31

Tras haber contemplado el solemne Paseo del Pendón desde los balcones del palacio inquisitorial, fray Juan de Cárcamo y los principales dignatarios del Santo Oficio entraron a tomar un refrigerio en la antecámara de la sala de audiencias. Terminado el receso, que solo duró media hora, pues había mucho trabajo pendiente, los fiscales y comisarios volvieron a sus asientos para continuar la revisión de los procesos en curso. Cárcamo estaba nervioso, pues hasta entonces solo había participado como comparsa en los juicios de los reos y en el interrogatorio de los sospechosos, sin atreverse a disentir jamás de la opinión general: ese día era distinto, pues llevaba en la manga del hábito un rollo de papel con los resultados de la primera indagatoria emprendida por su cuenta y riesgo. No bien empezó la sesión se apresuró a pedir la palabra, pues sabía por experiencia que si esperaba hasta el final de la audiencia, los inquisidores estarían fatigados y nadie le haría maldito caso.

—Pase al estrado el comisario Cárcamo —ordenó el fiscal Villalba, un clérigo de espaldas anchas y ralo cabello gris, encargado de imponer el orden en la sala.

En el estrado, Cárcamo saludó con una reverencia a los graves varones de la mesa principal, presidida por don Juan de Ortega Montáñez, el inquisidor mayor.

Jude domne bendicere —dijo con las manos enclavijadas.

Nos cum prole pia, benedicat Virgo Maria —respondió el inquisidor mayor.

Cárcamo desplegó el rollo de papel en un facistol:

—Excelentísimos señores —dijo con aplomo—: en cumplimiento de la delicada tarea que me habéis encomendado, me permito distraer por un momento vuestra atención de los procesos que nos ocupan, para presentar una acusación formal contra una maliciosa hipócrita que ha usurpado las señales exteriores de la santidad con el fin de obtener regalos y aclamaciones. Me refiero, por supuesto, a la beata Crisanta, a quien presumo habréis oído mentar, pues su fama se ha extendido como la gangrena de una herida enconada. Su abominable conducta reviste la mayor gravedad por el daño que puede causar a la fe católica.

Hubo un murmullo de asombro en la sala y algunos inquisidores cruzaron miradas de perplejidad, pues tenían a Crisanta por un dechado de virtudes.

—Permítame recordarle que estamos en lucha contra una conjura satánica —repuso el fiscal Villalba—, y mientras los demonios sigan profanando nuestros altares, no es prudente ni cristiano abrir procesos de otra índole.

—Coincido con vos en la necesidad de capturar sin dilación a esa caterva de diablos, y le aseguro que soy el principal interesado en verlos arder, por haber padecido su furia en carne propia. —Cárcamo se palpó la cabeza con aire de víctima—. Pero tengo pruebas irrefutables para respaldar mis cargos contra la acusada y creo que debemos instruirle proceso, pues además de ofender a Dios con milagros trucados y proposiciones heréticas, la susodicha se ha convertido en una amenaza para el Santo Oficio en virtud de su privanza con el virrey, quien le ha encomendado, ni más ni menos, la tarea de hallar por medio de arrobos y revelaciones a los profanadores de templos, función que por ley solo compete a nuestro Tribunal.

—Es verdad —dijo el fiscal Lizárraga, sentado a la izquierda del inquisidor mayor—, el virrey está utilizando a esa beata para desacreditamos en público. Un encargo tan peregrino deja en entredicho nuestra autoridad.

—Y no se ha conformado con eso —añadió el comisario Mireles, desde el extremo opuesto de la mesa—: ayer mandó traer a palacio a un brujo de Texcoco y le ordenó comer peyote para que adivinara dónde se encuentran los cabecillas de la conjura.

—¡Ánimas del purgatorio! —Se santiguó Lizárraga—. Ese hombre debe estar loco o poseído por Satanás.

—Ni una cosa ni la otra —intervino en tono mesurado el fiscal Villalba—. El virrey está cuerdo y sabe muy bien dónde le aprieta el zapato. Nunca nos perdonará que hayamos respaldado al arzobispo Sagade cuando se negó a concederle la entrada bajo palio a la catedral, y en venganza por ese desaire, ahora descalifica las diligencias del Tribunal, mediante la trastada de recurrir a brujos y beatas milagreras para resolver un caso de nuestra exclusiva incumbencia.

—Razón de más para encerrar a esa mujerzuela en las cárceles secretas —insistió Cárcamo—. Así haremos entender al virrey que con la Inquisición no se juega.

—Vuestra merced olvida que somos un tribunal de la fe y no un cónclave de intrigantes —intervino por primera vez Ortega Montáñez, y su autoridad heló la sangre de Cárcamo—. Muéstrenos primero las pruebas que tiene contra la acusada y luego decidiremos si el proceso ha lugar o no.

—Por supuesto, allá voy. —Cárcamo prosiguió la lectura con voz titubeante, pues la dura mirada del inquisidor Ortega no presagiaba nada bueno para su causa—. En primer lugar, como es público y notorio, la acusada afirma tener muy de ordinario revelaciones del cielo y pláticas con Jesucristo Nuestro Señor, con su Santísima Madre la Virgen Maña y con otros muchos santos de la corte celestial, en cuyos nombres da respuestas a diversas cosas que le preguntan sus incautos protectores, los marqueses de Selva Nevada, a quienes ha engañado con alevosía para obtener dádivas y privilegios. No necesito encareceros la necesidad de perseverar en el estudio de la escolástica para obtener el favor celestial, porque todos vosotros sois teólogos esclarecidos. Pues bien: sin saber una pizca de griego y latín, sin haber recorrido las etapas de la ascesis mística, la beata Crisanta pretende haber alcanzado de golpe y porrazo la unión hipostática del alma con Dios, privilegio que solo es concedido a los monjes de clausura más humildes y dotados para el estudio, tras una vida de contemplación y renunciamiento. Durante el tiempo en que los marqueses me honraron con su amistad, traté de hacerle entender que tal manera de suspensión era necia y vana, mas ella, engreída por sus triunfos, desoyó mis censuras, lo que me confirmó en la creencia de que sus visiones eran inducidas por el demonio, pues lejos de predisponerla a la humildad, excitaban movimientos de soberbia en su ánimo. Si Crisanta hubiese tenido un confesor sabio, prudente y devoto, que la obligase a conocer su miseria y bajeza, tal vez ella misma habría descubierto la falsedad de sus visiones y raptos. Pero su director de conciencia, el padre jesuita Emilio de Pedraza y Rojas, prepósito de la Casa Profesa, nada hizo por apartarla del mal camino, antes bien, la colmó de halagos para que diese tienda suelta a su imaginación depravada.

—¡Protesto! —Se levantó al fondo de la sala el jesuita Nuño de Cáceres, un joven barbilampiño con voz de clarín—. El comisario Cárcamo denigra a un ilustre miembro de la Compañía y no aporta ninguna prueba contra la beata Crisanta, que solo ha cometido el pecado de adorar al Señor.

Cárcamo giró el cuello para ver quién lo interpelaba y se envalentonó al descubrir que su impugnador era un calificador de reciente ingreso, a quien los viejos inquisidores tenían mal conceptuado por su afán protagónico.

—Sois demasiado joven para conocer los embelecos de Lucifer —contraatacó—. La beata Crisanta es una pícara licenciosa, que ha embaucado a la nobleza del reino con su talento de actriz. Para demostrarlo quiero llamar a un denunciante.

—Que pase —dijo el fiscal Villalba.

El portero de la sala escoltó al estrado a un joven de mala catadura, con cuello a la valona, jubón de terciopelo muy entallado y tupida cabellera negra sobre los hombros. Las bolsas oculares y las grietas en las comisuras de los labios, propias de un viejo, contrastaban con su juvenil talle, acentuado por las ceñidas calzas. Tenía la mirada opaca y desencantada de los hombres que han vivido mucho en poco tiempo y no podía disimular el terror que le inspiraban los inquisidores. Con una seña, Villalba ordenó al escribano de la sala que tomara su declaración:

—Nombre completo.

—Fernando Iñarra Maldonado.

—¿Ocupación?

—Comediante, pero en los últimos años no he podido ejercer mi oficio, por el cierre de los corrales.

—¿A qué se dedica entonces?

Sonrojado, Fernando Iñarra imploró con la mirada el auxilio de Cárcamo, que se vio forzado a responder por él:

—Regentea mujeres públicas en la calle de Mesones.

—Protesto —gritó el auxiliar Cáceres—. Un belitre de su calaña no debe rendir testimonio ante un tribunal de la fe.

—Pido autorización para interrogar al testigo —dijo Cárcamo al comisario Villalba, ignorando la protesta.

—Concedida —dijo Villalba, y el impugnador jesuita se desplomó en el asiento con un mohín de disgusto.

—Díganos, señor Iñarra, ¿cómo conoció a la beata Crisanta?

—Fue hace cuatro años, en una compañía de la legua. Ella subió como polizonte a una de nuestras carretas cuando salimos de gira con un auto sacramental. La descubrimos al llegar a Chalco, y por compasión, el jefe de la compañía, don Luis de Sandoval Zapata, le dio una plaza de apuntadora. Era una linda doncella con piel de durazno y cintura de odalisca, tímida como una corderilla extraviada de su rebaño. A la primera oportunidad la requerí de amores, pero ella me rechazó, con aires de casta y virtuosa. Ya caerá, pensé, es cuestión de porfiar, y no cejé en mis galanteos a pesar de sus groseros desvíos, pues la experiencia me ha enseñado que muchas veces la conciencia de una mujer dice no cuando su instinto quiere dar el sí.

—Concrétese a rendir testimonio —lo reprendió el inquisidor mayor— sin ufanarse de sus viles artes de seductor.

—Perdone vuestra paternidad —se sonrojó Iñarra—, seré breve y respetuoso. Como iba diciendo, la belleza de Crisanta me había trastornado el seso. Hasta le propuse matrimonio, por ver si la doblegaba, pero ella hizo mofa de mis juramentos. Sus desprecios me picaron la cresta, porque, modestia aparte, yo era el mozo más apuesto de la compañía, y hasta entonces ninguna moza de la farándula se me había resistido. Además, desde el inicio de la gira aposté con mi compadre, el primer actor Amado Tello, que la seduciría antes de llegar a Puebla, y no quería perder los 50 escudos que estaban en juego. Recién llegados a Tlalmanalco, los comediantes que interpretaban a los ángeles del abismo desertaron de la compañía y Crisanta recibió la oportunidad de suplir al ángel femenino. Tenía un garbo natural para representar, como si hubiera nacido en las tablas, y su donaire atizó la hoguera de mis deseos. Ya empezaba a enamorarme de verdad, arrepentido de haber querido burlarla, cuando la cándida virgen, transfigurada en vil cortesana, cometió la impudicia de ayuntarse carnalmente con un indio mugroso, a quien Sandoval había reclutado en Amecameca, para que repitiera en lengua mexicana los parlamentos de Crisanta.

—Ese indio se llama Tlacotzin —intervino Cárcamo— y era mi pilguanejo en el convento de Amecameca. Continúe, por favor.

—Excuso referiros mi disgusto cuando los vi muy amartelados en la fiesta ofrecida a la compañía en la hacienda de Panoaya —prosiguió Iñarra, con una mueca desdeñosa—. Ni las hetairas más livianas de Babilonia cayeron tan bajo para saciar sus apetitos bestiales. Poco después, la gira se suspendió abruptamente, nos quedaron a deber los sueldos y cada quien volvió como pudo a la capital. Durante años no supe nada de Crisanta, hasta que su fama de beata se extendió por toda la ciudad y empezaron a circular estampillas con su efigie. Válgame Dios, pensé, pero si es mi ángel del abismo. No me cabe duda, Crisanta se ha hecho pasar por espiritual para sacarle dinero a los ricos y mantener a su querido, si es que no lo ha cambiado por un negro, pues los caprichos de las mozas ligeras suelen mudar con cada estación. A pesar de mi vida disoluta soy un cristiano temeroso de Dios y no puedo guardar silencio ante las blasfemias de una tunanta que pisotea los sagrados símbolos de la fe. Castigad a esa impía como se merece y si mi buena acción me hiciera ganar alguna indulgencia a los ojos de Dios, rogadle que se apiade de mi ánima pecadora.

Retirado el testigo, Cárcamo arengó al tribunal:

—He aquí señores, expuesta en toda su crudeza, la verdad sobre esa ramera desvergonzada que usurpa el título de beata. No permitáis que el pueblo engañado adore a la barragana de un indio. Instruyámosle proceso de inmediato, para escarmiento suyo y de todas las falsas iluminadas, o la santidad caerá en el mayor descrédito.

El joven calificador Nuño de Cáceres pidió permiso para subir al estrado. Villalba se lo concedió, y al cruzarse con él, Cárcamo sintió una punzada en el recto.

—Reverendísimos Señores —el jesuita hizo una respetuosa caravana—. Apelo a vuestra sabiduría y discreción para rogaros que examinéis con las debidas reservas el testimonio de un amante despechado, sin calidad moral para sustentar acusación alguna. Enceguecido por el rencor, el comisario Cárcamo ha presentado cargos sin fundamento contra una virtuosa doncella tocada por el fuego divino, y omite mencionar las verdaderas razones que lo han movido a denunciarla. En el fondo de este pantano se encuentra el interés pecuniario de la orden dominica. Durante años, fray Juan de Cárcamo intentó ganarse la confianza del marqués de Selva Nevada con el fin de obtener donativos para su regla. Cuando el marqués cayó enfermo y los médicos lo desahuciaron, su hija Leonor, a instancias de Cárcamo, consiguió que el marqués testara en favor de la orden de Santo Domingo. Pero al recobrar la salud, el marqués revocó su testamento por consejo de la beata Crisanta, que le había salvado la vida, y resolvió favorecer a la Compañía de Jesús. Eso es lo que el comisario no le perdona y por falta de pruebas para instruirle proceso, ha sobornado a un Iscariote capaz de vender a su propia madre por 30 monedas. ¿Condenaréis a una beata ejemplar por los infundios de un sujeto despreciable? ¿Mancharéis la reputación del tribunal con un proceso a todas luces injusto y venal? Os suplico respetuosamente que no cometáis tal desatino. Por nuestro buen nombre, sobreseed el caso y desestimad los cargos sin hacerlos constar en actas.

Al oír los alegatos del joven calificador, Cárcamo volvió a sentir dolor en el recto, un dolor físico y a la vez moral, como si los retortijones de tripas repercutieran en su conciencia. Sin duda, Pedraza había aleccionado a ese perro de presa para cubrirlo de cieno en el Tribunal, donde todos lo tenían conceptuado como un paladín de la fe. Y su discurso, al parecer, había hecho mella en el presidente del tribunal, que ahora lo fulminaba con sus ojillos acusadores.

—Díganos, comisario Cárcamo —dijo Ortega Montáñez—. ¿Es verdad que vuestra orden se disputaba la herencia del marqués con la Compañía de Jesús?

—No hubo tal disputa, señor, él decidió concedernos el asiento del pulque por voluntad propia.

—¿Y vuesamerced sabía que revocó esa cláusula por consejo de la beata Crisanta?

—¿Cómo habría de ignorarlo si era amigo de la familia?

El presidente del Tribunal chasqueó la lengua y dio una palmada sobre la mesa con visible disgusto.

—Señores, haremos un receso de media hora. Y usted Cárcamo, venga conmigo.

Detrás de su imponente escritorio, adornado con un cráneo humano para hacer ejercicios espirituales, el inquisidor mayor era aún más temible que en la sala de audiencias.

—Interrumpí la sesión por su propio bien, comisario —dijo Ortega en tono severo y a la vez paternal—. Sería lamentable que iniciara sus tareas de inquisidor con una acusación desechada por falta de méritos. No es lícito valerse del Tribunal para dirimir los pleitos de su orden con la Compañía de Jesús, ni presentar cargos contra enemigos personales para cobrarse viejos agravios.

—Mis diferencias con la Compañía nada tienen que ver con esto —aseguró Cárcamo—. Juro a vuestra reverencia que esa mujer es una impostora.

—Desconfío tanto como usted de la beata Crisanta —concedió el inquisidor—, y considero un deber perseguir la santidad fingida, lo mismo que las visiones imaginarias inspiradas por el demonio. Pero un inquisidor debe gobernarse en todo por los aranceles de la humana prudencia. No podemos arrestar a una protegida del virrey con acusaciones tan endebles, cuando el reino hierve de indignación por la oleada de hurtos sacrílegos. La gente diría que nos ensañamos con una pobre mujer para disimular nuestra ineptitud, el virrey se quejaría por carta con Su Majestad y ni los amigos poderosos que tengo en la Corte podrían evitar mi destitución.

—Perdone, vuestra paternidad —dijo Cárcamo, compungido—. Creí que mis evidencias eran contundentes.

—¿Contundentes? Ni por pienso. La denuncia de un chulo callejero no vale un ardite contra la palabra de una beata venerada por toda la aristocracia. No dudo que, en verdad, Crisanta se haya amancebado con un indio, pues las beatas embaucadoras suelen ser mujeres anchas de conciencia, con la sensualidad embravecida por los humores malignos del cuerpo, que encuentran cómodo encender una vela a Dios y otra al diablo. Pero si quiere instruirle proceso, primero tráigame a ese pilguanejo que se arrejuntó con ella en Amecameca y recoja testimonios de gente que los haya visto amancebados. Ya lo sabe, los corchetes y sayones del tribunal están a sus órdenes para emplear la fuerza cuando lo crea necesario. Solo le advierto una cosa: mucho cuidado con volver a presentar denuncias sin sustancia, porque la próxima vez, el procesado podría ser usted.

Cárcamo abandonó el Palacio Inquisitorial dolido por su fracaso, con la amenaza de Ortega clavada en el lomo como un rejón. El cielo estaba nublado, como en todas las tardes de agosto, y los relámpagos que agrietaban el horizonte anunciaban una tormenta. Para sacarse la banderilla lo más pronto posible, se propuso buscar a Tlacotzin hasta por debajo de las piedras. Si Crisanta lo había traído a México, tal vez sus amigas comediantas supieran darle razón del indio. Para seguirles el rastro contaba con Fernando Iñarra, que sabía vida y milagros de todos los faranduleros. Por más influencia que tuvieran en las altas esferas del poder, Pedraza y sus esbirros no lograrían atarlo de manos. Haría morder el polvo a la Compañía, o dejaba de llamarse Juan de Cárcamo y Mendieta. Cruzó de prisa la plaza de Santo Domingo, alcanzado por las primeras gotas de lluvia, y en la entrada del claustro mayor preguntó a Melchor, el portero, si no había aparecido su criado Pedro.

—Desde anoche no lo he visto.

—Mala pascua le dé Dios —Cárcamo sacudió su capa de estameña—; estará durmiendo la mona en algún lupanar. Si lo ve, dígale por favor que vaya a mi celda.

Esta vez, el muy bellaco se la había corrido larga. Un eclesiástico de su rango no podía tolerar las negligencias de un criado trasnochador que se desvelaba persiguiendo mujerzuelas en los callejones, y encima tenía el descaro de ausentarse un día entero, sin duda para reponerse de la parranda. Por culpa de Pedro había perdido toda la mañana escribiendo cartas de agradecimiento a los pequeños benefactores de la orden —tarea que habitualmente delegaba en el filipino—, y por falta de tiempo para su aseo personal, había llegado con los borceguíes sucios al Palacio de la Inquisición. Pero ya no estaba dispuesto a tolerarle más desmanes. Necesitaba un criado diligente y cumplido, que se partiera el alma por servirlo y le allanara dificultades en vez de causarlas. Cuando Pedro volviera al convento, le mandaría dar cincuenta azotes en salva sea la parte, y después, a la calle sin un tlaco de indemnización.

Llegó al coro cuando la comunidad empezaba a rezar el oficio de vísperas. Distraído de las oraciones por los sucesos del día, que rebullían en su cabeza como fuegos de artificio, pronunció maquinalmente las palabras de la liturgia. El dolor en el recto volvió a punzarle, acompañado ahora de una comezón insidiosa. Hubiera sido un disparate rascarse en presencia de todo el mundo, pues a partir de su nombramiento en el Santo Oficio, los eternos resentidos de la facción criolla lo sometían a una vigilancia más estrecha, con la piadosa intención de lincharlo al menor desliz. Armado con la paciencia de Job, resistió a pie firme hasta el final del oficio, y apenas pronunciado el Miserere nobis, salió como flecha al patio del claustro mayor sin detenerse a conversar con nadie. A solas en la celda, libre ya del hábito y las calzas, se rascó el ano con la urgencia de un perro sarnoso. Oh, placer celestial, quién pudiera servirse de las uñas en todo tiempo y lugar, sin dar pábulo a la calumnia. Pero a la hora de lavarse en el aguamanil, descubrió una mancha de sangre en su mano izquierda. Diantre, al parecer tenía una hemorragia ahí abajo, en la caverna de los placeres prohibidos. Con ayuda de un espejito se asomó por primera vez a esa tenebrosa región de su cuerpo. Virgen Santísima, unas horribles postemas con sangre coagulada habían hinchado y teñido de púrpura al peludo cíclope. Si daba grima su aspecto exterior, ¿cuántas inmundicias y corrupciones no tendría rebalsadas por dentro?

Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa, se golpeó el pecho, persuadido de haber visto en el espejo un fiel trasunto de su alma. A últimas fechas, consumido en las llamas de su infierno anal, ya no se conformaba con ponerse lavativas medicinales de manzanilla y eléboro. En busca de placeres intensos, de ardores que lindaran con la tortura, se había metido en los intestinos copiosas ayudas de vinagre, alumbre y chile piquín. Con esos enjuagatorios berreaba de lo lindo, como si le hicieran sajaduras en todo el cuerpo, hasta alcanzar violentos espasmos en los que parecía eyacular un chisguete de azufre. Ni siquiera tomaba la providencia de lavar el bitoque después de usarlo, porque en su fantasía, la vida pecadora estaba reñida con la higiene, y la suciedad era un ingrediente consustancial del placer.

¿Qué diablos hacer ahora para detener la infusión? ¿Ponerse una lavativa de agua bendita, como recomendaba san Buenaventura en los casos de posesión satánica? Imposible solicitar ayuda al médico de la orden: haría preguntas de mala fe, descubriría con el tacto sus más íntimas vergüenzas, lo denunciaría ipso facto con el provincial Montúfar, y en cuestión de horas, una vida ejemplar consagrada al servicio de Dios quedaría reducida a estiércol. Tal vez debiera acudir a un indio curandero de las afueras, sí, esos indios eran reservados como tumbas y lo curaban todo con sus emplastos. Por eso muchos españoles les tenían más confianza que a los médicos eminentes. Pero siempre los había combatido desde el púlpito por mezclar la herbolaria con las creencias paganas, y después de tantos anatemas contra ellos y su clientela, sería escandaloso que algún feligrés lo sorprendiera en plena consulta. En el momento más acalorado de sus reflexiones tocaron a la puerta.

—¿Quién?

—Traigo un recado del provincial Montúfar.

Por la inflexión infantil de la voz, Cárcamo reconoció a fray Alonso de Manrique, un novicio de reciente ingreso, hijo de buena familia, a quien Montúfar había tomado como secretario. Se puso de prisa el camisón de dormir y abrió el ventanuco.

—¿Qué se te ofrece, hijo?

—El provincial lo manda llamar a una reunión de urgencia en la sala capitular —dijo el novicio, cabizbajo y sonrojado.

—¿Sucede algo malo?

—Eso me temo, fray Juan, algo malo y nunca visto. —Manrique se mesó la barba rubia—. Parece que anoche un hermano de la orden metió a una mujer al convento.