Capítulo 27

Roma, palazzo Farnese - 1 de diciembre de 1521

Constanza se había levantado para ver a la ama y a su hija pequeña, a quien había llamado Giulia en honor a su tía. Guido Ascanio, que por aquel entonces contaba con tres años y medio de edad, aún dormía, mientras que Francesca, de dos años, correteaba a pasitos alrededor del ama, porque quería verla dar de mamar. Constanza observó a la pequeña antes de acercársele y cogerla en brazos. Francesca quiso contarle algo, pero puesto que se encontraba aún aprendiendo a dominar el habla, apenas logró expresar un par de palabras entre dientes y gesticuló violentamente con los brazos. Giulia, la pequeña, yacía entretanto recostada sobre el pecho del ama.

Constanza se dirigió bostezando, y acompañada de Francesca, hacia la ventana y abrió los postigos. En la calle amanecía pero al tiempo bramaba la lluvia, que cubría las obras y el jardín que daba acceso a la via Giulia, como si se encontraran tras una cortina translúcida. Constanza, no obstante, percibió un recodo de claridad que iluminaba la aguja de la torre defensiva y campanario del Trastevere, así como el borgo Vaticano, con pálido resplandor. Durante un instante pensó incluso que se trataba del reflejo de las llamas y llegó a dar forma en su mente la poco tranquilizadora imagen de una Roma ardiendo, a pesar de que semejante pensamiento se contradijera abiertamente con la densa lluvia que caía en aquel momento.

Miró a Guido Ascanio, que seguía profundamente dormido, y escuchó en la habitación de atrás el llanto de niños: probablemente el berrinche matutino del pequeño Alessandro de Pierluigi y Girolama, que tenía más o menos la misma edad que Francesca, pero no caminaba igual de bien. Tampoco lograba pronunciar más que tres o cinco palabras. Sin embargo, a los dos les gustaba jugar juntos, incluso cuando se les unía el mayor de los primos.

Constanza dejó a Francesca y se dirigió a los aposentos en los que residía Pierluigi con su familia. Las probabilidades de encontrarse con su detestado hermano eran remotas, puesto que Pierluigi se encontraba luchando en algún lugar en las cercanías de Parma contra los franceses. Antes de partir, su padre lo había exhortado seriamente a que pensara en su tío Angelo, y que no pusiera su vida en peligro por una gloria mezquina. La que había alcanzado su tío, fallecido durante la batalla de Fornovo, había caído ya en el olvido, al igual que su cuerpo descompuesto.

Constanza saludó a Girolama, su cuñada, de la fecunda familia Orsini. Girolama, antes que nada, bostezó con un sonido similar al de un asno, se estiró y extendió los brazos que surgían del camisón de tonos claros, capaces no obstante de ocultar con distinción sus poco proporcionadas formas. Probablemente hubiera pasado demasiado tiempo encerrada en un convento, pues había desarrollado unas considerables posaderas, que ofrecían un llamativo contraste con su antaño magro pecho. Miraba al mundo con la cándida belleza de una auténtica borrega, pero sus labios carnosos oscilaban con dulzura, y su pelo rizado y denso relucía como seda rubia oscura, algo insólito en su familia. Girolama era objeto de envidia por su pelo, y por la curvatura de sus labios, pero en el momento en el que abría la boca, no salía por ella más que un montón de tonterías, o chismorreos cotidianos.

Girolama había sido incapaz de aprender latín en el convento, no lograba sostener ni un solo tono cantando, y sus dedos prácticamente aporreaban el laúd al tocarlo: lo que sí había aprendido durante su clausura, no obstante, era a disfrutar de una paciencia y de un estoicismo sumiso extremos, algo que se tomaba como una obligación personal. Constanza no estaba segura de si debía admirar o despreciar semejante cualidad de Girolama. Quizá se había sentido tan feliz de abandonar su humillante educación en el convento al casarse con Pierluigi, que aceptaba las humillaciones de su marido sin rechistar. En cualquier caso, Girolama era capaz, igualmente, de ser ácida y malintencionada, y su humor cambiaban radicalmente dependiendo de si Pierluigi se encontraba o no en casa. En aquellos momentos, Girolama resplandecía, si no de felicidad absoluta, al menos de una alegría risueña.

Cuando comía, todavía más.

De hecho, sus primeras palabras de saludo a Constanza fueron:

—María y José, ¡qué hambre tengo!

No tardaron en disponer el desayuno. Por las mañanas, Constanza apenas comía nada, si acaso un pedazo de queso o alguna aceituna, pero Girolama, por el contrario, se hacía traer miel y leche, huevos y pan, zumo de naranja, manzanas frescas y, finalmente, mazapán.

Constanza tomó un sorbito de zumo y se comió una manzana, pero apenas podía ignorar cómo Girolama, presa de una incontenible satisfacción, deglutía su desayuno y se olvidaba de la conversación. Constanza abrió los postigos para permitir que entrara algo de aire fresco en la habitación, y contempló asombrada el jardín recién regado. Había dejado de llover, el manto de nubes se alejaba en dirección oeste, y el sol matinal propagaba su resplandor rojizo por los tejados. Las torres relucían ya sobre la ciudad, que despertaba. Por todas partes se oía el griterío de la gente, el cacareo de las gallinas, el sonido de las riberas del Tíber al cargar las barcas que lo recorrían, y de todo tipo de carros avanzando por la calle. Los carpinteros volvían a trepar hacia la parte superior de las alas del palacio, cuyas obras no tardarían en concluir, y los primeros rayos de sol comenzaban a posarse sobre ellos. Uno de los obreros, Antonio, innegablemente el más hermoso de todos, comenzó a cantar, a lo que Girolama torció la boca como si se acabar de tragar un huevo podrido.

—Si se cayera del tejado, aplaudiría tres veces —dijo, con la boca llena, y dirigiendo un par de cabezazos indicativos en dirección al cantarín Antonio, para finalmente enjuagarse con zumo de naranja.

Un destello de satisfacción volvió a pintársele en el rostro.

—¿Has oído las noticias de Milán? —preguntó.

—Por supuesto —repuso Constanza, intentando disimular el tonillo irritado que siempre se le escapaba cada vez que Girolama anunciaba alguna perogrullada o le informaba de alguna noticia ya pasada.

Por supuesto, Constanza, como todos los romanos, sabía ya que el ejército de la liga antifrancesa había conquistado Milán, además de Parma y Piacenza, y que Giovanni, il Diavolo, de la familia Medici, había jugado un importante papel.

—Pero el pobre tío León está tan enfermo que ha tenido que rechazar incluso la celebración de la victoria.

Girolama llamaba al Papa, al igual que a su primo Giulio y a otros cardenales, «tío», aunque los lazos familiares entre ellos se remontaran a Adán y Eva, e incluso se refería al padre de Constanza con el apelativo babbo, «papi», algo que ni siquiera a Ranuccio le estaba permitido.

—Sí, el Santo Padre ha sufrido unas pesadas toses febriles —afirmó Constanza. Utilizó formalmente aquella denominación formal a pesar de que ella, a diferencia de su cuñada, había llamado a León «tío» desde que era una niña—. Nuestro padre no pudo ver al Santo Padre hasta ayer.

—¿Y sabes cuáles son las noticias más recientes? —Girolama cogió de nuevo el bote de miel y dejó caer la espesa sustancia dorada desde una cucharilla hasta su trozo de pan.

—Sin duda me informarás de ellas de inmediato.

Sin embargo, Girolama esperó hasta que pudo meterse el pedazo untado de miel en la boca y, para concluir, chupó la cucharilla con deleite.

—Hoy mismo Pierluigi vendrá a Roma, tal y como me informó en un mensaje ayer por la tarde, para informar al tío León de la victoria en Milán y Parma. El tío Giulio lo ha enviado para dar parte del triunfo, a mi Pierluigi, y no al Diavolo. ¿Qué tienes que decir a eso?

Aquella pregunta delataba tal soberbia que logró enfadar a Constanza.

—Pues que ya podéis estar contentos tú… y Antonio —repuso, con un acento sumamente apacible y sereno, para que la alusión al artesano que con tanta frecuencia visitaba Pierluigi no pasara desapercibida.

Sin embargo, Girolama no dio muestras de haber reparado en las insinuaciones acerca de los hábitos de Pierluigi, y se dedicó a hundir de nuevo la cucharilla en la miel para chuparla después torciendo la lengua y los labios en todo tipo de gestos.

—¿Y tu Bosio todavía no se ha despertado? Debes haberlo mantenido despierto mucho tiempo esta noche. ¡Y eso tan pronto después del parto! —añadió, chasqueando la lengua y cerrando sus ojillos de borrega en una mirada maliciosa.

Constanza se colocó de nuevo junto a la ventana para observar la colina del Gianicolo, iluminada por el sol, y apaciguar su furia. No debería discutir con la pesada de Girolama. Ciertamente había cosas mejores que hacer que enredarse en una pelea de gatas.

—Lo principal es que tú hayas descansado —señaló, con aspereza—. Así podrás consagrarte toda esta noche a tu querido marido. Ya va siendo hora de que vuelvas a quedarte embarazada. Alessandro tiene ya más de dos años, y tu tripa no se redondea más que con grasa.

Esa vez, Girolama respondió, en lugar de con su habitual tolerancia risueña, con abierta hostilidad. Aunque Constanza no se había vuelto hacia ella, oyó perfectamente como la bilis le inundaba la boca, amargando el sabor de la miel.

—Al menos he traído al mundo a un varón Farnese, algo que tú nunca harás —señaló—, y cuando tu Bosio os lleve a tus hijos y a ti a esa aldea de cabras llamada Santa Fiora, entonces podrás parir a un niño detrás de otro si quieres, aunque se volverán unos salvajes allí.

Constanza se giró colérica y le espetó a su cuñada en su cara hinchada de orgullo descarado:

—Ya te gustaría a ti que dejáramos Roma y pudieras ser el centro de atención. Además, ¿de dónde has sacado eso de que nos vamos a Santa Fiora?

Constanza hubiera preferido morderse la lengua, pues había cometido la estupidez de aceptar la provocación de Girolama. Sin embargo, ya era muy tarde.

—El propio Bosio me lo ha dicho. A él le molesta todavía más que a mí que nosotros no seamos más que un apéndice desagradable para la familia, aunque seamos lo suficientemente buenos como para asegurarle a babbo descendencia. Lo cierto es que cualquiera de nosotros estaría mucho más satisfecho si pudiera dirigir su propia casa, en su propio palazzo. Bosio debe sentirse como un niño, pero es demasiado bonachón, y os deja hacer y deshacer a los Farnese. Incluso una vez me dijo: «Preferiría ir contigo a Santa Fiora, al menos tú no eres tan…, tan…». Eso fue lo que dijo.

De hecho, aquello era lo más sucio que Constanza había tenido que soportarle a su cuñada. Reaccionó de inmediato: se levantó de un salto y le abofeteó su mejilla flácida con una palmada sonora. Girolama apenas se había movido, sus ojos bobalicones se le llenaron de lágrimas, pero no gritó ni prorrumpió en ninguna oleada de insultos.

Eso enfureció aún más a Constanza.

Ya iba a propinarle un segundo bofetón, cuando Bosio apareció por la puerta y la detuvo:

—¿Qué está ocurriendo aquí?

Girolama, salvada, voló a sus brazos, arrojándose directamente contra su pecho, expulsando palabras incomprensibles contra su chaqueta de terciopelo abombada y abierta. Él le dedicó unas torpes palmaditas de consuelo en la espalda e intentó zafarse de ella. Girolama lo soltó, miró a Constanza con los ojos llenos de lágrimas y desapareció en el cuarto de su único hijo varón.

—¡Vaca estúpida! —le gritó Constanza a la espalda, para agitar seguidamente la cabeza y llevar a Bosio hasta sus propios aposentos, donde Guido Ascanio finalmente se había despertado.

Miró a los niños, pero de nuevo los dejó con la niñera y regresó hasta Bosio, que se había sentado sobre un arcón y parecía sumido en una ensoñación.

—No le permito a Girolama que me hable en ese tono —gruñó ella.

—Pero no puedes dedicarte a golpear a tu cuñada.

—No hace falta que me digas lo que tengo o no tengo que hacer. Girolama se mostró odiosa, realmente malevolente sin motivo alguno, y se ganó esa bofetada. Ya era hora de que Pierluigi volviera y la pusiera en su lugar.

Bosio no respondió, y como era habitual en él dejó que su esposa calmara sus nervios mientras se encogía sobre el arcón como un perro apaleado, lo que la provocaba y la lastimaba al mismo tiempo. Ella sabía que Bosio la amaba de verdad, que la adoraba, que le perdonaba todo, incluso sus arrebatos dominantes, y que se esforzaba enormemente en la cama, donde se le ocurrían todo tipo de ideas. Por eso habían tenido ya tres hijos. Las dificultades iniciales debidas a su inseguridad, afortunadamente, quedaban ya en el olvido.

Al mismo tiempo, no obstante, deseaba un marido capaz de golpear la mesa con el puño. Cuando lograba enojar a Bosio, enfurecerlo de verdad, las reconciliaciones posteriores en el lecho marital resultaban particularmente creativas. A pesar de su habitual dulzura, se le echaba encima como un animal de presa, y olvidaba todos los preceptos eclesiásticos acerca del «creced y multiplicaos». Los arañazos y moratones que ella lucía después hacían que él se disculpara con profusión, incluso cuando ella se encontraba aún en el dulce vacío de los sentidos en el que con gusto permanecería eternamente suspendida.

—¿Podemos marcharnos por fin a Santa Fiora? —dijo él, y miró hacia otro lado—. ¿Qué hacemos aquí en Roma? Ni siquiera se puede cazar. Mi condado es pequeño, pero necesita que lo administren. Me he criado allí y es el lugar al que pertenezco. Tras la muerte de mi padre, mi madre vive allí sola.

—Mi madre también vive sola, igual que mi abuela…

—No es comparación. Una mujer pertenece a su marido, y no al revés. Un hombre no pertenece a la casa de su suegro, incluso aunque éste sea cardenal. ¡Si al menos tuviera algo que hacer aquí! Un puesto de governatore local, por ejemplo.

La voz de Bosio denotaba una decisión inusual, en opinión de Constanza, y en su interior ella sabía que tenía razón. Sin embargo, no quería ni podía dejar solo a su padre con Pierluigi y Ranuccio. Había hecho un voto. También necesitaba a su madre. Y en cualquier caso no quería mudarse a aquel pueblo perdido de la mano de Dios.

—¡Pero si tienes una ocupación! —repuso ella, mientras se sentaba a su lado y posaba el brazo en torno a sus hombros—. Si fueras governatore, no te vería casi nunca.

—Sí, la ocupación de traer niños al mundo, niños que ni siquiera son Farnese, ni Sforza de Milán, sino Sforza de Santa Fiora. Tu padre nos utiliza a todos para sus fines. Incluso les ha organizado la vida a tus hermanos. Ni siquiera se da cuenta de lo mucho que sufre Ranuccio bajo el hábito que ya se ve obligado a llevar. «El niño obispo de Montefiascone», así lo llaman. Toda la curia se ríe de él.

Constanza frunció el ceño. ¿Había algo que ella pudiera decir en contra de aquellos argumentos? Había podido comprobar que a Bosio le gustaba jugar con sus hijos, que era un padre cuidadoso, igual que sabía que no se entendía bien con Pierluigi, porque le gustaba reírse de él y llamarle «marica fracasado» pero, ¿también hablaba con Ranuccio? ¿O incluso con su padre? Entonces, cayó en la cuenta de que en los últimos tiempos su marido había visitado a Silvia con regularidad, y que incluso había salido a cabalgar con la tía Giulia con más frecuencia todavía, hasta que ella se había marchado a Capodimonte con la abuela.

Constanza se encontraba aún sumida en sus pensamientos cuando oyó fuertes golpes en la puerta, y poco después numerosos jinetes hacían su acelerada entrada al patio interior. Los hombres saltaron de los caballos y por el estruendo pomposo ella dedujo que debía tratarse de su hermano. Salió a la ventana, y de hecho, allí se encontraba él, y volviendo la cabeza, la saludó. Girolama gritó su nombre con un chillido de estridente alegría, y le hizo señas que él respondió con desenfado. Entonces, entró de un salto por las arcadas en dirección a la escalera principal. Girolama salió a su encuentro apresuradamente por el pasillo, con Alessandro de una mano y Vittoria del otro. Él besó a sus hijos, le dedicó un cachete en su orondo trasero a su mujer y llamó a su padre.

Constanza le salió al encuentro con parsimonia y sonrisa contenida.

El padre se estaba colocando su uniforme de cardenal cuando todos acudieron a sus aposentos. El manto de viaje de Pierluigi estaba sucio y sus ojos circundados por oscuras bolsas. Sin embargo, emanaba un entusiasmo contagioso.

—¡Papá, hemos ganado, en todas las líneas de batalla, y tu hijo estuvo al frente, con Giovanni, il Diavolo! —exclamó, aproximándose a su padre, y Constanza pensó que iba a abrazarlo lleno de orgullo paternal.

Sin embargo, se limitó a asentir con reconocimiento, y siguió vistiéndose.

Entonces, Pierluigi cayó a sus pies y gritó:

—¡Padre, bendíceme, a tu hijo primogénito, que ha luchado por la victoria de la Iglesia!

Éste arrugó el ceño con escepticismo, le hizo la señal de la cruz y se dispuso ante el ayuda de cámara para que le colocara la mozzetta. Constanza dejó vagar la mirada hacia Ranuccio, que observaba a su hermano con una combinación de admiración y desprecio y, junto a él, como un amigo paternal, Bosio. Girolama se comía a Pierluigi con los ojos, lo que resultaba terriblemente vergonzoso. Entonces, apareció también en la habitación el sudoroso Baldassare Molosso.

Pierluigi se había levantado de nuevo.

—He estado en el Vaticano dando parte…

—¿Tan temprano? —le interrumpió su padre—. A León le gusta levantarse tarde.

—En cualquier caso no me han dejado pasar, pues por lo que me dijeron, el Santo Padre está enfermo, los médicos están con él.

El padre le indicó al ayuda de cámara que se apresurara con la mozzetta.

—Entonces, he venido a casa para informarte.

—Pues entonces, infórmame —repuso su padre, visiblemente apresurado.

Pierluigi entonces inició su apasionado relato. Describió los actos de heroísmo del «diavolesco Giovanni»; solo con un par de hombres aquel muchacho endemoniado, a pesar de las temperaturas otoñales, había travesado un río para sorprender a los franceses y obligarlos a huir: sin él, la victoria nunca habría sido tan rápida.

—Quizá Francesco Maria, el general de los venecianos, haya tomado nota. Siempre llegaba tarde —se carcajeó Pierluigi—. Giovanni le ha robado todo el protagonismo, y ha sido él quien se ha lanzado contra Parma y Piacenza. Si el general y el vicecanciller no le hubieran retenido, estaría ya marchando sobre Ferrara para conquistar también ese poblacho. Por lo demás, el tío Giulio siempre está en la retaguardia. Es un astuto estratega, debo admitir, e incluso Giovanni lo dice. Un hombre del que hay que tener cuidado. Eso también lo digo yo. Sobre todo en Roma, en el Vaticano.

Miró a su padre lleno de expectación.

Éste asintió, sumido en sus meditaciones.

—¿Parma y Piacenza están en nuestras manos?

—Claro, como ya he dicho.

—¿Y el vicecanciller se encuentra aún entre las tropas?

—Probablemente esté en Milán, puesto que debe ocuparse de imponer un orden, de establecer una nueva administración… —Pierluigi se había aproximado de nuevo a su padre, casi asediándole, obligándole a dar un paso atrás—. ¡Es nuestra oportunidad!

Durante un momento, Constanza solo había escuchado parcialmente, pues había surgido el nombre de Francesco Maria, despertando de nuevo los recuerdos de una particular sensualidad. Ahora debía, no obstante, reírse de sí misma, de aquellos sueños de niña. El héroe, el caballero, el condottiere, capaz de conquistar tanto las tierras como a las mujeres… Todo eso era Francesco Maria, todo eso no era su Bosio… Al menos su Bosio no se encontraba en ningún campo de batalla, sabía Dios dónde, no se enfrentaba a la peste ni al morbo gallico, no moría de forma heroica o en el peor de los casos, volvía tullido. No, sus batallas las libraba solo por las noches, mientras que por los días, jugaba con los niños…

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el padre, frunciendo el ceño con escepticismo.

—El papa León está a punto de irse a criar malvas, es algo que puede olerse en el Vaticano, todos han vuelto hacia allí sus codiciosos ojos y solo esperan para poder clavar las garras en las piedras preciosas y en las cadenas de oro, en las ropas con brocados y en los cálices, y en toda la parafernalia papal.

—León solo tiene un resfriado febril, ayer mismo estuve con él. Además, los rumores de muerte tiene una vida larga. Lo mismo ocurrió con Julio. La gente empezó a saquear, pero Julio se repuso e hizo desterrar a un buen número de prelados y azotar a criados.

—Esta misma mañana he oído que León ha escupido sangre.

Solo entonces su padre comenzó a escuchar de verdad.

—¿Estás seguro de eso?

—Como de que me llamo Pierluigi Farnese y pronto seré el hijo de un Papa —apuntó con voz alta, golpeándose el pecho con el puño.

Ranuccio lo observó con un movimiento de risueño escepticismo. Constanza tomó la mano de su padre y le dijo, con agitación apenas contenida:

—Las cosas se están poniendo serias. No podemos dar un paso en falso.

—¿«Podemos»? —dijo el padre, con cierto tono burlón.

—¡Hay que atacar y marchar! —gritó Pierluigi—. Sin dudas ni titubeos, sin vacilación ni negociación: ¡contra el enemigo!

—No estamos en el campo de batalla —respondió el padre con sequedad, pero parecía haber tomado ya una determinación.

—No lo entiendes —exclamó Pierluigi, con el tono de voz más elevado con el que nunca se había dirigido a su padre—. Giulio de Medici, tu principal competidor, tendrá que gobernar Milán durante un tiempo y probablemente no tenga idea de lo grave que está el Papa. Para cuando llegue, León llevará tiempo muerto, el cónclave habrá hablado, ¡y tú serás Papa! No debes dudar.

—¡Pero León aún no está muerto! —gritó el padre, al mismo volumen.

La hija del Papa
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