40

Para alivio de Crisanta, el niño no despegó los labios de su pecho durante la inspección de la ropería. Desde la pila de sábanas, Tlacotzin alcanzó a percibir el tufo alcohólico de los centinelas y dedujo que habían estado empinando el codo en la partida de quínolas. Uno de ellos pasó a media vara de Crisanta, pero no alumbró con su linterna el tonel de lejía y pasó de largo sin haberla visto.

—Juro que el llanto venía de aquí —dijo el otro corchete, que husmeaba por detrás de las palanganas recargadas en el muro.

—Tal vez sea mejor traer a los perros —sugirió su compañero.

—Buena idea, vamos por ellos.

Cuando los corchetes salieron de la ropería, Onésimo se abalanzó hacia el portón para probar la quinta llave: estaba perdidos si los corchetes regresaban con los gozques de la Inquisición, entrenados para olfatear a los presos a media legua de distancia. Por fortuna los goznes de la cerradura cedieron al primer intento. Ahíto de leche, el niño había vuelto a dormirse y ya no representaba un peligro. Para complicar la búsqueda a los centinelas, Onésimo dejó bien cerrada la puerta, pues así los obligaría a dar una larga ronda por las crujías. El riesgo, claro, era que descubrieran la ausencia de los reos y dieran la voz de alarma a todos los celadores. Salieron a una azotehuela con troneras que daba a la calle de la Perpetua. Allá abajo, en la puerta de la esquina chata, una pareja de sayones hacían guardia con las carabinas en ristre. Era imposible descolgarse por ahí, cuantimás con el niño en brazos. Pero Onésimo guardaba un as bajo la manga. En un rincón de la azotea, debajo de una cuba vacía, que apartó con ayuda de Tlacotzin, había una gran losa con un anillo de hierro oxidado. Tiró del anillo con gran esfuerzo y la losa se levantó. Era la entrada de una escalera secreta, que a juzgar por el polvo y las telarañas no se había usado en un siglo.

—Bajad con tiento, que los peldaños están muy empinados.

Onésimo cedió el hachón a Tlacotzin, para que se adelantara con Crisanta, y antes de iniciar el descenso volvió a colocar la losa por dentro. La escalera de caracol quedó en las tinieblas, pues la brea del ocote se estaba extinguiendo y la luz macilenta que despedía no alcanzaba para alumbrar a los tres. Crisanta sostenía al bebé con un brazo y con el otro intentaba asirse a la mohosa pared, pues la escalera no tenía barandal. Por la irregularidad de los peldaños, en varias ocasiones trastabilló y a no ser por los firmes brazos de Tlacotzin, se hubiera desbarrancado con todo y niño. Llegaron a un rellano donde había una puerta de madera tapiada, que daba a los calabozos de la planta baja. Con una seña, Onésimo les ordenó seguir bajando con el mayor sigilo, pues ya estaban muy cerca de la garita donde los corchetes se habían reunido a beber y jugar. De ahí para abajo, la escalera estaba en peor estado, porque la pared salitrosa no ofrecía ningún asidero, y en vez de peldaños de roca había escalones de tabla muy resbalosos. Cuando hubieron descendido más de treinta varas, llegaron a una bóveda subterránea de techo muy bajo, semejante al túnel de una mina.

—De aquí en adelante habrá que caminar agachados —les indicó Onésimo—. Esta bóveda desemboca en la parte trasera del convento de Santa Catalina, en un terreno baldío donde podremos salir sin ser vistos.

—¿Y a dónde iremos después? —Se alarmó Crisanta—. Nadie querrá damos refugio.

—Hay un hombre que me prometió hacerlo. Se llama don Luis de Sandoval Zapata y es el único mortal que os quiso ayudar durante el proceso.

Tlacotzin y Crisanta se miraron con sorpresa. Los dos tenían conceptuado al poeta como un traidor de la peor ralea. Quién iba a pensar que les guardara estima.

—Conocí a don Luis en mi primera semana como corchete —prosiguió Onésimo—, cuando vino a traeros un itacate con sabrosas viandas.

—Qué raro —dijo Crisanta—, don Luis siempre ha sido un muerto de hambre. ¿Verdad, Tlacotzin?

Tlacotzin asintió.

—Pues mayor mérito tiene que se haya quitado el pan de la boca para ayudar al prójimo. Como es costumbre en esta prisión, el intendente confiscó los manjares y luego los revendió a los reos adinerados por el doble de su valor, pero Sandoval creyó que habían llegado a vuestras manos y volvió a traeros comida al cabo de una semana. Cuando iba de salida me acerqué a imponerlo de lo ocurrido y le advertí que no trajese más comida, pues los oficiales con puestos de mando tenían las uñas muy largas. Hicimos amistad, nos abrimos de capa y le confesé que me había introducido en la cárcel para ayudar a mi hija. Él me confió que había venido a socorreros, a riesgo de quedar comprometido en el proceso, para pagar una deuda de gratitud. Desde entonces hemos tenido trato de continuo. Lo puse al tanto de mi plan, y aunque sudó gotas negras al escucharlo, aceptó de buen grado daros asilo esta noche.

Los primeros tramos de la bóveda estaban secos y pudieron recorrerlos sin contratiempos. Por los glifos de las paredes y los ídolos rotos regados en el suelo, Tlacotzin sospechó que ese túnel subterráneo existía desde tiempos de los aztecas, pero quizá después había sido usado como cloaca, a juzgar por los terrones de excremento que deshacían con sus pisadas. Llegados a la mitad del túnel empezaron a caminar en medio de un lodazal, pues el agua de una acequia cercana, explicó Onésimo, se filtraba por el techo de la bóveda.

—Pero bien vale anegarse un poco a cambio de la libertad, ¿no os parece?

Su marcha se hizo más penosa, y aunque ahora Tlacotzin llevaba al niño en los brazos, con frecuencia Crisanta necesitaba su ayuda para salir de los hoyancos donde se atascaba. Del lodazal pasaron al terreno encharcado. El nivel del agua, un agua pútrida en la que flotaban restos de comida, mojones de vaca y algunos ratones muertos, crecía cada vez más, y llegó un momento en que les llegaba hasta la cintura. Crisanta llegó a temer que más adelante el agua cubriera toda la bóveda y su niño fuera el primero en ahogarse. Pero la seguridad y el buen ánimo de Onésimo, que ya había recorrido el túnel de cabo a rabo, le infundió confianza para seguir la marcha. Una pequeña luz despuntó allá en el fondo, y a medida que se acercaban a ella, el nivel del agua comenzó a disminuir. Bendito sea Dios, pensó Crisanta, al comprobar que su niño solo se había mojado un poco los pies.

Cuando llegaron a la salida tuvieron que trepar con gran dificultad, apoyados en las salientes de la pared, pues no había otra forma de llegar a la superficie. Montada en los hombros de Tlacotzin, Crisanta hizo un gran esfuerzo para sacar el cuerpo. Lo consiguió después de varios intentos, y entonces Tlacotzin, encaramado en los hombros de su suegro, le pasó al niño, que hizo muecas de enojo al recibir en plena cara el chiflón del sereno. Afuera, la luna rielaba sobre los matorrales del terreno baldío. Estaban muy cerca de la calle y sin embargo, la barda trasera del convento proyectaba una sombra que los protegía de posibles miradas.

—De aquí en adelante, cada quien tomará por su lado —dijo Onésimo—. Vosotros iréis a la casa de Sandoval, que está a dos cuadras de aquí, en el número doce de la calle de Montepío, a un costado de la plaza de Loreto. Tocad con discreción la aldaba de la puerta.

—¿Por qué no vienes con nosotros? —preguntó Crisanta.

—Esta misma noche me voy pa’l monte. Mañana nos perseguirá una legión de alguaciles y será más fácil escabullirnos por separado.

Crisanta no pudo contener el llanto, pues sabía que esa despedida podía ser la última. Por una cruel paradoja, en una sola noche el destino le daba la dicha de recuperar a su padre y la tristeza de perderlo para siempre.

—Bautizaremos al niño con tu nombre —le prometió—, ¿verdad, Tlacotzin?

Tlacotzin aceptó sin convicción, pues además de palpar la antipatía de su suegro, densa como chapopote, no estaba muy seguro de que dos forajidos como ellos pudieran bautizar a un niño. Onésimo fue el primero en romper el tierno y prolongado abrazo, pues no quería poner en peligro la fuga por razones sentimentales.

—Adiós, hija —se quitó del cuello una medalla de la Guadalupana y la colgó en el cuello de Crisanta—. Le encargo a la virgencita que te proteja.

Salieron a la estrecha calle de la Cerbatana, donde el viejo se perdió entre las sombras de la noche. Crisanta y Tlacotzin caminaron en dirección opuesta, en medio de un silencio sepulcral. El viento frío les helaba la ropa mojada, pero la embriagante sensación de libertad tras siete meses de encierro compensaba cualquier inclemencia. A pesar de la oscuridad, Tlacotzin caminaba con seguridad y firmeza, pues conocía tan bien esas calles que las hubiera podido recorrer con los ojos vendados. Crisanta, en cambio, temblaba cuando el viento levantaba un papel y caminaba pegada a la pared, temerosa de que algún vecino se asomara a la ventana y diera aviso a la autoridad. Con esa facha de reos patibularios, cualquiera los descubriría al primer golpe de vista, más aún si alcanzaba a percibir el hedor de sus cuerpos. Se acercaban al puente de San Pedro y San Pablo cuando escucharon el silbato de un sereno que venía doblando la esquina. Contenida la respiración, se escondieron detrás de un ahuehuete, rogando a Dios que el infante no volviera a llorar.

Por fortuna, el sereno venía por el otro lado de la acera y no traía perros de presa. Pasado el peligro, cruzaron el puente de madera para internarse por la calle que bordeaba el colegio. Se habían disipado los nubarrones del cielo y el claro de luna plateaba los altos muros de tezontle. Tanta claridad inquietó a Tlacotzin, que hubiera preferido un camino más recatado, pues quizá los celadores ya habrían descubierto su fuga y no tardarían en comenzar los rondines por toda la ciudad. Doblaron a la izquierda en la calle de Montepío y momentos después tocaron la aldaba del número doce. Pasó un largo rato y nadie salió a abrirles. Celoso aún por los requiebros de Sandoval a Crisanta, Tlacotzin temió que el poeta se hubiera echado para atrás, algo muy probable en un cobarde como él. Tocó la aldaba con más fuerza, encabritado ya por lo que suponía una jugarreta. Esta vez oyeron ruidos en el interior de la casa y poco después, un negro con un candil en la mano abrió el ventanuco.

—Adelante —dijo Gisleno, el criado negro de Sandoval, que ahora vestía una librea de terciopelo.

El angoleño los condujo a un estrado elegante y acogedor, en nada parecido a los cuchitriles que Sandoval habitaba en sus tiempos de poeta mendicante. La fina talla de los muebles, los candelabros, los gobelinos de la pared y un espléndido biombo laqueado con escenas de la conquista daban claros indicios de una sorprendente bonanza. Habrá heredado una fortuna, pensó Tlacotzin, o tendrá algún cargo en la corte. Momentos después el poeta bajó la escalera en camisón de dormir, con una señora de porte distinguido, a quien Crisanta no reconoció por la penumbra hasta tenerla delante.

—¡Doña Leonor! —exclamó sobresaltada.

Su vieja rival le tendió los brazos, y Crisanta la saludó con recelo, pues no podía creer que de buenas a primeras, la sierpe se hubiera transformado en mansa cordera.

—Qué muñeco tan lindo tienes. —Leonor acarició las mejillas del nene, que se había despertado sonriente y feliz—. Te preguntarás, sin duda, cómo vine a parar aquí, ¿no es cierto?

—Espera un momento, mujer —la interrumpió Sandoval—. Antes de entrar en explicaciones, déjalos darse un baño, que los pobres vienen hechos una piltrafa. Suban, por favor, Gisleno les tiene preparada el agua caliente.

Para Crisanta, el delicioso baño de sales fue como un segundo bautizo, y al desprenderse las costras de mugre sintió que junto con ellas terminaba el oprobio de ser tratada como una bestia. En el perchero encontró un lindo vestido de gasa que sin duda pertenecía a su anfitriona. Cuántas atenciones y gentilezas. En otros tiempos, Leonor jamás le hubiese prestado un vestido. ¿Tanto la había cambiado el amor? Abajo, en el comedor, los esperaba la mesa servida. Era tan elegante, que Tlacotzin dudó si debía sentarse con ellos o retirarse a comer con Gisleno en la cocina.

—Siéntate, Tlacotzin —lo invitó Sandoval—, para ti está reservado el lugar de honor.

Más cohibido que halagado por la deferencia, Tlacotzin ocupó la cabecera, entre los dos anfitriones, y Crisanta quedó junto a Leonor. Con una servilleta en el antebrazo, Gisleno sirvió a los huéspedes una deliciosa sopa de huitlacoche con garbanzos verdes.

—Me complace mucho atender como se merece a quien tantas veces me alimentó en épocas de penuria —dijo Sandoval, y propuso un brindis por la libertad recobrada.

Los cuatro chocaron sus copas de vino, y por primera vez desde su arresto, Tlacotzin tuvo un motivo para sonreír. El segundo plato fue una pascualina de cordero acompañada de tlacoyos con queso, y de postre, aleluyas de piñón con rosquetes de mantequilla. Los hambrientos prófugos engulleron todos los manjares a dos carrillos, sin cuidarse demasiado de los buenos modales.

—Ahora que ya están satisfechos, les contaré cómo conocí a este gentil caballero —dijo Leonor, y tomó de la mano a Sandoval—. Dicen que el amor entra por los ojos, pero yo sostengo lo contrario, pues lo amé con locura sin haberle visto la cara.

Tras un elocuente suspiro refirió su incursión nocturna en el convento de Santo Domingo, y el venturoso yerro que había cometido al equivocarse de celda cuando iba en busca de Cárcamo. Privada del juicio por lo que creía un desdén del fraile, devanaba sus rencores en el Hospital de Mujeres Dementes, sin voluntad para probar bocado, cuando el gallardo poeta apareció en su ventana, rebosante de pasión y enjundia verbal. ¿Habían visto esmaltarse de flores los campos escarchados por el invierno? ¿Habían visto el firmamento cuando se disipan las nubes de una borrasca? Pues así renació la ilusión de vivir en el gélido bagazo de su alma. Al cabo de algunos encuentros y de varios poemas recitados en el balcón de su alcoba, don Luis se abrió de capa y le confesó con rubor que aquella noche se había aprovechado de la situación para gozarla como un ladrón de placeres, pero de hora en adelante, solo la amaría con su consentimiento, si acaso le perdonaba esa cobarde trapacería. La revelación la dejó estupefacta y por varios días recayó en el sopor melancólico. Si fray Juan de Cárcamo jamás la amó y un galán tan apuesto y discreto como don Luis había cometido la infamia de robarle la honra al amparo de las tinieblas, ¿qué se podía esperar de los hombres?

Enclaustrada en sí misma, el único reducto donde nadie podía lastimarla, mandó sellar los postigos de la ventana y se negó a recibirlo por las tardes en el locutorio. Pero él porfió en su asedio, con una docena de sonetos candentes que hubiesen ablandado a una piedra, ya no dijéramos a una mujer de temperamento sanguíneo. Ante los ruegos de un amante apasionado, ¿qué mujer no tenía la voluntad de cera? A pesar de su execrable acción, don Luis había tenido el valor de confesarla y pedir disculpas, lo que lo acreditaba como un pícaro noble, si tal combinación era posible. Esa circunstancia atenuaba un poco su falta, pero lo que más la inclinó a perdonarlo, para decirlo con toda franqueza, fue sentir en las venas un suave fuego invasor cada vez que recordaba el furtivo himeneo en la celda de Santo Domingo.

—¿Verdad que una mujer le perdona todo a quien sabe amarla?

Crisanta había pasado por un trance parecido al perdonar a Tlacotzin y cruzó con Leonor una mirada de complicidad.

—Sí, Leonor, todas cojeamos del mismo pie —admitió—, pero dime, ¿tus padres saben que ahora vives con don Luis?

—Mis padres apenas se ocupan de mí desde que intenté apuñalar a fray Juan de Cárcamo. Soy la vergüenza de la familia, y si bien accedieron a sacarme del hospital, porque las monjas dieron fe de mi mejoría, temen que en cualquier momento vuelva a perder la chaveta. Cuando salí del manicomio me regalaron esta casa y aquí he vivido alejada del mundo, sin extrañar los saraos de la aristocracia, a los que no puedo presentarme mientras viva amancebada con don Luis. Solo salgo de madrugada para ir a misa en la iglesia de Loreto, y al verme llegar, las beatas del templo me ponen cruces. Soy una apestada como tú, Crisanta, y mi baldón es de los que no se borran con dinero. Quién lo dijera: cuando te hacías la santurrona te cobré ojeriza, pero ahora comparto tu desgracia y he comprendido que somos almas gemelas. La rebeldía nos une y nos salvará la vida, te lo aseguro.

Las antiguas rivales se fundieron en un abrazo, que dio por concluidas las rencillas de su vida pasada. Ambas eran hijas únicas y Crisanta, emocionada, creyó haber encontrado al fin la hermana que nunca tuvo. Cuando Gisleno se acercó a servir el café, un tropel de caballos hizo gran alboroto en la plaza de Loreto. Por precaución, don Luis apagó la lámpara de aceite y se asomó a la calle por una rendija de la cortina.

—Son los alguaciles —dijo el poeta en sordina—. Vienen echando lumbre.

Pasados unos minutos, la cuadrilla se alejó por la calle de Guadalupe, tal vez para buscarlos en las ladroneras de Tlatelolco, el barrio más frecuentado por hampones y forajidos.

—Ya empezó la persecución y esto durará varias semanas —reflexionó Sandoval—. Aquí no podrán estar seguros por mucho tiempo.

—Tengo buenos amigos en el cerro del Chiquihuite —dijo Tlacotzin—, allá nos esconderán.

—Pero tarde o temprano, la Inquisición dará con ustedes —repuso Sandoval—. Aquí tu hijo no podrá crecer como Dios manda. Por eso, Leonor y yo hemos fraguado un plan para sacarlos del reino. Desde hace tiempo teníamos pensado irnos a vivir a España, con el dinero que sus padres le dieron para quitársela de encima. Allá seremos libres y si la suerte me favorece, tal vez pueda estrenar mis comedias en los corrales de Sevilla y Madrid. Pensábamos irnos en un par de meses, pero al tener noticia de su fuga hemos apresurado la partida. Ya tengo alquilado un carruaje que vendrá a recogemos a las ocho de la mañana para llevarnos a Veracruz. Ustedes viajarán con nosotros como parte de la servidumbre.

—Yo quisiera tomar un barco a La Habana, donde vive mi madre, pero estoy en la ruina —lamentó Crisanta—. Los inquisidores me dejaron sin blanca.

—Por eso no te preocupes —la consoló Leonor—, yo pagaré sus pasajes, en desagravio por todas las trastadas que te hice.

Ya estaba amaneciendo y como aún había que empacar muchas cosas, las dos parejas pusieron manos a la obra, dejando el sueño para mejor ocasión. Por ayudarlos a escapar, Leonor y Sandoval podían terminar en la hoguera, pero si abrigaban algún temor al respecto, lo disimularon tan bien que parecían hacer los preparativos para un día de campo. Admirado por la nobleza y el valor del poeta, Tlacotzin volvió a quererlo como en la época de la compañía trashumante y le perdonó sus devaneos con Crisanta, pues, ¿acaso existía hombre alguno, fuera de Cristo, que jamás hubiese deseado la fruta del cercado ajeno?

Dos horas después, cuando las campanas del Colegio de San Pedro y San Pablo llamaron a la oración de prima, Crisanta y Tlacotzin subieron a la parte trasera del carruaje, él con librea de criado y ella con un quexquémetl de india, tocada la cabeza con un rebozo, para hacerse pasar por nodriza de su patrona. Tomaron la calle de la Verónica rumbo al Poniente, cruzándose con infinidad de carruajes y gente del pueblo que iban en sentido contrario, en dirección a la plaza de Santo Domingo, para presenciar el auto de fe. Buen chasco se llevarán, pensó Crisanta, cuando la barbacoa se suspenda por falta de carne. Como los alguaciles revisaban a fondo las carretas de los arrieros, pero no los carruajes de la gente principal, en la garita de San Lázaro los dejaron pasar sin hacer un escrutinio de los viajantes y cuando tomaron la calzada de Iztapalapa, la sonrisa cómplice del pequeño Onésimo les confirmó que habían salvado el escollo más difícil.

Para eludir posibles encuentros con los alguaciles de corte en las posadas del camino, prefirieron dormir a campo abierto, arrebujados en mantas, mientras el cochero o su postillón montaban guardia a la vera del camino. En esas veladas, después de comer cecina o elotes asados alrededor de una hoguera, el poeta recitaba sus últimas décimas acompañado por el laúd de Leonor, y al calor del vino, las dos parejas iban poniéndose lacias, hasta que hacían mutis para desaparecer entre la maleza. Con casi un año de abstinencia, Crisanta y Tlacotzin se apresuraron a recobrar el tiempo perdido en dulces y enconadas refriegas que solo terminaban al clarear el alba.

Llegaron en buen momento al puerto de Veracruz, cuando acababa de fondear en el muelle la flota de Cádiz. Solo pasaron dos noches en una casa frente al mar, propiedad de los marqueses de Selva Nevada, mientras Sandoval arreglaba el papeleo en la aduana. Para salir del reino, los pasajeros debían mostrar su fe de bautizo, requisito que la pareja de prófugos y su vástago no podían cumplir. Todo fuera como eso, dijo Leonor al conocer el impedimento, y saco de su baúl dos talegas con sesenta onzas de oro. Solícito como un lacayo, el jefe de la aduana extendió los permisos de embarque, y hasta les puso alfombra roja en el muelle. Un seis de abril, con el mar sereno y el viento a favor, zarparon en una fragata de mediano calado, que antes de cruzar el Atlántico hacía escalas en La Habana y Santo Domingo. Cuando el barco se alejó de la orilla y los edificios del puerto, difuminados por la distancia, ya eran un punto blanco en el horizonte, Tlacotzin abrazó a Crisanta en el barandal de la popa. En su fuero interno sabía que estaban libres gracias a la intervención de Coatlicue, pero guardó un prudente silencio, para no reavivar una discordia que debía quedar sepultada. Ya saldaría sus deudas de gratitud en Cuba, cuando tuviera un momento a solas para encenderle copal.