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Al filo del alba, cuando la niebla todavía no se disipaba en las faldas del cerro, Tlacotzin siguió a su padre por la vereda angosta y resbaladiza que serpenteaba hacia la cañada. Bajo la tilma de algodón tenía los brazos ateridos de frío, pero no se los frotaba por temor a despertar la cólera de Axotécatl, que lo reprendía con severidad a la menor señal de flaqueza. Era un padre adusto, con un rostro de pedernal donde nunca se reflejaban las emociones. Parco en el hablar, prefería comunicarse con señas y gestos, como si la palabra fuera un despreciable adorno mujeril. Tlacotzin lo quería y lo respetaba, sin poder separar la admiración del miedo. Resentía su falta de afecto y hubiera deseado tener un padre más cariñoso, pero en mañanas como esa, cuando lo acompañaba a cazar aves de rico plumaje, ningún resentimiento podía empañar el gozo de serle útil y ser tratado como persona mayor.

Cortaron camino al llegar al punto más empinado de la pendiente y se internaron por la maleza, las cerbatanas de carrizo en la boca por si avistaban alguna presa. Pasaron un largo rato al acecho sin hallar ningún ave fina: solo gorriones y cenzontles encaramados en la fronda de los arbustos. Cuando la salida del sol descorrió el telón de niebla que ocultaba la ladera de los volcanes, quedaron a la vista las cumbres nevadas del Popo y el Izta. Con las orejas desentumidas por la tibia resolana, Tlacotzin pudo aguzar mejor el oído. Nada, ningún trino excepcional sobresalía entre el piar del vulgo emplumado. Al fondo, el murmullo del río Atoyac le prometía una feliz zambullida al término de la jornada. Qué ganas de sentir en el pecho el borboteo del manantial. Las pantorrillas ya le empezaban a doler de tanto esperar en cuclillas, pero ni pensar en quejarse. De pronto, su padre se llevó un dedo a los labios, la mirada vuelta hacia un oyamel situado a cincuenta varas, de donde salía el melodioso trino de un colibrí. Contenida la respiración, se deslizaron hacia el árbol con pasos suaves, entre las matas de tepoztones que les llegaban a la cintura. Parapetados detrás de una roca alcanzaron a ver al espléndido pájaro: era un colibrí de cola amarilla, una de las aves preciosas más codiciadas por los amantecas. Llevaban tres semanas en busca de un ejemplar como ese, indispensable para terminar el mosaico de plumas que habían dejado incompleto. Era su gran oportunidad y no podían desaprovecharla. Se acercaron un poco más para ver al ave desde un mejor ángulo, y al pisar un tallo seco, Tlacotzin hizo un ruido que espantó a la presa. El pájaro alzó el vuelo con gran alharaca y Axotécatl le clavó una mirada de odio. Estoy perdido, pensó Tlacotzin, recordando los atroces castigos que le imponía su padre a la menor falta: piquetes en la lengua con espinas de maguey, varazos en la espalda, respirar de rodillas humo de chiles quemados. Por instinto de supervivencia dirigió la cerbatana hacia las alturas y con más suerte que puntería, cortó el vuelo ascendente del colibrí, que se fue a pique con el pecho traspasado. Ni en sueños había acertado un disparo tan difícil. Complacido, su padre saltó de júbilo.

—Muy bien, chamaco, eres mejor cazador que yo —dijo en náhuatl, y su brusco palmoteo en la espalda colmó de orgullo al pequeño Tlacotzin.

Pasaron el resto de la mañana acondicionando las plumas del colibrí en una vieja choza de adobe que servía como bodega de maíz en tiempos de la cosecha. Por alguna razón misteriosa que Tlacotzin desconocía, su padre siempre se refugiaba en ese lugar para trabajar en el mosaico de plumas y le había prohibido hablar del asunto a su madre sin mayores explicaciones: «Esto es cosa de hombres, ella no se tiene que meter en nuestro trabajo».

Tlacotzin se encargaba de pegar con engrudo la primera capa de plumas corrientes sobre una penca de maguey. Cuando el engrudo secaba, Axotécatl procedía a pegar la pluma fina sobre el dibujo previamente trazado sobre la penca. Quería enseñar a Tlacotzin todos los secretos del oficio, como su padre lo había hecho con él, para que de grande fuera un buen amanteca. El dibujo del mosaico era una figura de Huitzilopochtli, formada con cráneos, intestinos, orejas y corazones, donde cada miembro y cada víscera estaban coloreadas con plumas de distinto color. Al añadir las plumas amarillas del colibrí, el mosaico refulgió como un espejo al sol. Eran el ingrediente principal de la imagen, explicó Axotécatl a su hijo, porque Huitzilopochtli había hecho salir el sol y en todos los altares se le representaba con ropaje amarillo. Aunque la cosmogonía mexicana estaba llena de misterios para Tlacotzin y a duras penas comprendía el orden jerárquico de los dioses, sonrió con legítimo orgullo al ver terminada la obra, que sentía suya por haber proporcionado a su padre la materia prima para culminarla.

—Listo, ahora vamos a dejarla secar. Mete las plumas que sobraron en un saco —le ordenó Axotécatl— y guárdalo ahí atrás, en el cuezcomate.

Al ejecutar la orden, Tlacotzin no resistió la tentación de guardarse como trofeo una pluma del colibrí. Subieron por las faldas del monte hasta llegar a su milpa, cercada con una hilera de nopales y magueyes. Dos escuintles salieron a recibirlos ladrando como demonios y casi derriban a Tlacotzin por la enjundia de sus cabriolas. A lo lejos, el olor de los frijoles con epazote que venía del jacal les despertó el apetito. Tlacotzin quiso correr a los brazos de su madre, pero Axotécatl lo sujetó del hombro.

—Espérate, tu madre tiene visita.

Había visto a su mujer, Ameyali, saliendo de la choza con un fraile franciscano que a últimas fechas merodeaba mucho por esos rumbos. Ocultos detrás de una empalizada espiaron al intruso: era un hombrecillo enteco de luengas barbas, con la mollera colorada por el sol, trasijado por las fatigas a pesar de su juventud. Vestía un hábito pardo lleno de remiendos y andaba descalzo. De rodillas, Ameyali recibió su bendición. Quiso regalarle una gallina en señal de gratitud, pero el fraile rechazó el obsequio con noble desinterés. Tlacotzin pudo sentir la marejada de indignación que subía por el pecho de Axotécatl. Hasta preparó la cerbatana esperando una orden de ataque, pero su padre contempló toda la escena impávido y no salieron de su escondite hasta que el fraile se hubo alejado un buen trecho.

—¿Qué quería ese zopilote?

Ameyali estaba dándole vueltas a los frijoles y dio un salto al escuchar el vozarrón colérico de su esposo. Miró a Tlacotzin, se recompuso y contestó con aplomo:

—Lo mismo de siempre. Bautizar al niño.

—¿Y qué le dijiste?

—Que tú no quieres, pero que yo voy a convencerte.

—Primero pasan sobre mi cadáver —se sulfuró Axotécatl—. Esos frailes canijos no me van a robar a mi hijo.

—Nadie te lo va a robar. Solo quieren bautizarlo y llevárselo a la doctrina —contraatacó Ameyali, poniendo un plato con frijoles en el petate donde se había sentado Tlacotzin—. Es por su bien: este niño necesita aprender castilla.

—Si les entregamos al niño, nuestra madrecita nos va a castigar —advirtió Axotécatl en tono profético—. Y tú serás la primera en sufrir su venganza, por adorar a ese falso Dios.

—Cristo Jesús es el único Dios verdadero. ¿Cuándo entenderás que tus dioses ya están muertos?

—De nosotros depende que sigan vivos. —Axotécatl endureció la voz—. Desde niño me enseñaron a honrarlos y lo mismo hará este niño cuando yo me muera.

Angustiado por la aspereza del altercado, Tlacotzin hubiera querido esconder la cabeza en la tierra. Una vez más la religión enfrentaba a sus padres y él quedaba en el centro de la pelea, con el corazón partido por la mitad. Arropado en la ternura de Ameyali, un contrapeso indispensable para soportar las rudezas paternas, veía el mundo a través de sus ojos, y como nunca podía contrariarla en nada, a escondidas de papá repetía las oraciones cristianas que ella le había enseñado, pero se preguntaba por qué el crucificado no podía compartir altares con los ídolos aztecas, si al fin y al cabo todos eran dioses. Ameyali dio la espalda a su marido y fue a calentar tortillas en el fogón, con dos hilillos de lágrimas en los pómulos. Hubo un largo silencio, tan denso como la humareda que llenaba el jacal. Axotécatl había perdido el hambre. Hizo a un lado su plato de frijoles y se sirvió pulque en una jícara.

—Vino a verte Coanacochtli, con sus dos hermanos —dijo Ameyali, contrita—. No quiero a esa bruja en mi casa. Dicen que se aparece en los velorios para quitarles los santos óleos a los difuntos y encaminar sus almas al Mictlán. De seguro te anda buscando para hacer un sacrificio.

—¿Y qué? ¿Me lo va a prohibir tu padrecito?

—Ándate con tiento, Axotécatl. Los frailes ya saben lo que andan haciendo en las cuevas y van a mandar alguaciles para caerles encima.

—Que se atrevan. Coatlicue no desampara a sus hijos.

—Coatlicue es un engendro del demonio —lo encaró Ameyali—. Eso dice fray Gil. Ella y todos tus dioses son diablos que se alimentan de sangre.

—¿Te molesta la sangre? —Axotécatl descolgó el Cristo que Ameyali tenía colgado encima del fogón—. Pues mira lo que los blancos le hicieron a tu Jesús. Ellos son más sanguinarios que ningún dios mexicano.

Axotécatl partió en dos el crucifijo y lo echó a las llamas.

—Maldito, te vas a pudrir en los apretados infiernos —dijo Ameyali, lanzándole una andanada de golpes y rasguños.

—Cállate, infeliz —la abofeteó Axotécatl, y desde su lugar, Tlacotzin sintió el golpe en carne propia—. Por traidores como tú, los españoles nos robaron la tierra.

Seguro de haber hecho justicia con el castigo a la impía, Axotécatl salió del jacal a ventilar su cólera y Tlacotzin se acercó a su madre, que se había quedado derribada en el suelo con una herida en la comisura de los labios. Humedeció un trapo para lavarle la pequeña cortada, con una sensación de desamparo cósmico, pues intuía que la riña de su familia no era sino un reflejo en miniatura de otra guerra mayor, la que libraban en lo alto unos dioses demasiado arrogantes y altivos para caber en el mismo hogar. En esa guerra, a su juicio, los dioses paternos llevaban ventaja, pues con la fuerza que ellos le daban, Axotécatl vapuleaba siempre a su madre, y ella no podía devolverle los golpes por más que le rezara al Señor Jesús. Consolada por las ternezas de Tlacotzin, Ameyali apagó el fogón y recogió devotamente los restos del crucifijo. Con las cenizas trazó la señal de la cruz en la frente del niño.

—Júrame por Dios que vas a ser un buen cristiano.

—Lo juro.

Pero esa misma tarde, cuando salió a jugar en el campo, Axotécatl le puso delante un ídolo de piedra y tuvo que hacer el juramento contrario, con la sensación de ser un traidor por partida doble.

Tres días después, una fuerte zarandeada lo despertó a medianoche. De rodillas, con un penacho de plumas y el rostro cruzado por franjas rojas y verdes, su padre lo urgía a levantarse. Un ocote encendido proyectaba un resplandor naranja sobre su rostro, en el que advirtió una malévola turbación. En el petate de al lado, su madre dormía envuelta en un grueso jorongo. Axotécatl no quería despertarla, y con el dedo en los labios le impuso silencio. Tlacotzin se levantó más dormido que despierto. ¿Pasaba algo malo? ¿Los totoles se habían escapado de su jaula otra vez? Sin dignarse responder nada, su padre le echó una manta sobre los hombros y a empujones lo sacó del jacal.

—¿A dónde vamos?

Sordo a sus preguntas, Axotécatl lo montó en una mula ensillada y encendió una antorcha con el fuego del ocote. Tlacotzin sintió escalofríos: nunca lo habían despertado a esas horas y el silencio de su padre lo intimidaba tanto como el lóbrego canto de las lechuzas. Me quiere llevar a vivir a otra parte, pensó, nunca más voy a ver a mi mamá, y esa conjetura fue tan amarga que no pudo contener el llanto.

—Cállese, chillón —lo recriminó Axotécatl con un manazo en la nuca.

Reprimió cuanto pudo los gimoteos, pero no dependía de su voluntad refrenar el torrente de lágrimas que brotaba de sus ojos y fue bañando con ellas el largo y abrupto sendero que recorrieron a tientas, bordeando la Sierra Nevada entre peñas, zacatales, desfiladeros y aguajes donde se ahogaba la media luna. Por un momento contempló la posibilidad de escapar corriendo, para refugiarse en los brazos protectores de mamá, pero lo contuvo el temor a ser devorado por las fieras del bosque apenas se adentrara en la oscuridad. En un descanso del camino, Axotécatl sacó de su morral un trozo de cecina envuelto en una tortilla dura y lo obligó a pasárselo por el gañote con un trago de pulque. Siguieron subiendo por una pendiente muy empinada. Cada vez que oía el aullar de los lobos, las corvas le temblaban de miedo. Su padre, en cambio, parecía disfrutar el tenebroso paseo. Iba a pie llevando las riendas de la mula y ante cualquier obstáculo del camino, redoblaba el paso con una energía feroz. Por el brillo de sus ojos se dio cuenta de que ni siquiera sentía la fatiga, como si caminara en sueños. Mecido por el vaivén de la mula, poco a poco Tlacotzin fue perdiendo el miedo que lo mantenía en estado de alerta hasta caer vencido por el sopor. Cuando despertó, la mula se había detenido en la entrada de una cueva. Dos hombres ataviados con lujosos maxtles se adelantaron a recibirlos.

—Adelante, ya está listo el teocalli —dijo el más alto, que llevaba un tocado de caballero águila.

Su compañero, con arreos de caballero tigre, retiró los arbustos y matorrales que estorbaban el paso. Entraron por una bóveda iluminada con pebeteros, donde los mayores debían agacharse para no topar en el techo, y Tlacotzin, que aún estaba amodorrado, se despertó del todo al percibir el intenso olor del copal. Al llegar al corazón de la gruta se frotó los ojos, incrédulo: ¿Seguía soñando o su padre había obrado un encantamiento? Adornado con doseles de pedrería, pinturas rupestres y mosaicos de plumas, entre ellos el de Huitzilopochtli realizado con sus propias manos, el templo clandestino incrustado en el vientre de la montaña le recordó las historias que su padre le había contado sobre el Tamoanchan. ¿Esto era el paraíso? ¿No había que morir para conocerlo? Axotécatl lo bajó al suelo y por un tapete de flores caminaron hacia el altar de los ídolos, colocado sobre una roca tallada. Coanacochtli, una vieja de pelo blanco y anchas caderas, vestida con una piel de jaguar, le dio la bienvenida con un abrazo más ceremonial que afectuoso. Su padre lo sentó en un lecho de heno a un costado del altar.

—Alégrate, hoy es el gran día en que vamos a presentarte a los dioses.

Los cuatro oficiantes se sentaron en semicírculo alrededor de los ídolos, los hombres en el suelo, la sacerdotisa sobre un equipal de cuero. El caballero águila hizo circular una caña de humo aromático. Axotécatl le dio tres largas chupadas, sus pupilas se agrandaron y su rostro engarrotado adquirió por fin una textura humana. Parecía tener el cuerpo en una parte y la mente en otra, pero su cara de felicidad causó una grata impresión a Tlacotzin, que hubiera querido aspirar también ese dulce beleño. Cuando todos hubieron fumado, Coanacochtli tomó una espadaña, se perforó con ella el lóbulo de la oreja y colocó la punta ensangrentada en la boca de Coatlicue, que compartía el centro del altar con su hijo Huitzilopochtli.

—Mujer blanca, madre de los dioses, bebe la sangre de tu humilde hija. Tú que fuiste preñada por una bola de estambre, tú que engendraste sin conocer varón, acepta nuestro humilde sacrificio en esta hora de quebranto para nuestra raza. Somos tus adoradores más fieles, los que nunca te abandonaron, oh deidad soberana, y queremos entregarte al pequeño Tlacotzin, para que lo acojas en tu regazo.

A una señal de Coanacochtli, Axotécatl alzó al niño y lo llevó al pie del altar. La sacerdotisa tomó otra espadaña y perforó la oreja de Tlacotzin. Estaba tan impresionado con la ceremonia que se tragó el dolor sin gritar. Coanacochtli acercó la espadaña reñida en sangre a la sedienta boca de piedra.

—Bebe la sangre de tu hijo, cobíjalo bajo tu falda de serpientes, oh madrecita nuestra, recibe esta ofrenda como prueba de nuestra lealtad.

Tlacotzin volvió a sentarse en el heno, y a continuación, el caballero águila sacó una codorniz de una jaula. Cogida por la cabeza, la colocó sobre una piedra plana de forma circular y su compañero, el caballero tigre, le clavó en el pecho un cuchillo de obsidiana. Junto a la piedra de los sacrificios había una figura de Huitzilopochtli hecha con masa de maíz. Axotécatl descolgó el mosaico de plumas que había realizado con ayuda de Tlacotzin y lo puso en los hombros del ídolo, a manera de chaleco. El caballero águila bañó el ídolo con la sangre del ave. Cuando la codorniz terminó de revolotear y desangrarse, Coanacochtli arrancó un pedazo del dios y se lo ofreció al niño.

—Este es el teocualo. Come la carne de Huitzilopochtli, el que habita la fría región de las alas. Saborea este divino manjar empapado en la sangre de sus criaturas.

Tlacotzin hizo un gesto de repugnancia, pero al ver la mirada apremiante de su padre se tragó el bocado sin pestañear. Conmovido hasta el llanto, Axotécatl lo estrechó en sus brazos y le dijo al oído:

—Mi piedrita de jade, mi rico plumaje, mi agua florida*.

Era un padre totalmente desconocido. Los dioses habían hecho el milagro de humanizarlo y Tlacotzin deseó vivir para siempre en esa cueva encantada donde los afectos no tenían restricciones. La caña de humo volvió a circular entre los cuatro oficiantes. Reanimados por la nueva bocanada, el caballero águila y el caballero tigre empezaron a danzar alrededor del dios de maíz, agitando sonajas y cascabeles, mientras su padre arrancaba hondos suspiros a una flauta de caracol. Coanacochtli entregó a Tlacotzin un pequeño atabal, y contagiado por el júbilo reinante, se puso a tañerlo con las dos manos, tratando de seguir el ritmo de los danzantes. La fiesta duró hasta más allá del amanecer. Las repetidas aspiraciones de humo aromático fueron sumiendo a todos en el sopor. Primero el caballero águila cayó vencido en el lecho de heno, luego el caballero tigre se acurrucó en un rincón de la cueva. Axotécatl se quedó dormido con una sonrisa de beatitud, acunando el caracol en los brazos, y Coanacochtli, la más resistente, cerró los ojos en mitad de una plegaria a los dioses. Solo Tlacotzin, que había dormido en la mula lo suficiente para no tener sueño, permaneció velando el altar en actitud expectante. A solas con los ídolos, por un momento sintió que esas figuras estaban vivas, tanto o más que los durmientes, y que la Coatlicue de piedra se animaría en cualquier momento para llevarlo a conocer su reino de sombras. Un viento helado le recorrió el espinazo al escuchar una voz femenina:

—Hijo mío.

Con sacro terror se acuclilló ante la diosa, como había visto hacerlo a la sacerdotisa, pero en vez de adorarla con la cabeza agachada, cometió la blasfemia involuntaria de persignarse a la usanza materna.

—Hijito —repitió la voz, ahora más clara, y al oírla mejor descubrió que venía de sus espaldas.

En la entrada de la cueva estaba Ameyali, empolvada de pies a cabeza, con el huipil en jirones y el cabello en desorden, como si hubiera peleado con una jauría de coyotes. Tlacotzin se horrorizó al ver las sangrantes llagas de sus pies.

—Mamacita —la abrazó con ternura.

—Hijo mío, ¿estás bien? —le susurró al oídlo—. ¿Qué te hicieron esos malditos?

Tlacotzin no quiso responder, pues temió hacerla enojar si le decía la verdad: que en esa cueva había vivido una fabulosa aventura y que en ningún momento se había sentido en peligro, al contrario, el rito de iniciación, fuera de una pequeña lastimadura en la oreja, le había dado una sensación de bienestar y seguridad. Quizá esos ídolos fueran demonios, como ella decía, pero gracias a ellos su padre le había mostrado cariño. Ameyali lo llevó a la salida de la cueva con mucho sigilo, pues temía una violenta reacción de Axotécatl si la encontraba en ese lugar. Afuera lo montó en la mula, que había quedado atada a un árbol.

—Te voy a llevar muy lejos de aquí —dijo en voz muy queda—, adonde tu padre no te pueda hacer daño.

Al atardecer, tras un largo recorrido por la Sierra Nevada, donde la mula resbaló varias veces en las laderas, bajaron al valle de Amecameca y continuaron hasta el pueblo de Tlalmanalco. Era día de tianguis y la gente apeñuscada en los puestos se apartaba con estupor al ver la maltrecha humanidad de Ameyali. Entraron a un convento de aspecto austero y paredes mohosas, en cuyo patio central había una fuente de piedra con la estatua de san Francisco de Asís. Un novicio de cara lampiña que leía en una banca salió al encuentro de Ameyali.

—¿Qué busca? —preguntó en náhuatl.

—Vengo a ver a fray Gil de Balmaceda.

El novicio los condujo por los oscuros pasillos del convento, donde los ecos de sus pisadas parecían repetirse hasta el infinito. En las paredes había cristos crucificados, santos varones con calaveras y retratos de mártires degollados. Tlacotzin sintió que entraba en una inmensa tumba. De las celdas con barrotes de fierro salían gemidos y lamentos, contrapunteados con fervientes plegarias. Era sin duda un lugar donde se llevaba a la gente para infligirle torturas, pensó. En una modesta capilla de paredes encaladas, fray Gil oraba de rodillas, abismado en los goces de la contemplación. Tenía la misma sonrisa ebria de los oficiantes del rito en la cueva, y Tlacotzin se preguntó si él también había fumado la caña de humo aromático.

La llegada de Ameyali sacó del trance al franciscano.

—Le prometí al niño y aquí lo tiene, padre.

Complacido por haber logrado salvar otra alma, el franciscano saludó a la madre con entusiasmo, pero su piadosa satisfacción se trocó en alarma al ver sus pies en carne viva.

—Por Dios, Ameyali, mira cómo vienes. Ahora mismo te llevo al hospital para que te curen esos pies.

—Pero antes hágame la merced de bendecirlo —las lágrimas de Ameyali abrieron una cuarteadura en su árido rostro—. Mi esposo lo quería sacrificar para darle a beber su sangre al demonio. Llegué justito a tiempo para salvarlo.

La acusación abrió un abismo en la conciencia de Tlacotzin, que de pronto creyó descubrir las secretas intenciones de Axotécatl. La ceremonia que había presenciado era solo un preámbulo, la probadita de sangre previa al destazamiento. Cuando los verdugos despertaran iban a pasarlo a cuchillo y acaso su padre sería el encargado de sacarle las tripas. Con razón fue tan cariñoso conmigo, dedujo: se estaba despidiendo de mí.

—¡Bienvenido al templo del Señor! —Lo bendijo fray Gil—. Mañana mismo te bautizaremos.

Al levantar los ojos, Tlacotzin miró el altar de la capilla, donde había una imagen del sagrado corazón de Jesús. Al ver la víscera sangrante con el cíngulo de espinas tuvo un vahído y se desplomó sobre las baldosas. Había sentido en el alma el postrer aleteo de la codorniz desollada.