Capítulo 63

Roma, palazzo Farnese - Vaticano, aula regia - 30 de octubre de 1526

Cuando Alessandro despertó de sus inquietos sueños y abrió los ojos, un pequeño ángel mudo se encontraba de pie a su lado, observándolo. Cerró los ojos, se hundió en un escenario oscuro, iluminado por la luna y escuchó el chasquido de espadas y el relincho de caballos. Quiso gritar «¡parad!», pero en lugar de eso volvió a abrir los ojos. El angelito aún seguía a su lado, y la clara luz de la mañana atravesaba los cortinajes. Parpadeó y el ángel en seguida rió, alzó los brazos, gritó «¡el nonno está despierto!» y comenzó a gatear por la cama.

Alessandro no pudo entonces evitar reír. Abrazó al pequeño Angelo, el benjamín de Constanza, quien había tomado por costumbre deslizarse por las mañanas en su cuarto y esperar pacientemente y en silencio junto a su cama hasta que él abría los ojos. Entonces, ya no se refrenaba, y al pobre abuelo de sesenta años no le quedaba más remedio que cubrir a su angelito de carantoñas y cucamonas.

No podía imaginar forma más hermosa de despertarse. Todos sus oscuros sueños se desvanecieron de golpe. Angelo le cubrió los ojos y la pronunciada nariz con besitos babosos y después se recostaron los dos juntos durante un rato, hasta que Alessandro logró incorporarse a pesar de sus doloridos huesos. Entonces, apareció el ayuda de cámara para ayudarlo a asearse y vestirse, después Constanza asomó la cabeza por allí para recoger al parlanchín Angelo, no sin antes darle a su padre un beso de buenos días y preguntarle qué tal había dormido.

—Los ancianos duermen ligero y sueñan con pesadez.

Constanza le dedicó una risilla maternal a su teatral tono quejoso y atrapó al pequeño Angelo para, seguidamente, abandonar ambos la habitación diciéndole adiós.

«¡Ay!», pensó Alessandro «¡cuántas alegrías pueden darte los hijos y los nietos!».

Tras vestirse, se dirigió al estudio, donde se arrodilló ante el crucifijo, como correspondía a un viejo cardenal. Debía rezar, y de hecho solía recitar los versos del padrenuestro y el Magnificat, o bien dejaba surgir a los salmos de las profundidades de su pensamiento, para darles vida en sus labios. Sin embargo, se esforzaba enormemente por concentrarse en los requerimientos del día, y por reflexionar acerca de la posición en la que se encontraban tanto el Vaticano como Italia entera, así como su propia familia. Le iría mejor si procuraba no dejarse sorprender por los imprevistos diarios. Cuando era más joven, podía vivir al día con mayor facilidad, pero a esa edad debía conservar todas sus fuerzas y preocuparse más por el orden.

Aquel día, por la tarde, se celebró un nuevo consistorio, para el cual no le aguardaban, afortunadamente, nuevos cometidos.

Siguió sintiendo los húmedos besos del pequeño Angelo en la mejilla, escuchó la risa del niño, pero tras aquellas carcajadas resonaba aún el metálico y agudo sonido de las espadas entrechocadas con las que había soñado. Hasta el momento se había olvidado de ellas, pero no necesitaba a ningún Luca Gaurico para relacionarlo de inmediato con los grandes soberanos europeos que luchaban desde hacía años, el rey francés Francisco y el emperador Carlos, quienes se enzarzaban como furiosos perros de pelea y no dejarían de desgarrarse y destrozarse el uno al otro hasta que alguno cayera muerto sobre la arena del combate.

¿Y qué se le ocurre hacer al presuntamente pacifista y obcecado mediador papa Clemente? Cambiar de bando y entrometerse en la pelea. Había ayudado a crear una alianza contra el emperador llamada la Santa Liga de Cognac y había enviado a un nuevo perro mordedor al campo: su sobrino Giovanni de Medici, il Diavolo.

Así pues, no era difícil comprobar que la guerra en Italia y Francia no solo era equiparable a una pelea de perros, sino incluso a una danza, pero no dirigida por un Dios justo o siquiera pacífico, sino por la veleidosa diosa Fortuna: dos pasos hacia adelante, tres atrás, y un paso más adelante. Tampoco acompañaría al baile el sonido de laúdes y de flautas, sino el estruendo de las fanfarrias y los tambores; en lugar de tender la mano a la pareja, se volvía hacia ella con una espada por delante, hasta que finalmente todo quedara inundado de sangre, lágrimas y miseria.

Alessandro, que se había inclinado sobre su atril, se alzó de nuevo y contempló el crucifijo como si se tratara de la encarnación de sus pesares.

Hacia adelante y hacia atrás, así se movían, una victoria no bastaría y se convertiría en derrota, una derrota inyectaría nuevas energías y se confirmaría como una victoria, le seguiría una breve pausa para recuperar fuerzas y después todo volvería a empezar. Lo único que les preocupaba a los que debían soportar la acometida de un ejército enemigo eran el asedio y la conquista.

La misma situación se llevaba repitiendo desde hacía treinta años y durante los últimos la lucha se había vuelto particularmente cruenta. Primero, los imperiales invadieron la Provenza bajo el mando del antiguo connétable francés Carlos de Borbón. Entonces las tropas del rey galo marcharon sobre el norte de Italia, de gobierno imperial, conquistaron Milán y sitiaron Pavia, hasta que la tortilla volvió a dar la vuelta inesperadamente y el emperador logró una victoria grandiosa en Pavia que estuvo a punto de costarle la vida al rey, además del encarcelamiento. Todo esto había ocurrido hacía año y medio, en febrero de 1525. Un año después, los aliados del emperador se habían vuelto contra él, incluido el Papa, en aquella liga impía, y las tropas imperiales habían tenido que volver a luchar por la supremacía en el norte de Italia: Borbón aguantaba rodeado y sin soldada en Milán… Y Pierluigi con él.

Sí, su hijo no podía vivir una vida tranquila en Roma o en el campo, no, tenía que inmiscuirse en la lucha, y por voluntad propia.

Alessandro revolvió con movimientos pausados los papeles sobre su atril, entre ellos la carta de su hijo, protocolos del Vaticano, facturas y un nuevo plano de Sangallo que haría aún más bello el palazzo Farnese. Además, recibos de préstamos, empeños, relaciones de beneficios tributados. Un par de notas aquí y allá que él necesitaba para cubrir las cada vez más frecuentes lagunas en su memoria.

A pesar del alegre despertar que Angelo le había proporcionado, tuvo la sensación de que aquel día no transcurriría felizmente. En los últimos tiempos había desarrollado una cierta tendencia a la ansiedad, que le provocaba mareos y no le dejaba respirar. Abrió de golpe la ventana, apartó los postigos y contempló aquel día de octubre, tenuemente iluminado. Una luz pacífica cubría San Girolamo y las casas del barrio y el aire fresco le permitió respirar hondo. Ante el palazzo se arremolinaba la gente, podía oír el estruendo procedente de Campo de Fiori. Mientras regresaba de nuevo al estudio, su mirada recayó en el reducido grupo del Laocoonte. Sí, padre e hijos luchaban, desfigurados por el dolor, contra el estrangulamiento al que les sometía la serpiente enviada por un dios enloquecido. Un dios egoísta y celoso que no permitía al hombre disfrutar de las dichas de la familia.

Se volvió con brusquedad y tomó entre las manos, medio distraído, las cartas de su hijo. Hacía mucho que no veía a Pierluigi y Ranuccio, los echaba de menos y, día a día, su preocupación aumentaba. Los dos se enfrentaban como contendientes: Pierluigi, como capitano del emperador bajo las órdenes del Borbón en Milán; Ranuccio, como joven jefe de la caballería, bajo el mando de Francesco Maria, duque de Urbino, soldado del Papa y de la Liga, unido además al Diavolo, Giovanni de Medici.

Aquella guerra enfrentaba a hermanos y amigos. ¿Qué se proponía aquel Dios lejano, cuyo principal vasallo era el Papa y al que él mismo, el envejecido cardenal Farnese, también servía? ¿Qué pretendía aquel Dios al arrojar al hermano mayor y al hermano pequeño el uno contra el otro? Los pecados terrenales habían llevado bien pronto al crimen de Caín y Abel y la humanidad no había logrado salvarse de aquella maldición desde entonces.

Alessandro sostuvo una de las extensas misivas de Pierluigi. Su hijo mayor le informaba precisamente del desarrollo de la batalla en el norte de Italia y en ninguna dejaba de repetir la desgracia que le suponía que Giovanni de Medici fuera un campeón del Papa: «¿Realmente debería luchar contra un amigo que me es más cercano que mi propio hermano?». Alessandro le había contestado que lo mejor que podía hacer era no luchar en absoluto.

Sin embargo, aún le inquietaba más el porvenir de Ranuccio. Tras la derrota electoral y el regreso de Ranuccio de Venecia, no había permanecido mucho tiempo en Roma. Había visitado a Virginia con frecuencia, algo que Alessandro había tenido que observar impotente, pero de pronto había regresado sin previo aviso y sin la compañía de su amante a Venecia, donde quería completar su formación como futuro capitano.

¿Habría descubierto la verdad de boca de Maddalena y se le habría roto el corazón?

Alessandro, al igual que Silvia, había sabido poco de él desde entonces. Las cartas de Ranuccio eran escasas, y todas tenían un tono triste, aunque en ninguna expresaba enteramente sus sentimientos. Finalmente, anunció con brevedad que cargaría contra los imperiales, bajo el mando de Francesco Maria, dentro de un ejército veneciano.

Contra Milán, que Pierluigi defendía bajo el mando del Borbón.

Por suerte, no llegaron a encontrarse, pero Alessandro tuvo que escuchar cómo, a principios de verano, un Clemente burlón pero a punto de estallar de rabia, le informaba de las novedades en el campo de batalla.

—Así pues, los venecianos, como parte de la Liga Santa y bajo la dirección de sus grandes estrategas, se presentan ante los muros de Milán para conquistar la ciudad y acabar con el Borbón. ¿Y qué crees que hace el duquecito de Urbino? Llega y mira. Pero no acaba de decidirse a atacar. Un ataque acabaría por llevar a la muerte a soldados de una u otra facción y nuestro querido filántropo quiere cualquier cosa menos eso. De pronto, se tiene que enfrentar con un ataque del propio Borbón. Francesco Maria, el Fabio Maximo Cunctator veneciano, se ve sorprendido y cuenta sus pérdidas. Entonces, toma una decisión: ¡se retira! ¿Sabes, querido Alessandro, como llaman a nuestro cesáreo indeciso desde semejante heroicidad? Veni, vidi, fugi: Vine, vi y hui —el papa Clemente rompió en una carcajada furibunda—. ¡Y semejante sujeto se considera a sí mismo capitano generale de la Liga Santa de Cognac! Ha desaprovechado una victoria, regalándole Milán al emperador. Deberían destituirlo y excomulgarlo. Sin embargo, los venecianos, obstinados e intransigentes como son, no quieren dar su brazo a torcer. ¿Qué te parece?

A pesar de los huecos que aparecían ocasionalmente en su memoria, hizo un esfuerzo por tratar de retener en la memoria esos ataques del Papa, así como lo que siguió a continuación:

—¿Has sabido algo de mis hijos? —le preguntó.

Clemente agitó la cabeza.

—Nada; ninguna heroicidad, ninguna gloria, ninguna «dulce muerte por la madre patria».

—¡Gracias a Dios!

—¿En qué clase de cretino te has convertido, Alessandro? Pero no te preocupes, que tus hijos no tardarán en dar uso a sus espuelas —en sus ojos brillaba cierta malicia.

Alessandro pasó la mañana conversando con el mayordomo, recibiendo a los mendigos del barrio, echándole un vistazo a su ligeramente mimado nieto, hablando brevemente con Constanza y después también con Silvia para, finalmente, dirigirse al Vaticano en una litera portátil. Se sentía demasiado débil para cabalgar.

Una vez llegado al aula regia, se encontró con que el Papa, en contra de su costumbre, no se encontraba dominando con calma la reunión de cardenales, sino que vagaba arriba y abajo perturbado; le hizo señas a Pucci para que se acercara, saludó brevemente a Alessandro y finalmente, cuando todos los cardenales se encontraban ya reunidos y tras un breve rezo, expuso la situación en el norte:

—En primer lugar, no querría ocultaros una buena noticia, hijos míos. El emperador no ha enviado suficiente soldada a su general Borbón, ni tampoco al capitán de los lansquenetes, Georg von Frundsberg, a quien al mismo tiempo ha solicitado ayuda. Esto muestra lo precaria que es la situación del emperador y de sus tropas. Tampoco quiero dejar de daros una segunda buena noticia: ese tal Frundsberg, a quien gustan de llamar el «padre de los lansquenetes», y que le ha conseguido tantas victorias al emperador, ha envejecido y engordado, y está dispuesto para la bien merecida jubilación. Sin embargo, también hay malas noticias: a diferencia de lo que suele ocurrir entre nuestros generales, se ha mostrado leal al emperador; de hecho, ha decidido entrar en combate y se ha puesto en movimiento. Como no cuenta con suficientes fondos para pagar la soldada, ha empeñado sus propias posesiones para obtener el capital que mantenga sus fuertes tropas de lansquenetes. Ver para creer. Un general pagando a sus hombres de su propio bolsillo, ¡y todo por lealtad! Así son los alemanes, ¡están locos de atar! La segunda mala noticia: Frundsberg está reclutando en el sur de Alemania a todo muchacho joven y sediento de aventura, así como a todo experimentado veterano que solo espere una oportunidad para ir a buscar su salario y la rapiña asociada. Ha pasado revista en Merano y Bolzano: ascienden a quince mil hombres y eso solo porque el invierno se aproxima y las tropas venecianas bloquean el paso directo por Verona que lleva hasta el sur. Y yo os pregunto: ¿Es eso una buena o una mala noticia? ¿Buena, porque los lansquenetes se encuentran atrapados junto con su envejecido superior y el invierno de los Alpes los congelará? ¿O mala por si resulta que en realidad consiguen abrir la barrera de venecianos, de milaneses o incluso de los de Mantua, donde hay amigos del emperador?

El papa Clemente se detuvo un instante, y cuando los cardenales comenzaron a hablar entre ellos, alzó los dos brazos:

—Para tranquilizaros, una última y buena noticia: en caso de que Georg von Frundsberg realmente lograra abrirse paso, le harán frente las tropas papales bajo las órdenes de nuestro osado Giovanni. ¡Mi sobrino le enseñará a los lansquenetes de lo que es capaz un Medici!

La hija del Papa
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