6

En los meses que siguieron a su comunión, Tlacotzin hizo un denodado esfuerzo por recuperar la paz del espíritu a fuerza de humildad y trabajo. A los 12 años era ya el alumno más aventajado de la doctrina y recibió el encargo de catequizar a los niños de nuevo ingreso, empresa harto difícil, pues entre ellos había varios otomíes y no podía darles explicaciones en náhuatl. Para rescatar de la gentilidad a los más rudos de ingenio, les hacía contar con granos de maíz cada parte de la oración que debían aprender. «Páter noster», gritaba, y los otomíes colocaban un grano en el suelo. «Qui es in coelis», y ponían el segundo. Después procedía a la inversa y les ordenaba recitar las palabras correspondientes a cada grano, hasta que decían la oración de corrido. Desde luego, con ese método ninguno alcanzaba a penetrar el significado del Padre Nuestro, pero Tlacotzin, por instrucciones de fray Gil, daba prioridad a los signos exteriores de la fe, y más tarde, si acaso los pupilos tenían suficientes entendederas, procuraba instruirlos en los puntos finos de la doctrina. Con los niños que llegaban al convento a tierna edad no tenía demasiados problemas. Lo difícil era batallar con las duras cabezas de los adultos, que además de lerdos, eran soberbios. Acostumbrados a las rígidas jerarquías del México antiguo, donde los niños tenían que dispensar a los mayores un trato reverencial, no aceptaban fácilmente que un mocoso los tratara como inferiores. Para corregirlos sin herir su orgullo, Tlacotzin se veía obligado a hacer prodigios de diplomacia y tardaba el triple de tiempo en enseñarles una oración. Sin embargo, rogaba a fray Gil que le asignara más grupos de adultos, pues creía que si Dios pesaba en una balanza sus buenas y malas acciones, los sacrificios por el prójimo lavarían poco a poco su felonía.

Pero a despecho de sus méritos cristianos, el sentimiento de culpa seguía ahí, como un tumor con amplias ramificaciones. Estaba en pecado mortal por no atreverse a confesar la mentira que le había salvado la vida a su padre, y cada domingo, al comulgar, el demonio le apretaba más el nudo corredizo del cuello. Para huir de su propia conciencia participaba con ahínco en las manifestaciones de fervor popular, como si el esfuerzo y el sudor pudieran sanar los males del alma. Durante los ensayos para la procesión del Corpus, trabajó de sol a sol con los carpinteros que levantaron los arcos triunfales dispuestos en las cuatro esquinas de la plaza, encaramándose como un chango a la parte superior del arco para colgar las guirnaldas de flores, y una vez terminada la armazón de madera, se ofreció como voluntario para acarrear los botes de pintura desde el atrio de la iglesia, sin detenerse un segundo a tomar agua de chía en los puestos de los portales, como los demás miembros de la cuadrilla. El día de la procesión lloró de júbilo cuando los indios principales tendieron sus ricos maxtles bajo los arcos, para ser pisados por los frailes del convento, quienes representaban a los apóstoles, y al oír a sus alumnos cantar el Benedictus qui venit in nomine Domini, arrojó un ramo de crisantemos a la imagen del Cristo, esperanzado en recuperar el favor del cielo. Pero esas ilusiones eran como el hervor artificial de una borrachera, y una vez remitida la euforia, caía de sopetón en el huizachal de la culpa. Entonces, disciplina en mano, emprendía una caminata a las afueras del pueblo y, en la espesura del bosque, trazaba en su espalda un jeroglífico sangriento. El día de la octava de Corpus, al advertir en su jergón las huellas de sangre, fray Gil le pidió que se desnudara el torso. En vez de alegrarse con el espectáculo de sus llagas, como esperaba Tlacotzin, el franciscano lo reprobó con el ceño adusto.

—No te lastimes así, Diego, que todavía estás muy pequeño para esas disciplinas. ¿Acaso tienes algún pecado gordo que necesitas expiar?

—No, padrecito —dijo Tlacotzin, acobardado—. Solo quería seguir su ejemplo.

—Pues síguelo a su debido tiempo, que si te flagelas desde ahora, no llegarás a mi edad.

Se acercaban las fiestas de la Candelaria, en las que Tlacotzin, al mando de una treintena de pequeñines, tuvo a su cargo ensayar la ceremonia donde los niños llevaban a bendecir sus candelas ante la imagen de Nuestra Señora, y después de prenderlas, salían en procesión por las calles del pueblo. Era difícil hacerlos cantar a coro sin que rompieran las filas, y para evitar distracciones, había suplicado al sacristán del convento que mientras él trabajara con los niños no afinara el órgano de la iglesia, pero de cualquier modo, los niños olvidaban la letra cada vez que volaba un pájaro o mugía una vaca. La víspera de la fiesta, vestidos ya con túnicas de angelitos, daban vueltas alrededor de la plaza, cuando les salió al paso un hombre ataviado como sacerdote azteca, con una máscara de Ometochtli, el dios mexica de la embriaguez. Era insólito ver a un indio haciendo profesión pública de fe en los dioses antiguos, y Tlacotzin dedujo que debía estar loco o borracho. En señal de bravura y ferocidad, traía en la boca unas navajas de pedernal que mascó en actitud retadora. Con la boca sangrante corrió de un extremo a otro de la plaza en una danza frenética, y los niños, maravillados con el mitote, lo tomaron por un payaso. Al oír sus carcajadas, el borracho se detuvo y les lanzó una maldición en náhuatl:

—¡Pequeños traidores, larvas de hombres! ¡Vuelvan a los teocallis o la ira del cielo caerá sobre los mexicanos!

—¡Cállate, borracho! —gritó Tlacotzin—. ¡Eres un demonio asqueroso!

—¡Soy el emisario de los dioses, el guardián del Coacalco! —El brujo escupió un cuajarón de sangre—. ¡Traigo conmigo la palabra verdadera! ¡El dios antiguo hará llover ceniza para castigar a sus hijos!

Tlacotzin sintió en el alma un ardor de chiles quemados: ese brujo representaba las tinieblas de la idolatría, el pasado que no había podido enterrar a pesar de su conversión. Por falta de valor para cortar esas raíces, era un cristiano a medias, un pecador aborrecible que no merecía la clemencia de Dios. La aparición del hechicero le ofrecía una oportunidad de reivindicarse y dejar bien claro ante sus hermanos de qué lado estaba.

—¡Dije que te calles! —explotó, y lanzó una pedrada a la cabeza del brujo.

Golpeado en el cráneo, el hombre trastabilló sin dejar de proferir maldiciones, ahora con voz quejumbrosa. Enardecidos por el ejemplo de su guía, todos los niños levantaron piedras del suelo y las arrojaron contra el enmascarado, que ni siquiera se cubrió la cabeza con las manos, a tal extremo llegaba su orgullo suicida. Recibió con estoicismo una pedrada tras otra, hasta caer de bruces en el terregal. Con gran alboroto, como si hubiesen derribado una piñata, los niños se abalanzaron sobre el brujo para molerlo a palos. Tlacotzin permitió el linchamiento sin moverse de su lugar. Alertado por la gritería, fray Gil salió del claustro a ver qué pasaba. Solo entonces Tlacotzin recordó que su deber como instructor era imponer el orden y corrió detrás del fraile para detener la golpiza. Ya era demasiado tarde: cuando Balmaceda apartó la jauría de fieras, el brujo exhalaba el último estertor. Entre el fraile y el pilguanejo voltearon al brujo, que había perdido la máscara al caer bocabajo. Entre los grumos de tierra y sangre coagulada, Tlacotzin reconoció un rostro familiar: el idólatra lapidado era Axotécatl, su padre*.

Al conocer las circunstancias de la pedrea, y las maldiciones proferidas por el brujo, fray Gil eximió de culpa a su pupilo y aun lo felicitó por haber actuado como un defensor de la fe. Tlacotzin no le reveló quién era el muerto, pero pidió permiso para enterrarlo, alegando que era un deber de conciencia, y a lomos de una mula lo llevó a su aldea natal, a dos leguas de Tlalmanalco. Por el camino, la voz del difunto le siguió dando guerra: No me des cristiana sepultura, quiero que me prendas fuego para ir al Tamoanchan. Cállate ya, ni después de muerto te estás sosiego. Morí por la fe y merezco el paraíso, no sabes cuánto te agradezco esa muerte. Así tenías que acabar por tener pacto con el demonio. Demonios los que tú adoras, ¿ellos te ordenaron sacrificarme? No fue un sacrificio, fue un castigo por tus horribles blasfemias. Noveno mandamiento, no matarás. Yo no te maté, fueron los niños. Pero tú lanzaste la primera piedra sin estar libre de pecado. No sabía quién eras, creía que te habías ido lejos del pueblo. Siempre fuimos contlapaches, por eso me salvaste de la horca. No debí hacerlo, por tu culpa estoy en pecado mortal. Tu mayor pecado es servir a los puercos franciscanos. Lávate la boca con lejía antes de mentar a esos santos varones. Serán muy santos, pero huelen a carroña. Que te calles o te vuelvo a matar. Abre los ojos, nunca es tarde para volver al buen camino. Ese camino conduce al infierno. Ya estás en él, por haber traicionado a Huitzilopochtli. Vade retro, Satanás. Mi piedrita de jade, mi rico plumaje, mi agua florida.

De vuelta en Tlalmanalco, Tlacotzin siguió discutiendo con Axotécatl, abstraído en sus pensamientos al grado de olvidar sus deberes como catequista, y fray Gil lo regañó por la alharaca que sus alumnos hacían en el patio. Las riñas con el enemigo se prolongaron por varias semanas y en ellas su voz antagónica siempre decía la última palabra. Axotécatl tenía respuestas para todo, y prevaricaba cínicamente con los preceptos cristianos para esgrimirlos en su favor, como los idólatras que ponían en el mismo altar a Jesús y a Tezcatlipoca. ¿Por qué le lanzaba reproches en nombre de Cristo, si él era gentil? Había matado por la fe, pero la fe se movía en su contra, como si la víctima le hubiera arrebatado el arma homicida y lo apuntara con ella. El escrúpulo de conciencia que había obedecido al no delatarlo ahora cobraba el peso abrumador de un deber traicionado. Para colmo, su recuerdo de Axotécatl no era el del brujo fanfarrón que mascaba navajas de pedernal, sino el del padre afectuoso que lo había llevado de noche a una cueva encantada. Las tribulaciones le quitaron el apetito y el sueño. Perdió la vivacidad de los ojos, el brío de la voz, la disposición a sacrificarse por los demás. Buen observador del corazón ajeno, fray Gil se dio cuenta de que algo lo atormentaba. Un día, tras haberlo escuchado desentonar en el coro con su voz mortecina, lo detuvo de camino al refectorio.

—Ven acá, Diego. Últimamente te veo muy desmejorado. Dime, hijo, ¿tienes alguna preocupación, algún cuidado?

Tlacotzin negó con una ansiedad sospechosa.

—Vamos, te conozco muy bien y a mí no puedes ocultarme nada. Tú andas muy triste, y estás adelgazando tanto, que ya pareces un alma en pena. ¿Qué te pasa, hijito? Aunque me quieras ocultar secretos, para mí tu alma es un libro abierto. ¿Estás así por la muerte del brujo?

Llevado al límite de su tensión emocional, Tlacotzin prorrumpió en llanto.

—Ese brujo era mi padre —se echó en brazos del fraile—. ¡Yo lo maté!

Con palabras atropelladas, como si destapara un caldero de agua hirviente, confesó que había protegido a Axotécatl durante la persecución de los infieles, pues sabía muy bien dónde estaba su guarida, y había recibido la comunión en pecado mortal. Por eso el demonio le había puesto esa piedra en la mano: era el castigo que merecía por querer engañar a Dios. En otras circunstancias, la confesión de su mentira quizá le hubiera valido la expulsión del convento, o al menos una severa reprimenda. Pero fray Gil, a pesar de su intransigencia, sabía aflojar la rienda cuando un pecador necesitaba consuelo:

—Vamos por partes —lo tomó por los hombros—. Hablas como si fueras un asesino, y tú no cometiste ningún crimen. ¿Crees que los caballeros de las Cruzadas o los soldados españoles que pelearon contra los moros están en el infierno por haber matado a tantos infieles? No, señor. La Iglesia bendijo sus armas antes de salir al combate y también bendijo la piedra que tú lanzaste contra ese demonio.

—Pero ese demonio era mi padre.

—¿Y acaso tú lo sabías?

—No, llevaba puesta la máscara.

—¿Lo ves? Fue un accidente. Pero aún si lo hubieras sabido, tenías el deber de cuidar a tu rebaño cuando el lobo lo quiso atacar.

—¿Entonces matar no es pecado?

—En ciertas circunstancias, no.

—Pero yo quería a mi padre, por eso lo protegí.

—Ese sí fue un pecado muy grave —fray Gil se mesó la barba—. ¿Recuerdas cuál es el primer mandamiento?

—Amarás a Dios sobre todas las cosas.

—Entre esas cosas están incluidos los padres, ¿no es cierto?

Tlacotzin asintió sin mucha convicción.

—Tú no pecaste al lanzar esa piedra, pecaste al proteger a un siervo de Satanás.

—¿Entonces no es pecado matar a los padres?

—Cuando son buenos cristianos es un pecado mortal. Pero el tuyo era un monstruo. ¿O ya se te olvidó que te quiso desollar en el altar de sus ídolos?

La contundencia del argumento dejó mudo a Tlacotzin. Era cierto: el hecho de haber escapado por un pelo a la piedra de los sacrificios, lo eximía de cualquier deber moral que hubiese podido tener con su padre. Ojo por ojo y diente por diente, decía la Biblia. Estaba libre de culpa, no era pecado matar en defensa propia. Por unas semanas recobró la tranquilidad, como si hubiera vuelto ileso de una excursión al infierno. Hasta le pareció barata la penitencia que le impuso el fraile: no tomar chocolate en el desayuno y subir todos los días al santuario del Sacromonte, rezando un novenario en los catorce humilladeros escalonados en la ladera del cerro. El alivio de poder comulgar sin remordimientos compensaba todas sus fatigas. Desde la cima del monte, la vista del frondoso valle, con sus centinelas nevados al fondo, le infundía una sensación de plenitud y equilibro, como si la pureza de ese paisaje fuera un espejo de su alma. La vida era un horizonte límpido con nubes blancas: nada parecido a la lluvia de ceniza que había pronosticado su padre.

Terminada la penitencia, que duró un mes, volvió a sus faenas habituales con renovada enjundia. Se acercaba la fiesta de la Purísima Concepción, y para darle una sorpresa a fray Gil, que tanto encomiaba su destreza en el arte plumario, quiso regalarle un mosaico de plumas con la imagen de la Inmaculada. Un martes, su día de descanso en la doctrina, salió de madrugada a buscar cenzontles y patos en las arboledas de su niñez, el coto de caza que mejor conocía. Pese a la falta de práctica, no había perdido facultades. Con pies ágiles y silenciosos logró acercarse a suficiente distancia de las aves para no errar los tiros de cerbatana. Conocía todos los trucos de los cazadores y cuando no había pájaros a la vista, imitaba el gorjeo de las hembras para atraer a los machos. A media mañana ya tenía media docena de aves muertas en el saco de henequén colgado en su espalda. Con eso bastaba para la primera capa de plumas; después encargaría a los mercaderes del tianguis las plumas de quetzal y loro amarillo que necesitaba para al manto de la virgen.

Volvía al pueblo bordeando el río Atoyac, que en esa época del año estaba muy crecido, cuando le salió al paso una vieja de altivo porte, la cara embadurnada de tintura violeta, que llevaba una media luna de oro pendiendo de la nariz y en el cuello, un sartal de chalchihuites. La reconoció enseguida, porque una personalidad como la suya, majestuosa y horrible a la vez, no se podía olvidar fácilmente: era Coanacochtli, su iniciadora en la religión mexicana.

—Así quería encontrarte, solo, sin tus patrones, los tzitzimime del convento.

Los tzitzimime eran los demonios maléficos de la oscuridad, que según la leyenda, caerían sobre el mundo cuando el sol pereciera. El epíteto lastimó a Tlacotzin, y ante la agresividad de la bruja, se llevó a la boca la cerbatana.

—¿También quieres matarme a mí? Dispara de una vez, cobarde. Yo tampoco le tengo miedo a la muerte.

—Hágase a un lado —se irritó Tlacotzin—, tengo que regresar al pueblo.

—Más respeto, que no estás hablando con una cualquiera. —Coanacochtli endureció el tono—. Yo te di el teocualo, ¿no te acuerdas? De mi mano comiste la carne del dios.

—¿Cómo voy a olvidarla? Usted y mi padre me quisieron sacrificar a sus ídolos.

—Eso es falso, ya no sacrificamos humanos. ¿Cómo vamos a hacerlo si cada vez somos menos? Con la peste que nos trajeron los españoles se está acabando la raza.

—Pero mi madre me dijo…

—Tu madre es una argüendera, todo el tiempo me anda levantando falsos.

Tlacotzin se quedó pensativo. No recordaba haber tenido en la cueva la menor sensación de peligro y tal vez Ameyali hubiera exagerado el riesgo en que estuvo, por su aversión a los ritos antiguos. Al verlo dudar, Coanacochtli sintió que tenía la presa en el puño.

—Axotécatl siempre quiso tu bien, Tlacotzin —continuó con voz persuasiva—. Estaba muy preocupado por tu salvación, y quiso precaverte, a riesgo de perder la vida. No quería que al morir fueras a parar al país de las tinieblas y el frío. No quería que los gatos maulladores de Mictlantecutli te sacaran los ojos. Allá sopla un viento de navajas que sangra la piel. Allá los monstruos hambrientos muerden sin cesar el vientre de los condenados. Todavía estás a tiempo de arrepentirte; vuelve a tu religión, honra a tus dioses: solo así dejará de humear la sangre que derramaste.

Al ver venir a un arriero cargado con leña, Coanacochtli enmudeció abruptamente, alzó una mano como gesto de despedida y se internó en los breñales de la cañada. Pasmado, Tlacotzin tardó un buen rato en volver del encantamiento. Sin duda, el demonio había tomado la apariencia de Coanacochtli para tenderle una trampa. ¿O de verdad la bruja existía y hablaba con la verdad? ¡Qué precaria era la paz del espíritu! Bastaba un encuentro fortuito con una mala mujer para derrumbar todas sus certezas. De nuevo sentía un hueco en el estómago, la señal fisiológica de la culpa. De nuevo la religión de su padre le ponía piedras en el camino para malquistarlo con el verdadero Dios. Pero esta vez no cometería el error de guardarse los secretos y dejarlos fermentar como tepache rancio. De inmediato le abriría su corazón a fray Gil, y si era preciso, lo llevaría hasta el lugar donde encontró a la bruja, para que la persiguiera por toda la sierra. Con el saco en la espalda no podía correr, pero marchó a grandes zancadas en dirección al convento, inmunizado contra el cansancio por la urgencia de aliviar sus cuitas. Llegado al monasterio dejó las aves muertas en el patio central para desplumarlas más tarde, y buscó a fray Gil en la capilla de San Francisco, donde se retiraba a orar por las tardes. Tuvo que esperarlo casi media hora, pues le disgustaba sobremanera ser interrumpido en sus rezos.

—Qué bueno que vienes, hijo —dijo el fraile al salir de la capilla—. Necesito hablar contigo de algo muy importante.

—Yo también, padre. Esta tarde, cuando regresaba de cazar pájaros…

—De eso hablaremos después —lo interrumpió fray Gil—. Vamos afuera, que aquí está muy oscuro.

En el patio, a la sombra de un abeto, el padre le pidió que tomara asiento en un poyo de piedra. Por su expresión abatida, Tlacotzin temió una mala noticia.

—Anoche recibimos una carta del provincial de la Orden —fray Gil exhaló un suspiro de pesadumbre—. Por disposición del Papa, la mitad de los frailes que servimos en este convento tendremos que irnos muy lejos, al territorio de Nuevo México, donde nuestra presencia es más necesaria que aquí, pues hay muchas tribus bárbaras extraviadas en la idolatría.

—¿Me llevará con vuesa merced?

—De eso quería hablarte, Diego. La misión a la que vamos es muy peligrosa y no podemos exponer a chicos de tu edad.

—Yo ya soy grande.

—Sí, hijo, pero no has crecido lo suficiente para soportar esa vida. En los desiertos del norte a veces hay que dormir a la intemperie, comer raíces y pasar grandes penurias. Para colmo, los naturales han muerto a muchos misioneros.

—Yo soportaré todo si me permite acompañarlo.

—No insistas, Diego, es imposible. Pero yo me encargaré de que sigas al servicio de Dios. Aquí cerca, en Amecameca, hay un convento de la orden de Santo Domingo, y con todo lo que sabes hacer, estoy seguro de que puedes serles muy útil.

—¿Entonces me va a dejar aquí? —sollozó Tlacotzin.

—Así lo quiere Dios, hijo mío, pero no te aflijas —fray Gil intentó consolarlo con un tierno abrazo—. Los dominicos son gente de acrisolada virtud, y allá auxiliarás a otro fraile que te querrá tanto como yo.

Tlacotzin lloró más recio porque ya conocía la orfandad y temía quedar otra vez como una pluma a merced de los vientos. Los afectos no eran camisas que uno pudiera quitarse y ponerse: tenían raíces muy hondas y el corazón sangraba a la hora de arrancarlos. Primero su madre lo había arrojado al vacío, ahora fray Gil: demasiados cataclismos para una vida tan corta. Sería capaz de soportar las penurias, los dolores, las fatigas, con tal de pisar un terreno firme. Pero su destino, por lo visto, era mendigar el cariño de puerta en puerta. Cuando sus sollozos menguaron un poco, el fraile lo tomó por los hombros y trató de reanudar la charla.

—Me ibas a contar algo, ¿no es cierto?

Antes de responder, Tlacotzin se enjugó las lágrimas, y cuando iba a referir su encuentro con Coanacochtli cayó en su pelo un puñado de polvo. Al voltear hacia arriba vio con asombro el cielo encapotado por una gigantesca nube de hollín. El Popo estaba vomitando ceniza, pero Tlacotzin no lo sabía y pensó que los dioses paternos la escupían desde el cielo para hacerle sentir su poder.

—Habla, hijo, cuéntame lo que te pasó —insistió fray Gil.

El fraile esperó en vano la respuesta del niño, que tenía trabadas las cuerdas vocales. Si los demonios aztecas lo tenían entre ojos, si la amenaza de Axotécatl se había cumplido, cualquier palabra de más podía desatar una lluvia de fuego.