Capítulo 75
Roma, basílica de San Pedro - 6 de mayo de 1527
El papa Clemente no pudo dormir en toda la noche. Tampoco pudo pensar con claridad. Tenía la boca seca y la voz se le quebraba una y otra vez con cada intento de rogar ayuda divina. Finalmente, hizo llamar a un escriba y le dictó una amplia misiva dirigida a Venecia, Francia e Inglaterra, en la que les pedía dinero y ayuda.
Cuando, a la media noche, quiso regresar temblando a la cama, oyó el sordo redoble de los tambores. Al principio no supo qué significaba, pero no tardó en entender que el enemigo llamaba a reunión. Mañana temprano, al amanecer… Pero los muros no caerían, eran infranqueables…
En la lejanía, las campanas del capitolio comenzaron a alertar del ataque y a llamar a los defensores de la ciudad a sus puestos.
El papa Clemente llamó a su ayuda de cámara y le hizo traer agua. Se dirigió a la ventana y miró al exterior. Aún era noche cerrada…
Cantó el primer gallo.
Tras un intento vano de oración se dirigió hacia la basílica de San Pedro. Quería rezar allí con sus hombres de confianza y con los ciudadanos más piadosos hasta que el ataque fuera reprimido.
Cuando el primer rayo apareció por el este, se escucharon nuevos redobles de tambor. Cada vez más cardenales fueron sumándose al pontífice. Alessandro Farnese le susurró al llegar que en la calle reinaba una densa niebla. Lorenzo Pucci le comentó que, en lugar de rezar, quizá debería inspeccionar las murallas del borgo. El papa Clemente asintió y lo envió con Dios. Renzo da Ceri apareció, se mostró considerablemente menos confiado que un par de días atrás, habló brevemente con Pucci y desapareció con él.
Entonces, resonaron las fanfarrias del ataque, se propagó un grito ensordecedor que, no obstante, quedó amortiguado en la basílica, el penetrante estallido de los arcabuces rompió el amanecer y los primeros cañonazos dirigidos contra el enemigo bramaron desde el castillo de Sant’Angelo.
El papa Clemente rezó la plegaria desde lo más profundo de su corazón, maldijo a los enemigos de Dios y prestó atención a los enfervorizados gritos de guerra, a los disparos de las armas de fuego y al retronar de la artillería.
Su consejero Giberti le preguntó en susurros si no debería retirarse al castillo de Sant’Angelo. Como Clemente se negó con resolución, Giberti se levantó y comenzó a discutir con algunos prelados entre susurros pero gesticulando violentamente. Clemente solo entendió las palabras «provisiones», «castillo de Sant’Angelo» y «preparativos».
Apenas había terminado de clarear cuando los gritos de combate parecieron amortiguarse y Clemente comenzó a escuchar chillidos triunfales y cercanos: o bien los enemigos habían penetrado en el Vaticano, o eran los defensores quienes voceaban… Se abrieron las puertas de la basílica, los cardenales que rodeaban al Papa se levantaron de un salto, y el propio Clemente hizo lo propio, gemebundo, dispuesto ya a enfrentarse al Anticristo, a los sucesores de los vándalos, godos, sarracenos y normandos, a ofrecerles su pecho descubierto, con el brazo alzado en gesto defensivo como lo hizo el papa León, el Grande, cuando puso fin a las tropelías de Atila, caudillo de los hunos.
Sin embargo, lo que oyó fue otro tipo de gritos:
—¡Victoria, victoria! ¡El traidor ha caído, está muerto, una bala lo ha alcanzado! ¡El Señor es justo y piadoso!
Como vencedores en un partido de calcio, los cardenales se levantaron y los prelados alzaron los brazos, cerraron los puños, gritaron:
—¡Victoria!, ¡aleluya! —bramaron—. ¡Dios victorioso! —y se abrazaban los unos a los otros.
—Incluso el papa Clemente perdió en aquel momento toda su dignidad, pues la tensión provocada por el miedo le había mantenido encogido y tembloroso, pero ahora abrazaba a su viejo amigo y contrincante Alessandro y lo trataba de animar, pues era el único que no había explotado en un estallido de alegría. Clemente cerró los puños, los agitó, los alzó en dirección al techo de la basílica e incluso hacia el cielo, para agradecerle a Él, al Señor de los ejércitos celestiales, quien tan categóricamente había alzado su espada a favor de la Iglesia guiando la bala.
Todo iba a salir bien.