25
—Queridos hermanos: hoy se cumplen dos semanas del sacrílego despojo a la virgen de los Remedios, y hasta el momento, los perpetradores del atentado siguen escondidos en sus madrigueras. Cuando una profanación de tal gravedad no recibe castigo, el reino y la ciudad donde se cometió quedan apestados y malditos. Las consecuencias de haber despertado la ira divina ya están a la vista: la temporada de lluvias se ha retrasado un mes y de continuar la sequía se perderán las cosechas. Como bien sabéis, en épocas más felices, el señor arzobispo sacaba en pública procesión a la virgen de los Remedios y la dejaba en catedral hasta que vinieran las lluvias, ¡cuántos aguaceros nos ha enviado cuando el pueblo gemía de sed! ¡Cuántas cosechas ubérrimas le debemos a su infinita misericordia! Pero sería gran mengua para la cristiandad mostrar a la patrona de España sin el fruto de su vientre, y por ello su Ilustrísima, respetuoso del duelo que aflige al pueblo, ha dispuesto dejarla guardada en la ermita de Tacuba. Sin el auxilio de Nuestra Madre, las lluvias pueden demorarse mucho tiempo y el precio de los granos subirá por las nubes, con la consiguiente hambruna de indios y castas. ¿Hemos de permitir con los brazos cruzados que el robo del Niño Dios nos lleve al precipicio de la discordia civil? ¿Quedarán impunes los enemigos de la fe? ¿Dejaremos caer a la Nueva España en las garras de Satanás? ¡No, hermanos, no y mil veces no!
Cárcamo se aclaró la garganta con un carraspeo. El templo de Santo Domingo estaba repleto, como siempre que le tocaba oficiar la misa, pues su fama de predicador elocuente y sentencioso se había extendido a los pueblos circunvecinos de la ciudad. Hizo una pausa para observar el efecto del sermón en el semblante de los fieles y comprobó que los tenía colgados de sus palabras. Sentada en primera fila, donde tenía un sitio reservado a perpetuidad, doña Leonor lo miraba con embeleso, pero Cárcamo no se dignó posar los ojos en ella.
—El Tribunal del Santo Oficio, presidido con celo apostólico por el ilustre y docto don Juan de Ortega Montáñez, ha emprendido una persecución concienzuda y tenaz de los monstruos que cometieron esta diabólica fechoría. Pero sin el auxilio de los buenos cristianos, las diligencias de la Santa Inquisición pueden tardar meses o años. Debemos, pues, ayudar a los defensores de la Iglesia, delatando a los sujetos que por la impureza de su sangre o su modo deshonesto de vida caigan bajo la sospecha de haber incurrido en herética pravedad. México y la Nueva España hierven de hebreos que imitan en lo exterior las acciones católicas y disimulan su mentira con una continuada perfidia. Esa gente cruel aparenta honrar a Cristo, pero en el fondo lo aborrece, y aprovecha cualquier ocasión para escarnecerlo en la sombra. ¿Quién no recuerda al judaizante portugués Juan de Souza, convicto y confeso por haber freído en aceite la Sagrada Forma? ¿Y quién puede olvidar a la proterva viuda de Molina, mujer acaudalada de aspecto devoto, que rezaba novenarios en Catedral y comulgaba tres veces por semana, pero tenía una sinagoga en el sótano de su casa, donde ella y otros judíos flagelaban a un Cristo de ébano? Mucho me temo que esa progenie maldita, indigna de recibir asilo en el Nuevo Mundo, haya arrancado el niño a la virgen de los Remedios para atormentarlo en sus aquelarres.
Hubo un murmullo de asombro entre los fieles, y algunas damas devotas asintieron con la cabeza.
—Con justa razón, el gran doctor de la iglesia san Juan Crisóstomo llama a los herejes víboras de doble rostro, cuya propiedad es romper las entrañas de la madre para nacer. Así son los miserables hijos de Israel, que tras haber desollado las entrañas de María Santísima, para quitarle a su bendita criatura, fingen ahora cumplir sus deberes cristianos cual blancas palomas, pues como dice san Jerónimo: Dolus autem occulta malitia est in blandis sermonibus adornata. ¿Quién juzgará que en tanta devoción como muestran en sus rezos, haya envuelta tanta malicia? La cizaña está revuelta con el trigo y el enemigo embozado que simula un fervor sin tacha podría estar aquí mismo, sentado junto a vosotros —el murmullo creció y los fieles se miraron con recelo—. Por eso debéis tener más ojos que Argos y denunciar con presteza a cualquier vecino de conducta impropia, sin importar su edad, linaje y rango social. Las calamidades que se abaten sobre el reino solo podrán terminar cuando extirpemos la herejía de raíz. Es hora de servir a Dios con valor, astucia y coraje, ¡uníos como un solo hombre para aplastar con el puño a la facción impía que nos ha declarado la guerra!
Al terminar la misa, la garganta seca y la frente anegada en sudor, Cárcamo entró satisfecho a la sacristía, donde lo esperaba Pedro Ciprés con un vaso de aloja para calmar su sed. Asistido por el filipino se quitó la cruz pectoral, la casulla y la estola, mientras repetía en el pensamiento las frases más campanudas de la homilía. Modestia aparte, era un predicador genial, sobrado de talento para llegar a los púlpitos más altos de España. Lástima que su elocuencia estuviera desperdiciada en esa tierra de zafios. Se había indignado de verdad mientras fustigaba a los judíos, pues gracias a sus amistades en el Santo Oficio, sabía que uno de sus feligreses, el mercader José Núñez Pérez, dueño de un cajón de telas en el Parián, pronto sería sometido a proceso, por haber comentado en una taberna que la fornicación fuera del matrimonio no era pecado. Quien osaba sostener esa blasfemia en público, bien podía, según los inquisidores, pertenecer a la cofradía satánica que había secuestrado al Niño Jesús. Al dar el grito de alarma, Cárcamo había querido curarse en salud y, de paso, congraciarse con los miembros del Tribunal, necesitados de apoyo para resolver un caso al que no le hallaban pies ni cabeza. Pero más allá de sus ambiciones y conveniencias, el despojo sufrido por la virgen de los Remedios le dolía en carne propia, por tratarse de una efigie que había contribuido a la conquista de México y era un símbolo del poder español en América. Bastante afrentoso era ya que la Señora del Tepeyac, una virgen de origen tan oscuro como el color de su tez, eclipsara en popularidad a la patrona de los españoles bien nacidos, para ultrajarla encima con el robo de su corderito. Cuando Pedro Ciprés le sacaba el alba por la cabeza para guardarla en el armario, el sacristán fray Pedro de Alcántara entró por la puerta que daba al presbiterio.
—Hermano, lo busca la señorita Leonor de Solís. Dice que necesita hablar con usted.
—Dile que estoy orando y no puedo recibirla. —Cárcamo hizo un ademán despectivo, como si espantara una mosca.
Que se fuera con viento fresco, a ver si por cansancio dejaba de asediarlo en todas sus apariciones públicas. Había suspendido las visitas a doña Leonor desde que el marqués de Selva Nevada modificó su testamento para ceder el asiento del pulque a los jesuitas y no quería tener ningún trato con ella, pues además de haber permitido esa bofetada soez a la orden dominica, Leonor lo había defraudado al cambiar la vida espiritual por los devaneos amorosos. Ahora solo hablaba de su galán secreto y de las cartitas que le escribía, olvidada por completo de sus deberes con Dios. No, señor, él no se había doctorado en Teología, ni había escrito el Contemptus mundi para escuchar las confidencias de una moza casquivana. Para eso había muchos alcahuetes que podían darle un mejor servicio y arreglarle citas clandestinas donde echara la honestidad a rodar. Por tener la cabeza en el muladar de las pasiones, la muy atolondrada había permitido que la beata Crisanta y el jesuita Pedraza se coludieran para excluirlo de la herencia, ¡qué acerbas recriminaciones le había espetado en la cara el provincial Montúfar por la revocación del testamento, como si él hubiera podido gobernar la voluntad del marqués! Gracias a Dios había apechugado con la reprimenda y sus méritos como contador le permitieron salir avante sin perder el manejo financiero de la orden. Pero doña Leonor lo tenía hasta la coronilla y desde entonces la evitaba como la peste, pues jamás le perdonaría su vergonzosa claudicación.
Por la tarde, entre el rezo de vísperas y el de completas, se encerró en su celda a leer el Tratado de la victoria de sí mismo de Melchor Cano, uno de los teólogos dominicos que más admiraba. Sus consejos para fortalecer la voluntad contra las añagazas del demonio lo habían fortalecido en su lucha contra el pecado carnal. Después de leer esa prosa edificante y balsámica le parecía que su cuerpo se despegaba de la tierra y ascendía como una mariposa a unirse con el Creador. ¿Qué eran los placeres del mundo junto a las alegrías de la buena conciencia? Polvo, humo, tierra, sombra. ¿Y qué era la vida del cuerpo junto a la vida del alma? Sangre, flema, cólera y melancolía. Todos los pecados se originaban en «la tiranía despótica de agradarse a sí propio» y solo había una manera eficaz de vencer esa baja pasión: combatir el orgullo, causa eficiente de la maldad humana y angélica. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Cano, en las últimas semanas, a fuerza de humildad, había logrado dormir sin malos pensamientos, como un niño ajeno a los reclamos del instinto.
Pero esa noche se fue a la cama desvanecido de amor propio por el brillante sermón que había pronunciado, y la conciencia de su mérito intelectual lo predispuso a la relajación. Una lumbrera del púlpito, que rayaba en lo sublime cuando alzaba la voz para condenar a los herejes, ¿no se merecía un pequeño alivio corporal en recompensa por sus fatigas? Si el alma embriagada por las delicias del triunfo gozaba a plenitud, ¿por qué no concederle la misma libertad a su cuerpo sufrido y maltrecho? Hacía esfuerzos por reprimir esa corriente de pensamientos que lo llevaba hacia la indulgencia, procurando representarse en la mente los tormentos de los condenados, cuando el grato recuerdo de su última lavativa le endureció el atributo viril. Debilitado por el antojo, pensó que en el fondo su vicio era un placer inocente y hasta cierto punto infantil. Cuando un niño se metía el dedo en la nariz para sacarse los mocos, merecía sin duda el regaño de su madre, pero no la excomunión. Si él cometía de vez en cuando la travesura de meterse un bitoque en el culo, ¿por qué habría de padecer un castigo mayor? Al amparo de ese razonamiento, se aventuró a sacar el jeringatorio que tenía debajo de la cama. Por falta de uso estaba empolvado y herrumbroso, pero la dureza del tubo le atizó los deseos. Nunca antes se había metido el clíster con sus propias manos, pero viéndolo con frialdad, prescindir del médico podía evitarle muchos problemas.
No necesitaba comer hasta el empacho para que le aplicaran una lavativa, si él mismo lo hacía en la intimidad de su celda, a salvo de molestos testigos. En los hechos, casi ningún fraile obedecía ad Iiteram la regla monástica de no tocarse las partes pudendas en las abluciones matinales, y sin embargo, que él supiera, nadie había sido castigado por infringirla. Descorrió las mantas, se arremangó el camisón hasta la cintura y con las piernas abiertas acercó el bitoque a su orificio anal. Pero de pronto, los escrúpulos que se habían batido en retirada recobraron su poder intimidatorio y el clíster le quemó como un hierro candente.
—¡Qué estoy haciendo, Dios mío!
Si se quedaba en la cama las tentaciones volverían con más fuerza y quizá no pudiera vencerlas. Era preciso distraerse en algo, aunque pasara la noche en vela. Por lo común, en sus noches de insomnio acostumbraba rezar en la sala De profundis, provista con mullidos reclinatorios forrados de terciopelo, pero no quería comodidad sino rigor, y prefirió bajar a la capilla del Rosario, para pelarse las rodillas en sus rugosas piedras. La capilla estaba a oscuras, pero no quiso encender los blandones, pues la penumbra era lo más conveniente para su estado de ánimo. Frente a la virgen del Rosario tallada en madera se arrodilló para implorar perdón. Bajo el pálido resplandor de la luna que se colaba por los vitrales, la Madre de Dios con el niño en los brazos, vestida de azul y oro, la testa coronada de diamantes y perlas, le inspiró un ardiente deseo de purificarse. Virgen Santísima, intercede por mí ante Dios Nuestro Señor, que contigo reina en el cielo, para salvar el alma de este mísero pecador. No he cejado en el empeño de confesarme, lo juro, pero el jueves pasado, cuando más dispuesto estaba para sacar del pecho mis pestilencias, el provincial nos mandó guardar voto de silencio en señal de luto por el atentado a la virgen de los Remedios. Creí ver en ese golpe de suerte la mano de Dios, que me absolvía sin necesidad de confesión: ahora comprendo mi yerro, y el peligro que corre mi salvación, pues desde entonces he comulgado en pecado mortal. Pero eso no es lo peor, Madre Santa: hace un momento estuve muy cerca de cometer otras inmundicias con mi cuerpo, y no quiero volver a la cama, pues temo que Jesucristo me retire la Gracia si recaigo en el vicio carnal. Soy como un pobre inválido cuyos miembros van en sentido contrario a su voluntad, y en el momento mismo de pecar, aborrezco el placer que mi cuerpo exige como un tirano. Ayúdame, Señora, para vivir según el espíritu y no según la carne, como lo manda el Santo Evangelio, y apártame de las glorias mundanas, pues la soberbia es el origen de todos mis males…
Cárcamo escuchó un ruido de pasos que se acercaban hacia el altar y volteó sobresaltado. La capilla estaba desierta, pero el ropón del santo colocado en el pasillo lateral se movía como si alguien lo hubiera tocado al pasar. Caminó en esa dirección y ahora oyó el ruido a sus espaldas, en el lado izquierdo de la capilla. No era un taconeo de zapatos sino un deslizamiento de huaraches y pensó que algún indio beodo de la hermandad mixteca se había quedado durmiendo la mona dentro del santuario, como sucedía a menudo. Resuelto a darle un escarmiento, dio media vuelta y se dirigió a la vitrina donde estaban guardados los restos del conde de Salvatierra, el principal benefactor de la orden. El intruso no se había escondido debajo, como suponía, ni tampoco detrás de los cortinajes. Iba a pedir auxilio a sus hermanos, cuando sintió en la nuca una respiración agitada, y ya no pudo voltear para ver quién era, porque un golpe en la cabeza lo despeñó en las tinieblas.
Al recuperar el juicio en la sala de enfermos, rodeado por la plana mayor del convento, la luz del mediodía le taladró los ojos. La jaqueca se agravó cuando quiso forzar la vista para reconocer a los frailes que montaban guardia frente a su lecho. Por instrucciones del médico fray Andrés de Villena, que temía una lesión cerebral, nadie había intentado despertarlo, pero al ver signos de mejoría, algunos frailes exhalaron suspiros de alivio y el provincial Montúfar se acercó a la camilla con una sonrisa de optimismo:
—Bendito seas, hermano, Dios ha premiado tu valor salvándote la vida.
Con gran esfuerzo, como si desde entonces hubieran pasado veinte años, Cárcamo recordó el golpe a traición de la noche anterior.
—Los ladrones se llevaron al Niño Jesús —prosiguió Montúfar—, pero lo importante es que hayas salido con vida. ¿Alcanzaste a verlos?
Cárcamo negó con la cabeza y al girar el cuello sintió un doloroso crujido en la vértebra cervical.
—Por favor, padre, no lo perturbe —se quejó Villena—, todavía está muy delicado.
Con la cabeza vendada, Cárcamo guardó reposo algunos días, recibiendo por conducto de su criado los parabienes de todos los fieles que hacían votos por su pronta curación. A juzgar por el número de felicitaciones y enhorabuenas, el ataque lo había colocado en el pináculo de la fama. Tanto los frailes del convento como las personas preocupadas por su salud creían que los profanadores de la capilla lo habían golpeado en represalia por su sermón contra los judíos. Era, pues, el héroe del momento, y a pesar de seguir mareado por el descalabro, escuchó con deleite el coro de alabanzas. Cuando al fin pudo recibir visitas en el locutorio, declaró haber peleado en la oscuridad con tres corpulentos jayanes, que lo habían sometido a punta de garrotazos. Para no afear su valerosa acción con una actitud jactanciosa, declinó con humildad todos los elogios y hasta se acusó de negligencia por no haber muerto en defensa de la Santa Madre de Dios:
—Dar la vida por ella hubiera sido una dicha inmensa, pero con mi débil constitución, no pude hacerle frente a los malvados herejes. La herida de mi cabeza no es nada junto a la herida de mi alma, que sangra a borbotones por ese nuevo despojo.
Conmovida por su sencillez, la buena sociedad lo elevó a la categoría de mártir y algunos poetas compusieron odas en su honor. Cárcamo se fingía abrumado por los cumplidos, pero quiso aprovechar al máximo su buena estrella, y contra el parecer del médico Villena, que le exigía reposar por lo menos un mes, se obstinó en oficiar una misa dominical con la cabeza descubierta, para estrujar los corazones con el espectáculo de sus heridas. En el sermón glosó las palabras de David: Exurge, Domiine, et judica causa tuam, para clamar justicia en nombre de la virgen, con una enjundia verbal que arrancó sollozos a la multitud apeñuscada en la capilla del Rosario.
Al confirmar la existencia de una maquinación herética para destruir los símbolos de la fe, el provisorato dispuso custodiar con carabineros todos los templos donde se adoraran efigies de vírgenes con el niño en los brazos. Por su parte, la Real Audiencia mandó cerrar las tabernas de mala nota, y en señal de duelo, el virrey ordenó que a partir de las nueve, todos los habitantes de la ciudad apagaran sus candelas. Si las calles de México eran oscuras y lúgubres en circunstancias normales, con la nueva ordenanza se convirtieron en un cementerio. Quienes oían en la oscuridad cualquier llanto infantil juraban haber escuchado llorar a los hijos de las vírgenes mutiladas. Después del toque de queda, cualquier transeúnte que no se hubiese recogido en su casa era llevado a la cárcel. Hubo muchos arrestos, pero ninguno de los detenidos parecía tener responsabilidad alguna en los atentados y el pueblo impaciente se arremolinaba en la Plaza Mayor para exigir a gritos el castigo de los culpables. Los vecinos del barrio de Tlatelolco lincharon a un sacristán sorprendido en la calle con un Niño Dios bajo la capa. Al hacer las pesquisas del caso, se comprobó que lo había llevado a reparar al taller de un ebanista por encargo del cura de su parroquia. El Santo Oficio recibía delaciones anónimas por millares, y para curarse en salud, la gente iba a misa dos veces al día, desconfiada hasta de su sombra.
En contraste con la indolencia de la autoridades civiles y eclesiásticas, que parecían rebasadas por las fuerzas del mal, fray Juan de Cárcamo daba una impresión de rectitud y entereza que le granjeaba un creciente número de fieles. Un religioso con su aureola de víctima podía ser de mucha utilidad para sosegar los ánimos del pueblo, y en las altas esferas del poder su autoridad moral no pasó inadvertida. La misma tarde en que Villena le quitó los vendoletes de la cabeza, Cárcamo recibió un citatorio para acudir a una junta en el Santo Oficio. Llevaba años esperando que el Tribunal justipreciara sus méritos, y no pudo contener un grito de alborozo al leer el pliego lacrado.
La imponente Sala de Audiencias tenía veinte varas de largo por ocho de ancho y estaba adornada con ricas colgaduras de damasco. Cuando Cárcamo entró, todos los fiscales y comisarios se pusieron de pie para darle la bienvenida. En el centro del salón había un gran dosel de terciopelo carmesí con las armas de la monarquía española, y debajo, una plataforma con barandal de ébano negro, a la que Cárcamo subió por una gradería colocada frente a la mesa principal.
—Estoy a vuestra disposición, para lo que gustéis ordenar —dijo en tono solemne.
—Sentaos, hermano —le pidió don Juan de Ortega y Montáñez, el Inquisidor Mayor, un hombrecito enjuto de rostro amarillo, con ojos fríos y descoloridos—. El tribunal que me honro en presidir os felicita por el valor que habéis demostrado en la defensa de la Santísima Virgen.
—No merezco las alabanzas de varones tan excelentes —se sonrojó Cárcamo.
—Sin duda las merecéis —continuó Ortega—, porque nadie como vos ha sabido llamar por su nombre a los enemigos de la religión. Las diligencias que hemos realizado en las últimas semanas y las confesiones de los detenidos en las cárceles secretas coinciden con las acusaciones que habéis lanzado desde el púlpito: hay una conspiración judaizante para sembrar el terror en la grey católica, encabezada por conversos de familias muy prominentes, y a partir de mañana comenzaremos a instruirles proceso.
—Seré el primero en celebrarlo —sonrió Cárcamo—, pues creo que la herejía debe extirparse de raíz.
—Por eso os hemos llamado. —Montáñez acarició el crucifijo que le colgaba del cuello—. Tenemos vacante una plaza de comisario y os la hemos otorgado por aclamación, en reconocimiento a vuestros méritos como defensor de la fe. La persecución del enemigo apenas comienza, y en ella vuestro celo religioso puede sernos muy útil.
—Demasiado bien conozco mis defectos para sentirme digno del honor que me hacéis —se inclinó Cárcamo—, pero si en algo puedo ayudar al Tribunal, haré cuanto pueda por no defraudaros.
—Muy bien —se frotó las manos el inquisidor Ortega—. El fiscal Villalba os hará entrega de los cartapacios con la información de los acusados, para que los examinéis a la mayor brevedad. Desde mañana ocuparéis un lugar en esta sala, con derecho para practicar informaciones, publicar edictos, secuestrar bienes y recoger libros prohibidos.
Cárcamo salió del Palacio Inquisitorial embriagado de amor propio. Al fin se reconocía su valor y palpaba el verdadero poder, en un puesto que le daba facultades omnímodas para disponer de vidas y haciendas. Con el nuevo nombramiento, su posición dentro de la orden quedaba más firme que nunca, pues ahora hasta la facción criolla estaría obligada a hacerle caravanas. En el breve camino al convento recordó sus sueños infantiles de grandeza, cuando escuchaba misa en la catedral de Oviedo, y al volver a casa repetía el sermón trepado en un banco de la cocina. Besa la mano del señor obispo, ordenaba a Jacinta, su hermana menor, que siempre lo mandaba al diablo y entonces él le restregaba la mano en la boca para forzarla al juego, ¡cuántas azotainas le había dado su madre por torturar así a la pobre chicuela! Pero si continuaba cosechando honores, no estaba lejano el día en que Jacinta lo viera entrar a casa con el anillo episcopal en el dedo.
Entró en el convento de Santo Domingo pisando fuerte, como un monarca en sus dominios, y en las escaleras del claustro mayor vio por encima del hombro al criollo fray Hernán de Loperena, que le pareció más bajo de estatura. ¿O era él quien había crecido de golpe? Hacía calor y en su celda se cambió la gruesa sotana de chamelote por una bata ligera. Quería leer el legajo con los cartapacios de los indiciados esa misma noche, para causarle buena impresión al inquisidor Ortega. Pero al verse desnudo en el espejo, lo asaltó una feroz apetencia de reincidir en su vicio secreto, y esta vez no sintió cargo de conciencia alguno, como si la dignidad recién adquirida lo colocara muy por encima de su opresiva regla monacal. Las rígidas prohibiciones en materia de tocamientos, impracticables en el aseo cotidiano, eran buenas para espantar a novicios imberbes y frailes motilones. Otras leyes, inspiradas en un ideal superior de pureza, debían regir la conducta de los ilustres inquisidores, que por hacer tanto bien a la cristiandad, tenían derecho a pequeñas licencias. Con ánimo juguetón, libre de miedos pacatos, puso a calentar la ayuda medicinal en una hornilla. Cuando hubo llenado la vejiga con el líquido verde, palpó con ansiedad el mohoso bitoque, y sin tomar la precaución de limpiarlo, así de fuerte era su gana, se lo encajó limpiamente en el recto, con una almohada en la boca para amortiguar sus quejidos. Exurge, Domine et judica causa tuam. Bienvenida con arcos triunfales y entrada bajo palio en la catedral. Maldita sea la estirpe de David y bendito el soldado de Cristo empalado por los herejes. De rodillas, hermana, besa la mano de Su Ilustrísima ¿no ves las palmas del martirio en mis sienes?