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Al dar el último retoque a su peinado, Crisanta contempló con orgullo las guedejas de pelo trigueño, casi rubio, que le bajaban por los hombros como un remolino de luz. Le gustaba el contraste del cabello claro con su piel apiñonada y no entendía por qué las madres de sus amigas se afanaban tanto en protegerlas del sol. ¿Qué tenía de malo el color moreno, si era tan lindo? Complacida con su hermosura, se frotó la dentadura con una tortilla quemada, hábito aprendido de las indias del vecindario, que llegaban a la vejez con los dientes albos de su mocedad. Por nada del mundo quería parecerse a esas damas de la corte, refulgentes de joyas y brocados, que iban al teatro en opulentos carruajes, el rosicler de la aurora pintado en el rostro, pero al celebrar las chanzas de los graciosos se tapaban la sonrisa con el abanico, para no enseñar la mazorca podrida.

Terminado su aseo bucal, se untó las mejillas con betabel, haciendo caras coquetas en el espejo. Hubiera querido perfumarse con ámbar y embadurnarse la cara con crema de almendras, como las señoras mayores, pero la tintura de betabel era el único afeite consentido a las escolapias de La Amiga, la escuela de primera enseñanza donde tomaba lecciones de canto, catecismo y buenas maneras. Delante del espejo, con el morral terciado en el hombro, empezó a tararear una cancioncilla infantil, pero su alegre canturreo cesó abruptamente al examinarse con atención: sus medias estaban luidas, la blusa deshilachada y con lamparones, los chapines tenían tantos agujeros que las piedritas de la calle se le metían al andar. Era el atuendo de una pordiosera. Se alisó los pliegues de la falda con mucho cuidado para ocultar los remiendos de la fimbria. Necesitaba ropa con urgencia, pero su padre, Onésimo, nunca tenía dinero para vestirla con decoro. En cambio, siempre encontraba un real, por lo común prestado, para comprar vino en la bodega del catalán. Ahora mismo, en el comedor de su ruinosa vivienda, separada del dormitorio por un rústico biombo con la imagen de san Miguel Arcángel, empinaba el codo con otros bebedores, y sus juramentos soeces le dolían tanto como la humillación de llevar andrajos.

—¡Que me aspen si la indiada nos quita el pan! En este reino ya no se respetan las jerarquías. ¿Dónde se ha visto que los naturales tengan más derechos que los españoles?

Por una rendija del biombo, Crisanta se asomó al comedor y vio a su padre encolerizado, las venas de la frente a punto de reventar. Era un cuarentón fornido, medio calvo, de barba cerrada y ojos turbios, con un gesto permanente de frustración o hartazgo. Sus peludas manazas de cavernario golpeaban la mesa mientras peroraba en tono vehemente. Junto a él fumaba un habano su compadre Martín, un hombrecillo fofo de mirada ovejuna y pelo gris, a quien Crisanta profesaba afecto porque más de una vez le había regalado ropa y juguetes, compadecido de su mísero estado. Completaban la tertulia otros dos españoles más jóvenes, desconocidos para ella —tal vez fueran tramoyeros recién llegados al reino—, sobre los que su padre parecía ejercer algún tipo de autoridad.

—Pues el director de la compañía sigue en sus trece. —Martín exhaló el humo de su puro—. Dice que los indios trabajan mejor y quiere encargarles los decorados de la nueva comedia.

—Claro, les querrá pagar una miseria. —Onésimo chasqueó la lengua con desprecio—. Se conoce que el bellaco no ha leído las ordenanzas del gremio. Por disposición de la Real Audiencia, los españoles somos los únicos que podemos fabricar tramoyas.

—Ya se lo he dicho y se ha reído en mis narices. Dice que tiene la autorización del virrey.

—¿Te la enseñó?

—No.

—Entonces debe ser un embuste. Pero con autorización o sin ella, os juro que ese tunante se las verá conmigo. Soy carpintero, pero tengo honor, y si quiere pasar por encima del gremio, estoy dispuesto a batirme con él.

La aparición de Crisanta en traje de colegiala interrumpió sus bravatas.

—Ya me voy a la escuela, padre.

—Que Dios te bendiga, hijita —la besó en la frente y los demás bebedores aprovecharon la pausa para llenar sus vasos de vino.

—¿Me puedes dar para la colegiatura?

—Ahora no puedo, mi amor, estoy sin blanca.

Crisanta iba a replicar que ya debía tres meses y la instructora la trataba cada vez peor en represalia por sus adeudos, pero se guardó el reproche para mejor ocasión, pues sabía que Onésimo se molestaba cuando lo exhibía como pobre ante sus contertulios.

—Qué linda está mi ahijada —le sonrió Martín—. ¿No me vas a dar un besito?

Crisanta detestaba el aliento de los borrachos, pero quería demasiado a su benefactor para hacerle un desaire.

—Adiós, padrino —contuvo la respiración al besarlo.

—Menudos dolores de cabeza te va a dar cuando crezca —bromeó Martín. Esta niña heredó todo el garabato de su madre.

Onésimo perdió los colores y su pecho se agitó como si hubiese tragado fuego. Cogió a su compadre por la solapa y lo llevó a un rincón del aposento.

—Ya te dije que no la menciones en esta casa —dijo en voz baja—, y menos delante de la niña.

—Perdón, fue sin ánimo de ofender —tartamudeó Martín—. A veces uno se olvida.

Onésimo contuvo el puñetazo que se aprestaba a descargar, y tras una larga exhalación sedante, soltó lentamente a Martín. Aplacada su ira, se volvió hacia la niña.

—Vete ya, que no es bueno para una niña oír las conversaciones de la gente mayor.

Crisanta iba de salida cuando su padre pareció recordar algo y salió a buscarla al patio de la vecindad.

—¡Espera! —La detuvo del hombro—. Cuando salgas de La Amiga te vienes derechita para acá, ¿eh? Nada de meter las narices en el teatro. Si yo me entero de que has entrado a ver el ensayo, te la cargas —y la amenazó con su manaza peluda.

Crisanta empalideció de espanto. A raíz de la última paliza recibida por su afición a las tablas, no había podido sentarse en una semana y aún tenía frescos los cardenales. Llevaba dos semanas sin pararse en el corral de comedias, dos largas semanas de dolorosa abstinencia. A esas alturas, la compañía ya tendría montada la segunda jornada —calculó—, con los parlamentos aprendidos de memoria: un momento ideal para ver toda la comedia de corrido. Pero tenía que refrenar sus ansias: era una locura picarle la cresta a su padre cuando estaba de malas. A un costado de su vivienda había un expendio de atole, atendido por una vieja de largas trenzas blancas que llenaba los tecomates de la clientela sin derramar una gota. La cola de indios llegaba hasta la calle y Crisanta tuvo que abrirse paso con dificultad entre la clientela.

—Buenas tardes, doña Gertrudis.

—Buenas, Crisantita. Dejen pasar a la niña —ordenó, y los indios, obedientes, se arrimaron a la pared.

Como había llovido toda la noche, prefirió quitarse los chapines para no terminar de arruinarlos en el lodazal de la calle. Caminó por el borde de la acera sorteando a brinquitos los grandes charcos donde nadaban mangos podridos, ratas muertas y bostas de vaca. Una carreta con cueros de pulque se había quedado atascada en un hoyanco del empedrado, y su conductor intentaba sacarla a empujones con ayuda de tres macehuales. La gente que se cruzaba con ella —verduleras, aguadores, vagabundos, criadas de familias ricas— la saludaba con alborozo, contenta de verla, y Crisanta sentía que fuera de casa tenía su verdadero hogar.

Se había criado cerca de la calle y cerca del prójimo, y aunque su padre solo tuviera amigos españoles, ella derramaba sonrisas por doquier, sin hacer distinción de castas. Todos me quieren, menos él, pensó con un retortijón de barriga: conmigo se está cobrando el abandono de mi madre. No necesitaba ser adivina para saber lo que Onésimo le había dicho a Martín, pues llevaba años de verlo rabiar cuando alguien mentaba a la innombrable. En vez de traerle olvido y resignación, el tiempo solo había acendrado su odio. Para sepultar el recuerdo de la desertora, le había ocultado hasta su nombre, pero ella lo había averiguado interrogando a los mozos del teatro: se llamaba Dorotea González, y a juicio de todos los que la vieron representar, era una actriz donosa y galana, con mucho salero para los papeles cómicos, que no había llegado a encabezar repartos por su condición de mestiza. En la fantasía de la niña, su figura había cobrado proporciones míticas, y aunque siempre pensaba en ella con admiración, no podía perdonarle que la hubiera abandonado a los seis meses de nacida para largarse con un capitán de lanceros, a quien imaginaba pérfido y guapo como un diablo de pastorela. Con un escalofrío recordó los monólogos gemebundos en que su padre, pasado de copas, dramatizaba las circunstancias del golpe letal:

—Tenía mucha prisa por largarse con su soldadete y ni siquiera preparó bien la fuga. Cuando llegué del taller estabas chillando en el pesebre. Pobrecita, no habías probado una gota de leche en todo el día, y al ver que tu madre no llegaba, tuve que salir desesperado en busca de una chichihua. De milagro no te encontré muerta. Ni el mayor monstruo del mundo puede hacerle eso a una criatura. Pero todo se paga, en esta o en la otra vida. Dios mío, tú que todo lo puedes, ¡castígala con dolores y enfermedades! ¡Haz caer sobre ella las siete plagas de Egipto! ¡Que se le pudra la comida en la boca y broten espinas en el sitio de su pecado!

Si Onésimo la trataba con tal rigor y le prohibía asistir al teatro era porque atribuía la traición de la adúltera a la podredumbre moral de los comediantes, y no quería que ella siguiera el mismo camino. Como fabricante de tramoyas, también él era gente de teatro, pero se consideraba ajeno a ese mundo réprobo, que veía con asco desde una posición de superioridad moral. Sin embargo, Crisanta no veía nada malo en la farándula y pensaba que si bien había heredado la vocación de su madre, no tenía por qué contraer su liviandad. ¿O acaso era beoda por tener un padre borracho? Al doblar la acera en la calle del Sapo pudo volver a calzarse los chapines, pues aquí el empedrado estaba parejo. Con más aplomo caminó la media cuadra que le faltaba para llegar a La Amiga, su modesta y odiada escuelita, ubicada en los aposentos bajos de una casa de piedra chiluca que había conocido mejores tiempos. En el zaguán, doña Ignacia, la instructora, vigilaba con un monóculo la entrada de las colegialas. Era una criolla de mejillas hundidas, pálida y lúgubre, con un vestido pardo de algodón cerrado hasta el cuello. Bizqueaba un poco del ojo izquierdo y Crisanta nunca podía saber si la estaba observando o viendo las nubes.

—Adelante, Crisanta. ¿Me trajiste el dinero?

—No, maestra, dice mi padre que si lo puede esperar una semana.

—Siempre me sale con la misma canción. —Ignacia frunció el entrecejo—. Pues dile que si no me paga mañana, te regreso a tu casa.

Las niñas pasaron a sentarse en parejas en sus mesabancos y tomaron el dedal y la aguja para continuar el bordado que habían comenzado la víspera. Crisanta encontraba molesta y cargante la rutina escolar, salvo esa lección, pues le urgía aprender costura para hacerse vestidos. Ya dominaba el pespunte y se puso a bordar con esmero, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de doña Ignacia. Cuando la maestra se distrajo un momento, Marisol, la niña sentada en la banca de atrás, le dio un pescozón en la nuca y Crisanta se pinchó un dedo. Su grito enfureció a la instructora.

—¿Qué pasa contigo, Crisanta?

—Marisol me pegó y por su culpa me pinché.

Doña Ignacia caminó hacia el mesabanco de la agresora.

—¿Es verdad, Marisol?

—Yo no hice nada, maestra, ella se pinchó sola —respondió la agresora con rostro angelical.

La instructora miró severamente a Crisanta.

—No le estés levantando falsos a tu compañera —la reprendió, y al advertir que había teñido el bordado con su sangre se lo arrebató de la mano—, ¡mira nomás lo que hiciste! ¡Has echado a perder el pañuelo!

Crisanta miró con odio a Marisol, que le sonrió en abierto desafío en cuanto la maestra se hubo dado la media vuelta. Claro, como era hija de un rico talabartero, dueño de un local en el Parián, y ella sí pagaba a tiempo las colegiaturas, la maestra la trataba con algodones. Pero ya se verían las caras en el patio de recreo. Tras la clase de costura vino la de doctrina cristiana. Ese día, para edificación de las escolapias, doña Ignacia leyó la vida de santa Catalina de Siena:

—Flagelaba su cuerpo tres veces al día, una por sus propios pecados, otra por los pecados de los vivos y la tercera por las almas del Purgatorio. Una noche su padre la sorprendió de rodillas, con una paloma blanquísima sobre la cabeza. Su rostro estaba iluminado por un resplandor intenso y comprendió que la visitaba el Espíritu Santo. Ya consagrada al Señor, Catalina se ofrecía como voluntaria para las tareas más penosas, como atender a los leprosos del hospital. En una ocasión, sintió arcadas al ver la llaga purulenta de una pobre anciana. «Dame fuerzas, Dios mío», suplicó en oración mental. Gracias al auxilio divino contuvo el vómito y en señal de gratitud, besó la asquerosa llaga como si fuera el botón de un clavel.

Al terminar, doña Ignacia les mostró un grabado de la santa hollando las nubes, con los estigmas de Cristo en las muñecas, rodeada de ángeles y serafines. Se suponía que la imagen de la virtud coronada en los cielos debía despertar en las niñas un deseo de emulación, pero la nauseabunda penitencia de Catalina obró en Crisanta el efecto contrario: se preguntó si valía la pena pagar un precio tan alto para entrar en un reino que, a juzgar por los grabados del libro, no prometía demasiadas diversiones. Todos los símbolos de la bondad divina (el Niño Dios, la Virgen, la paloma del Espíritu Santo) despertaban su devoción —una devoción tierna y sencilla como las flores silvestres—, pero la parte cruenta y morbosa de la religión (martirios, crucifixiones, desollamientos), la horrorizaba sin dejarle ningún provecho moral.

Cuando llegó el recreo aún tenía en la mente la pútrida llaga de la leprosa y prefirió dejar para más tarde el tamal de dulce que había llevado para el almuerzo. Tomada de las manos con sus compañeras, jugó al malacatonche, girando en círculos hasta perder el aliento. En un grupo aparte, Marisol y otras dos niñas regordetas de familias acaudaladas jugaban al burro sin mezclarse con la gleba. Crisanta se les acercó en plan amistoso, simulando que había perdonado el pescozón de Marisol, y logró ser aceptada en el juego. Cuando su enemiga se puso de burro, saltó lo más alto que pudo y le propinó una tremenda coz.

—Ojo por ojo y diente por diente —dijo al derribarla, y se sobó las manos en señal de triunfo.

Desde el suelo, raspada de la rodilla, Marisol imploró con la mirada el auxilio de doña Ignacia, pero la instructora había salido un momento a la calle.

—¡Mestiza piojosa! —explotó.

Crisanta no era mestiza sino castiza y su padre le había aconsejado hacer valer esa distinción cuando quisieran humillarla por el color de su piel, pero ella guardó silencio porque no se avergonzaba de su sangre india, y al darse por ofendida le hubiera dado la razón a Marisol. «Jódete, perra —pensó—. Tus insultos se me resbalan».

Salió de La Amiga cuando el día comenzaba a pardear. En la puerta del colegio, las madres y las criadas aguardaban la salida de las escolapias. Crisanta odiaba ese momento, pues no tenía a nadie que la fuera a recoger y quedaba en evidencia frente a todas sus compañeras. Con envidia vio a Marisol montar en un coche de cuatro caballos, conducido por un mulato de librea, y atravesó deprisa la calle del Salvador, para perderse de vista lo más pronto posible. Había menos animación en la ciudad, porque los comercios ya habían cerrado y los perros se iban adueñando de las calles, reunidos en jaurías alrededor de los tiraderos. Las campanas de los conventos anunciaron la hora nona y su agónica melodía le infundió un hondo pesar. Otro día yermo se acercaba al ocaso, mientras ella iba acumulando ilusiones rotas. Dobló a la derecha en la calle de los Rebeldes y al pasar por la entrada del Hospital Real de Indios sintió el suave escozor de la tentación.

Ahí adentro, en el ancho terreno del claustro, a un costado del camposanto, estaba el recinto mágico donde todos los sueños tenían cabida en el breve perímetro de un tablado. En ese retablo de maravillas había aprendido a diferenciar el vasto repertorio de las pasiones humanas: los celos, la envidia, el despecho, la cólera, el amoroso cuidado, representados con tal donaire que muchas veces el fingimiento de los actores corregía y mejoraba la realidad. La entrada al teatro del hospital estaba prohibida a los niños, pero Crisanta se sabía de memoria los pasadizos secretos por donde podía llegar hasta el corral de comedias sin ser vista por los porteros. A esa hora su padre quizá estaría continuando la parranda en el taller de carpintería. A veces no podía volver a casa por su propio pie y se quedaba dormido en cualquier banqueta. Pero quizá esa tarde hubiese regresado temprano, solo o acompañado, y en ese caso notaría su retardo. Las amenazas de esa mañana le habían helado la sangre, y el instinto de conservación le ordenaba obedecer. Sin embargo, la osadía venció al miedo y; con súbita audacia, se coló al hospital por en medio del enrejado.

Para esquivar el patio central, donde siempre había movimiento de enfermeros y practicantes, tuvo que entrar a la sala de los hidrófobos, ocupada por indios de ojos amarillos que echaban espumarajos de sangre, recostados en petates y camastros. «Aquí santa Catalina estaría en la gloria», pensó. Para escapar del hedor tuvo que refugiarse en la ropería, donde las sábanas apiladas olían a alcanfor. Escondida detrás de un bargueño vio pasar a una pareja de frailes hipólitos que llevaban el viático a un moribundo. Cuando ya no hubo moros en la costa, emprendió la carrera por un pasillo lateral que desembocaba en el cementerio. Agachada la cabeza para no ser vista por el velador, que varias veces la había sacado de la oreja, recorrió una larga hilera de tumbas, ocultándose detrás de las lápidas, hasta llegar al punto donde el panteón colindaba con la parte trasera del corral. Escaló la armazón de madera con movimientos seguros y diestros, sin dejarse amilanar por el vértigo. Al llegar a la parte más alta levantó una de las tablas, que ella misma se había encargado de aflojar en incursiones previas, y colándose por la rendija salió directamente a la hilera de palcos, la zona más lujosa del teatro, provista de antepechos con balaustres torneados y celosías con sus correspondientes postigos, para ver sin ser visto. Los miembros del cabildo metropolitano, a quienes estaban reservados esos lugares, jamás hubieran sospechado que una niña traviesa los ocupaba en exclusiva para ver los ensayos. Abajo quedaba la espaciosa cazuela destinada al público en general, y enfrente el escenario, con el escudo de las armas reales al pie del tablado. La compañía estaba ensayando en ropa de calle. El director, don Julio de Cáceres, un hombre delgado y nervioso que tenía el libreto sobre las rodillas y llevaba una pluma de ganso en la oreja, daba indicaciones a la primera actriz Isabela Ortiz, que estaba haciendo una escena de amor con el galán Juan de Saldaña. Crisanta había visto triunfar a los dos actores en muchas comedias y les profesaba una admiración rayana en la idolatría.

—¿Qué pasa contigo, Isabel? —dijo don Julio, impaciente—. Ese ademán es muy afectado y estás recitando con tono. Por favor, repítelo sin declamar. Y tú, Juan, cógela de la mano, que estás oyendo una declaración de amor.

El actor estrechó con gallardía la mano de Isabel y ella dijo con voz trémula, pero bien modulada*:

Por haberte querido,

fingida sombra de mi casa he sido,

por haberte estimado,

sepulcro vivo fui de mi cuidado;

porque no te quisiera

quien el respeto a tu valor perdiera,

porque no te estimara

quien su pasión dijera cara a cara…

El suspirante galán la estrechó por el talle y la actriz reclinó la cabeza en su hombro.

—Mi intento fue el quererte —prosiguió con acento febril—, mi fin amarte, mi temor perderte, mi deseo servirte y mi llanto en efecto persuadirte que mi daño repares, que me valgas, me ayudes y me ampares…

—¡Excelente! —Aplaudió el director—. Has estado maravillosa, Isabel. Ahora quiero que hagan de corrido toda la escena muy amartelados hasta la entrada de don Mendo. Tú, Anselmo —un muchacho pelirrojo asomó la cabeza tras bastidores—, llévales el traspunte por si se olvidan del diálogo.

En la imaginación, Crisanta suplió los trajes informales por el fastuoso vestuario del estreno, y embebida en los parlamentos, cambió su envoltura carnal por la de todos los personajes. Hasta los viejos y los graciosos tenían un rinconcito en su alma ecuménica. Hechizada por la perfecta entonación de los cómicos, quienes parecían inventar cada rima al momento de pronunciarla, fue cayendo en un placentero letargo y no recobró la noción del tiempo hasta dos horas después, cuando el director dio por terminado el ensayo, compadecido de los exhaustos actores. Al descubrir que ya era de noche, sintió una fuerte punzada en el vientre. Su padre quizá llevaba un buen rato esperándola, con el rebenque listo para zumbarla. Se descolgó en volandas por la armazón de madera, con riesgo de romperse la crisma, y para evitar el rodeo por en medio del hospital saltó la barda del cementerio, que daba a la calle de Zuleta.

Su casa quedaba a dos cuadras, y echando los bofes corrió hasta el zaguán de la vecindad, tenuemente iluminado con una bujía de aceite. Al cruzar el patio escuchó con alivio el toque de vísperas: no era tan tarde como había creído. La oscuridad y el silencio de la vivienda le confirmaron que su padre no había vuelto aún. En la despensa solo quedaba un poco de arroz con menudencias. Lo devoró de tres cucharadas, y de postre se comió el tamal de dulce que llevaba en la mochila. Terminada la merienda, sacó de un baúl guardado bajo su cama una vieja mantilla que había pertenecido a su madre, se puso una vieja peineta similar a la de Isabela Ortiz, y alumbrada por un velón, recitó frente al espejo del armario:

—Por haberte querido, fingida sombra de mi casa he sido, por haberte estimado, sepulcro vivo fui de mi cuidado…

Engolfada en su actuación, no se dio cuenta de que Onésimo acababa de entrar a la casa con una tranca monumental. Dio un sorbo largo al pomo de aguardiente que llevaba en la faltriquera, asido al respaldo de la silla para no irse de bruces, y al oír el recitado de la niña se asomó por detrás del biombo. Sus ojos despidieron una centella fría cuando contemplaron la escena ensayada frente al espejo.

—Mi intento fue el quererte, mi fin amarte, mi temor perderte y mi llanto en efecto persuadirte, que mi daño repares, que me valgas, me ayudes y me ampares…

En el desquiciado cerebro de Onésimo, el pasado se empalmó con el presente y no vio lo que veía, sino lo que hubiera deseado ver. Se abalanzó hacia la niña con un hilillo de baba cayéndole del mentón, los brazos tendidos como sonámbulo.

—¡Dorotea! —farfulló.

Al oírlo, Crisanta saltó como picada por un alacrán.

—Has vuelto, puta. —Onésimo la tomó de los hombros—. ¿Cómo te atreves a profanar este santo hogar?

—Soy yo, papá —intentó decir Crisanta, pero su padre la calló de un mandoble.

Al verla sangrar del labio superior, la alquimia de las pasiones transformó su cólera en lubricidad, y con la urgencia de un apetito largamente aplazado le plantó un beso en la boca. Paralizada por la brutal embestida, por los dientes que le mordían la lengua y, sobre todo, por la sorpresa de envejecer diez años en un parpadeo, Crisanta se dejó desgarrar el vestido y estrujar los senos, dos pequeñas colinas en gestación, sintiéndose víctima de su propia comedia. Onésimo la derribó en el suelo de un empellón, y al tenerlo encima, la pelambre de su pecho le produjo arcadas de vómito. Cerrados los ojos para escapar de la negra maraña, imaginó a Dorotea crucificada en el corral de comedias. Vuelto en su contra, el equívoco fabricado tras bambalinas suplantaba a la realidad, y ahora, le gustara o no, tenía que reemplazar a la primera actriz, ¡ay!, tenía que recitar sus líneas de corrido, pues el destino la condenaba a pagar una culpa doble: la culpa de las cómicas aleves y disolutas, la culpa de las niñas extraviadas en sus quimeras.