Capítulo 74
Ante las murallas de Roma - 5 de mayo de 1527
Barth había corrido durante días junto al caballo de Melchior von Frundsberg a través del fango y la mugre, sobre campos húmedos, siempre acosado por un hambre voraz. A sus espaldas, la compañía: los hombres trotaban, agitando picas, alabardas y arcabuces, con los ojos afilados y ausentes mirando hacia adelante, la lluvia cayéndoles en la nuca, las ropas empapadas cada vez más pesadas.
Por suerte, se mantenía sano.
Habían saqueado rápidamente y, finalmente, prendido fuego a Montefiascone, pero habían dejado a la gente con vida e incluso respetado la orden de los capitanes de dejar en paz a las mujeres. No estaba permitida ninguna interrupción particularmente agotadora de la marcha. Los hombres ni siquiera protestaron, pues estaban demasiado cansados como para dedicarse a atacar a las mujeres. Además, Roma se encontraba cada vez más cerca, la meta de todos sus esfuerzos, de sus pesares, la riqueza o la muerte. En algún lugar, la Liga les pisaba los talones. Cualquier retraso podía significar una derrota prematura.
Según explicaron los más veteranos, aquel clima era de lo más inusual para esa época del año. Fuertes chaparrones se sucedían, algo habitual entre las montañas de Baviera y de Suavia, pero no en Italia, al sur de los Apeninos, donde generalmente el sol te requemaba el cráneo.
Barth había dejado de contar los días desde la travesía por los Apeninos. Sus pensamientos se iban embruteciendo conforme iba avanzando junto al caballo de Melchior. En ocasiones se le aparecía ante él la imagen de Anna, como un ángel, y él aferraba la taleguilla con su rizo. Mientras aún la contemplaba, con sus brazos morenos y desnudos bajo el sol veraniego o chapoteando en el agua, un hombre de la vanguardia llegó hasta ellos y exclamó, excitado:
—¡Ahí está, la muy puta! —cabalgó hacia el séquito, gritando lo mismo una y otra vez.
Apenas alzaron la cabeza, la marcha se redobló.
Incluso la lluvia remitía, y casi parecía que quisiera clarear…
De pronto, los cielos se abrieron, la muralla de agua que caía sobre ellos se llenó de claros, el viento volvió a bailar con un par de nubes y entonces… Los hombres gritaron: efectivamente, allí estaba, la ciudad eterna, extendida bajo la tenue luz, deslumbrando bajo el dorado resplandor del sol, como una tierra prometida al alcance de la mano, junto a la plateada orilla del Tíber, como un país de ensueño, como la imagen misma de la esperanza, echada como un cuerpo turgente y tentador, adornado de deslumbrantes diamantes, luminosas piedras preciosas…
Una exclamación atravesó el grupo y el grito se extendió y no tardó en asentarse. El ejército entero bramó como un animal hambriento y furioso.
Mientras Barth observaba a los soldados del escuadrón volante, vio lágrimas en numerosos rostros. Incluso en los de los más veteranos corría el llanto sobre las mejillas llenas de cicatrices hasta las barbas enredadas mientras, al mismo tiempo, agitaban sus armas por el aire y lanzaban gritos de batalla.
Las nubes de lluvia se habían retirado y el sol aún se encontraba elevado cuando el ejército comenzó a disponer su campamento en los viñedos en torno al borgo Vaticano y a destrozar el jardín del Gianicolo. Se envió a hombres curtidos, antiguos peregrinos que conocían Roma, para que formara grupos de expedición montada a los muros y después informara del número de los defensores, de la consistencia del armamento apostado en las puertas.
Se estableció el cuartel general de Carlos de Borbón en el convento de San Onofre, y desde allí los capitanes debatieron los planes de ataque. Barth debía permanecer al lado de Melchior y, sobre una gran representación de la ciudad, señalar qué parte de las tropas atacaría los muros y por dónde, y en qué puntos debían establecerse ataques señuelo. Entre tanto, los hombres se afanaban por construir escalas con los armazones que sustentaban las viñas y con los soportes de los jardines, produciendo artefactos tan inestables que hacía que los soldados se santiguaran nada más verlos.
No había tiempo que perder. Los soldados esperaban con impaciencia el ataque, debían y querían reunir sus últimas energías, pues nadie sabía con exactitud cuando podrían aparecer los ejércitos de la Liga. La atmósfera pendulaba entre el humor de perros y la persistente desesperación, el odio más vivo y la codicia más acuciante, cuando se anunció que un inesperado ataque de la caballería local había sorprendido la retaguardia y habían conquistado numerosos estandartes en el ponte Molle.
El Borbón hizo un gesto de desdén. ¡Menudencias! El príncipe Filiberto arqueó las cejas desdeñoso, Bemelburg hizo un gesto obsceno, Schertlin una pedorreta, tan solo Melchior von Frundsberg se rascó meditabundo la cabeza. El italiano Farnese, que procedía él mismo de Roma, por lo que Barth había podido averiguar, parecía incluso preocupado, pero adoptó una expresión impenetrable y guardó silencio.
Barth había observado desde un segundo plano, y cuando de nuevo se sentó entre los hombres de su compañía, se dio cuenta de lo desesperadamente grave que era la situación. Nada más salir, cuando ni siquiera Frundsberg se había marchado aún, se abalanzaron sobre él para preguntarle por las nuevas noticias.
—Mañana mismo, 6 de mayo, por la mañana temprano, se producirá el ataque.
Los hombres se retiraron, probaron una vez más sus armas, se limpiaron los restos de pan de los dientes y buscaron un emplazamiento en que nadie los molestara para disfrutar de algo de paz o, simplemente, dormir un poco.
A media noche comenzaron a resonar los tambores. Barth apenas había abierto un ojo y ya se estaba colocando con movimientos lentos su ropa de combate, prestando atención a que cada lazo estuviera adecuadamente atado, a que cada placa de cuero se ajustara bien y que el peto, que llegaba hasta los muslos, le permitiera la necesaria libertad de movimientos. El casco estaba bien apretado.
Bajo la débil luz de las antorchas apenas si podía verse nada. Además, la niebla ascendía desde el río y de los campos húmedos.
Barth colocó las flechas de la ballesta, comprobó que la espada estuviera bien sujeta al cinturón, se aseguró el hacha en un costado y el puñal a la espalda. Reflexionó sobre si debía tomar el gran mandoble. Lo único que lograría trepando con él por los muros de la ciudad sería que lo molestara: mucho más recomendable resultaría un escudo, que en medio de un tumulto no permite colocarse adecuadamente, pero si se encuentra sitio suficiente como para agitarlo, resultaba de lo más efectivo.
Melchior había llegado mientras tanto hasta donde se encontraba su regimiento, les había dirigido un par de palabras a sus hombres y los había tranquilizado, pero después había apartado a Barth a un lado para hablar con él en tono amortiguado:
—Aunque pertenezcas a los verlorene haufen, no es necesario que subas el primero por esas tambaleantes escaleras. Eres demasiado grande y ancho y ofreces un objetivo claro para cualquier arcabucero. Permanece a mi lado, guárdame las espaldas: quiero que los dos sobrevivamos.
Miró a Barth, más que desesperado, anhelante y lleno de confianza.
—¿Tienes miedo? —preguntó Melchior en voz baja.
Su voz sonaba como si quisiera oír que algún otro humano temía el ataque.
Barth echó la mirada a un lado y reflexionó. En realidad no sentía nada, nada salvo hambre… O quizás se notaba ronco, sordo, mudo… Mientras aún intentaba escapar de aquella sensación de vacío emocional, oyó cloquear primero a una gallina, luego a muchas, cerca de él, y de pronto se vio de nuevo junto al Ammersee, aún niño; vio a Anna llamar y alimentar a las gallinas; vio su nuca desnuda, la curvatura de dos dulces melocotones recortándose bajo el mandil, y los finos dedos; la vio sentada junto a él en la ribera, en silencio, excitada, justo antes de saltar al lago y animarlo a que saltara él también; la vio moverse en sueños mientras los rayos de luna se colaban por la ventana de su cabaña sobre su rostro, sobre sus hombros y los rosados pezones, erectos, rodeados de una dulce aureola. Él estaba despierto, no podía apartarse de aquella visión…
Se inclinó lentamente sobre ella, mientras el padre Carolus roncaba en un cobertizo y la madre de Anna pernoctaba a su lado…
Barth había querido besar a Anna, pero no se había atrevido.
—Hey, Barth, ¿en qué estás pensando? —le espetó Melchior—. No tendrás miedo, ¿verdad?
Barth agarró la bolsa en la que portaba el cabello de Anna, su talismán, su lazo con su hogar, con su niñez.
—No lo sé —respondió—. Supongo que sí.
—Mañana seremos ricos… O estaremos muertos.
Barth asintió con gesto ausente.
—¿Habrías creído hace medio año que nos encontraríamos en este extraño inicio del mes de mayo frente a las murallas de Roma?
Barth negó con la cabeza.
—Ay, ¡si mi padre estuviera con nosotros!
Con las primeras luces del día dio comienzo el ataque al barrio que rodeaba el Vaticano. La niebla se había vuelto aún más densa, de tal forma que los defensores debían disparar a ciegas sus arcabuces y ballestas. Lo mismo ocurría con los cañones que restallaban desde el castillo de Sant’Angelo y los bastiones de los muros.
Borbón dirigió a la compañía de Barth hacia el convento de San Onofre, entre el borgo y el Trastevere. Desde allí no se veía más que una gris y lentamente difuminada niebla, pero se oía el agudo chasquido de los arcabuces y el trueno sordo de los cañones, se oía el nervioso tañido de las campanas y los gritos de los atacantes, que hacían acopio de valor y avanzaban a ciegas, pero adelante. Apenas se diferenciaban de las voces de los defensores, que crecían, se aplacaban, se transformaban en chillidos triunfales. Entre medias los desgarradores aullidos de dolor de los heridos.
Barth esperó con la ballesta dispuesta a la orden de Frundsberg de atacar el Trastevere, pero éste los hizo esperar.
—Es demasiado pronto —exclamaba Melchior ante sus impacientes hombres.
Súbitamente, aparecieron mensajeros gritando sus noticias:
—¡No lo conseguimos! Las escaleras no nos sostienen, no llegamos hasta arriba. Son demasiado fuertes. Borbón está pidiendo refuerzos.
Melchior dudó un instante, miró a sus subordinados y entonces ordenó a dos compañías que se dirigieran al Trastevere y que otras dos fueran con él hacia la porta Santo Spirito. Le hizo una seña a Barth.
Una vez llegados allí tropezaron con cadáveres y heridos de gravedad que se volvían a ellos, se retorcían y gritaban pidiendo ayuda. Eran una visión difícil de soportar y se encontraban ya a buena distancia del ataque. Barth experimentó una sensación de peligro tan repentina como intensa, oyó un pitido, agarró instintivamente a Melchior, lo apartó a un lado, se echó al suelo con él y apretó la cabeza contra los desperdicios. En ese mismo momento un disparo impactó contra el lugar en el que habían estado. Barth notó un ligero golpe en la cabeza y oyó un tintineo agudo. Retazos de carne, sanguinolentos y cálidos, se precipitaron sobre su oreja y su pierna. Esperó un instante, luego irguió el tórax y comprobó qué le había caído encima: medio ser humano. Barth creyó durante un instante que iba a desmayarse, pero finalmente se recompuso y se levantó. Melchior, a su lado, había salido sin un rasguño y susurraba, pálido y gris como la niebla que les rodeaba, con voz átona:
—Me has salvado la vida.
Barth se limitó a asentir, tanteó su morrión y notó una profunda abolladura… Esquirlas…
No se tomó más minutos para pensar: junto con el resto de los hombres que permanecían sanos se lanzó a la carrera en dirección al muro. Allí se encontraba ya el Borbón, con su barba afilada y los ojos encendidos como ascuas.
—Han reprimido también nuestro segundo ataque. Tampoco hemos llegado más lejos en el norte, Filipo no ha logrado tomar la porta Perusa —exclamó con su voz ronca.
—¿Dónde estamos ahora mismo? —preguntó Melchior.
—A la derecha de la porta Santo Spirito y allí, más a la izquierda, está la porta Torrione, el punto más débil, por lo que creemos, y que los españoles están ya atacando, pero no lo vencen. ¡Manda a tus hombres allí arriba!
Barth vio como Melchior dudaba. También Borbón se dio cuenta. Su expresión se tornó desesperada. Se persignó, exclamó:
—Entonces, tendré que ir yo mismo —se dio la vuelta y desapareció en la niebla.
Melchior se apresuró tras él, con Barth siguiéndoles los pasos. Borbón se encaramaba ya por una escalera a cuyos pies se arremolinaban los muertos. Barth miró hacia arriba: el muro parecía surgir de la nada y perderse de nuevo en la niebla.
El Borbón dio una orden que Barth no pudo entender, hizo señas, gritó:
—¡Por el emperador y por el oro!, ¡a mí los soldados! —en francés, español e italiano, incluso en alemán, y comenzó a ascender por la escalera. Su resolución revitalizó los ánimos, pues los hombres lo siguieron y ascendieron por la inestable escala.