10
Cuando fue descubierta la fuga de los reos, el corregidor mandó a sus alguaciles a inspeccionar todos los rincones de Amecameca y pueblos circunvecinos en busca de los cómplices que habían abierto las rejas. La pesquisa no dio resultados y toda la responsabilidad recayó en Melitón, el celador sorprendido en estado de ebriedad, que fue castigado con doscientos azotes.
Fray Juan de Cárcamo pronunció desde el púlpito una flamígera arenga, donde amenazó con la excomunión ipso facto incurrenda a quien diera refugio a los idólatras demoniacos. Nadie receló de Tlacotzin, a quien libraba de cualquier sospecha su fama de cristiano devoto. Una semana después, el prior ordenó subir todos los ídolos incautados al cerro del Sacromonte, donde celebró una misa en desagravio de la fe, asistido por su pilguanejo. De subida al monte, el sol brillaba en todo su esplendor, pero en el transcurso del oficio divino el cielo se fue encapotando y al terminar la misa, cuando Cárcamo empezó a quebrar los ídolos con un mazo, la niebla era tan espesa que Tlacotzin no veía al prior a dos varas de distancia. Entre los fieles hubo murmullos de asombro, que los frailes intentaron sofocar rezando el Alabado. El alma de Tlacotzin se llenó de alborozo: el desagravio era un rotundo fracaso, pues los dioses aztecas daban una muestra de su poder en el momento justo en que Cárcamo pretendía exterminarlos.
Reafirmado en sus creencias, empezó a adorar en secreto todas las noches la efigie de Huitzilopochtli que guardaba bajo la cama. Señor de la niebla, padre de las cenizas —le imploraba con los ojos anegados en llanto—, dame fuerzas para ser digno de ti, como el bravo Axotécatl. Las palabras agradecidas de Coanacochtli al momento de ser liberada le habían devuelto el orgullo y la dignidad. Estaba absuelto por la muerte de su padre, pero después de realizar ese acto de insumisión, ya no podía tolerar las cadenas de la servidumbre. Si era un guerrero marcado por el signo del jaguar, destinado a grandes hazañas, como decía Coanacochtli, ¿no estaba cometiendo una cobardía al trabajar para Cárcamo? Odiaba por encima de todo la obligación de ponerle la lavativa cada vez que se empachaba en sus banquetes privados. Con la práctica había adquirido destreza para introducir el bitoque, pero su repugnancia no disminuía por efecto de la costumbre, y a veces le perforaba el culo con la saña de un lancero. Lo extraño era que esas violencias parecían reconfortar al prior en vez de lastimarlo, pues nunca se quejaba de ellas, y en cambio solía reprenderlo por andarse con demasiados miramientos.
Cuando las humillaciones cotidianas le calaban más hondo, Tlacotzin fraguaba planes de independencia que se desvanecían como pompas de jabón apenas los confrontaba con la realidad. Era oprobioso tener que solapar los vicios de un cerdo con sotana, pero a los quince años conocía lo suficiente las condiciones de trabajo en las haciendas y en los obrajes para darse cuenta de que pese a todo, trabajar para la Iglesia era un privilegio. Si se marchaba del convento para cultivar la tierra como jornalero tendría detrás a un calpixque negro dándole fuetazos a la menor señal de cansancio, y cuando cobrara el ínfimo jornal, sus patrones le descontarían el diezmo eclesiástico, el impuesto para la construcción de la catedral metropolitana, los cuatro reales del Servicio Real destinados a sostener la Armada de Barlovento, el medio real de ministros y los pagos en especie al corregidor. Al menos, en el convento estaba exento de tributos, comía mejor que los peones de hacienda y no necesitaba comprar los víveres que el corregidor acaparaba y luego revendía en el tianguis con el precio doblado.
El instinto de supervivencia le ordenaba aguantar vara hasta que el prior obtuviera un ascenso en la orden y se largara de Amecameca, pero su creciente irritación ante la injusticia, más documentada cuanto mejor conocía los abusos de Cárcamo, no era el mejor estado de ánimo para servir a un amo que diariamente perfeccionaba sus trácalas y ahora prestaba dinero a los medieros con intereses leoninos. Gracias a la usura, en poco tiempo Cárcamo había comprado cuatro molinos de nixtamal, dos obrajes y varias sementeras de frijol, chile y algodón, que nominalmente pertenecían al convento, pero que él usufructuaba en beneficio propio. Obstinado en congraciarse con sus superiores, cada viernes primero mandaba a México una cuadrilla de tamemes cargados con huevos, pollos, guajolotes y maderas preciosas para el provincial de la orden. Los cargadores regresaban con los pies en carne viva y algunos no volvían a enderezar el espinazo, por llevar en la espalda el doble de su peso. Indignado, Tlacotzin sugirió al prior enviar esos obsequios a lomos de mula, pero Cárcamo se negó en forma tajante, pues tenía a todas sus bestias trabajando en el campo, y para no distraerlas de esas faenas, él mismo se hacía transportar en litera por los sufridos indios de la doctrina.
Guiado por los sentimientos más que por las ideas, Tlacotzin iba perdiendo la fe en una religión donde podían encumbrarse personajes como Cárcamo. A diferencia de los dioses aztecas, que ya se le habían manifestado dos veces, el señor Jesucristo no parecía tener interés en los asuntos humanos. Era quizá un dios pusilánime, que dejaba cometer atropellos a los gachupines malvados sin darles ningún escarmiento, tal vez porque en el fondo le complacían los sufrimientos del indio. Su padre tenía razón: el verdadero Dios de los españoles era el Becerro de Oro, la prueba de ello era que en todas partes la Iglesia se postraba de hinojos ante el poder terrenal. Confirmó esa impresión cuando el prior, quien durante todo el año había escatimado dinero para el hospital del convento, donde solo había dos míseros jergones, no reparó en gastos para darle una suntuosa bienvenida a don Manuel de Solís y Alcobendas, marqués de Selva Nevada, uno de los caballeros más ricos de la Nueva España, famoso en todo el reino por su prodigalidad para financiar obras pías. De camino a Puebla, el marqués y su familia tomarían un descanso en la hacienda de Tomacoco, una de sus muchas propiedades, ubicada en los alrededores de Amecameca.
—El marqués es gran amigo del virrey y el principal benefactor de la Orden —dijo a fray Gabriel de Villalpando en un opíparo desayuno servido por Tlacotzin—. Una recomendación suya vale oro, aquí y en España. No podemos desaprovechar esta oportunidad de ganamos su favor.
Derrochando el dinero de las limosnas, Cárcamo mandó poner en el centro de la plaza un tapete de flores con el escudo nobiliario del marqués (montaña nevada y león rampante en campo de gules) junto a otro con el emblema de la regla dominica, para simbolizar el cordial abrazo de la orden monástica con la insigne familia. Comisionado para organizar los festejos, Tlacotzin ayudó al cuetero del mercado a levantar los castillos para los fuegos artificiales, cosió las botonaduras de los uniformes nuevos para la banda de música y comandó una cuadrilla de mozos que tendieron pasacalles con leyendas de bienvenida.
Cuando la estufa de la poderosa familia, tirada por ocho corceles con herraduras de plata y guarniciones de pedrería, pasó bajo el arco triunfal erigido en la Plaza de Armas, la banda tocó una fanfarria en honor de los visitantes y Cárcamo se adelantó a abrirles la puerta con más presteza que el lacayo negro del marqués. La primera en bajar fue la marquesa, doña Pura, una gruesa mujer de mediana edad, con un tenue bigotillo mal disimulado por los polvos de arroz. El prior la saludó con una caravana palaciega, y en seguida, fray Gabriel de Villalpando la protegió con un quitasol. Detrás de ella venía su hija Leonor, alta y distinguida, con un perfil augusto de emperatriz romana. Al saludar a Cárcamo lo miró fijamente, como si su rostro le resultara conocido, y con exquisita cortesía, declaró tener predilección por la orden de Santo Domingo.
—Nos honra sobremanera su preferencia —sonrió Cárcamo.
A nombre de los indios de la doctrina, Tlacotzin, vestido con ayate nuevo, entregó un ramo de rosas a doña Leonor, y aunque solo se atrevió a mirarla un segundo, quedó impresionado por el contraste de su extrema palidez con sus ojos azul turquesa. Parecía tener fuego en la mirada y hielo en el cuerpo, como la santa Inés demacrada del óleo colgado en la nave lateral del templo. Finalmente el marqués, don Manuel, descendió con ayuda de su lacayo. Era un anciano enjuto, de mejillas violáceas, que a duras penas lograba tenerse en pie. Entre los pliegues de su fina capa negra emergía una cabeza de avestruz con sombrero a la chamberga, y en sus blancas manos temblorosas brillaba una pesada sortija de oro con zafiros.
—Alabado sea el Señor por concederme la dicha de recibiros —dijo Cárcamo—. Temo que este pueblo sea demasiado pequeño para albergar tanta grandeza. ¿Vuestra Señoría tuvo un buen viaje?
—A mi edad, ningún viaje es bueno —don Manuel se quitó el sombrero y quedó al descubierto su cara de pellejos colgantes—, con tantos hoyancos en el camino tengo los huesos molidos.
—Pues ahora disfrutaréis de un merecido descanso. Tened la bondad de acompañarme.
Entre Cárcamo y Villalpando tomaron de los brazos al carcamal para remolcarlo lentamente hacia el patio del convento, donde había seis sitiales con guadamecíes dorados. Un criado sirvió vasos de aloja resfriada con nieve, y cuando los visitantes tomaron asiento, un grupo de niños ataviados con penachos y sonajas bailó un tocotín. Terminada la danza, Cárcamo leyó de pie el panegírico en octavas reales que había escrito para la ocasión, donde cantaba todas las hazañas militares de los ancestros del marqués, remontándose a la época de Alfonso X, el Sabio. El hinchado tejido de metáforas barrocas y alusiones culteranas terminó con una tufarada de incienso:
Noble hidalgo con sangre de mil reyes,
a cuyos graves túmulos, ufano,
añades honra que en virtud consiste.
Benefactor del pueblo mexicano
que ciego ignora las divinas leyes,
si no eres Dios, en su lugar viniste.
Sonrojado de pena ajena, Tlacotzin pensó que si el marqués tenía un adarme de inteligencia, rechazaría esos cumplidos ridículos, que más bien parecían una burla solapada. Pero al parecer le endulzaron los oídos, pues agradeció el homenaje con una inclinación de cabeza. Ni tardo ni perezoso, al ver el buen efecto causado por su poema, el prior expuso a don Manuel los apuros financieros del convento. En esa región aún había muchos pueblos indios por evangelizar, dijo, y aunque el objeto de todos sus desvelos era llevarles la palabra de Dios, por desgracia carecía de medios suficientes para propagar la fe. El provincial de la orden ya le había prometido asignarle más frailes, pero necesitaba ampliar el convento para alojarlos, y disponía de un caudal tan exiguo que había dejado inconclusa la torre de la iglesia. No quería pecar de importuno, pero si el marqués pudiera acordarse de los pobres frailes de Amecameca cuando hiciera sus donativos anuales, rescataría tantos infieles de las tinieblas como granos de arena hay en el desierto.
—Tengo odio al dinero y siempre lo he considerado estiércol para ganar a Dios —concluyó Cárcamo—, pero el mismo dinero que cuando se tiene es una complicación y cuando se busca es una carga, empleado en empresas santas es una corona para los hombres misericordiosos.
—Ayúdalo, padre —suplicó al marqués la joven Leonor, que había escuchado las palabras de Cárcamo con vivo interés—. Este hombre tiene madera de santo.
Sorprendido y halagado a la vez, Cárcamo dirigió una sonrisa a su angelical valedora, que le sostuvo la mirada con ardiente simpatía. Tlacotzin creyó percibir en esa mirada algo más que una admiración respetuosa.
—Hablaré con mi administrador y veremos si puedo hacer algo por el convento —dijo el marqués, de camino al refectorio.
Cárcamo se volvió hacia doña Leonor desvanecido de gratitud:
—Muchas gracias, señorita. Vuestra merced me ha hecho un señalado favor, pero sé muy bien cuán lejos estoy de merecer sus elogios.
Por fin dijiste una verdad, pensó Tlacotzin, que escoltaba a los invitados junto con los lacayos negros de los marqueses. En la antesala del refectorio, doña Pura se detuvo a contemplar el mosaico de plumas con la imagen de la Inmaculada que Tlacotzin había obsequiado al convento.
—Qué hermosura. ¿Quién hizo esta maravilla?
—Mi pilguanejo, un indio con manos de ángel —dijo Cárcamo—. Diego, ven para acá.
Tlacotzin dio unos pasos al frente y se inclinó ante la marquesa.
—Te felicito, Diego, eres un gran artista.
—Dios bendiga a su merced. —Tlacotzin hizo una genuflexión.
—Descuelga el mosaico, ¿no ves cuánto le gusta a la marquesa?
Desconcertado, Tlacotzin obedeció al prior, pero doña Pura rechazó el obsequio.
—De ninguna manera, esta preciosidad debe quedarse aquí.
—Si nuestras almas y nuestras vidas le pertenecen, con más razón las obras de nuestras manos —dijo Cárcamo, y arrebató la imagen a Tlacotzin para entregársela a doña Pura.
La marquesa contempló un momento con arrobo la colorida efigie de María.
—Está bien —suspiró—, aceptaré el obsequio para no ofenderlo. Se verá lindísimo en el oratorio de la hacienda —y entregó el mosaico a uno de sus criados Al ver el uso que el prior había dado a su Inmaculada, Tlacotzin se sintió víctima de un despojo. Había creado esa imagen con sincero fervor, para expiar un pecado mortal que lo atormentaba, y ahora venía a parar en manos de una familia podrida en plata, cuya única virtud era haberse enriquecido con el sudor del pueblo. Al día siguiente, alegre como una castañuela, Cárcamo le dictó varias cartas dirigidas a los altos jerarcas de la orden dominica en México y España, en las que se ufanaba de su «antigua y estrecha» amistad con el marqués de Selva Nevada y les refería su promesa de socorrer generosamente al convento.
—Cuando vean la consideración que me tiene don Manuel, empezarán a reconocer mis méritos —dijo a Villalpando a la hora del almuerzo, y ordenó a Tlacotzin que hiciera un nuevo mosaico, ahora con la efigie de la virgen del Rosario, para obsequiarlo a los marqueses en su próximo viaje a la capital.
El nuevo encargo cayó como un puñado de sal en la fresca herida de Tlacotzin. Ni siquiera me ofrece un pago por mi trabajo —pensó—, para él soy un asno sin voluntad, que debe dar vuelta a la noria cuando le azotan la grupa. Los elogios de la marquesa le habían dejado entrever el alto valor de su trabajo, y no podía tolerar que el prior medrara con él. Pero más allá de las cuestiones materiales, el arte plumario era su vínculo sentimental más fuerte con el difunto Axotécatl. El noble desinterés de su padre, que realizaba esos mosaicos por amor a los viejos dioses, le pareció ahora más encomiable, comparado con la sórdida ambición del prior. Emplear ese legado artístico y moral en beneficio de un fraile corrupto significaría pisotear la memoria de su padre. ¿Pero cómo contravenir la orden del prior, sin arriesgarse a perder su plaza de pilguanejo?
So pretexto de salir a cazar aves para el nuevo mosaico, al día siguiente Tlacotzin emprendió una caminata rumbo a la Sierra Nevada. Necesitaba el auxilio espiritual de Coanacochtli y presentía que la arriscada hechicera no había abandonado esos pagos, así la persiguiera una jauría de alguaciles. Al llegar a Paso de Cabras preguntó por ella en varios jacales, pero nadie recordaba haberla visto. Algunos indios, atemorizados, se dieron la media vuelta y lo dejaron con la palabra en la boca. Como la bruja se había convertido en una apestada, las familias de la aldea que antes iban a pedirle curaciones o limpias ahora le ponían cruces, por temor a meterse en líos con la justicia. Si la pobre no ha muerto, pensó, estará donde se esconden las fieras acorraladas. Solo había un escondite de idólatras que los alguaciles no habían descubierto aún: la remota cueva donde su padre y Coanacochtli le habían dado el teocualo. Para evitar ser visto por los arrieros y los leñadores, ascendió al monte por los senderos recorridos en su niñez, ahora invadidos de matorrales, que a trechos debía cortar a punta de machete. Cuando llegó a la escarpada ladera había caído la tarde y una diadema púrpura ceñía la cumbre de los volcanes. Examinó la pared rocosa en busca de una hendidura, y con su machete arrancó las matas de yerba adosadas a la piedra, sin encontrar la entrada. Ya empezaba a temer que sus recuerdos se hubiesen desleído con el tiempo, cuando sacó su paliacate para enjugarse el sudor, y al recargarse en el muro de basalto, movió por accidente una pesada roca triangular. Apenas alcanzó a moverla medio palmo, pero con eso le bastó para descubrir que del otro lado había una oquedad. Entonces vio con azoro que alguien movía la roca desde adentro. Empujó en la misma dirección hasta mover la mole dos palmos más. Coanacochtli asomó por la abertura su cabeza desmelenada y sucia. Tenía difuminados los contornos del rostro, como una estatua sometida por siglos a la erosión del viento y el agua.
—Pasa —dijo con alborozo—. Anoche soñé que vendrías.
Tlacotzin entró en la cueva con pasos vacilantes. No quedaba nada del teocali que tanto lo había impresionado de niño. Los sahumerios de copal habían desaparecido y el refugio apestaba a carne descompuesta. Sintió revolotear los murciélagos muy cerca de su cara y tuvo que asirse a la pared para no resbalar en las piedras húmedas del suelo, que parecían sudar un licor amargo. Coanacochtli iba adelante con una antorcha y lo condujo hasta la bóveda principal de la cueva, donde había una fogata encendida.
—Siéntate —ordenó, señalándole una piedra plana.
Tlacotzin exhaló un suspiro, y con una franqueza que solo había tenido en sus confesiones con fray Gil de Balmaceda, le narró todos los infortunios que había padecido al servicio de Cárcamo, explicándole con detalle todas sus corruptelas y abusos contra los indios. Al verlo cometer tantas iniquidades había perdido la fe en la Iglesia católica, pero aún guardaba cierto respeto a la Virgen María, cuya bondad le inspiraba ternura. Lo que no alcanzaba a comprender era por qué toleraba de buen grado el imperio de la maldad. Para terminar, le expuso el dilema en que se encontraba por el encargo del nuevo mosaico. Cumplir la orden del prior sería como echar un escupitajo en el recuerdo de su padre. ¿Debía obedecer o rebelarse?
—Por fin estás empezando a ver claro —lo felicitó Coanacochtli—, ya empiezan a disiparse las tinieblas de tu alma. La iglesia de los blancos es el templo del odio, la casa de la mentira, ¿y sabes por qué? Porque su redentor es un falso Huitzilopochtli. Los españoles descuartizaron nuestra fe y con sus pedazos han creado un engendro impío. La sagrada hostia es un burdo remedo del teocualo, el dios de maíz que te dimos a comer de niño. En el principio del tiempo, Coatlicue engendró al dios guerrero sin ser tocada por ningún hombre, y ahora ellos quieren colgarle ese milagrito a su Inmaculada. Lo peor es lo que han hecho con la pobre Tonatzin: la apartaron de sus hijos y la convirtieron en esa mona tiznada, patrona de los agachados, que ahora reina como usurpadora en el templo del Tepeyac. ¿Entiendes por qué los españoles derribaron nuestros altares? Se robaron nuestros dioses y no quieren dejar huellas de su crimen.
—Pero ellos nos dominan y son dueños de la tierra —respondió Tlacotzin—. ¿Cómo podemos hacerles frente? ¿Para dónde jalo si me voy del convento?
—Ten valor, un guerrero no debe rendirse antes de pelear.
—Yo no soy un guerrero, jamás he peleado con nadie. —Tlacotzin bajó la cabeza, avergonzado.
—¿Quieres ser un esclavo de Cárcamo toda tu vida? —Coanacochtli lo sacudió por los hombros—: ¿Cumplirás todos sus caprichos como una mujercita?
—No quiero obedecerlo —sollozó—. Por eso vine a pedirte ayuda.
—Entonces deja de chillar y pórtate como un hombre.
Tlacotzin sintió que su padre lo regañaba por boca de la hechicera y recobró la presencia de ánimo.
—Si quieres que te ayude —prosiguió Coanacochtli—, extiende los brazos y repite conmigo este juramento: De ahora en adelante, y hasta la hora de mi muerte, no haré nada con estas manos que pueda ofender a mis dioses.
Tlacotzin repitió el juramento sin titubear, envalentonado por la compañía espiritual de Axotécatl.
—Muy bien, ahora demuéstrame que no juraste en vano.
—¿Cómo?
—¿Ves los tizones de esa hoguera? Cógelos con las manos.
Tlacotzin vio con pavor los leños rojos y dirigió una mirada implorante a la bruja, que volvió a señalar el fuego con las mandíbulas tensas.
—Es el precio de tu libertad —dijo—, un amanteca no puede trabajar con las manos chamuscadas.
Tlacotzin acercó las manos a la lumbre. Al sentir el calor del fuego, sintió que la fuerza lo abandonaba y retiró las manos con pavor. No tenía el coraje de su padre o no adoraba a los dioses aztecas con suficiente fuerza para inmolarse por ellos. Era débil como un carrizo, tan débil como el niño indefenso que Axotécatl había llamado: «mi piedrita de jade, mi rico plumaje, mi agua florida». Coanacochtli quiso obligarlo a tomar los leños ardientes, pero Tlacotzin la hizo a un lado de un empujón y salió de la cueva corriendo, perseguido por una imaginaria lengua de fuego que bajaba tras él quemando el zacate. Corrió hasta perder el resuello, y cuando estuvo seguro de haber hurtado el cuerpo a la tortura, se recargó en el tronco de un sauce a llorar su derrota.
Esa noche Juan de Cárcamo lo vio llegar al convento con el brazo derecho en un cabestrillo.
—Me resbalé en la cañada persiguiendo a un colibrí —le explicó cabizbajo—. Creo que tengo un hueso roto.
—Indio botarate, ¿quién te manda ser tan atrabancado? —Se amostazó el prior, que esa mañana había prometido a la marquesa el nuevo mosaico de plumas para el mes próximo—. ¡Por tu culpa le voy a quedar mal a doña Pura!
—Perdone vuestra paternidad, fue un descuido.
—¡Fuera de mi vista, cretino! —Lo corrió Cárcamo—. ¡Eso me gano por confiar en un malnacido que solo sirve para lavar retretes!
Apenas cerró el portón de su celda, Tlacotzin se quitó el cabestrillo, y al flexionar el brazo sonrió con malicia. No tenía vocación de mártir, quizá nunca pudiera defender su dignidad en términos de vida o muerte, pero había encontrado una manera de cumplir su juramento sin tener que tatemarse las manos. Huitzilopochtli sabría comprender que bajo el yugo de los tiranos, la resistencia taimada era preferible al martirio.