20
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de este pobre gusano que repta en la ciénaga del placer nefando, sin el valor necesario para publicar en confesión sus hedores y podredumbres. Sé que no soy digno de pedirte nada mientras esté en pecado mortal, pero necesito tu auxilio para vencer al maligno. Él fue quien selló mis labios en el confesionario, cuando quise abrirme de capa con el provincial Montúfar. Si no pude confesarme con ese espejo de virtudes cristianas, ¿quién sanará mis llagas con el bálsamo del perdón? Enmudecí en su presencia porque la amistad entre Montúfar y yo se funda en la renuncia a los deleites mundanos y en la certidumbre de recorrer juntos el mismo camino de perfección. Está acostumbrado a escuchar de mi boca pecadillos veniales, cuya insignificancia me acredita como santo antes que desdorarme como sacerdote remiso. En vez de hacer un verdadero mea culpa, solo atiné a decirle que la noche del viernes, durante la oración de completas, había soltado un bostezo, simpleza que lo hizo reír, y cuando me preguntó si había cometido otras faltas, guardé un silencio culpable, con la bola de plomo atorada en el pecho.
No pensaba entonces en la salvación de mi alma, ni en la ofensa que te hice, Padre Mío, sino en la mezquina conveniencia. Temí perder para siempre la estimación del provincial, justo ahora, cuando acabo de ingresar al Cuerpo Consultivo de Definidores, la penúltima escala para llegar al Provincialato. Un religioso con la probidad de Montúfar jamás divulgaría un secreto de confesión, pero calculé que al caer de su gracia, me quitaría el manejo financiero de la orden y, por lo tanto, quedaría desconceptuado ante la comunidad entera. Aun ahora, mientras hago penitencia con un cilicio clavado en el vientre, me inquieta más la posibilidad de ser descubierto por alguno de mis hermanos que el pecado cometido. Si mi baja índole ni siquiera me permite una contrición verdadera, ¿cómo podré ahuyentar a los ejércitos de la noche? Acúsome, Señor, de haber contraído un raro apetito concupiscente, que hasta donde llegan mis lecturas, no aparece consignado en ninguna guía de pecadores y, sin embargo, inficiona el alma tanto como el fornicio o el pecado de Onán. Soy afecto a las lavativas y gozo hasta la ignominia cuando me aplican el clíster en salva sea la parte. Como todos los pecadores empedernidos, durante muchos años subestimé la gravedad de mi vicio. Combatí la gula con denuedo, hasta casi vencerla, sin advertir el vínculo entre mi glotonería y la vil apetencia de esa otra boca, no menos voraz, donde Belcebú tiene su guarida.
Todo comenzó cuando entré de novicio al convento mayor de Oviedo, en mi Asturias querida. El día de la fiesta de santo Tomás sirvieron en el refectorio un suculento lechón al horno y cometí el desatino de comer hasta el hartazgo. Amanecí constipado y con cámaras en el vientre, sin poder evacuar, por más que pujaba en la bacinilla. Con autorización del prior, el médico de la orden dispuso entonces ponerme una lavativa, la primera de mi vida, pues de niño jamás las necesité. Como lo prescribían los estatutos de la orden, para evitar cualquier contacto indecente, el médico me aplicó el clíster a oscuras, las manos enfundadas en guantes de seda, y aunque la entrada del bitoque en el recto me causó intenso dolor, cuando derramó la ayuda en mis intestinos sentí un grato cosquilleo, seguido de una erección que apenas si logré disimular debajo de mi sotana. Como el prior había autorizado la curación, no me pareció necesario confesar el percance, ni le di mayor importancia, tal vez porque Satanás ya me tenía cogido en su trinche.
Mientras viví sujeto a la regla monástica española, tuve pocas comilonas y, por lo tanto, contadas ocasiones de ponerme lavativas. Pero cuando los superiores, en reconocimiento a mis méritos, me enviaron al Nuevo Mundo, con el honroso cargo de prior del convento de Amecameca, quedé librado a mi propio arbitrio, sin el freno de ninguna autoridad superior. Ahí me aficioné a los platillos más exquisitos y lujuriantes de la comida indiana, no tanto por el gusto de paladearlos, como creía entonces, sino por la indigestión que producen. Casi a diario tenía una excusa para ordenar a mi pilguanejo que me introdujera el bitoque, y aunque gritaba de placer cuando recibía el caliente enjuagatorio, jamás padecí cargos de conciencia, pues un velo delante de los ojos me impedía ver la horrible verdad. Las almas impuras tienen infinitos cajones y recovecos para ocultar sus culpas más negras, como los criados que meten la basura bajo el tapete. Yo no veía nada malo en aplicarme lavativas para aliviar mis indigestiones, y en cuanto al pecado de la gula, cada viernes primero lo confesaba sin rodeos a fray Gabriel de Villalpando, mi subalterno y compañero de bacanales, quien me imponía una penitencia benigna a cambio de que yo le diera el mismo trato cuando se confesaba conmigo.
Bien sabes, Jesús, cuánto he luchado por enmendarme desde mi traslado a México y te consta que en tres años de vivir aquí no había tenido un solo empacho. Pero los desaires que hace una semana sufrí en casa de los marqueses me destemplaron los nervios, y para calmar la ansiedad, almorcé como un tosco jayán. Por si fuera poco, de vuelta en mi celda todavía me empujé una docena de buñuelos sopeados en chocolate. Con la saciedad casi recobré la paz del espíritu, pues a veces los gustos del cuerpo sosiegan el alma, pero dos horas después, en pleno rezo de vísperas, las contracciones del epigastrio, dolorosas al punto de obligarme a morder un pañuelo, me hicieron gemir de remordimiento, como si tuviera el alma alojada en los intestinos. Con gran pesar tuve que ocurrir a la sala de enfermos, donde el médico de la orden, fray Andrés de Villena, intrigante de tiempo completo y miembro de la facción criolla, me sometió a un descortés interrogatorio para obligarme a confesar que había recaído en el pecado de la gula. Contra todas las evidencias, le aseguré que había comido con parquedad, y atribuí mis retortijones a un alimento descompuesto.
—Pues me veré obligado a ponerte un clíster —dijo fray Andrés—, para limpiarte los redaños y bajar la inflamación del peritoneo.
—Adelante, hermano —dije con resignación—, Dios nos manda soportar con entereza la humillación y el dolor.
Al colocarme en decúbito prono, el hábito arremangado hasta la cintura, tenía la expresión adusta de un santo en el martirio, y sin embargo, en mi fuero interno, ansiaba la penetración como una desposada en la antesala del himeneo. Tal vez por llevar largo tiempo sin ponerme una lavativa, tenía el ano muy cerrado y fray Andrés batalló largo rato para encajarme el bitoque. Su rudeza me hizo recordar a Diego, mi pilguanejo de Amecameca, a quien yo mismo aleccioné para tratarme así. Borré de mi semblante cualquier expresión de gozo, pero la nostalgia aguijoneó mi lubricidad y aunque esta vez procuré no jadear ni reírme, por temor a despertar la suspicacia de fray Andrés, cuando el enjuagatorio me inundó las entrañas eyaculé con un sordo quejido. Nunca antes había derramado mi simiente, ni practiqué jamás la masturbación —solo había tenido poluciones nocturnas en sueños, que la Iglesia perdona por su carácter involuntario— y al verme en tal embarazo comprendí, cegado por una revelación luminosa, como la que san Pablo encontró en el camino a Damasco, que el solo y único fin de todas mis comilonas había sido provocar esa efusión sacrílega. Por fortuna, el semen se derramó en mi sotana y, como estábamos a oscuras, creo que fray Andrés no se percató de lo sucedido. Esa noche tallé mi hábito con piedra pómez, hasta sacarme sangre de los nudillos, y aunque logré borrar las manchas de esperma, desde entonces no lo he vuelto a usar, pues temo que el olor de ese fluido repugnante y viscoso haya quedado adherido a la tela. Castígame, Dios, por haber agravado mi crimen al ocultarlo con la industria de un contumaz libertino. Arroja una lluvia de fuego sobre la sentina impurísima de mi cuerpo, antes de que vuelva a prostituirlo en los lupanares de Babilonia.
Solo puedo alegar en mi descargo, que a pesar de haber gozado en forma tan sucia, no por ello soy marica, ni utilizo el clíster como sustituto del miembro viril. En lo que se refiere al acto carnal, mi voto de castidad sigue incólume, pues jamás he tenido la tentación de holgar con hombre ni con mujer. Apruebo con entusiasmo la ordenanza episcopal de quemar a los sométicos en el atrio de San Juan, y en modo alguno me siento acreedor a esa pena, porque no pervierto a nadie con mi pecado. Deseo tener dentro un tubo caliente, no a los médicos o criados que me lo encajan, y si las reglas del convento lo permitieran, prescindiría por completo de ellos. Los vicios solitarios hieden a azufre, lo tengo muy bien sabido y sin embargo, los prefiero a las bajas pasiones de la sodomía o el adulterio, que arrastran a otras almas consigo en su caída al infierno. Se me podrá acusar de cualquier cosa, menos de revolcar mi sagrada investidura en la ciénaga del fornicio, y si mañana ardiera en el Tártaro, me quedaría el consuelo de no haber corrompido a ningún cristiano. Lo que me atormenta es la flaqueza de mi voluntad, pues a pesar de haberme impuesto las penitencias más arduas, toda la semana he soñado con gruesos bitoques, y ayer por la noche, desesperado, tuve que meterme un dedo en el culo para calmar mis ansias febriles. Como dijo san Isidoro en sus Solliloquiorum, libro primero: Haud facile dedíscuntur á senibus vitia, quae pueri didicerint, et in ominem inhaerissent vita. Nada fácil es desarraigar en la madurez un vicio que se contrajo en la mocedad. El hervor de la sangre me empuja a seguir haciendo lo que más aborrezco y no podré oponerle resistencia con mis pobres armas, a menos de que tú, Jesús misericordioso, me hagas fuerte en esta lucha contra el dragón del Apocalipsis.
Un golpe en la puerta interrumpió su oración mental y se levantó sobresaltado del reclinatorio.
—¿Quién es?
—Soy yo, padre. —Cárcamo reconoció la voz de Pedro Ciprés, su criado filipino.
—Te dije que no quiero molestias.
—Traigo un recado del provincial Montúfar, señor. Quiere verlo de inmediato en sus aposentos.
Cárcamo abrió la puerta, el semblante lívido por una terrible corazonada. Debía tratarse de un asunto grave, pues el provincial casi nunca lo llamaba a deshoras. ¿Y si fray Andrés de Villena había descubierto la eyaculación? Por su experiencia médica, seguramente sabía distinguir los gemidos dolorosos de los placenteros, más aún cuando se trataba de poner en solfa la reputación de un enemigo. Tal vez un chisguete de semen hubiese caído en su mesa de auscultaciones, y armado con esa prueba flagrante, lo hubiera delatado con el provincial. En buen lío estaba metido. Pero antes muerto que dar señales de turbación. Negaría con aplomo los cargos de su delator y lo acusaría de tener una barragana en el pueblo de Coyoacán, rumor de muy buena tinta que había escuchado en el claustro universitario. Salió de la celda determinado a librar un combate verbal con el médico, pues Montúfar acostumbraba dirimir las rencillas de la orden con un careo entre la parte denunciadora y el acusado. Subió a saltos la escalinata del claustro pequeño, con tambores de guerra en el corazón, y al llegar a la celda del provincial, siempre abierta para cualquiera, entró con la frente en alto para no incriminarse con una actitud vergonzante. Un lacayo de aire ceremonioso lo condujo a la sala con estrado, forrada de damasco verde, donde el provincial despachaba los asuntos de la orden, bajo la sombra tutelar de un santo Domingo pintado por Murillo. Gracias a Dios, Montúfar estaba solo y no parecía enojado.
—Siéntate, hijo mío, te mandé llamar para hablarte de un asunto muy importante, que no admite dilación.
—Diga usted, padre.
—¿Sabes qué tengo en la mano? —El viejo levantó un pliego de papel enrollado—. Una copia notarial del nuevo testamento del marqués de Selva Nevada.
—¿Ha muerto ya ese desdichado?
—Todavía no, pero tiene las horas contadas.
—Estaba rezando por su salud en el momento en que usted me mandó llamar —mintió Cárcamo con un suspiro de beatitud—. No he desmayado en mis rogativas, a pesar de las ofensas que recibí en su casa.
—Saber perdonar y poner la otra mejilla es nuestro deber como soldados de Cristo —sentenció Montúfar—. Por eso creo que deberías reconsiderar tu alejamiento de los marqueses.
—Ya no soy bien recibido en su palacio, padre. Creo haberle explicado claramente los motivos por los que doña Pura me aborrece.
—Quizá doña Pura no te quiera mucho, pero su hija Leonor te respeta y admira a tal punto, que persuadió al marqués de incluirnos en su testamento.
—¿Quiere decir que el marqués donará algo a la orden?
—Algo no, una tajada enorme —sonrió Montúfar—. Al parecer, tu condena de la embriaguez y de los mercaderes que lucran con ella infundió a la muchacha un sentimiento de culpa y convenció a don Manuel de donar a nuestra hermandad los pingües ingresos por el asiento del pulque, para que el dinero ganado con el vicio de la plebe sirva para redimirla con la fundación de una capellanía. Mira la nueva cláusula.
Cárcamo se acercó a leer el testamento.
—Alabado sea Dios —dijo conmovido—. Veo que esta muchacha ha seguido al pie de la letra mis sermones. ¿Y doña Pura, dio su consentimiento?
—No lo sé, pero su marido está agonizando y no creo que pueda hacerlo cambiar de opinión in articulo mortis.
—Quién sabe —previno Cárcamo—. De una sierpe como ella se puede esperar cualquier cosa.
—Si el marqués fallece pronto, como han pronosticado los médicos, no habrá poder humano que nos prive de esa capellanía —el provincial hizo remolinos con los pulgares como un piadoso tahúr—. Pero sea cual fuere el desenlace de este episodio, debes visitar a doña Leonor para darle cumplidas gracias.
—¿Y si doña Pura me niega la entrada?
—Quien tuvo poder para cambiar la última voluntad de su padre sin duda lo tendrá para recibirte, si es necesario pasando por encima de la marquesa.
Cárcamo titubeó, pues aún le dolían las burlas de doña Pura.
—Cuando fallezca el marqués iré a expresarle mis condolencias.
—No, tienes que verla mañana mismo. —Montúfar endureció el tono—. Junto con el testamento, doña Leonor me envió este recado para ti. Léelo y comprenderás la urgencia de tu visita.
Venerable fray Juan:
La impiedad que lo alejó de mi casa ya está reparada, y ahora no tiene motivos para castigarme con su ausencia. Lo necesito a mi lado en este difícil trance, pues vuesamerced posee el don de cauterizar con una palabra las heridas del corazón. Venga pronto a rezar conmigo, antes de que mi padre entregue el alma al Señor. No me prive del único sostén moral que puede ayudarme a soportar la pena con entereza.
Su afectísima hija,
Leonor
—Creo que vuestra paternidad tiene razón —reculó Cárcamo—. Mañana mismo la he de visitar, mal que le pese a doña Pura.
—Así me gusta, hijo. —Montúfar le palmeó la espalda—. Si este negocio sale como espero, cuando termine mi trienio ocuparás esta silla.
En el pasillo, Cárcamo se topó con su criado Pedro Ciprés, que lo esperaba con una linterna sorda, para alumbrarlo en el camino de vuelta a su celda, pues los pebeteros de los corredores eran escasos y dejaban largos trechos a oscuras.
—Mañana a primera hora debes tener listo el carruaje —le ordenó—, para llevarme a casa de los marqueses.
En la penumbra del corredor, Cárcamo no advirtió la inquietud que su noticia produjo en el rostro desencajado del filipino.
—¿A casa de los marqueses? —Se atrevió a replicar Pedro—. Creí que vuesamerced se había malquistado con ellos.
—Pues no andes creyendo sandeces —lo reprendió Cárcamo—. Siempre estaré donde mis amigos me necesitan.
En la celda, el criado lo arropó con el camisón de dormir y por primera vez desde el día de su empacho, Cárcamo se sintió reconfortado por la blandura de la cama, que las noches anteriores le había parecido un lecho de espinas. El vuelco favorable de la fortuna no lo absolvía de su execrable pecado, pero significaba que no había perdido del todo la gracia de Dios. Bien lo había dicho el Doctor Angélico en la Suma contra gentiles: los pecados de la carne eran más excusables y menos graves que los del espíritu, pues tenían como excusa la violencia de la tentación y dejaban ileso el principio vital del alma, que no se encuentra en el cuerpo, sino en la razón y en la voluntad. Ya tendría tiempo de arrepentirse y hacer una confesión en regla, con llanto copioso, pero de momento, nada ni nadie le quitarían el gusto por el buen suceso de sus diligencias en casa de los marqueses, aunque la donación hubiera llegado por conductos extraños, cuando ya había perdido toda esperanza de conseguirla. Más que un golpe de suerte, la cláusula añadida en favor de la orden le parecía un acto de justicia. ¿Quién había adoctrinado a doña Leonor con paciencia infinita hasta convertirla en una hermana de la caridad? ¿Quién había preparado el corazón de la joven para que en el momento más oportuno convenciera a su padre de hacer una caridad sublime? Él y nadie más era la causa eficiente de ese milagro, y merecía el provincialato de la orden como recompensa por su tenaz empeño. Se había ganado el derecho a dormir tranquilo, pues ahora veía claro que el divino tribunal juzgaba los actos humanos con un sabio sentido de las proporciones. Una pequeña lubricidad, por torpe que fuera, no podía borrar los altísimos méritos de una vida enderezada a la mayor gloria de Dios, al cumplimiento de los cánones sagrados, al fomento de la disciplina eclesiástica y a la reverencia a la Santa Sede.
Mientras Cárcamo se restañaba el orgullo, Pedro Ciprés caminaba sin ruido hacia el patio del claustro mayor, el rostro sudoroso y acongojado, con la linterna apagada para no llamar la atención. Dejó atrás la sala capitular, la antesacristía, la capilla mayor y viró a mano derecha en el estrecho pasillo que comunicaba la capilla de la Tercera Orden con la portería. Oyó bisbiseos de gente cercana y se ocultó detrás de un macetón con geranios.
Por el torno del grueso portón, dos frailes hablaban en sigilo con Melchor, el portero mestizo. Acostumbrado a la relajada disciplina del convento, Pedro dedujo que habían llegado tarde por quedarse jugando a los naipes en alguna taberna. Según la regla monástica, todos los religiosos debían recogerse al oír el toque de vísperas, pero en la práctica, cualquiera podía tomarse pequeñas licencias. Pagado el soborno de rigor, los achispados frailes entraron a trompicones y al pasar por su escondite le echaron una tufarada de vino. Por ser lego y amigo del portero, Pedro salió del convento sin tener que untarle la mano, bajo la promesa de volver temprano, pues Melchor odiaba ser despertado de madrugada. Se necesitaba un valor temerario para andar a pie por la calle en una noche sin luna y Pedro era más bien cobarde, pero no le importó exponerse a un tajo en la yugular con tal de evitar el desastre. Aun con la linterna encendida era difícil caminar en el abrupto empedrado, y le tomó casi media hora llegar a la calle de la Cadena, acompañado por una jauría de perros que le pelaban los colmillos con gruñidos amenazantes. Desde el zaguán de la mansión silbó muy quedo la tonadilla convenida con Celia, para no despertar a los marqueses ni a los demás criados. Pasó un buen rato chiflando sin ver señales de movimiento en la casa, y cuando casi se daba por vencido, el portón de la entrada se abrió. La mulata sostenía un velón y a juzgar por el temblor de su pulso estaba muy asustada.
—¿Quién te manda venir a estas horas? —reclamó en sordina—. ¿Volviste a beber, infeliz?
—Estoy en mis cabales y necesito hablarte. —Pedro la tomó del brazo—. Nuestros planes fallaron. Fray Juan vendrá mañana a visitar a tu ama. Si hablan de la carta estamos perdidos.
—Te dije que el engaño era muy peligroso. ¿Y ahora qué vamos a hacer?
—Tienes toda la noche para pensarlo, pero debes evitar a toda costa que se descubra nuestro embeleco. Tu libertad y mi futuro penden de un hilo.
—No podré hacer nada, la señorita bebe los vientos por él. Será mejor que confesemos todo y pidamos clemencia.
—¿Quieres desollarte las manos en un ingenio de azúcar por el resto de tu vida? —Se impacientó el filipino.
Celia negó con la cabeza.
—¿Quieres que salga a la calle en bestia de albarda y me encierren con cepos en un calabozo?
Celia volvió a negar, ahora entre gimoteos.
—Pues entonces tendrás que discurrir algo, ¿me entiendes? —Pedro la sacudió con vehemencia—. Salva nuestro pellejo, por el amor de Dios.