23
Después de su banquete en casa de Tlacotzin, don Luis de Sandoval Zapata contrajo el hábito de visitarlo una vez por semana, para saciar el hambre atrasada y satisfacer la apetencia, no menos urgente, de intentar seducir a la hermosa Crisanta. Gracias a la buena índole de Tlacotzin, que se quitaba la comida de la boca para servirle generosas raciones, satisfizo la primera necesidad, mas no la segunda, pues Crisanta se hizo ojo de hormiga y no volvió a pararse en la choza del indio. Según Tlacotzin, casi nunca podían almorzar juntos, porque ella salía muy tarde del obraje donde trabajaba, pero Sandoval no se tragó esa mentira piadosa y fue a buscarla varias noches a las tabernas de la calle de las Gayas, donde sacaban brillo a las baldosas las muchachas del cinturón dorado. Creía que al verse descubierta en un lupanar, Crisanta se avergonzaría de su caída en el fango y entonces, compadecido de sus lágrimas, la consolaría con tiernos abrazos, que tal vez encendieran la mecha de una loca pasión. Si se entregaba a cualquiera por dinero, ¿por qué no iba a tener una deferencia carnal con el amigo generoso que le dio su primer papel en el teatro? La búsqueda fue difícil, pues no tenía un centavo para pedir tragos y varios mesoneros lo echaron a la calle, hartos de verlo pasar revista a las mozas con mirada zorruna. No halló a Crisanta en ninguna taberna, pero la exhaustiva inspección de pechos escotados y pantorrillas al aire le amotinó la sangre, y volvió a casa excitado como un bachiller. Para quitarse la frustración acudió a doña Trini, la portera de la vecindad, una briosa mestiza, casada con un alguacil beodo, que a trueque de sonetos ardientes le concedía sus favores en un camastro pulgoso cuando el marido estaba de juerga.
Durante el mes de marzo, Sandoval aplacó su hambre y la de Gisleno gracias a los almuerzos semanales en casa de Tlacotzin, pues ambos tenían el estómago encogido por los ayunos forzosos y no necesitaban llenarlo todos los días para mantenerse a flote. Pero un aciago lunes de adviento se presentó a la hora de costumbre en la choza de la Candelaria y no encontró a su anfitrión. Fue a buscarlo a la Plaza del Volador, donde ponía su tenderete y ningún mercader le pudo informar dónde diablos estaba. Recorrió todos los tianguis de la ciudad con las piernas derrengadas por la fatiga, sin resultados, hasta llorar de impotencia en el hombro de Gisleno. Entonces volvió a padecer la lenta agonía de la hambruna y los sablazos fallidos. Hacía vida de santo sin quererlo, pues a causa de sus ayunos, sufría espantables alucinaciones, en las que se figuraba haber muerto ya y tener mondados los huesos. Cuando Gisleno no conseguía la sopa boba de los conventos, lo mandaba a buscar restos de comida a los hediondos tiraderos del Parián: un pedazo de tripa, un hueso seco y sin tuétano, pellejos endurecidos o algunos pingajos de carne. A menudo, el remedio era peor que la enfermedad, pues los alimentos descompuestos le provocaban cámaras en el vientre. Solo había una letrina para los ocho cuartos de la casa de vecindad, y como siempre estaba ocupada, muchas veces tenía que salir correteado por el cólico a defecar en el llano, detrás de una nopalera.
A pesar de sus achaques, buscaba con denuedo una forma digna de ganarse el pan y siguió frecuentando a las amistades que podían ayudarlo a vivir de la pluma. Todas las mañanas, por disciplina, se daba una vuelta por la botica de don Crescencio Almirón, donde presidía una animada tertulia el doctísimo astrónomo y nahuatlato don Luis de Becerra Tanco, uno de sus mejores amigos, que le había prologado quince años atrás el Panegírico a la paciencia. El tema de moda eran las demasías del nuevo virrey, don Juan de la Cueva Leyva y Labrada, conde de Baños, recién desembarcado en Veracruz, en compañía de hijos, nueras y nietos, contra lo establecido en las Leyes de Indias, que prohibían a los virreyes viajar con sus familias a las colonias.
—Buen gobierno nos espera —comentó, irónico, el clérigo Pérez Jácome, de pie junto al mostrador—. Quien ha comenzado violando las leyes no vacilará en atropellar a la gente de bien para saquear las arcas del reino.
—La privanza con el rey siempre ha pesado más que el Consejo de Indias en el nombramiento de autoridades —dijo Becerra Tanco, resignado a lo peor—, y el conde está muy bien colocado, pues según dicen, fue compañero de juegos de Felipe IV.
—Por eso viene a gobernar con esas ínfulas de monarca absoluto, sin preocuparse siquiera por guardar las formas —protestó el boticario Almirón.
Sandoval oyó la charla en silencio, negando cuando los demás negaban y asintiendo cuando asentían, pues la jaqueca le impedía pensar por su cuenta. El astrónomo Becerra Tanco advirtió su palidez lunar y lo llevó a un rincón de la botica.
—Te veo muy mal, Luis. ¿Has estado enfermo?
—Mi única enfermedad es el hambre. Hace una semana que no hago una comida completa.
—¿Y la renta de tu ingenio?
—De eso ya no me queda nada, solo deudas, que jamás podré pagar.
—Válgame Dios —se afligió Becerra Tanco—, es increíble que un hombre de tu valía sufra tales miserias.
—¿Puedes socorrerme con algo, hermano? —suplicó Sandoval.
—Sí, claro, aquí tienes dos pesos, para que te compres algo en el tianguis. Pero tú necesitas ganar una buena suma para salir de apuros. ¿No vas a participar en el concurso para componer el epinicio de bienvenida al nuevo virrey?
—Jamás lo ganaría —Sandoval sonrió con amargura—, mis enemigos forman legión y siempre se adjudican ese tipo de premios.
—Pero esta vez tienes un amigo en el jurado. El cabildo de la ciudad me nombró presidente del certamen.
—Enhorabuena —lo felicitó Sandoval—. Por fin están reconociendo tus méritos. Pero los poemas laudatorios no son mi fuerte. Ya sabes que no me gusta adular a los poderosos.
—Depón tu orgullo por esta vez —le aconsejó Becerra Tanco—, y si te animas a concursar, yo me encargaré de meterte el hombro.
Con los dos pesos, Sandoval compró un galón de leche, un guajolote, media docena de huevos, una libra de frijol y otra de tortillas, con lo que él y su criado comieron razonablemente una semana. Tras una lucha interior entre la conciencia y el estómago, decidió entrar al certamen poético, pues no podía darse el lujo de tener convicciones con las tripas vacías. Pero la limosna de Becerra Tanco no le alcanzó para comprar velas y pasó grandes apuros para escribir la loa, pues las musas solían visitarlo de noche. Por falta de iluminación, memorizaba los versos que se le ocurrían en la cama, durante sus insomnios, para anotarlos más tarde a la luz del día, pero al despertar la idea se había evaporado o el verso ya no era el mismo, como si hubiese perdido las alas al pasar por la aduana del sueño. Detestaba a los gachupines altivos, que veían por encima del hombro a los nacidos en la tierra, como si el clima los descalificara para cualquier trabajo intelectual, y mientras pergeñaba la oda a su más conspicuo representante, no podía dejar de pensar en los arrogantes aristarcos de ultramar que tantas veces lo habían tachado de inculto, por rimar lazo con paso, como lo permitía la pronunciación americana. Por supuesto, evitó esas rimas en el epinicio, para no complicarle a su amigo Becerra Tanco el otorgamiento del premio. Entre arcadas de náusea pergeñó las primeras estrofas y solo dejó correr la pluma con libertad cuando decidió tomarse el encargo a chunga, exagerando hasta lo grotesco la retórica servil de la poesía cortesana*:
Apolo y Marte español,
dueño de virtudes tantas
como rayos tiene el sol,
rige con prudente mano
al imperio mexicano
que hoy se postra ante tus plantas.
Baja al mundo terrenal
desde la encumbrada esfera
donde los fieros halcones
rodean al águila real,
y oye las aclamaciones
del pueblo que te venera.
La metáfora del águila y los halcones era una alusión al valimiento del conde con Felipe IV, circunstancia que debía recalcar para darle lustre, pues un virrey cercano al monarca siempre tenía más autoridad y poder que los funcionarios llegados a esa posición por méritos propios. Terminada la oda, roció el pliego con la arena de la salvadera y lo revisó por última vez, antes de enrollarlo y ponerle el lacre. Soy un vil lameculos, pensó con vergüenza, y estuvo a punto de romperlo, pero Gisleno, que adivinaba sus pensamientos, le arrebató el papel de las manos y lo llevó corriendo a casa de Becerra Tanco. El astrónomo cumplió la promesa de ayudarle a ganar el certamen y una semana después, Sandoval recibió la notificación oficial del jurado. Pero cuando se presentó a cobrar los 200 pesos del premio, el tesorero del cabildo, encogido de hombros, le anunció que el pago se aplazaba por tiempo indefinido, pues los organizadores de la bienvenida habían gastado una fortuna en el adorno de las calles, los fuegos de artificio y los arcos triunfales. Sandoval ya había agotado su remesa de víveres y el aplazamiento lo condenaba a la inanición, pero se tragó las protestas para no malquistarse con el tesorero. Al día siguiente solo comió una mazorca hervida de maíz toluqueño —el de menor calidad, que se daba a los cerdos—, pues Gisleno no pudo encontrar en la calle nada mejor. Mientras la ciudad saludaba al conde de Baños con salvas de artillería y los coros infantiles de las iglesias cantaban himnos en su honor, Sandoval miraba con melancolía la techumbre desfondada de su vivienda, por donde se colaba un chiflón helado que le erizaba la piel.
Más remendado y astroso que nunca, las mejillas famélicas untadas al hueso, reapareció en la tertulia del boticario Almirón, con la esperanza de que alguien se apiadara de su estado y le diera un trozo de pan. La comidilla del día era el escándalo ocurrido la víspera en Chapultepec, durante los juegos de cañas celebrados en honor del virrey, donde el hijo del conde de Baños, don Pedro de Leyva, había tenido un fuerte altercado con don Fernando de Altamirano y Velasco, conde de Santiago de Calimaya, quien cometió la osadía de presentarse a las justas con un traje más galano y caballos mejor enjaezados que los suyos. Irritado por el desafío, el hijo del virrey había dicho en voz alta muchas vilezas de los criollos, a lo que don Fernando respondió como un hombre de honor, defendiendo en voz alta su derecho a portar esas galas por ser caballero de alto linaje. Furioso por la insolente respuesta, don Pedro mató de un carabinazo al criado más querido de su rival, que de inmediato echó mano a la espada y hubiese cobrado venganza en el acto, si otros caballeros alertas no lo hubiesen impedido. Ahora los dos nobles estaban recluidos en sus palacios por mandato del virrey saliente, con una multa de 2000 ducados por cabeza, pero se temía que en cualquier momento salieran a batirse en duelo, con grave perjuicio de la paz pública.
Sandoval había sido compañero de colegio de don Fernando Altamirano y la noticia le causó viva indignación. De modo que ahora los gachupines no toleraban siquiera que un criollo les hiciera sombra en un acto público. Si el retoño del virrey llegaba al extremo de matar por defender un signo de preeminencia, ¿qué se podía esperar de su padre? Mientras los contertulios cubrían de injurias al asesino y presagiaban motines si la muerte del criado quedaba impune, se detuvo frente a la botica un carruaje de seis caballos, del que bajó un joven caballero, con atavío de gente principal. Al verlo, todos los reunidos en la botica guardaron respetuoso silencio.
—¿Se encuentra aquí don Luis de Sandoval Zapata? —preguntó con aire misterioso.
El poeta se quitó el chambergo.
—Aquí estoy, amigo, ¿qué se le ofrece?
—Soy Diego Souza, para servirle. Un amigo mutuo que no puede venir en persona necesita verlo. ¿Puede acompañarme a su casa?
Sandoval montó a la estufa con ayuda de Souza, pues ya no le quedaban fuerzas ni para subir al estribo. Por el camino supo que el amigo en cuestión era el conde de Santiago de Calimaya, obligado a embozarse por temor a la justicia. Don Fernando lo recibió con efusivos abrazos y ambos recordaron con nostalgia sus correrías juveniles. Gracias a una taza de chocolate, Sandoval regresó al mundo de los vivos. Pasado el intercambio de anécdotas, don Fernando fue directo al grano.
—Ya conoces el aprieto en que me encuentro, ¿verdad?
—Sí, claro, está en boca de todo el pueblo—. Sandoval tomó la mancerina de plata para servirse otra taza de chocolate, como los camellos que almacenan agua antes de cruzar al desierto.
—Pues bien, te mandé llamar porque necesito de tu talento —continuó don Fernando—. Para defender a su hijo, el conde de Baños ha mandado imprimir un pasquín lleno de calumnias, donde se me acusa de haber iniciado el pleito por darme aires de gran señor. Quiero poner en su sitio a ese chapetón hideputa y he pensado en ti, pues necesito un ingenio afilado para responderle como se merece.
—Mucho me holgaría de poder servirte —Sandoval paladeó la segunda taza—, pero no creo que ningún valiente se atreva a publicar la respuesta.
—No la publicaremos. Tengo una mejor idea.
A continuación, don Fernando le expuso su plan en voz baja, como un conspirador desconfiado. Quería denostar al virrey y a su hijo con una serie de letrillas satíricas que un lacayo de su séquito pintaría de noche con tintura de chapopote en la fachada lateral de palacio, al abrigo de la oscuridad. Las letrillas anónimas debían ser muy hirientes, como las que Sandoval escribía en sus mocedades para burlarse de los profesores jesuitas. El conde sacó un escudo de oro de su taleguilla y lo puso sobre la mesa.
—Toma, es el adelanto por tus servicios. Por cada letrilla que escribas te daré una moneda igual.
Sandoval asintió con entusiasmo.
—Solo quiero rogarte que seas discreto. Ni una palabra de esto a nadie, ¿entendido? Mi situación es muy comprometida y por esto me podrían desterrar del reino.
—Pierde cuidado, seré un sarcófago —lo tranquilizó el poeta, y tuvo que llevarse el escudo en la mano, pues había empeñado su taleguilla de cuero.
En la poesía de combate, Sandoval se desenvolvía mejor que en el ditirambo, más aún cuando se trataba de fustigar a un gachupín odioso, y con el cerebro despejado por la saciedad, despachó sin dificultad la primera letrilla*:
Escucha, Pedro homicida,
la voz de la Nueva España:
la sangre por ti vertida
también a tu padre baña.
Aunque los alguaciles se apresuraron a borrar la copla con cal, alcanzó a estar expuesta en el muro de palacio casi una hora, y los madrugadores que la vieron de camino a la primera misa de Catedral corrieron la voz con celeridad, hasta que medio México se la aprendió de memoria. La noche siguiente, un pelotón de carabineros montó guardia en los muros de palacio, pero el conde no se amilanó y encargó a Sandoval otro epigrama, que mandó pintar en el propio carruaje del virrey, guardado en una cochera sin vigilancia*:
Ni las armas de Castilla
ni tu poder absoluto,
te quitarán la mancilla
de tener un hijo puto.
Aunque los corchetes rodeaban día y noche su palacio, el conde estaba muy complacido con la repercusión de los anónimos, y se las ingenió para ordenar a Sandoval por conducto del emisario Souza que siguiera adelante con su tarea, previo pago de cinco escudos. Otros tantos epigramas, entre burlones y graves, amanecieron pintados en distintas partes de la ciudad y la gente ya se levantaba ansiosa por encontrar el nuevo insulto rimado en los muros de los edificios. Sandoval lamentó no poder firmar sus composiciones, pues jamás había tenido un público tan vasto. El encargo le permitió llenar su despensa y comprarse un galón de vino de cariñena, pero más allá de la recompensa en metálico, obtuvo la satisfacción moral de prestarle su voz a un pueblo agachado y mudo, con los gritos de rabia atorados en el pescuezo. Había provocado un desahogo colectivo y gozaba de impunidad absoluta, pues ningún cortesano allegado al virrey podía sospechar que el autor de esos anónimos injuriosos era el mismo poeta zalamero que días atrás había puesto al virrey por las nubes en un panegírico escrito con bilis negra. Por desgracia, la campaña de terrorismo verbal terminó abruptamente con la detención del lacayo que pintaba los anónimos. El conde salió huyendo a Veracruz a lomos de caballo, con la intención de tomar el primer galeón a Cuba, y Sandoval lloró la pérdida de su mecenas.
A fuerza de estirar el gasto, los cinco escudos le duraron un mes y medio. Cuando solo le quedaban víveres para una semana fue a reclamar de nuevo el premio del certamen, ahora en compañía de Becerra Tanco, para darle mayor autoridad a la queja. El tesorero reconoció la justicia del reclamo, pero volvió a postergar el pago hasta las calendas griegas. Como el conde de Baños ya había asumido el cargo, ahora debía aprobar todas las partidas presupuestales, y Sandoval no debía amoscarse por no cobrar, dijo, pues en la misma circunstancia estaban todos los empleados de la corte, a quienes el erario debía tres meses de sueldo. Al salir del cabildo, en la taberna donde Becerra le invitó una copa de jerez, el poeta maldijo su amarga suerte: ¡Haberse cubierto de oprobio con esa poesía lambiscona y no recibir nada a cambio!
El fantasma del hambre ya lo rondaba y esta vez quiso actuar antes de tener la soga en el cuello. En la tertulia de la botica se comentaba con asombro la curación del marqués de Selva Nevada, a quien los médicos habían desahuciado, por obra de una joven beata con madera de santa. Sandoval había sido amigo de los marqueses en épocas más bonancibles, cuando don Manuel tenía por costumbre montar autos sacramentales en el patio de su casa, para regocijo de un selecto grupo de aristócratas, y pensó que tal vez quisiera montar una pieza a lo divino en acción de gracias por su curación. Estaban prohibidas las representaciones públicas, pero no las privadas, y si lograba convencer al marqués, quizá pudiera venderle a buen precio uno de los autos guardados en su baúl. Solo tenía un impedimento: con sus andrajos de hidalgo pobre no podía presentarse en el palacio de los marqueses, y Becerra Tanco, el único amigo que hubiera podido prestarle un traje, le sacaba un palmo de estatura.
Siempre solícito para sacarlo de aprietos, al escuchar sus lamentaciones Gisleno prometió remover cielo y tierra para vestirlo como un gran señor. Esa misma anoche, en el panteón de San Fernando, abrió la tumba de un muerto reciente, que todavía no estaba cubierta con lápida, y despojó al fiambre de toda su ropa: un terno de chamelote negro con calzas acuchilladas, fina camisa de lana, escarpines con hebilla, mancuernillas de oro y ancho sombrero color canela. Cuando lo hubo dejado en cueros, cerró el ataúd y volvió a cubrir el hoyo de tierra, para que nadie notara la profanación.
Al ver las ropas y conocer la traza que Gisleno se había dado para obtenerlas, con riesgo de ir a la horca, Sandoval lo estrechó en sus brazos, conmovido hasta el llanto. En la capa del difunto habían quedado algunas cazcarrias de lodo, pero con una lavada y una buena cepillada, Gisleno la dejó impecable. El muerto era de la misma estatura de Sandoval, si bien un poco más grueso, inconveniente que solucionaron acortando el jubón por el talle con unas pinzas. Días después, cuando el poeta se presentó en el salón de los marqueses, las damas se turbaron al verlo, admiradas por su distinguido porte. Había vuelto a ser lo que era antes de la bancarrota: un apuesto caballero de melena plateada, con ojos negros y soñadores que despedían chispas de pasión. Un mayordomo lo condujo al diván donde doña Pura y el marqués departían con otros personajes de alto coturno.
—Marquesa, he venido a ofrecerle mis respetos y a participarle mi alegría por la curación de su marido.
—Don Luis, qué milagro —la marquesa se levantó, sorprendida—. ¿Por qué se nos vende usted tan caro, sabiendo lo bien recibido que es en esta casa?
—Pasé los últimos años dedicado a la administración de mi ingenio, que tantos dolores de cabeza me ha dado, pero ya estoy de vuelta y quise darles mis parabienes.
—Los hombres de talento siempre son bien recibidos en esta casa, ¿verdad, Manuel?
—Por supuesto, me siento muy honrado con su visita, don Luis.
—El honor es mío —dijo Sandoval, y cuando iba a estrechar la mano tendida del viejo, sintió un escozor en el cuello.
Un gusano blancuzco salido del forro del jubón reptaba por su cuello, en busca de la sabrosa carne tumefacta del muerto. Si los marqueses veían esa larva asquerosa, toda su tramoya de caballero elegante caería por tierra. Sandoval se rascó la nunca con la mano izquierda y atrapó al gusano en el puño, mientras ofrecía la diestra al marqués.
—Tengo entendido que logró recuperarse de su mal gracias al auxilio de una beata milagrosa —comentó, sin dar señales de turbación.
—Sí, una verdadera santa —suspiró don Manuel—. Con sus oraciones y sus conjuros remedió mi dolor nefrítico mejor que ningún galeno.
—Un suceso tan venturoso es digno de ser llevado a las tablas, ¿no le parece, don Manuel? Si vuestra señoría lo desea, puedo escribir un coloquio espiritual con ese asunto y representarlo en su casa.
—A mi edad ya no estoy para comedias —se quejó el marqués—. Siempre me quedo dormido en la primera jornada.
—Hace tiempo que no montamos piezas en la casa —intervino doña Pura—, pero llega en buen momento, don Luis, pues necesitamos un letrado para un encargo muy importante.
—Dígame, ¿de qué se trata? —Se entusiasmó Sandoval, y con el pulgar aplastó al gusano, que se le quería salir del puño.
—De poner por escrito las visiones místicas de la joven beata que salvó a mi marido. ¿Vuesamerced podría ayudarle?
—Desde luego, las letras divinas son mi género predilecto. Por mi condición de lego, las he cultivado poco, pero las almas no son de capa y espada para las noticias del Señor.
—Pues entonces, venga, voy a presentársela.
Doña Pura tomó del brazo a Sandoval para conducirlo al otro extremo del salón, donde había un corrillo de invitados alrededor de una doncella que estaba de espaldas. Doña Pura la tocó en el hombro.
—Hijita, quiero presentarte a un amigo de la familia.
Al reconocerse, Crisanta y Sandoval bajaron los ojos al mismo tiempo, como deslumbrados por un fogonazo. A instancias de doña Pura, Crisanta había cambiado los toscos sayales por ropas menos severas y lucía un hermoso traje blanco de organdí con olanes color de rosa. Seducida por el bullicio mundano, ahora departía con las visitas en los saraos familiares, pero conservaba la cara limpia de afeites y no había renunciado a los signos exteriores de fervor, pues llevaba en el cuello una docena de escapularios y medallas religiosas. Entre ella y Sandoval se hizo un silencio incómodo porque ninguno hallaba la forma de vencer su estupor.
—¿Se conocen? —preguntó doña Pura.
Crisanta se creyó perdida, pues como amigo de la familia, don Luis tenía el deber moral de precaverlos contra una impostora. Todo el cariño que le dispensaban los marqueses se trocaría en rabia y encono cuando supieran que les había tomado el pelo con sus pantomimas devotas.
—No tenía el gusto —dijo Sandoval—, pero he oído encomiar su fervor y le profeso gran admiración por vivir entregada a Dios.
Para el poeta, la solidaridad con sus compañeros de la farándula estaba por encima de cualquier deber moral, más aún cuando se trataba de proteger a una muchacha tan seductora. Con el vestido de organdí, Crisanta le gustó más que nunca, y no vio nada reprensible en su fingimiento, pues en la dura lucha por ganarse el pan, los pobres tenían derecho a valerse de cualquier engaño, como él mismo acababa de hacerlo con su oda al virrey:
—Don Luis es uno de los poetas más insignes del reino —dijo doña Pura—. Le hablé de las visiones que has empezado a anotar y está dispuesto a ayudarte para embellecer el libro con su bien cortada pluma, ¿verdad, amigo?
—Estaré encantado de servirla. —Sandoval miró a Crisanta a los ojos—. Cuando Dios concede tantos favores a una de sus elegidas, el mundo debe conocerlos.
—Vuesamerced me honra con su gentileza —suspiró Crisanta, aliviada por el rumbo que iban tomando las cosas—. Pero temo que mi humilde vida no esté a la altura de un talento tan peregrino.
El intercambio de cortesías no duró mucho, porque la duquesa de Miravalle vino en busca de Crisanta para llevarla con unos amigos que ansiaban ver sus estigmas. Sandoval pasó de un corrillo a otro hablando naderías, sin perder oportunidad de lanzar a Crisanta furtivas miradas de complicidad. Tras haber arreglado con doña Pura la delicada cuestión de sus honorarios (cobraría 500 pesos por el libro, una pequeña fortuna), se despidió de toda la concurrencia con la sensación de haber obtenido un triunfo social. Recién salido del palacio escuchó el llamado de una voz femenina:
—¡Don Luis!
Al darse la media vuelta vio a Crisanta asomada a un balcón de la planta alta. Era la hora del crepúsculo y su adorable silueta, recortada contra el cielo rojizo, lo rejuveneció de golpe veinte años. Sonriente, Crisanta le lanzó un beso con la mano que él agradeció con una lenta caravana para prolongar al máximo ese momento de gloria. En su cuarteado y yerto corazón acababa de nacer una rosa blanca.