26
Lánguida y ausente, doña Leonor tocaba el laúd en una esquina del estrado, mientras sus padres departían con el padre Pedraza y los condes de Prado Alegre, don Justo y doña Gertrudis. Detestaba la conversación de los viejos y en esas tardes de palique insulso, cuando el hastío le apretaba el cuello, sentía que se acercaba a la decrepitud sin haber conocido el verdadero esplendor. Era una flor desdeñada por el jardinero del huerto, que la mataba con sus crueles desvíos y ahora, en franca retirada, ni siquiera le concedía entrevistas breves en el locutorio de Santo Domingo. Tenía sus cartas, sí, pero ¿de qué le servían esos papeles llenos de tierna palabrería cuando su cuerpo ansiaba la retórica de los jadeos? El mal de amores le estaba agriando el carácter y de seguir así, seca como un esparto, no tardaría en contraer la indolencia de sus padres, que por falta de vida propia, solo tenían el consuelo de meter la nariz en las vidas ajenas.
—Desde el proceso de los Carbajal, nunca se había visto algo así —comentó la marquesa, sentada en un cómodo sillón frailero—: ¡Quince detenidos y veinte propiedades confiscadas en menos de una semana!
—No es para menos, hay dos vírgenes mutiladas —dijo el jesuita Pedraza, con gesto grave— y cuando la Inquisición emprende una cacería de herejes, no hay piedra que deje sin levantar.
—¿Pero hasta dónde se detendrán? —preguntó con alarma el conde de Prado Alegre—. Tal parece que la Nueva España está llena de conversos.
—Las familias de noble abolengo como la suya no corren ningún peligro —lo tranquilizó Pedraza—, solo se persigue a gente que no puede acreditar limpieza de sangre.
—Pues entonces detendrán a la mitad del reino —dijo don Manuel, sardónico—. Ni los mismos conquistadores eran cristianos viejos.
—Los principales sospechosos son los conversos que llegaron de Portugal hace medio siglo, cuando ese reino era parte de España —explicó Pedraza.
—Pero me temo que paguen justos por pecadores —lamentó don Justo—. Ayer arrestaron a don Luis de Antúnez y Balboa, un cristiano devoto, joyero de profesión, que hace diez años fundó conmigo la cofradía de San Hipólito. Su esposa vino llorando a pedirme que interceda por él.
—No os comprometáis —aconsejó Pedraza—, alguna cola tendrá que le pisen, y bien larga, para haber caído en las cárceles secretas. Muchos judaizantes parecen buenos católicos, pero en secreto juran lealtad a la ley mosaica.
—Pues a pesar de todo creo en su inocencia —insistió don Justo—. Un hombre como él no pudo haber profanado ningún santuario.
—Cuidado, amigo —intervino don Manuel—, por salir en defensa de un acusado, muchos incautos han ido a parar a prisión o a la hoguera. Si quieres vivir en paz, no te metas en dibujos con el Tribunal.
—El marqués tiene razón —reflexionó Pedraza—. Los sacrilegios no pueden quedar sin castigo, y en las actuales circunstancias, impugnar las acciones del Santo Oficio puede resultar peligroso.
Reconvenido por un guiño de su mujer, el conde guardó silencio y tragó saliva, como si temiera haber hablado de más. Un esclavo negro abanicaba al grupo con un enorme aventador de palma, pero el calor del estío era más fuerte que sus brazos, y en las mejillas de todos corrían hilos de sudor. Don Justo dio un sorbo largo a su vaso de limonada y para borrar el mal efecto de sus palabras, se apresuró a desviar la conversación:
—¿Y Crisanta? ¿No bajará a la tertulia?
—Está encerrada en su cuarto y no hay poder humano que la haga salir —doña Pura se entristeció—. Desde que los niños dioses fueron robados, les guarda luto y apenas prueba alimento.
—Pobrecilla —se compadeció doña Gertrudis—, ya me imagino cuánto estará sufriendo.
—Tal parece que fuera la propia Virgen y le hubiesen arrancado los hijos del vientre —exclamó doña Pura, compungida—. Cuando está en rapto, le da el pecho a un muñeco de madera que le regalaron los condes de Regla, y lo acuesta en su cama bien arropadito, como la viva estampa de María Santísima. Pero en la noche se le aparece un demonio negro que le arrebata al niño y entonces grita en su delirio: ¡Devolvedme a mi hijo!
Entró Celia con una bandeja de bocadillos, y los hombres, incluido el padre Pedraza, no pudieron evitar asomarse a su escote cuando se agachó a ofrecerles el piscolabis. Era una coqueta profesional y a últimas fechas se adornaba con tal esmero que no parecía esclava sino princesa del Congo. La fina escofieta de su cabello, cubierta con una redecilla de seda, la tumbaga en el dedo anular y los zapatos altos con tachuelas de plata, todos ellos regalos de Leonor, dejaban traslucir el provecho que había sabido sacarle a sus oficios de medianera. Cuando terminó de ofrecer la bandeja a los mayores fue hacia el rincón donde la señorita Leonor tocaba el laúd y con dedos ágiles le deslizó en la mano un billete doblado. Su ama se metió el papel en el seno y si los mayores hubiesen volteado a verla en ese momento, habrían notado en su rostro un intenso rubor. Terminada la melodía, Leonor se fingió indispuesta:
—Necesito descansar, pues tuve una mala noche —se inclinó ante los condes—. Ha sido un placer tocar para vuestras mercedes.
Corrió escaleras arriba y encerrada en la alcoba, entre vahídos y pálpitos de ansiedad, leyó la nueva carta que Pedro Ciprés había pergeñado para avivar el fuego de su pasión:
Dulce enemiga:
Por mi conducta de las últimas semanas debes pensar que ya no te quiero y he faltado a mis juramentos de amor. Te equivocas: primero se oscurecerá el sol y los campos dejarán de dar mieses, antes de que yo desdeñe a la señora de mis desvelos. He sido esquivo y hasta grosero contigo, lo admito, pero en ese trato distante no debes ver una señal de resfrío, sino la prueba más palmaria de que te sigo amando hasta la locura. En estos días las tentaciones carnales me han asaltado con una fuerza descomunal. Sueño despierto con tu divino cuerpo y en mis delirios hago contigo impudicias que el decoro me impide nombrar. A veces, mientras leo la Sagrada Escritura, veo tu desnudez interpuesta entre mis ojos y la palabra de Dios: de tal suerte es la cadena de acero con que me tienes atado.
Cuando Amor me hirió con sus saetas, creí posible admirar tu belleza con un sentimiento contenido en los límites de la decencia. Pero mi cuerpo se abrasa cuando te miro y ante el riesgo de sucumbir a sus apetitos, he procurado mantenerte lejos, pues temo que si estuviera un minuto a solas contigo, perdería todo mi aplomo y te saltaría encima como un asno arrecho. ¿Comprendes ahora por qué no quiero verte a los ojos en misa, ni te recibo en el locutorio? Si permito que me roces con la orla de tu vestido, una vida entera entregada a Dios caería en la ciénaga del pecado mortal.
La abstinencia fortalece nuestro amor y cada día que vencemos a los bajos instintos ascendemos un peldaño en la escalera de Jacob. Cuando estuve entre la vida y la muerte por el descalabro que sufrí en la capilla del Rosario, pensé que en caso de fallecer, tú me llorarías como viuda, y esa certidumbre llenó mi espíritu de paz y consuelo. Con un poco de templanza, podemos prolongar nuestro matrimonio espiritual más allá de la muerte, donde nada impedirá la unión de nuestras almas. Pero te ruego, te suplico, te imploro, que mientras llega esa hora no intentes verme. Soy un ministro de Dios, nunca lo olvides, y tu belleza es un tósigo mortal que me daría un efímero paraíso a cambio de una vergüenza eterna.
Tuyo en la distancia,
El pastor herido
Leonor besó la carta, orgullosa de su pequeña victoria. ¿De modo que fray Juan la deseaba a pesar de todo? Era halagüeño, sin duda, saber que se abrasaba en soledad, pues con ello aumentaban sus esperanzas de seducirlo. Pero Cárcamo insistía en seguirle profesando un amor distante y eso significaba que a tres meses de cartearse con él, no había logrado ningún avance. Guardó la carta en su bufete, junto a las demás epístolas apócrifas de Cárcamo, arrugadas por sus incesantes lecturas. Cuando meditaba los términos de su respuesta, Celia tocó la puerta de la alcoba. Leonor la reconoció por los suaves golpes de sus nudillos y abrió sin preguntar quién era.
—¿Has leído la esquela?
—Sí —suspiró Leonor—, y temo que el corazón se me salga del pecho.
—¿Por fin fray Juan te ha dado una cita? —dijo Celia, fingiendo ignorar el contenido de la carta.
—Todavía no, pero ha de ser mío, aunque me cueste la vida.
—Esta noche voy a verme con Pedro —dijo Celia y no quisiera llegar con las manos vacías.
—Sí, claro, espérame —dijo Leonor, y sacó de su joyero un mondadientes de oro con cordón de seda—. Toma, dile que pronto le daré mi respuesta.
—¿Solo esto? —Celia sopesó el mondadientes, decepcionada—. Mi Pedro está corriendo graves riesgos por servirte y me parece que este regalo no lo retribuye con justeza.
—Cada día se vuelven más exigentes —protestó Leonor—. Ya me están cansando con su insolencia.
—Si Pedro se retira de este negocio —advirtió Celia—, tendrás que entregarle en persona las cartas a tu pastor esquivo.
—¿Me estás amenazando?
—Líbreme Dios de hacer algo tan ruin. —Celia fingió inocencia—. Pero sin un aliado en el convento de Santo Domingo, ¿cómo has de conquistar a un fraile que huye de tu presencia?
Leonor se quedó pensativa. Fray Juan estaba librando una enconada lucha interior y tal vez prefiriera dar por terminado un intercambio epistolar que solo aguijoneaba sus impulsos bestiales. Detestaba la codicia del filipino, pero sin su ayuda, Cárcamo se le iría vivo al corral, encerrado a piedra y lodo en el castillo de la virtud.
—Está bien, voy a ver qué encuentro para él. —Leonor hurgó un rato en el enorme baúl lleno de objetos preciosos colocado al pie de su cama, hasta encontrar una fina guantera de plata—. Toma, esto debe valer por lo menos cien pesos.
—¿Y para mí no hay nada? Yo también me expongo mucho por ayudarte.
Con fastidio, Leonor rebuscó en el baúl y sacó un relumbrante huevo de venturina.
—Toma, granuja, y vete ya, antes de que me enfade contigo.
Esa noche, al acostarse, Leonor examinó con frialdad su estrategia de seducción. En cartas anteriores había descrito a Cárcamo sus poluciones nocturnas y le había confiado que para dormir se ponía paños húmedos en los senos, para no calcinarse de ansiedad y deseo, pero no creía poder doblegarlo por medio de frases provocadoras. Tampoco le había servido de nada voltear de cabeza al san Antonio de su alcoba, tal vez porque el santo se negaba a favorecer un amor impío. Necesitaba un arma de combate más poderosa que las cartas, de otro modo seguiría estrellándose contra un muro de acero. En el tianguis de San Juan, yendo de compras, había pasado por el puesto de una vieja curandera mestiza, doña Matiana, que según Celia, vendía en secreto un cuadernillo escrito a mano, con conjuros para atraer al enamorado. La hechicería le inspiraba temor, pero sabía de muchas mujeres que la habían empleado con buen suceso y ahora estaban felizmente casadas. Si al enamorarse de un fraile había desafiado todas las leyes, ¿qué le costaba adentrarse un poco más en los terrenos de lo prohibido? Al otro día mandó llamar a Celia, y en vez de darle la respuesta para Cárcamo, le ordenó comprar ese cuadernillo, con instrucciones de que se fingiera enamorada de un fraile y preguntara a doña Matiana cuáles eran los conjuros más eficaces para conquistarlo. La esclava exigió otro regalo como pago por ese delicado servicio y, a regañadientes, Leonor tuvo que obsequiarle un corsé de barbas de ballena, cincuenta veces más caro de lo que valía su favor.
Celia no volvió con el cuadernillo hasta bien entrada la tarde, pues aprovechó la salida para retozar en la huerta de San Cosme con Pedro Ciprés, que ahora, enriquecido por su fraude epistolar, vestía con la elegancia de un pisaverde y llevaba al cinto dos pistoletes con cachas de marfil, para dárselas de valentón en las tabernas. Esa misma tarde Leonor leyó con avidez los dos conjuros recomendados por la bruja Matiana: el conjuro de las habas y el de santa Marta enamorada*. La mujer que los pronunciara debía celebrar el rito a medianoche en un descampado, con un diente de muerto en la mano derecha y un ombligo de recién nacido en la izquierda. Para conseguir los amuletos, Leonor recurrió por conducto de Celia a Pedro Ciprés, que se hizo el remolón para aceptar el encargo y cobró por sus servicios el equivalente de cinco cartas. No le fue difícil conseguir el ombligo en casa de una comadrona, pero como los panteones lo intimidaban, prefirió comprar el diente a un barbero sacamuelas del barrio de la Merced.
—¿Seguro que es de un muerto? —preguntó Leonor al verlo, y Celia se lo juró besando la señal de la cruz.
Un viernes por la noche, a escondidas de sus padres, Leonor y su esclava salieron en un quitrín de alquiler rumbo a los llanos de San Lázaro. El coche se quedó esperándolas en el camino de terracería mientras ellas se adentraban en el campo con una linterna sorda. La conciencia de estar desafiando al cielo crispaba la piel de Leonor, que sudaba frío al menor crujido de las ramas secas. En un paraje con restos de fogatas hallaron una roca plana de buen tamaño, que cubrieron con un mantelito negro, según lo prescrito en el cuaderno. De rodillas ante el rústico altar, con el diente y el ombligo en las manos, la oficiante recitó de memoria:
—Santa Marta bendita, por las ofrendas que pongo ante ti, dile a los doce diablos más profundos del amor que no dejen un momento tranquilo a fray Juan de Cárcamo, ni por el día, ni por la noche. Que sin mí no pueda estar, ya sea en el sueño o en la vigilia, y que el amor que le tenga a Dios, me lo tenga mí.
A continuación se santiguó empezando por el lado izquierdo, como lo indicaban las instrucciones, para complacer a los diablos alcahuetes que se solazaban en contrahacer la liturgia cristiana. El conjuro de las habas era más complejo, pues iba acompañado con un juego de azar, de cuyo resultado dependía su eficacia. Por órdenes de Leonor, Celia sacó de una taleguilla 18 habas, la mitad pintadas de azul y la otra mitad de rojo, en representación del sexo masculino y el femenino. Previamente Leonor había señalado un haba de cada color con una cruz blanca. Cogió todas las habas en el puño y pronunció la plegaria:
—Os conjuro, habas, en nombre de todos los diablos del infierno, a decir verdad acerca de si me quiere bien fray Juan de Cárcamo. Y si me quiere bien, que el haba macho por mí señalado, que es fray Juan, se junte con el haba hembra, que soy yo.
Después de hacer tres cruces con las manos juntas, cerró los ojos y arrojó las habas en el mantel. Antes de abrirlos contó hasta diez: el corazón le dio un vuelco al ver juntas las dos habas con cruces, la azul casi montada sobre la roja. Esa noche tuvo dulces sueños, en los que vio a Cárcamo preso en una telaraña, y se despertó con la convicción de que solo necesitaba darle un empujoncito para completar su faena.
Cuando bajó a desayunar a la asistencia, una noticia perturbadora la distrajo un momento de sus anhelos: a despecho de la vigilancia en los templos, los profanadores satánicos habían dado un nuevo golpe, esta vez contra la virgen del Perpetuo Socorro. Descompuesta de cólera, su madre maldijo a la Inquisición, que a pesar de tantos arrestos, habían dejado impunes a los verdaderos demonios.
—Por el amor de Dios, mantén la boca cerrada delante de la servidumbre —la regañó el marqués en voz baja, cuando el maestresala fue por leche a la cocina—. ¿Quieres que nos acusen ante el Santo Oficio? Las delaciones están a la orden del día y en estos tiempos no se puede confiar en nadie.
Por órdenes de don Manuel, ese día nadie salió a la calle, pues corría el rumor de que en cualquier momento podía estallar un motín. No hubo el tumulto esperado, porque los carabineros del cabildo intimidaron a la chusma reunida en la Plaza Mayor, y esa noche, en respuesta a los quejosos que pedían mano dura contra los profanadores, las campanas de todas las iglesias tocaron a entredicho, para anunciar al pueblo que se había privado de sacramentos, oficios divinos y cristiana sepultura a los familiares de todos los detenidos. Ninguna de esas providencias, sin embargo, garantizaba el fin de los atentados. Entre las amistades de los marqueses se presagiaba una temporada de epidemias y terremotos, en represalia divina por la negligencia de la autoridad para castigar a las huestes de Lucifer.
Leonor seguía los acontecimientos con indiferencia, pues nada en el mundo la conmovía fuera de su amor por Cárcamo, y solo escuchó con interés el anuncio de una magna procesión luctuosa en desagravio de las vírgenes mutiladas, en la que su adorado tormento ocuparía un sitio de honor, por ser el único religioso que había tenido el valor de enfrentarse con los ladrones sacrílegos. Con taimadas preguntas al padre Pedraza indagó el trayecto de la procesión y al saber que pasaría por la calle de la Cadena tuvo un arranque de audacia: ¡qué gran oportunidad para comprobar el efecto de sus conjuros! Ya era tiempo de saber si las habas habían dicho la verdad o fray Juan era inmune a sus sortilegios. La víspera de la procesión puso en manos de Celia un escueto recado, con el tono imperativo y quejumbroso de una moribunda:
Pastor lejano:
Ha llegado el momento de consumar un amor que no puede resignarse a los goces contemplativos. Mañana pasarás delante de mi casa en la procesión luctuosa y yo estaré asomada al balcón con toda mi familia. Si me deseas tanto como yo y quieres apagar este fuego devorador, cuando pases frente a mi balcón te descubrirás la cabeza, en señal de que aceptas nuestra unión carnal. Si por el contrario, deseas mantenerte casto y darme la muerte, pasarás de largo sin quitarte el sombrero. Entenderé que nuestro amor es una quimera y nunca volveré a importunarte con mis enfadosas quejas.
Tuya en cuerpo y alma,
La pastora sedienta
Cuando Celia mostró a Pedro Ciprés la nueva carta de su ama en el garito donde jugaba malilla, el filipino se mesó los cabellos de angustia, pues la ocurrencia de Leonor significaba el fin de su negocio. Adiós a la trapisonda de las esquelas ardientes y adiós a la buena vida que se daba con ella: era imposible que su amo, ignorante del enredo montado a sus espaldas, hiciera la señal exigida por la joven calenturienta. Doña Leonor quedaría herida de muerte y después de la cruel decepción, ya no podría llenarle la cabeza de pájaros con nuevas promesas de amor. Furioso, rompió la carta en pedazos, despidió a Celia con denuestos y se bebió media botella de chinguirito en el transcurso de la partida. Por jugar ebrio, esa tarde perdió sus flamantes pistolas, el jubón nuevo, las calzas, la pulsera de oro, y volvió al convento casi en pelotas, como un Ícaro bajado del cielo a pedradas.
A mediodía, bajo un sol de justicia, la solemne procesión, anunciada por un repique de campanas, partió de Catedral en dirección al templo de Santo Domingo, primera escala del recorrido, donde se tenía programado rezar una novena en desagravio a la virgen del Rosario. Iban por delante las comunidades de los mercedarios, los agustinos, los franciscanos y en lugar preferente, los dominicos, con la cruz procesional de plata en manos del provincial Montúfar. En seguida, la cofradía de Nuestra Señora de los Remedios, con velas de cera colorada, y tras ella, la del Perpetuo Socorro, con sogas en el cuello de todos sus miembros, en señal de mea culpa por no haber sabido custodiar a su patrona. Con las calles adornadas de crespones y colgaduras negros, la ciudad semejaba un vasto mausoleo. Tres grupos de monaguillos llevaban en andas otras tantas urnas vacías, en representación de las vírgenes agraviadas, que no podían ser expuestas al público sin el Cordero de Dios. La ausencia de las veneradas efigies imbuía en los corazones una sensación de orfandad, acentuada por el redoble de tambores que acompañaba el cortejo. Tras ellos, con sombreros de borlas chatas, venía el contingente del Santo Oficio, encabezado por el Inquisidor Mayor, y a su lado, muy erguido, fray Juan de Cárcamo, con el estandarte del Tribunal en la mano diestra.
En casa de Leonor, los marqueses y sus invitados habían salido al balcón a esperar el cortejo, y sentados en cómodos sitiales, bebían una copa de refrescante manzanilla, bajo un toldo que los protegía de la canícula. Todos iban de negro, incluida Leonor, que sin embargo, se había puesto azahares en el pelo, para darle a entender a Cárcamo que esa tarde, con toda la ciudad por testigo, debía tomarla por esposa o condenarla a muerte. Cuando el ruido de los tambores se acercó a la calle de la Cadena, un tierno sobresalto le mudó los colores del rostro. Con discreta solicitud, Celia la sostuvo del codo, pues temía que se fuera de bruces al sufrir el fatal desengaño. La procesión apareció a los lejos, doblando por la calle de Monterilla, y con paso lento, que tensaba como cuerdas de violín los nervios de Leonor, se dirigió por el empedrado hacia el palacio de los marqueses. Con un anteojo de larga vista, trató de atisbar entre las banderolas a su distante homicida: ahí estaba, apuesto como un sol, con el ceño adusto de un aguerrido arcángel, un poco sofocado por el calor, pero sin perder un ápice de gallardía.
Aunque el estandarte carmesí le pesaba como un yunque, Cárcamo hubiera podido caminar siete leguas sin sentir fatiga, pues el honor de abanderar al Santo Oficio le infundía un vigor sobrehumano. Mareado por la gloria, no sabía a ciencia cierta por qué calle de la ciudad desfilaba, pues todos los edificios le parecían un vasto graderío donde el pueblo se había congregado para admirarlo. Por respeto a la solemnidad del acto y a su investidura de inquisidor, en los primeros tramos de la procesión no había osado hacer ningún ademán que denotara incomodidad o cansancio, a pesar de los molestos hilillos de sudor que se le colaban por el alzacuello. Necesitaba encontrar una manera digna de aliviar su molestia sin perder el aire marcial. A medio recorrido por la calle de la Cadena, le pareció que la borrosa gente de los balcones le perdonaría una debilidad humana, excusable hasta en el Sumo Pontífice, y erguida la cabeza, el estandarte firme en la mano diestra, se quitó el sombrero para enjugarse el sudor de la frente. Por si algún maldiciente quisiera ver en el gesto una señal de flaqueza, al guardarse el pañuelo apretó el paso con renovados bríos.