forma de pollo y carne de cerdo, de vino dulce y prietos muslos de mujer, de piedras preciosas y relucientes ducados, tantos como fueran capaces de transportar hasta sus casas. Su botín compensaría y suavizaría los pesares y peligros sufridos durante la guerra. Eso era todo. Ya no tenían por qué seguir sirviendo a aquel emperador avaro y mentiroso que vivía en la lejana España.

Probablemente pronto tendrían que partir hacia el norte y hacer frente a los ejércitos de la Liga, en caso de que se dignaran a luchar. También acabarían con esa panda de cobardes indecisos… Podría abrir entonces un taller en su casa junto al Ammersee o en algún otro lugar, quizá en Ausburgo, comprarse una casa, buscar una mujer, traer niños al mundo a los que contarles, en las tranquilas tardes de invierno, mientras el fuego ardiera cálidamente en la chimenea, una aventura romana…

Sí, entonces podría olvidar a Anna.

La jarra de vino estaba vacía, se había comido el pollo hasta los huesos y su estómago se lo agradecía. La turba se agitaba cada vez más a su alrededor. Su mirada recayó de nuevo sobre el balcón de las glicinias… En ese momento, salió corriendo del edificio una muchacha, acompañada de un joven cubierto de sangre y, tras ellos, un sinnúmero de españoles, uno de ellos con un arcabuz que apuntaba hacia la pareja de huidos. Sonó el disparo, pero no acertó a nadie.

Cuando Barth miró a la pareja, reconoció que el chico era el mismo con el que ya había combatido, que intentaría sin duda salvar a su esposa, su hermana o su amante… ¡Sí, era el atacante de Govérnolo! El joven al que el cañonazo había tirado del caballo y al que il Diavolo había salvado. ¡Qué coincidencia!

Llamó a los dos y les hizo señas. El joven se dio la vuelta, con la mujer aún de la mano…

Barth les deseó suerte huyendo de los españoles o los lansquenetes y hubiera preferido tener alguna pechuga de pollo que devorar.

La hija del Papa
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