7
Crisanta subió las escaleras con dos baldes de agua, agobiada por la fatiga, que la obligaba a detenerse en cada peldaño, pero sobre todo, por la humillación de verse reducida a tal estado, tras haber recibido trato de princesa en el convento de La Encarnación. Lorenza quería darse un baño de temascal en la azotea, y ella tenía que llevarle el agua, porque la mulata, que estaba fumando en la bóveda de ladrillos, sufría dolor de lumbago o fingía padecerlo, y juraba que el médico le había prohibido hacer esfuerzos. Para no cometer la impudicia de verla desnuda —un pecado de graves consecuencias, a juicio de las madres concepcionistas—, Crisanta miró hacia otra parte al verter el agua en las piedras ardientes, pero de cualquier modo se sintió vulnerable por la cercanía de sus ubres desparramadas. Faltaba agua para hacer vapor y tuvo que bajar por otros dos baldes. En la cocina, cuando se disponía a inclinar la tinaja, sintió un fuerte jalón en el hombro, que la hizo girar como una peonza.
—¡Maldita embustera! —Onésimo la abofeteó con el dorso de la mano—. ¿Conque muy santita, eh? ¡Mal siglo te dé Dios! ¿Cómo pude ser tan ciego para creer en tus embustes?
—¿Cuáles embustes? ¿De qué hablas?
—¡De tus arrebatos místicos, mosquimuerta! —Onésimo la cogió del pelo. Ya me enteré de que hiciste el papel de santa en una comedia. De ahí sacaste tus pantomimas para engañarme.
—Yo no te engañé —mintió Crisanta, pero antes de poder articular una explicación, su padre le propinó otra bofetada que le aflojó los dientes.
—Sabías cuánto venero los milagros del cielo y quisiste jugarme una trastada. —Onésimo le acercó un cuchillo a la yugular—. Confiésalo, malnacida: hiciste esa mojiganga para humillarme delante de toda la cofradía.
—Es verdad —admitió Crisanta, que ya se veía desangrada—, todo fue un juego, nunca tuve raptos ni visiones.
Complacido con su confesión, Onésimo la soltó, algo que quizá no hubiera hecho con tragos encima. Pero un instante después, para desahogar su cólera, pegó un puntapié al balde vacío, que fue dando tumbos hasta el portón del patio. Alarmada por la gritería, Lorenza bajó con un albornoz y una toalla enrollada en el pelo.
—¿Qué pasa aquí? ¿Quieren destrozar la casa?
—Solo estaba ajustando cuentas con esta zorra, que heredó lo peor de su madre. —Onésimo abrió la despensa y le dio un trago largo a un porrón de vino—. ¿Recuerdas que te hablé de sus raptos? ¡Pues eran fingidos! Resulta que la niña es una gran actriz y nos ha tomado el pelo a todos con sus achaques de santa.
Después de referir a Lorenza su charla con el párroco, Onésimo atribuyó a los arrobos de la mocosa, que tanto lo perturbaron, su recaída en el trago, sin mencionar la confesión pública de la violación, un episodio de su vida que deseaba mantener oculto a la mulata. Crisanta, postrada en el suelo, no se atrevió a delatarlo, por temor a las represalias. Desde entonces, los malos tratos volvieron a ser parte de su vida cotidiana, y la frecuencia de las humillaciones casi llegó a inmunizarla contra el dolor. En sus noches de mal vino, Onésimo le presagiaba un futuro tenebroso:
—Quien mal empieza mal acaba. Heredaste la liviandad de tu madre, y vas por el mismo camino de perdición. Usarás los tablados para exhibir tu talle y tendrás un amante en cada pueblo, que pagará tus favores con vestidos y joyas, pero cuando estés vieja, desdentada y enferma nadie te dará una higa. Y toda la gente de bien dirá al verte en andrajos: miren, ahí va la comedianta que empezó a mentir desde niña. Dios la castigó por burlarse de la santidad.
Onésimo no cesaba de injuriarla con sádico humor hasta que ella explotaba en sollozos, y entonces la escarnecía con más saña.
—Ve a hacer pucheros al corral de comedias, que a mí no me la pegas, ¡lagrimitas a mí! Las cómicas de tu calaña pueden llorar cuando les viene en gana.
El mal genio de su padre cobraba mayor acritud a medida que las deudas lo estrangulaban y Lorenza lo incordiaba por no llevar suficiente dinero a casa. La primera víctima de las penurias familiares fue Crisanta, pues Onésimo la condenó a comer sobras o raciones ínfimas de la comida que ella misma guisaba. Para una niña en pleno crecimiento, que rondaba los trece años y acababa de dar un fuerte estirón, ese régimen de privaciones era nefasto. Crisanta se enfermaba con frecuencia, y varias veces se desmayó al hacer mandados, pero Onésimo no creía en sus vahídos, y así tuviera fiebres cuartanas la obligaba a trabajar como bestia de carga. Lorenza, que hasta entonces solo había visto a la niña como una criada, empezó a compadecerla y a exigirle a Onésimo un trato menos brutal, quizá por temer que a ese trote duraría poco, y ella se vería obligada a realizar las faenas domésticas. Onésimo ya había empeñado hasta la mula de la carreta, y en sus bravatas de beodo amenazaba con salir a robar transeúntes, cuando Lorenza tuvo un chispazo de inteligencia. Uno de los raros días en que Onésimo se levantó de buenas le dijo con dulzura, mientras acariciaba los pelos de su pecho:
—¿Sabes cuál fue el gran error de mi vida, Onésimo? Haber querido vivir del pecado, cuando en este reino solo se medra con el negocio de la virtud. Mira cómo viven los frailes en los conventos, mira la vida regalada que se dan las monjas y compárala con las penurias de las putas. Ellas se agasajan como reinas y nosotras apenas sacamos para malcomer. Pero ya estoy escarmentada y quiero salir de pobre. Tú y yo tenemos en casa una mina de oro que no hemos sabido explotar.
—¿Cuál mina?
—Tu hija Crisanta. Si es verdad que se priva como los ángeles, podemos hacer fortuna con sus arrobos.
A continuación pasó a exponerle su plan: primero correrían el rumor de que la niña era una beata milagrera, después invitarían a la gente a verla y con los donativos que dejaran los curiosos tendrían para irla pasando. Cuando se hiciera fama de santa, le buscarían un protector acomodado, de esos que donaban fortunas para obras pías, y entonces sí, a darse la gran vida administrando la dote de la futura monja. De entrada, Onésimo rechazó la idea por su visceral aversión al teatro, y señaló un grave inconveniente: el riesgo de tener líos con la Inquisición si la gente descubría el engaño.
—¿Y quién lo va a descubrir? ¿No dices que la niña es una gran cómica? ¿No engañó a los miembros de tu cofradía?
—Sí, pero…
—No hay pero que valga, ella es nuestra única salvación. O me dejas intentarlo, o me regreso al burdel.
Ante la disyuntiva de perder a su ardiente mulata, Onésimo tuvo que ceder de mala gana, si bien auguró a Lorenza un completo fracaso. La propia mulata se encargó de proponer el negocio a Crisanta, sin tener que recurrir a la intimidación vociferante de su padre. Con dinero ahorrado a escondidas de Onésimo, la invitó a comer en un figón sopa de médula y conejo en pipián. La niña despachó los platos con apetito voraz y por un momento recuperó el brillo de los ojos. Paciente y calculadora, Lorenza no entró en materia hasta que la galopina trajo el postre preferido de Crisanta: tortitas reales en almíbar. Entonces Lorenza le preguntó con voz meliflua:
—¿Te gustaría comer así todos los días?
Crisanta asintió entusiasmada, saboreando el delicioso postre.
—Pues yo sé de qué manera puedes hacerlo.
—¿Cómo?
Cuando Lorenza explicó a Crisanta los pormenores del plan, su sonrisa esperanzada se fue congelando hasta adquirir una rigidez marmórea. La perversa imaginación de la mulata le produjo náusea. Debí suponerlo, pensó, en la cabeza de esta mujer no cabe ningún pensamiento honrado. Convencida de que todos sus males habían venido por burlarse del amor divino, Crisanta no quería volver a quemarse con fuego.
—Eso nunca —dijo—, por nada del mundo volveré a fingir arrobos.
De un zarpazo, la mulata le quitó las tortitas reales.
—Está bien, se hará tu voluntad —dijo, masticándolas—. Pero te advierto que nunca volverás a tener un banquete como este.
Crisanta vio con amargura las gloriosas tortitas y sintió que los dientes de Lorenza trituraban su corazón. Las jornadas extenuantes de los últimos meses, las injurias soeces de Onésimo, las noches en que no podía dormir por tener el estómago pegado a la espalda, los dolores del alma y los dolores del cuerpo se le arremolinaron en la cabeza como una visión macabra de su porvenir. Vivir en pecado era malo, pero morir en vida era peor.
—Está bien, lo haré —dijo resignada, y arrebató a Lorenza las tortitas reales, que ahora le supieron más dulces, por tener el pérfido sazón de la culpa.
De inmediato, Lorenza empezó a esparcir el rumor sobre los arrobos de la niña, a quien adoptó como hija para fines de propaganda. Reunió a las mujeres más chismosas de Tacuba, y con gesto compungido les hizo saber que la niña ya no salía a jugar a la calle por estar entregada a Dios.
—A veces Crisantita se priva de tanto rezar, y no hay poder humano que la haga volver en acuerdo. Doy gracias al cielo por su devoción, pero al mismo tiempo me preocupa su salud. ¿Cómo le hago pa’ que no se enferme, si apenas prueba alimento?
La parte más difícil del tinglado fue convencer a Onésimo de que no se emborrachara, pues daría una pésima impresión que sus vecinos lo vieran brindando en las pulquerías mientras ella pregonaba la beatitud de la niña, y atribuía sus dones a las virtudes católicas que le habían inculcado en casa. Dominado por el inflexible carácter de la mulata, Onésimo prometió no volver a tomar en público y comportarse con el debido respeto cuando Crisanta recibiera visitas, pero mantuvo la prerrogativa de beber en casa, sin hacer escándalos. Poco a poco, su oposición a la comedia se fue debilitando, y cuando Lorenza empezó a ensayar los arrobos con la niña, no pudo resistir la tentación de intervenir en el montaje teatral. Como tramoyero, había aprendido mucho sobre el arte escénico, y como penitente, conocía a la perfección las señales de la santidad, de manera que reunía todos los requisitos para ser un buen director de escena. Lorenza se hizo a un lado para dejarlo trabajar, pues advirtió que bajo su tutela, la niña hacía grandes progresos. Crisanta parecía la viva imagen de la beatitud y ambos estaban impresionados con sus monólogos delirantes, pero se preguntaban si conmovería a los extraños. La prueba de fuego llegó cuando una pareja de vecinos, don Camilo y doña Chole Oropeza, llegaron a preguntar por la niña, extrañados por no verla jugar en el patio.
—La pobre se quedó tullida cuando estaba rezando —dijo Lorenza.
—¿Lleva mucho tiempo así? —preguntó doña Chole, compungida.
—Tres días —admitió Onésimo con el ceño arrugado—. No puede caminar y ha tenido que guardar cama. Está como ida la pobrecita.
—¿Podemos pasar a verla? —preguntó don Camilo, quitándose el sombrero en señal de respeto.
—No faltaba más, adelante, están en su casa —les franqueó el paso Lorenza.
En una cama adornada con una guirnalda de siemprevivas, como el lecho mortuorio de una virgen, Crisanta veía fijamente el crucifijo de la pared con la cabeza reclinada sobre los cojines. La tintura violeta que Lorenza le había puesto en los párpados acentuaba la palidez de su rostro, y el camisón blanco recién almidonado le daba la apariencia de un cadáver angélico.
—Traje esta rajilla de la santa cruz de Huatulco, para que se la pongan en la frente —dijo doña Chole—. Ha curado a muchos enfermos.
—No sabemos si está enferma —corrigió Lorenza—, más bien parece arrobada.
La propia mulata colocó en la frente de Crisanta el lignum crucis, y las dos visitas se quedaron expectantes al pie de la cama. Hubo una larga pausa en que la niña ni siquiera parpadeó.
—¿Te sientes mejor, hijita? —le susurró al oído Onésimo.
Crisanta se mantuvo inmóvil y callada.
—No me escucha —se lamentó—, la pobre está en otro mundo.
Lorenza ofreció a los vecinos chocolate con semitas, una atención necesaria para simular prosperidad, pues temía que los Oropeza recelaran algo si se percataban de su miseria. Entre sorbo y sorbo de chocolate, don Camilo les recomendó llevar una ofrenda a la Villa de Guadalupe, para pedir la pronta curación de la niña. Cansados de esperar una reacción, al terminar sus tazas de chocolate, don Camilo y doña Chole se despidieron de los consternados anfitriones. Iban saliendo del cuarto cuando Crisanta recuperó el movimiento de los brazos, tomó con la mano la astilla milagrosa, se persignó con lentitud y exhaló un ronco suspiro, como si el talismán le hubiera distendido también las cuerdas vocales. Los vecinos se tomaron de las manos, con la actitud reverencial de los creyentes en presencia de lo sagrado. Onésimo se inclinó y le susurró al oído:
—¿Te sientes bien, hijita?
Era la señal convenida para que abriera los párpados. Miró un buen rato la pared con intensa aflicción. Luego se irguió en la cama, sollozante, y gimió con voz de mujer adulta:
—Entregadme a mi hijo, centuriones. ¿No veis que ha exhalado ya el último aliento? Haced menos amargo el dolor de una madre que os implora piedad.
Bajó de la cama y se arrodilló para besar las plantas de un centurión invisible.
—Levántate hija, estás delirando. —Onésimo quiso alzarla del suelo, pero los vecinos le impusieron silencio.
—Déjela seguir —dijo doña Chole—. ¿No ve que está arrebatada?
Crisanta tenía en el puño a su público, y no pudo evitar una grata sensación de poder, pese a reprobar moralmente el sainete. Confiada en su talento, alargó el brazo como si el centurión le hubiera ofrecido un pañuelo.
—Gracias, buen hombre —se enjugó las lágrimas—. Por vuestra gentileza seréis recompensado en el reino de los cielos —quitó del lecho una sábana invisible y se la ofreció al fantasma—. Hacedme otra merced: envolved a mi hijo en este sudario.
Fingió contemplar el descendimiento de la cruz con el alma en un hilo, y cuando los centuriones terminaron la faena, se hizo a un lado para cederles el paso.
—Ponedlo aquí —dijo, señalando la cama— y tened la bondad de dejarme a solas con él.
Al hacer el ademán de retirar la sábana santa, las heridas del redentor le arrancaron del pecho un hondo lamento.
—Mira cómo te han puesto los hombres que tanto amaste —reclinó la cabeza en un cojín—, mira tu pobre cuerpo destrozado por la ingratitud humana, ¡oh, estirpe de Caín, qué mal has recompensado a tu salvador!
Los Oropeza no pudieron resistir el impulso de arrodillarse. Crisanta fingió remojar un lienzo que Lorenza había colocado adrede sobre el buró, y limpió las heridas del redentor alternando los suspiros con los lamentos. Su mímica era tan convincente, que solo faltaba oír el agua sanguinolenta cayendo en la jofaina. Terminada la tarea, forcejeó con un enemigo invisible, como si los centuriones volvieran por ella y la sujetasen por la espalda.
—¡Dejadme estar con él! —aulló—. ¡No me lo arrebatéis tan pronto! ¡Quiero acompañarlo al sepulcro!
Cayó al suelo arrastrada por los centuriones y al verse irremediablemente separada de Jesús volvió a perder el acuerdo, las mandíbulas trabadas y las piernas tiesas como estacas. Cuando Lorenza corrió en su auxilio intercambiaron un guiño de complicidad a espaldas de los mirones.
—Se ha vuelto a tullir —dijo la mulata, consternada.
Entre ella y Onésimo la levantaron en vilo. Las dos parejas rezaron un trisagio para rogar a Dios que la niña volviera en sí, pero Crisanta ya había trabajado lo suficiente por ese día y dejó a los vecinos con las ganas de presenciar la segunda jornada del sainete. Al despedirse, Lorenza les rogó, contrita, que guardaran absoluta discreción sobre las visiones de la pequeña, para incitarlos a divulgarlas con mayor ahínco.
El ardid surtió efecto, y en pocos días la fama de la niña iluminada se extendió por mercados, iglesias, boticas y barberías. El relato de sus arrobos, deformado por quienes oían el chisme de segunda o tercera mano, despertó un morboso interés por conocerla en persona, lo mismo entre la plebe y las castas que entre las familias principales de Tacuba. Decenas de curiosos llegaban todos los días a preguntar por Crisanta, y para avivarles más la curiosidad, Lorenza salía a decirles que la niña no podía recibir visitas, por hallarse mal de salud. La pequeña celebridad estuvo encerrada a piedra y lodo un par de semanas, pues Onésimo temía empañar su fama de beata si algún chismoso la veía pasear en la calle. Para compensarla por el encierro, Lorenza le llevaba todos los días un rico surtido de antojitos y pasteles, que la niña devoraba de una mordida, como los osos amaestrados degluten el terrón de azúcar después de bailar para los viandantes. Cuando calcularon que ya se había creado suficiente expectación, Onésimo y su cómplice franquearon la entrada a un grupo de veinte curiosos encabezado por los Oropeza, quienes tenían derecho de antigüedad por haber descubierto a la beata. De nueva cuenta encontraron a la niña tullida, y gracias al maquillaje de Lorenza, más demacrada que la vez anterior.
—No se ha movido para nada desde que vuesas mercedes la vieron —mintió Onésimo—. Tenemos que darle papillas a la fuerza, porque no puede ni masticar.
Doña Chole colocó un niño Jesús de cera en el regazo de la niña, y esta vez, el arrebato de Crisanta fue una mojiganga maternal con requiebros y carantoñas al Niño Dios, donde fingió darle el pecho con una sonrisa de éxtasis. Si como mater dolorosa había estado sublime, en el papel de madonna suspirante y tierna hizo derretirse al público, sobre todo al femenino, que salió a pregonar sus extraordinarias dotes de poseída con un fervor exaltado. Solo una elegida de Dios iniciada en los misterios del divino amor podía emular en sus gozos maternales a la mismísima Reina del Cielo —decían— y las más entusiastas juraron haber visto un halo sobre su cabeza cuando amamantaba al niño. Al día siguiente llegaron a verla cuarenta personas, que a duras penas cupieron en la pequeña casa. Para ellos, Crisanta representó otro delirio montado a las carreras, en que el Espíritu Santo la usaba como portavoz para lanzar un sermón contra los pecadores.
—¡Fariseos indignos, sepulcros blanqueados! —reprendió a las visitas, endureciendo la voz como el día en que había tomado el pelo a Onésimo—. ¿A quién creéis engañar con esa falsa devoción, cuando vuestras almas están enfermas de mezquindad y soberbia? ¡Con cuánta doblez acudís a pedir perdón en los altares, sin haber practicado la caridad ni el amor al prójimo! Mirad lo que hacéis con vuestras vidas, que mi brazo está levantado para hacer justicia, y si no os corregís, mil mundos aniquilaré.
Esa tarde, un recio temblor cuarteó el campanario de la parroquia y los espectadores que habían oído el regaño tuvieron sudores fríos. Al otro día, un centenar de personas acudieron angustiadas a casa de la vidente, y más de la mitad se quedaron afuera por falta de cupo. Para capitalizar el temblor, Onésimo había improvisado un sermón que Crisanta recitó con voz patriarcal:
—¿Lo veis, insensatos? Mi palabra mueve montañas y derriba palacios. Por boca de mi hija predilecta os advertí que haría justicia, y eso apenas ha sido el comienzo. ¿Habéis escarmentado o necesitáis otras pruebas de mi poder? Haced penitencia, socorred al menesteroso, limpiad el corazón de malos pensamientos, o la tierra se abrirá para sepultaros.
Como el prestigio de Crisanta andaba por las nubes, Onésimo y Lorenza creyeron llegada la hora de pasar la factura. En la siguiente sesión Onésimo recibió a los espectadores con un cabestrillo en el brazo derecho y les hizo saber que un accidente de trabajo lo había dejado baldado. Ya no podría trabajar para sostener a la niña, que necesitaba de tantos cuidados y atenciones. Por eso rogaba a todos los buenos cristianos tuvieran la caridad de ayudarlo en la manutención de su hijita, en la seguridad de que Dios se los habría de retribuir con creces. Nadie quería malquistarse con el padre de una santa en ciernes, y las limosnas llovieron en la bandeja de cobre que Lorenza pasó entre la concurrencia. En menos de un mes juntaron un capitalito de 300 pesos, con el que Lorenza renovó su guardarropa y Onésimo compró una carreta nueva. Todas las tardes la calle se llenaba de curiosos, y como había frecuentes zafarranchos en la entrada, se vieron precisados a contratar a un portero negro, Nicolás, que esgrimía un látigo a diestra y siniestra, para que la curiosa muchedumbre entrase en orden y no en tumulto. Insatisfechos con las ganancias obtenidas con la colecta de limosnas, decidieron sustituirla por el cobro de entradas, para asegurarse una cantidad fija por espectador y evitar las mezquinas limosnas de los clientes cicateros. Espoleado por el interés, Onésimo puso a trabajar la imaginación y discurrió que en vez de esperar al público recostada en la cama, Crisanta yaciera en un tosco ataúd de pino fabricado por él mismo. Los Oropeza, que visitaban diariamente a la niña y ya se sentían parte de la familia, preguntaron sorprendidos a qué se debía esa novedad.
—Yo lo pedí —respondió Crisanta con voz gemebunda—. La vida es una cárcel oscura donde solo venimos a padecer lacerias, y tengo tal urgencia de unirme al Señor, que me reconforta la cercanía de la muerte.
Con el cuarto adornado con crespones negros y una tenue iluminación dirigida hacia la cara de la pequeña beata, los momentos en que despertaba de sus letargos para hablar con Cristo o representar algún pasaje de la Pasión eran ahora mucho más dramáticos. La gente quedaba tan convencida de sus transportes, que algunos le ponían veladoras al pie del ataúd. Para entonces Crisanta había perdido ya los escrúpulos de conciencia y disfrutaba al máximo sus triunfos histriónicos, no solo porque gracias a ellos vivía mejor, sino por la íntima satisfacción de tener un auditorio cautivo. La gente que la veía necesitaba ese alimento espiritual, pensaba, y si ella le daba gusto, nadie podía culparla por avivar la fe de unos cuantos ingenuos. Junto con el relativismo moral de los pícaros, contrajo el hábito de fumar a escondidas de su padre. Ya era una mocita de buen ver, y al constatar en el espejo el crecimiento de sus senos o la curvatura de sus caderas, sentía un raro desasosiego acompañado de escalofríos.
En el reparto de las ganancias, Onésimo y Lorenza se quedaban con la parte del león, pero ahora su padre le daba más libertades y la trataba con algodones, por haber comprendido la importancia de tener contenta a la primera dama de la compañía. Todos los miércoles, ella y Lorenza se daban una escapada a México, so pretexto de hacer ejercicios piadosos en el convento de Jesús María, y mientras la mulata hacía compras en el Parián, Crisanta asistía a las guanajas, las funciones de teatro popular que las compañías itinerantes daban en distintas plazas de la ciudad. Ahí, perdida entre la multitud, Crisanta recuperaba la alegría juvenil que su grave papel la obligaba a reprimir bajo siete candados. Un día de agosto representaron La estrella de Sevilla de Lope en el atrio de la Santa Veracruz. Sentada en primera fila, previo soborno al encargado de acomodar las bancas, Crisanta encendió un cigarro de hoja y le dio tres largas chupadas, escandalizando a las señoras de al lado, que jamás habían visto fumar a una mocita de su edad. Ignoraba quiénes formaban el elenco de la obra, pues no había tenido tiempo de leer los cartelones. El corazón le dio un vuelco cuando apareció en escena Isabela Ortiz, con diadema de pedrería y un regio vestido de raso azul con filigrana plateada. Como nunca la había tenido tan cerca, le pareció que Isabela recitaba para ella sola todos sus parlamentos. Por contraste con el encanto natural de la actriz, comprendió que estaba tan lejos del verdadero talento como de la santidad. Isabela nunca gesticulaba en demasía ni impostaba la voz para estremecer al público, ¡cuánto le hubiera gustado verla fingir un trance místico! Terminada la función, fue a buscarla al carromato donde los actores mudaban de ropa. El público y los vendedores de golosinas ya se habían dispersado cuando la actriz bajó del camerino ambulante en ropa de calle.
—¿Puedo hablar con vuesa merced? —La abordó con timidez—. Soy aficionada al teatro desde muy pequeña y quería decirle cuánto la admiro.
Isabela estaba dejando de ser una dama joven. Con la cara limpia de afeites se le notaban un poco los estragos de la edad, pero a pesar de la incipiente papada y de las arrugas en las comisuras de la boca, seguía siendo una mujer seductora.
—Yo te he visto en otra parte —dijo Isabela, tomándola de la barbilla—. ¿No eres la niña que entraba a hurtadillas a ver los ensayos?
Crisanta se sonrojó y sus piernas temblaron.
—Perdóneme —tartamudeó de pena—, mi familia es pobre y yo no podía pagar las entradas.
—Cálmate, hijita, que no voy a llamar a ningún alguacil. Conozco la necesidad, porque yo también empecé desde abajo.
—Creí que nadie me había descubierto.
—Toda la compañía se daba cuenta de tu presencia —sonrió Isabela—. Pero nos hacía gracia que por ver los ensayos, te colaras por las rendijas de los tablones y escalaras las vigas como una mona. Por cierto, hace mucho que no te paras por ahí.
—Ahora vivo en Tacuba y el teatro me queda muy lejos. Pero no he perdido la afición y me muero de ganas por pisar un tablado.
—Ah, vaya, así que la niña quiere ser actriz. —Isabela jugueteó con su cabello—. Y dime, ¿tienes alguna experiencia?
—En el convento de la Encarnación representé el auto de santa Tecla, y creo que no lo hice mal.
—Pues mira lo que son las cosas. En la compañía está vacante una plaza de tercera dama, y la próxima semana van a hacer pruebas a las aspirantes.
—¿Usarced cree que yo podría?
—No pierdes nada con intentarlo. El director se llama Luis de Sandoval Zapata y es un gran amigo mío. Yo misma te presentaré con él.
Isabela se despidió con un beso maternal que para Crisanta fue como una cédula de ingreso en el mundo de la farándula. Que su padre se fuera buscando otra beata: ella no iba a malgastar su talento en teatritos caseros. La esperaban los grandes escenarios, los aplausos del pueblo y de la nobleza, los brazaletes de oro enviados por apuestos galanes rendidos de amor. ¡Eres un portento, mozuela! ¡Bravo por tu donaire y tu garbo! Vamos, Crisanta, sal de nuevo a recibir los aplausos, o la gente echará abajo el teatro. Esa noche soñó que su madre, con la diadema refulgente de Isabela, se acercaba al ataúd donde fingía un arrobo y le susurraba al oído: «Despierta, niña. Ya tienes alas para volar».