39

Ni Crisanta ni Tlacotzin se arredraron al saber que serían quemados en un auto de fe. Si bien el golpe los quebró en el primer momento, más por la pérdida del niño que por el cercano fin de sus vidas, pasaron del dolor a la rabia sin hacer escala en la resignación. Sublevado por la innecesaria crueldad de separar a la madre del niño antes de morir, Tlacotzin olvidó su pretendida condición de indio puro y en perfecto español se dedicó a gritar maldiciones contra la Inquisición y el imperio español por el ventanuco que daba al patio. Desde abajo, a la hora del almuerzo, los reos judíos respondían golpeando sus platos de cobre contra las rejas y algunos, contagiados por la bravura del indio, cantaban los salmos en la lengua de David. Alarmado por la insurrección general, el intendente de la prisión ordenó que amordazaran a Tlacotzin y le pusieran cepos. Pero por gruesos que fueran los mecates de la mordaza, al cabo de dos o tres días lograba roerlos y recomenzaba la letanía de blasfemias.

Por estar sentenciado a una muerte atroz, los castigos físicos le tenían sin cuidado, pues saldría ganando si los celadores lo mataban de una golpiza. Cárcamo sugirió cortarle la lengua, pero el médico de la cárcel advirtió que podía morir desangrado, y el Inquisidor Mayor no quiso exponerse a perderlo. Su integridad física era muy importante para el Tribunal, dijo, pues la multitud anhelaba verlo a la cabeza del cortejo de penitenciados, junto a la odiada concubina que lo había empujado al sacrilegio. La conciencia de ser el actor protagónico en el auto de fe daba a Tlacotzin un poder y una libertad que nunca antes había tenido, y como ahora podía pensar en voz alta sin temor a las represalias, todas las noches, hincado contra la pared, rezaba plegarias en náhuatl:

—Ahvia! Mexico teutlaneviloc amapanitlan nauhcampa ye moquetzquetl ye quena ichoyacan…

—¿Qué dices? —le preguntó Crisanta desde su celda la primera vez que lo oyó.

—Estoy rezándole a la madre de los dioses, para encomendarle tu alma y la mía.

Crisanta mantenía viva la fe en Jesucristo, y sin embargo, no reprochó a Tlacotzin que se tomara la libertad de incluirla en sus oraciones. Como había podido comprobar, los ministros del dios cristiano se comportaban igual o peor que los sanguinarios sacerdotes aztecas. ¿Tenía algún sentido entonces entrar en disputas religiosas? Una cosa era la voluntad divina y otra los intereses de los fariseos que la interpretaban a su antojo para obtener riqueza o poder. Las deidades eran inocentes de los crímenes que se cometían en su nombre, y si Tlacotzin quería creer en sus dioses nativos, ¿quién era ella para reprenderlo? Cuando menos él no había cometido el pecado de fingir fervores y devociones por interés. Con la pérdida del niño, se habían enconado sus remordimientos por haber llevado demasiado lejos la faramalla mística y ya no estaba segura de merecer el perdón de Dios. La ira divina le descargaba un rayo tras otro, sin duda porque allá arriba todavía no se daban por satisfechos con su castigo. Iba a morir por una falsa imputación, pero quizá el atropello del tribunal fuera en el fondo un acto de justicia. ¿No se referían a eso los predicadores al decir que Dios escribía sus decretos con renglones torcidos? Los pezones le seguían chorreando leche, una tortura de doble filo, pues junto con el dolor de los senos, intolerable en las madrugadas, padecía el tormento moral de imaginar a su niño en brazos de una chichihua. Pobre criatura, ¡tener que cambiar los amorosos pechos de su madre por las ubres mercenarias de una nodriza!

A menudo, Tlacotzin la oía sollozar, y se daba a todos los diablos por no poder consolarla. Si compartiesen la misma celda hubiesen podido soportar mejor su cruel agonía. ¿Pero cómo esperar esa merced en una cárcel gobernada por curas capones? Hasta cierto punto, sus estallidos de cólera lo defendían contra el derrumbe emocional, pero Citlali no tenía ese desahogo, y pasaba tardes enteras encerrada en un hosco silencio. Entonces tenía que fingirse optimista para sacarla del pozo con alegres recordatorios de sus tiempos felices:

—¿Te acuerdas de la niña que nos sorprendió en la biblioteca, medio desnudos, cuando nos escapamos del jolgorio en la hacienda de Panoaya?

—Sí, qué niña tan graciosa. ¿Qué habrá sido de ella?

—A estas alturas ya será una lumbrera.

—Otra en su lugar hubiera ido de acusona, pero ella se dio cuenta de todo y nos dejó el campo libre.

—Gracias a Dios, porque yo estaba muy caliente.

—¿Y ahora no lo estás? —preguntó Crisanta en tono pícaro—. Ya son muchos días en ayunas.

—La tengo tiesa como una estaca —mintió Tlacotzin, que había perdido las ganas con el encierro y la mala alimentación—. Sin duda conoce la voz de su dueña, pues apenas te oye hablar, se me para.

—¿De verdad? Jálate un poco el pellejo, mi vida.

Tlacotzin la obedeció, y su miembro se puso firme, ayudado por la cadenciosa voz de Crisanta.

—Ya está parado, pero necesito que tú me acompañes. Cierra los ojos y tócate los pechos.

—Los tengo llenos de leche, ¿no te importa?

—Qué diera yo por beberla, ángel mío.

—Haré de cuenta que mis manos son tuyas. Ay, qué suaves caricias, ya tengo los pezones duros. —Crisanta soltó una risilla—. Y ahora me aprietas el muslo, ¡atrevido!

—Ábreme las puertas de la gloria —jadeó Tlacotzin—, que ya no puedo contener este fuego.

—Métemela, por Dios, la quiero toda adentro.

—¿Así te gusta, Citlali? ¿Así la quieres?

—Ay ay ay…

Crisanta y Tlacotzin quedaron exhaustos en el piso de sus calabozos, y los reos de las celdas vecinas, que habían escuchado el diálogo a gritos, festejaron su desacato con silbidos y aplausos. Para los inquisidores, el incidente fue una confirmación de que los reos tenían pacto con Satanás, pues ni siquiera en el umbral de la muerte podían dejar de rebelarse contra el orden divino. La obscenidad de sus conversaciones subió de tono cuanto más se acercaba el trágico fin, en abierto desafío a los verdugos que deseaban verlos retorcerse de angustia. Cuando solo faltaban tres días para la ejecución, un par de corchetes sacaron a Crisanta de su celda con las manos encadenadas. Triste y angustiado, Tlacotzin supuso que la habían cambiado de celda para acabar con sus coloquios salaces. Pero al cabo de una hora volvió pálida y descompuesta, con huellas de haber derramado copioso llanto.

—¿Qué te hicieron?

—Me ofrecieron cambiarme la hoguera por el garrote, si reconocía mis crímenes y abjuraba de vehementi.

—Debes aceptar, así sufrirás menos.

—Los mandé a la tiznada —gimió Crisanta—. Prefiero arder contigo que morirme sola.

La víspera del auto de fe ninguno de los dos pudo pegar el ojo. Esa noche se hablaron en silencio, con la callada comunicación de las almas que han empezado a perder su envoltura carnal. Para darle un sentido consolador a su muerte, Crisanta se imaginó en la hoguera con traje de novia, entre una multitud rendida a sus pies, como el día en que intentó profesar de monja. Ánimo, tonta, pocas parejas gozan el privilegio de celebrar un desposorio en las llamas, con el virrey y el arzobispo como invitados de honor. Afuera, en la plaza de Santo Domingo, los martillazos de los albañiles encargados de armar el templete se mezclaban con el murmullo de las familias piadosas que velaban a la intemperie, con todo y niños, para ver la quemazón desde primera fila. Al oír los golpes de martillo, Crisanta volvió a pedir piedad al Señor, ya no para ella, una basura humana, sino para su hijo, condenado a crecer en la orfandad. Tlacotzin, en cambio, no había renunciado a la salvación y esperaba obtener una justa recompensa en el mundo de los muertos. De algo tendría que valer su martirio: a pesar de ser colérica y rencorosa, la Mujer Blanca era justa y sabía muy bien cuánto se había arriesgado por ella. Pero ninguna salvación era deseable sin la compañía de Citlali; por eso rogó a Coatlicue que le hiciera la merced de arroparlos juntos bajo su faldellín de serpientes: «No la rechaces por ser cristiana, ella es carne de mi carne y antes de ir a tus brazos, Xiuhtecutli la limpiará de impurezas con un bautizo de fuego».

Abstraídos en sus pensamientos, ninguno de los dos se percató de que un corchete calzado con sandalias venía caminando por el pasillo. Crisanta solo salió del limbo al oír el ruido de la llave que abría el candado de su celda. ¿Tan pronto vienen por mí?, pensó, y al levantar la cabeza descubrió, atónita, que el visitante traía a su niño en los brazos. Sin duda estaba soñando, pues hasta entonces, el Tribunal no había tenido la menor deferencia con su dolor de madre. Pero el embozado le entregó al bebé y al tenerlo en los brazos comprendió que le habían concedido una despedida. Apenas sintió la cercanía del pecho materno, el nene pidió de mamar con la boca. Crisanta quiso complacerlo y el guardia, respetuoso, se apartó a la esquina opuesta de la celda, para que pudiese alimentarlo con decoro. Extraña conducta para un corchete, pensó Crisanta, acostumbrada a los malos tratos de los patanes que la habían vigilado. El hombre llevaba un hachón en las manos, pero con el rostro oculto bajo la capucha no podía reconocerlo. ¿Quién sería?

Cuando hubo terminado de amamantar al bebé, preguntó con voz tímida:

—¿Me lo puedo quedar un rato más?

—Un rato no, puedes quedártelo para siempre.

Descubierta la cabeza, el corchete dio un paso al frente y se iluminó la cara con el hachón. A pesar de su barba plateada y de la horrible cicatriz que le tasajeaba la mejilla izquierda, desde el pómulo hasta el mentón, Crisanta reconoció el aborrecido rostro de su padre, Onésimo.

—¿Tú aquí? —Crisanta tartamudeó de perplejidad.

—Sí hija, he venido a implorar tu perdón de rodillas. —Onésimo bañó de llanto los pies de su hija—. Desde que te fuiste de casa cuando quise venderte a ese ruin comerciante, mi alma no ha tenido sosiego. En busca de olvido para acallar los gritos de mi conciencia, descendí a las ciénagas donde repta la crápula, cual mula ciega que resbala de un desfiladero. Para costear mis vicios fui soplón, tratante de blancas, fullero, raptor de doncellas, salteador de caminos, vendedor de pulque adulterado. Quería ahogar mis culpas en el fondo de una botella, pero en mis resacas, cuando despertaba entre ratas y perros sarnosos, tu recuerdo me arrojaba puños de sal en las llagas del corazón. Ese recuerdo, ahora lo entiendo, era el último átomo de pureza que me quedaba, y gracias a él pude corregir el rumbo.

—¿De veras te has enmendado? —preguntó Crisanta, escéptica.

—Te lo aseguro, hija, soy un hombre nuevo, cuando toqué fondo volví a ver la luz. Una noche de copas, con aires de fanfarrón, me puse injuriar a otro bandido por un asunto de faldas, y el belitre me cosió a puñaladas. Por un milagro de la Providencia, en el hospital de indigentes al que me llevaron moribundo me administró el viático el padre Justiniano, mi antiguo director de conciencia, a quien prometí buscarte y pedirte perdón si salía con vida. Fue un encuentro providencial, pues al confesarle todos mis crímenes, comprendí que había estado a un pelo de condenarme. Sanado de las heridas, volví a mi oficio de carpintero, y a la vida de penitencia, en la que he perseverado con ahínco sin hallar alivio a mis culpas, por ser de tal naturaleza que ni la contrición más sincera puede borrarlas.

—Pero cuéntame, ¿cómo llegaste aquí? —lo interrumpió Crisanta, que no había salido de su asombro.

Onésimo exhaló un suspiro de dolor y prosiguió el relato entre gimoteos mal reprimidos. Cuando volvió a tener un modo de vida decente, había buscado a Crisanta por todos los rincones de la ciudad: mesones, corrales de comedias, casas de recogidas, con el afán de reparar, si no su deshonra, por lo menos la crueldad de haberla arrojado a la miseria y el vagabundeo. Pero no pudo hallarla en parte alguna y con gran aflicción, dedujo que se había marchado de México. Tres años después, cuando ya se había resignado a perderla, llegó a sus oídos el rumor de que una joven beata estaba causando revuelo entre la gente de tono y caudal. Por su nombre adivinó quién era, y al verla en el balcón de los marqueses, pálida y mustia con un remendado sayal, lo asaltaron feroces remordimientos por haberla iniciado en ese negocio impío. Cualquier otro padre habría corrido a sacarla de la mala vida, pero un gusano como él, sin un adarme de autoridad moral, solo podía observar desde lejos cómo se pudrían las uvas de su viña. Bastante daño le había hecho ya en la niñez para cubrirla de oprobio con un reclamo que la hubiera puesto en evidencia delante de los marqueses. Guardó, pues, un obligado silencio y se contentó con verla desde lejos en los atrios de las iglesias, cuando repartía bendiciones a los enfermos. En sus oraciones se culpaba de haber cometido a trasmano los pecados de su hija y rogaba a Dios que lo castigara por ellos, pues, ¿acaso no era el mal ejemplo la causa eficiente de toda corrupción? Temía, sin embargo, que al menor descuido, la comedia de Crisanta quedara al descubierto, y el Santo Oficio le echara el guante, como había ocurrido con tantas beatas embaucadoras. Por los clavos de Cristo, cuánto había sufrido el aciago día de su toma de hábitos, al verla salir con cepos entre la grey iracunda, derrumbada en un instante de la mayor fortuna a la más abatida y desastrada.

Enmudecido por los borbotones de llanto, Onésimo hizo una pausa para enjugarse las lágrimas y sonarse la nariz con un pañuelo. Acostumbrada a las fluctuaciones de su carácter, Crisanta no podía creer del todo en su arrepentimiento, pues sabía que el santurrón se transformaba en sátiro al beber una copa de vino. Ya lo había perdonado una vez, delante de testigos, y al poco tiempo había vuelto a ser el energúmeno de siempre. Onésimo debió percibir su desconfianza, pues reprimió los gimoteos y adoptó un tono grave:

—Puedo adivinar tus recelos, y no te culpo, hija, pues de mí solo has recibido mancillas y malos tratos. Pero no quiero convencerte de mi buena intención, sino acreditarla con hechos. Mi presencia aquí es la mejor prueba de que te quiero y solo busco tu bien. No te imaginas cuánto he batallado para acercarme a ti desde el día de tu arresto. Gracias a los buenos oficios de algunos amigos con vara alta en el Tribunal, hace tres meses obtuve una plaza de corchete, pero me encargaron vigilar la crujía de la planta baja y por más que rogué a mis superiores ser mudado aquí, no aceptaron contravenir las rígidas reglas de la cárcel. Por fortuna, hace una semana me concedieron vigilar este pabellón, y desde entonces había estado al acecho, esperando una oportunidad para ejecutar mi plan.

—¿Qué plan?

—El plan de salvarte.

Crisanta abrió los ojos como platos y Onésimo la tomó del hombro.

—Sí, Crisanta, no podía cruzarme de brazos sabiendo que ibas a morir en la hoguera. ¿Miras esto? —Agitó un manojo de llaves atado a su cintura—, las acabo de robar de la intendencia, después de adormecer al velador con un bebedizo. Con ellas puedo abrir todas las rejas y los portones de hierro. Debemos aprovechar que los celadores del pabellón están jugando quínolas en el patio y no vendrán por ti hasta las cuatro de la mariana. Sígueme…

—Pero esto es una locura —se asustó Crisanta—. Todos se darán cuenta de que tú me ayudaste a huir.

—Nada me detendrá, hija. Si es necesario, estoy dispuesto a dar mi vida por la tuya.

Al ver la lumbre que despedían las pupilas de Onésimo, Crisanta no pudo dudar de su palabra. El bravucón de las cantinas, el tirano doméstico, el Saturno devorador de sus hijos adquirió de improviso la grandeza de un héroe trágico. Vencidas sus reservas, recostó al bebé sobre la banca de piedra y con un efusivo abrazo le concedió el perdón. Cerrados los ojos, como un comulgante a los pies del altar, Onésimo la besó en la frente, y en un segundo alcanzó la paz de espíritu que no había conseguido en años de flagelarse. Bienvenido fuera el garrote vil, si con la muerte se le abrían las puertas de la redención. Hubiera deseado abrazarla una eternidad, pero el tiempo apremiaba y tuvo que separarse.

—Vamos, hija, no podemos demoramos más.

—Un momento, padre, no puedo irme sin Tlacotzin.

—¿Ese maldito profanador? —Onésimo frunció las cejas—. No olvides que soy devoto de la Virgen y sus sacrilegios me llenaron de espanto.

—Entonces me quedo. —Crisanta volvió al calabozo—. Sin él no voy a ninguna parte.

Con los ojos vueltos al cielo, Onésimo sopesó en una balanza sus deberes filiales y religiosos.

—Está bien, se hará tu voluntad —suspiró derrotado—. Que Dios me perdone.

A regañadientes abrió la celda de Tlacotzin, que había escuchado toda la conversación y estaba pegado a la reja con el pecho en ascuas. Crisanta le entregó al niño, y aunque no pudo apapacharlo como hubiera querido, el simple hecho de palpar su cuerpecito lo transportó a la gloria. Ni la mirada mohína de Onésimo, cargada de fanatismo y odios raciales, pudo estropear ese instante de plenitud.

—Seguidme sin hacer ruido —ordenó el suegro.

Avanzaron por el corredor hasta el grueso portón de la crujía, que había dejado abierto adrede. Ahí dieron vuelta a la derecha para continuar por una galería muy oscura, que desembocaba en la ropería de la cárcel. Entre grandes pilas de sábanas y manteles sucios, que olían a desperdicios de comida, avanzaron con mucho tiento para no pisar las palanganas, hasta llegar a otro portón de hierro, iluminado a medias por el resplandor de la luna. Onésimo probó una llave y la puerta no se abrió. Volvió a intentarlo con otra sin resultado. Los chirridos de la cerradura erizaban los nervios de Crisanta, pues temía que llamaran la atención de los guardias. Desacostumbrado a los brazos fríos de Tlacotzin, cuando Onésimo iba por la quinta llave, el nene se echó a llorar y los tres adultos sintieron un calambre en el espinazo. ¡Nomás eso les faltaba! Crisanta lo acunó en sus brazos y trató de apaciguarlo con mimos, mientras Onésimo probaba la cuarta llave. Allá abajo, en el patio de los Naranjos, se oían voces y pisadas ominosas, consecuencia lógica del escándalo. Poco después oyeron pasos en la escalera: los corchetes venían subiendo a la ropería con una linterna sorda y el niño no paraba de chillar. Por instinto de supervivencia, Crisanta le metió un pezón en la boca y se escondió tras un barril de lejía. Tlacotzin y Onésimo solo atinaron a meterse bajo una pila de sábanas.

—¡Vive Dios y España! —gritaron los corchetes desde el portón—. ¿Quién está ahí? ¡Responda!