Capítulo 3
Roma, palazzo Farnese - 11 de abril de 1513
La sonrisa que se había dibujado sobre el rostro de Silvia Ruffini ocultaba un dolor mudo y difuso que la inquietaba como el indicio de una enfermedad desconocida. El torbellino de acontecimientos no le permitían sumirse en el duelo por Paolo. Aquel día, la elección del joven, rico y ostentoso Giovanni de Medici como papa León X alcanzaba su punto culminante en una procesión triunfal a través de Roma, un desfile en el que Alessandro debería tomar parte para poner en relieve su importancia dentro de la curia. Ella, por su parte, aunque no como esposa sino solo como concubina, tendría que representar junto con sus hijos a la familia Farnese en casa de los victoriosos Medici. Afortunadamente, Giulia, la hermana de Alessandro, les acompañaría.
Durante aquella noche sin sueño, Silvia se había preguntado una y otra vez si quizá no habría desatendido a sus hijos, si habría sobreprotegido al tímido y dulce Paolo, obviándole a Pierluigi la atención que éste había reclamado volviéndose díscolo y salvaje.
La idea de que éste, llevado por los atormentados pensamientos de un niño dolido, hubiera podido golpear fatídicamente a su hermano, resultaba tan intolerable para Silvia que la reprimió de inmediato. Le era mucho más soportable imaginar que Paolo hubiera resbalado en la tina con tan mala suerte que se hubiera dado con el borde metálico en la nuca, hubiera perdido el sentido y se hubiera ahogado. Quizá hubiera estado chapoteando con Ranuccio, pues los dos pequeños adoraban aquel juego, y el azar hubiera querido que no hubiera nadie cerca… Una coincidencia cruel, el acto despiadado de un dios cuyos tejemanejes con frecuencia resultaban imposibles de comprender.
Sumida en sus pensamientos, estuvo a punto de chocar con Rosella.
—Constanza y Pierluigi se están peleando otra vez —le informó, agria, Rosella.
—Ay, esos niños —suspiró Silvia, sacudiendo la cabeza—. Ocúpate de Ranuccio, que está destrozado. Tendremos que salir pronto de casa, toda Roma estará ya en pie… Y, ¿has traído flores a la capilla y has dispuesto un velatorio digno para Paolo? Una de las plañideras tendrá que velarlo y rezar por él.
Mientras las dos mujeres se dirigían a donde los niños se encontraban, Baldassare Molosso les salió al encuentro y se quejó de Pierluigi y su destructivo e indomable temperamento.
—«El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; mas el que lo ama, desde temprano lo corrige» —citó de la Biblia con los brazos alzados—. Tengo las manos atadas, puesto que se me ha prohibido castigarlo, y aunque todos mis sentidos y anhelos están puestos en ello, y aunque apelo a la fuerza de la razón, ni siquiera la muerte de su hermano ha logrado traer el buen sentido a Pierluigi.
El maestro se encontraba aún hablando cuando apareció Constanza, casi corriendo y emitiendo frases confusas e incomprensibles, seguida por un Pierluigi de rostro sombrío y de Bianca, que llevaba a Ranuccio en brazos, todos hablando entre sí. Silvia pensó un momento en salir huyendo y escaparse de sus propios hijos, pero entonces envió a Pierluigi a su cuarto con Baldassare y ordenó a Rosella que se ocupara de que sus hijos desayunaran y se vistieran debidamente.
—También envíame a alguien que me ayude a ponerme el vestido de gala de terciopelo rojo y negro. Además todavía tengo que peinarme. ¿O crees que el negro da un aspecto demasiado de luto? En cualquier caso, algún indicio de duelo debo mostrar, o de lo contrario no me lo podré perdonar nunca. Y ocúpate de algo importante: ¡que ninguno de los criados diga una sola palabra! Los niños también tendrán que guardar silencio.
Rosella le respondió con un breve asentimiento.
En cuanto Silvia llegó a su habitación, se dejó caer suspirando sobre el banco junto a la ventana, cerró los ojos y escuchó los pájaros que, imperturbables, daban su recital de canto en el jardín. El agudo chillido de un pavo real rompió la mañana, que ya se había llenado de vida y griterío. En la distancia sonó una fanfarria, después el traqueteo de unos cascos animales, y una tropa de tamborileros hizo su aparición por la via Giulia.
Ya era hora de que se vistiera, así que salió de sus ensueños y se levantó. Su doncella trajo el pesado manto de brocados, junto con una redecilla para el pelo con hilos de oro y unos pendientes, pero antes de poder ponérselo todo, tendría que peinarse y trenzarse el pelo. Silvia aguardó con paciencia y los ojos cerrados a que sus sirvientas realizaran todo aquel proceso, y no los abrió hasta que reparó en que alguien había entrado en la habitación. Su perfume delató a la hermana de Alessandro, Giulia que, llegada de Nápoles, llevaba semanas en Roma. Aquel aroma dulce y pesado resultó embriagador cuando Giulia se aproximó con sonoros pasos y la abrazó con alegría. Un rápido vistazo le bastó a Silvia para cerciorarse de que las arrugas en torno a los labios de Giulia se habían ahondado. Su cuñada y vieja amiga de los tiempos de su educación en el convento era de su misma edad, pero había logrado solo relativamente, a pesar de cuidarse la piel con grasa de verraco y polvo de Venus, preservar su belleza contra el cruel ataque de la edad.
Apenas había concluido su exaltado saludo cuando Giulia miró inquisitiva a Silvia. Con el ceño fruncido, preguntó:
—¿Has dormido mal? ¿Estás enferma, mi querida amiga? Esas bolsas en torno a los ojos…
Silvia le resumió en breves palabras la desgracia que había sacudido a la familia y le pidió de inmediato que guardara silencio y no contara nada a nadie.
Con marcada precaución, Giulia se secó los ojos con un pañuelo de seda.
—Oh, Silvia, no te preocupes. ¡He aprendido a ser una actriz muy convincente! Yo estaré a tu lado. ¡Los Medici no nos verán hundirnos! Nosotros, los Farnese, seremos el más distinguido de los clanes, ¡te lo juro!