36

Al bajar del carruaje en el convento de las carmelitas descalzas, donde se habían dado cita, codo con codo, el populacho devoto y lo más granado de la sociedad novohispana, Crisanta se esforzó por aparentar entereza, sin poder ablandar los músculos de la cara ni los labios replegados en un rictus de angustia. Contra su deseo de vestir un severo monjil de anascote, doña Pura se había empeñado en mandarle hacer un traje constelado de alhajas y flores de seda, donde ella y otras madrinas le habían prendido monedas de oro para contribuir a su dote, durante los tres días de paseos y despedidas previos a la ceremonia. Por lo menos el fastidio de las fiestas había terminado y ahora Crisanta ya no tenía que sonreír a la fuerza. Don Marcial, en librea de lujo, le abrió camino entre la multitud de fieles que lanzaban flores a su paso y estiraban los brazos para tocar las mangas de su vestido: Niña Crisanta, no te olvides de rogar por nosotros. Bendito sea el suelo donde naciste. Reverendos idiotas, si vieran el interior de su alma, negro como la pez, le darían un sentido pésame en vez de aclamarla.

Solo se alegraba por doña Pura, que la llevaba del brazo con aire triunfal y agradecía los elogios a nombre de su pupila. Veleidades aparte, la marquesa era una buena mujer, y Crisanta se había encariñado con ella al correr del tiempo. Ya que Leonor había dejado por los suelos el apellido de la familia, le agradaba ayudar en algo a despercudir su reputación. Para sacarse la espina, los marqueses necesitaban proclamar a los cuatro vientos la inmarcesible virtud de su hija adoptiva. Por eso don Manuel no había reparado en gastos para adornar la iglesia, y había invitado al virrey como padrino de honor. Quién lo dijera, soy el orgullo de la familia, pensó Crisanta al saludar con una discreta genuflexión al marqués de Leyva. Pero si Dios la hubiera puesto en libertad de escoger, tal vez habría elegido la suerte de Leonor. Enloquecer por un amor prohibido era un bello gesto de rebeldía, el golpe teatral que toda actriz anhelaba para salir de escena con una gran ovación. Ella, en cambio, no había tenido la suerte de elegir su destino: otras voluntades más fuertes, ocultas en la sombra, habían escrito la tragedia secreta que le tocaba representar.

Entre los amigos y admiradores formados en valla descubrió a Nicolasa, con el tosco sayal de la madrina Crucifixión. Le había dado permiso de venir, pues ahora ya no tenía sentido mantenerla a distancia. Con su entrada al convento, la persecución de Cárcamo cesaría por completo y nadie tendría interés en desenterrar su pasado, pues el Tribunal parecía haber desistido de instruirle proceso. Desde luego, los inquisidores le seguían dispensando un trato hostil y ninguno había aceptado la invitación de los marqueses. Pero contando con el doble aval del virrey y el arzobispo, su rechazo le importaba un ardite. Nicolasa la felicitó de dientes para afuera, pero sus lágrimas delataban una profunda congoja. Solo tú me conoces, querida vieja, y sabes cuánto daría por reclinar la cabeza en tu pecho. Su llanto era el único signo de comprensión entre los vítores de la grey engañada. Pobres ilusos: cuando me vean arrastrar cadenas en el valle de Josafat, se arrepentirán de haber bendecido a la novia del diablo.

En el umbral de la iglesia, doña Pura dejó a su protegida en manos del padre Pedraza, el encargado de escoltarla por la nave principal del templo hasta la puerta del coro bajo. Durante el lento recorrido, los solemnes acordes del órgano le clavaron esquirlas de hielo en el corazón. Había ensayado hasta el menor detalle de la ceremonia y sin embargo ahora la invadía una sensación de irrealidad, como si asistiera a la representación de un suicidio ajeno. Su extrañeza cobró perfiles de angustia cuando una voz diáfana, suave como el rocío, empezó a entonar en latín el versículo de David: «Abridme las puertas de la justicia y entrando por ellas alabaré al Señor». El coro en pleno respondió con trinos angélicos: «Esta es la puerta del Señor y los justos entrarán por ella». La puerta se abrió y aparecieron todas las monjas de la comunidad con cirios encendidos, las cabezas cubiertas de velos negros. Un suavísimo perfume de resinas aromáticas inundó el templo, el olor de los jardines celestiales y las virtudes en flor. Crisanta se arrodilló delante de la madre abadesa, sor Felipa, que le entregó un canastillo con su ajuar de bodas: un crucifijo de madera y una provisión de cilicios y disciplinas, bajo una capa de pétalos blancos.

—Tomad, hija, los instrumentos de penitencia que habréis de usar diariamente para haceros digna de vuestro esposo.

Crisanta la siguió con docilidad hacia el interior del coro y a mitad del camino, como lo prescribía el ritual, volvió el rostro hacia la nave mayor para despedirse del mundo. Su tímida caravana arrancó un hondo suspiro a la concurrencia, en particular a la marquesa, sobreactuada en el papel de madre adoptiva. Entonces, por un capricho de la fantasía, enemiga de la asfixiante solemnidad, recordó la erección de Tlacotzin en la iglesia de Amecameca, y un hervor nostálgico le subió del útero al cerebro. Adiós, pájaro de fuego, adiós, fastos de la carne. Comenzaba para ella un largo peregrinaje por desiertos glaciales, con la sed de caricias anquilosada en el paladar. Mas no era momento de pensar en Tlacotzin, y si acaso pensaba en él, debía recordarlo como lo que era: un verdugo desalmado. Por ello había elegido un nombre de monja que le recordara para siempre sus atrocidades: sor Crisanta del Niño Jesús. Atrás, pensamientos impíos, lejos de mí, deseos procaces: el nombre que hoy estrenaba sería un amuleto infalible contra la nostalgia.

Terminada la genuflexión, el instante más emotivo del acto, sor Felipa la condujo de la mano al comulgatorio, donde el señor arzobispo, báculo en mano, la aleccionó con aire paternal:

—Hija, mía, levanta los ojos al Señor y entona el himno de su gloria, porque hoy abandonarás la vida del siglo para convertirte en esclava de Cristo. La fama de tu virtud ha llegado a mis oídos y tengo plena confianza en que sabrás honrarla con una fe inquebrantable. Pero es mi deber prevenirte contra los peligros de la vana y errada contemplación. En la Teología Mística, que es scientia amoris, y se aprende por ignorancia, como dice san Dionisio, cesa el entendimiento de su común manera de entender, mas no queda privado de inteligencia, porque en aquella oscuridad es llevado a la claridad suprema. Mas los espíritus privilegiados que alcanzan este conocimiento deben precaverse contra la soberbia, el anzuelo favorito de Satanás. No te ensanches con el aplauso del mundo, porque solo la humildad nos defiende contra el pecado, y recuerda que ningún don celestial puede suplir a las buenas obras. Reprime el orgullo, sonríele al dolor, exprime las pústulas de los enfermos, pues solo así alcanzarás la verdadera iluminación. Y si en algún momento sientes que te faltan las fuerzas para servir a Cristo, no dudes en acudir al auxilio de tus hermanas. En ellas encontrarás la salud del alma y el cayado que te sustente para ascender al Tabor.

El coro de monjas rubricó las palabras de su Ilustrísima con un cántico fúnebre. Dos madres de provecta edad llevaron a Crisanta detrás de un biombo, donde la despojaron de su lujoso vestido para cubrirla con el hábito de la orden. Cuando la madre abadesa comenzó a trasquilarle el pelo, Crisanta sintió que le flaqueaban las corvas. Cada tijeretazo a sus guedejas castañas le dolía como una punzada en el vientre. Se vio envejecer haciendo vainillas y labor blanca, en oscuras crujías con paredes mohosas, donde los ecos lejanos del mundo exterior —silbidos, serenatas, ruido de botas en el empedrado—, atizarían todas las noches el hervidero de sus antojos. Envidiosas de su fama, las madres carmelitas la obligarían a fregar pisos, a vaciar orinales, a desflemar chiles cuaresmeños en jornadas agotadoras. Otras le pondrían alacranes bajo la almohada o inventarían calumnias para malquistarla con la madre superiora: sor Crisanta faltó al rezo de maitines, se quedó echadota en su cama porque bebe rompope a escondidas. Reclusiones injustas en celdas de castigo con goteras sobre el camastro, jetas hostiles espiándola por el ventanuco, enfermedades, vómitos, gritos de auxilio que nadie escucha. Los vitrales de la iglesia comenzaron a girar a su alrededor a ritmo vertiginoso, como las figuras truncas de un caleidoscopio.

—¡Auxilio —gritó la madre abadesa—, se ha desmayado!

Doña Pura y el padre Pedraza fueron los primeros en correr hacia la novicia. Entre los dos la alzaron en peso, y con ayuda de dos monjas fornidas, la recostaron en una banca del coro bajo. Pobrecita, los ayunos la están matando, intentó explicar doña Pura: son demasiadas emociones para su débil constitución. Don Álvaro de Tapia, el médico de cabecera de los marqueses, ordenó a la gente arremolinada en torno a Crisanta que le dejara aire para respirar. Él mismo la abanicó con su chambergo mientras le tomaba el pulso con gesto grave. Al poco tiempo Crisanta volvió en sí, pero el médico aún la veía muy demacrada y pidió que la ceremonia se diera por concluida, pues necesitaba hacerle un reconocimiento, para verificar si había perdido el calor cardiaco. En una angarilla la llevaron a la enfermería del claustro, y aunque la madre abadesa anunció la suspensión del rito, nadie quiso moverse de su lugar hasta conocer el diagnóstico del galeno. Flotaba en el aire un funesto presentimiento, pues muchos de los concurrentes habían oído a Crisanta implorar la muerte en estado de trance, y como ella tenía tanta privanza con el Señor, nadie podía descartar el cumplimiento de su deseo.

—Quizá Dios tenga prisa por llevársela al cielo —comentó la condesa de Prado Alegre a su marido.

—Si así lo dispone, será lo mejor para ella.

Jamás el fervor por Crisanta había sido tan exaltado. Las mujeres del pueblo, arrodilladas en los pasillos, cantaban himnos religiosos en náhuatl, y la gente principal que ocupaba las primera filas se frotaba las manos con ansiedad. Hasta el virrey, compungido, se hincó junto a su esposa para rezar una plegaria. En el atrio atestado de fieles, donde las noticias llegaban distorsionadas por la expectación, se creía que la beata ya había expirado. El rumor llegó hasta la vecina iglesia de Santa Catarina, donde el campanero, por iniciativa propia, se apresuró a externar su dolor con un toque de difuntos. Era difícil precisar si los fieles temían o anhelaban la muerte de Crisanta, pues su morbosa avidez de emociones fuertes corría parejas con el fervor que le profesaban. Después de todo, su vida había sido un espectáculo conmovedor y era lógico esperar que terminara como una pieza de teatro. Al cabo de media hora, el facultativo salió de la enfermería con arrugas nuevas en las comisuras de los labios. Fruncido el ceño, la mirada brumosa, pidió tener una reunión a puerta cerrada con los allegados de la novicia, a la que acudieron sor Felipa, doña Pura y el padre Pedraza.

—Señoras y señores, he reconocido a Crisanta y debo hablarles con la verdad —tragó saliva con embarazo—: del corazón se encuentra bien, gracias a Dios. Pero algunos síntomas como el vahído de esta mañana, la hinchazón de los pies y los movimientos del vientre, me permiten asegurar sin sombra de duda que la moza está preñada.

***

Echado sobre la yerba, entre huizaches y bostas de vaca, el cuerpo inerte de Tlacotzin flotaba en los vapores malignos del toloache. Una viscosa placenta lo inmunizaba contra el dolor, como si hubiera alcanzado la ataraxia espiritual de los santos retirados en el desierto. En su denso letargo no había una sola hendidura por donde pudieran colarse las pesadillas. ¿Para qué las necesitaba, si apenas abría los ojos, la conciencia le reprochaba a gritos la tragedia de haber perdido a Citlali, su collar de turquesas, su flor de maíz tostado? Solo necesitaba porfiar un poco más en la indolencia para terminar con el sufrimiento. Llevaba tres días vomitando sangre, tenía el cuerpo cosido a golpes y la cabeza llena de chichones por sus caídas en el empedrado, donde solía dormir cuando los alguaciles que lo encontraban echado en la calle no lo arrojaban por lástima a un lote baldío. El sol de las once le daba de lleno en la cara y los moscos zumbaban a su alrededor, pero Tlacotzin, como las bestias de grueso pelaje, ya no se incomodaba por pequeñeces. Tampoco pudo despertarlo el equívoco redoble de difuntos en la cercana iglesia de Santa Catarina, que pregonaba en falso la muerte de la beata más querida del reino. Por momentos, el romadizo que había cogido por dormir a la intemperie le cortaba la respiración y parecía al borde de la asfixia, pero la inercia lo sacaba a flote con nuevas bocanadas de aire, como si quisiera prolongar su agonía para matarlo de un modo más cruel.

A mediodía, un tecolote de plumaje cárdeno se posó en la barda del solar donde dormitaba, de ahí saltó a su frente y le asestó una andanada de picotazos. Por acto reflejo, Tlacotzin se cubrió los ojos mientras lanzaba golpes al aire, pero el tecolote no cesaba de torturarlo, ahora con piquetes en el cráneo. Por el rabillo del ojo vio al ave nocturna y tuvo escalofríos al reconocer su plumaje. No, por Dios, de nuevo en garras de la hermandad. ¿O era otra alucinación del toloache? De la sorpresa pasó al temor reverente cuando el tecolote le habló con el agudo gorjeo del ñor Chema:

—Mira nomás en lo que has venido a parar, semilla podrida, caballero de tepuzque. ¿Es así como honras la palabra empeñada? No mereces ser hijo del bravo Axotécatl, ni pertenecer al círculo de las cuatro cañas. Oye la palabra de mi nahual, el guardián de la noche: la señora de los muertos, la que reposa en lecho de jade, tiene hambre y quiere su tortillita, el Niño Dios que nos falta para completar la ofrenda. Si ya lo tienes, ¿por qué no se lo has entregado? ¿Acaso quieres despertar su ira? Ayer escrutamos el espejo humeante y se puso negro, en presagio de malos tiempos. Tú serás el único culpable si nos azota la enfermedad o una tromba nos echa a perder la cosecha. Levántate, infeliz, o Coatlicue mandará sus víboras a comerte.

Tlacotzin no sabía si el tecolote existía de verdad o era un delirio de su mente enferma. Pero el hilo de sangre que le chorreaba por la mejilla lo convenció de obedecer al tirano emplumado. Con gran esfuerzo se puso de pie, las piernas débiles como carrizos.

—Qué vergüenza, cómo apestas, estás bañado en tu propio vómito —lo reprendió el tecolote, o, más bien, el espíritu del ñor Chema alojado en su cuerpo—. Ni creas que vas a presentarte así con la Mujer Blanca. Tienes que darte un baño de temascal y ponerte ropa limpia o Coatlicue rechazará el sacrificio por venir de un lépero vicioso.

El tecolote se echó a volar para indicarle el camino al temascal público más cercano. Tlacotzin lo siguió con pasos lerdos, la cabeza llena de balines que chocaban unos con otros por efecto de la resaca. Necesitaba con urgencia una infusión de toloache o de perdida un carrujo de marihuana. Pero si torcía el rumbo para buscar sus yerbas, el nahual del ñor Chema era capaz de sacarle los ojos. El torvo aspecto de Tlacotzin despertó recelos al encargado de los baños, un mestizo de bigotes ralos que le obstruyó la entrada con aires de mandón.

—Son cinco reales y está prohibido tomar adentro.

Como Tlacotzin andaba sin blanca, se encogió de hombros con cierto alivio por haber hallado un pretexto para continuar la siesta, pero el tecolote, desconfiado, le ordenó que se esculcara bien los calzones de manta. Seguro de haber perdido hasta el último céntimo, Tlacotzin obedeció desganadamente, y con sorpresa extrajo de su bolsillo una moneda de cinco reales. ¿Era suya o el ñor Chema la había puesto ahí por arte de magia? Pagada la entrada, el cancerbero lo sometió a una revisión concienzuda para comprobar si no llevaba un pomo de chinguirito, y con malos modos lo dejó pasar. Por órdenes del tecolote, antes de meterse al temascal, Tlacotzin lavó sus ropas hediondas y las puso a secar en los calientes ladrillos de adobe. Más tarde, cuando el vapor empezó a sacarle las miasmas del cuerpo, rogó a los dioses que también le dejaran expeler su emponzoñado amor por Citlali. Para renacer de sus cenizas necesitaba dejar de quererla, buscarse otra mujer humilde y buena, quizá una de las jóvenes que lo habían agasajado en el cerro del Chiquihuite. En mala hora tuvo la ocurrencia de enredarse con una blanca. En el futuro solo pondría los ojos en las mujeres de su propia raza, pues como decía el refrán: para que la cuña apriete, ha de ser del mismo palo. Eliminados los malos humores, tanto del cuerpo como del alma, salió del temascal con el firme propósito de ver hacia delante y nunca hacia atrás. Junto con la pulcritud, recuperó el amor propio y a la salida se dio el lujo de mirar por encima del hombro al grosero gañán de la puerta.

—¿Dónde tienes el Niño Dios? —le preguntó el tecolote.

—Está enterrado en mi jacal.

—Pues vamos para allá. El sacrificio tiene que ser esta misma noche.

Se dirigieron hacia el poniente por la calle de Chiconautla, el tecolote volando de rama en rama, Tlacotzin a paso lento y cansino, pues aún le flaqueaban las piernas. Ni él necesitaba morir para olvidar a Crisanta, ni ella tardaría en resignarse a la vida conventual, olvidada por completo de sus viejos amores. Ignoraba que a unas cuadras de distancia, en el atrio de la iglesia del Carmen, la multitud enardecida lanzaba piedras y escupitajos a una joven novicia con el sayal en jirones, a quien llevaban encadenada dos alguaciles de corte.

***

—¿Así que su protegida está preñada? —Los ojillos de Cárcamo resplandecieron de turbia felicidad.

—Preñada de dos meses, hermano, acabo de oír el parte médico —repitió Pedraza, contrito—. Por eso he venido a darle la noticia en persona: después de haberla defendido con tanto ahínco, es mi deber como religioso admitir humildemente que vuestra paternidad tenía la razón.

—Pudimos habernos ahorrado un escándalo —le reprochó Cárcamo— y los males que trae consigo la divulgación de un mal ejemplo, si la Compañía no hubiese entorpecido el proceso que yo deseaba instruirle.

—Es verdad, fray Juan, y mucho me pesa mi ceguera. —Pedraza apretó las quijadas, molesto por tener que humillarse ante su peor enemigo—. Pero convendrá vuesamerced en que la moza es una gran comedianta. No solo yo, sino el reino todo, creímos de buena fe que era una verdadera elegida de Dios.

—Las evidencias que presenté desnudaban claramente su engaño. ¿Se molestó siquiera en examinarlas?

—Lamento haberlas rechazado con ligereza, hermano —se sonrojó Pedraza—, pero ahora quiero reparar mi falta. No prolonguemos más una disputa que ya se resolvió a su favor y trabajemos de consuno para extirpar la impostura blasfema.

Cárcamo aceptó con aire magnánimo la rendición incondicional del jesuita, aunque hubiera deseado verlo pedir perdón de rodillas. Ya que la fortuna lo alzaba en hombros, debía aparentar ante tirios y troyanos haber actuado siempre movido por la piedad y no por un vil afán de venganza.

—Acepto sus excusas, hermano, y le agradezco su buena voluntad —abrazó a Pedraza con fingida calidez—. Los fuertes lazos de afecto que unen a la Compañía y a la orden de Santo Domingo no podrán romperse jamás por pequeñas rencillas. Y ahora dígame, ¿a dónde condujeron a la detenida?

—Deben tenerla en el separo de las cárceles secretas. ¿Quiere que lo acompañe?

—No, gracias. Estimo en mucho su ayuda, pero las ordenanzas del Tribunal son muy claras: como instructor del proceso y comisario del Santo Oficio, soy el único autorizado para interrogarla.

Cárcamo abandonó el convento con el entusiasmo de un colegial y caminó en volandas hacia el vecino palacio de la Inquisición. Qué bello era el poder, cuánto amaba la sublime potestad de aplastar hormigas con el mazo de la justicia. Crisanta, Pedraza, la marquesa de Selva Nevada, todos vencidos y humillados: ¿quién más quiere pleitos conmigo? En el patio lo recibió el fiscal Villalba, que había recibido a la detenida con las formalidades del caso. Cruzaron los saludos de rigor y bajaron juntos al «olvido», el oscuro calabozo con tres varas de ancho y cuatro de largo donde se encerraba a los reos de nuevo ingreso. Sentada en el suelo, Crisanta lloraba con la cabeza entre las rodillas. Perdida la aureola de santidad, sus encantos de mujer débil y pecadora saltaban a la vista entre las rajaduras de su hábito. En el otro extremo del calabozo, Nicolasa rezaba en silencio, sangrando por nariz y boca.

—¿Quién es ella? —preguntó Cárcamo al corchete de guardia, señalando a la vieja.

—No quiso damos su nombre. La trajimos porque se metió a defender a la moza.

Cárcamo ordenó al corchete que le abriera el portón y entró al calabozo en compañía del fiscal Villalba. Absorta en el dolor, Crisanta ni siquiera los oyó entrar, y Cárcamo, insultado por su desdén, la jaló brutalmente del pelo.

—De pie, zorra inmunda. Estás ante dos ilustres inquisidores y debes mostrarles respeto.

Crisanta obedeció con esfuerzo, las piernas molidas por los palos y los puntapiés de la turbamulta. Resignada a lo peor después de las humillaciones sufridas, la mirada hostil de Cárcamo le inspiró sin embargo un miedo cerval. La multitud de allá afuera quería lincharla en caliente, ofuscada por la rabia, pero ese fraile de labios enjutos, carcomido por la ambición, le profesaba un odio racional y frío, documentado en meses de paciente espera. Sus coléricos fieles solo querían darle un escarmiento: él deseaba colgarse su pellejo de trofeo para ascender en la jerarquía eclesiástica, y al parecer, creía tener en el puño la espada vengadora de san Gabriel.

—La justicia del señor a veces tarda, pero siempre triunfa —sentenció Cárcamo—. Quién lo dijera, en el día de tu apoteosis caíste al abismo, como los ángeles condenados que representaste en el teatro. Querías emporcar un convento de clausura para hacer mayor escarnio de la Iglesia, y llevabas en el vientre la semilla de tu perdición.

Cárcamo le picó la barriga con el índice y soltó una risilla infantil. Ofendida por su crueldad, Nicolasa se interpuso entre los dos con la autoridad de sus canas.

—No la toque, ya viene muy lastimada.

Cárcamo apartó a la vieja de un empellón que la hizo caer de bruces junto al vaso excretorio.

—¿Quién eres tú para darme órdenes, vieja insolente?

—Me llamo Crucifixión y soy su madrina.

—¡Basta de embustes! —Cárcamo pisó con saña la mano derecha de la vieja—. Tú debes ser Nicolasa, la vieja actriz de la compañía que se vino de Puebla con esta falsaria. Fernando Iñarra me ha contado tu vida y milagros. En la juventud fuiste una putilla muy codiciada, ¿no es cierto?

Nicolasa guardó un estoico silencio, pero Crisanta no toleró ver sufrir a la vieja.

—Es verdad, se llama Nicolasa, pero ella no ha cometido ninguna falta y debe estar libre.

—Eso lo decidirá el Santo Tribunal cuando haya sustanciado el proceso. —Cárcamo alzó el pie que trituraba la mano de Nicolasa y se enfrentó con Crisanta—. Pero ya que estás tan dispuesta a cantar, dinos dónde se encuentra Tlacotzin, el chulo que te regentea.

—No lo sé, hace mucho que no lo veo.

—Mientes, gusana. —Cárcamo le apretó el cuello a la altura de la yugular—. Lo viste hace un mes o dos, cuando se refocilaron en el vicio carnal para engendrar al bastardo que llevas dentro. Ese bribón tiene una cuenta pendiente conmigo y necesito prenderlo.

En realidad, sus viejos agravios le tenían sin cuidado, pero necesitaba dar con Tlacotzin para sustentar mejor el proceso, pues sabía que al demostrar el amancebamiento de la charlatana con un indio, los inquisidores encargados de la sentencia serían mucho más severos con ella.

—Por Dios, comisario —intervino Villalba, alarmado—. El reglamento del Tribunal prohíbe el castigo físico a las mujeres preñadas.

—Está bien —la soltó Cárcamo y de un salto cayó sobre Nicolasa—. Entonces me tendrá que responder la alcahueta.

—Dime, abuela, ¿en dónde se esconde el indio?

Llevada al límite de su resistencia, Nicolasa tuvo un arranque de orgullo y le soltó un gargajo en la cara. Trabado de rabia, Cárcamo hizo un gran esfuerzo por controlarse, para no pecar de violento en presencia de Villalba, y después de un largo bufido, ordenó al corchete de guardia que trajera el burro de madera. Instalado el armazón, que apenas cabía en la celda, los corchetes ataron los tobillos y las muñecas de Nicolasa con gruesas correas. La veterana actriz ni siquiera opuso resistencia, pues quería sufrir la tortura con dignidad. Pero cuando el artefacto comenzó a descoyuntarla con lentitud, un ronco lamento acompañó el crujir de sus huesos.

—¡Déjela, por Dios! —Crisanta abrazó las rodillas del dominico—. Yo le diré dónde vive Tlacotzin, pero no la mate…

Cárcamo sintió una suave efervescencia en las venas y con una seña ordenó a los guardias suspender la tortura. Eso quería oír: súplicas y ruegos, lamentos ahogados en llanto, palinodias de herejes arrepentidos. Ablandado por el triunfo, se inclinó muy comedido a enjugar el llanto de Crisanta.

—Así se habla, hija, ábreme tu pecho y yo abogaré por ti ante el Supremo Juez.

***

A las nueve de la noche, alumbrado por un hachón de ocote, Tlacotzin se puso a escarbar en el piso de su choza, con el nahual del ñor Chema encaramado en el entrepaño de la alacena.

—Escarba más fuerte, holgazán, como si tuvieras tompeates —arremetió el tecolote—. Qué vergüenza, un muchacho en la flor de la vida con brazos de trapo. A esa edad yo cavaba agujeros como un tlacuache y ni pala usaba. Pero los viciosos como tú se quedan sin fuerzas de tanto dormir.

Durante la tarde no había cesado de regañar a su negligente pupilo y varias veces Tlacotzin tuvo que hacer de tripas corazón para no desplumarlo. Los grandes peligros que había sorteado para honrar a Coatlicue no eran nada para ese viejo cabrón. ¿Por qué solo le echaba en cara sus yerros y nunca reconocía sus méritos? Era muy riesgoso salir de noche a depositar la ofrenda en el oratorio lacustre, pues con la ribera infestada de alguaciles, cualquier canoa que surcara las aguas a deshoras despertaba sospechas. Pero con tal de quitarse de encima al patriarca del Chiquihuite, no le importaba desafiar a todos los centinelas del reino. Había sacado ya un buen montón de tierra, y empezaba a creer que se había equivocado de sitio, cuando apareció bajo una piedra el ropón bermejo del niño Dios. Siguió escarbando con más enjundia hasta dar con la cabecita desprendida del tronco. Al verla, el tecolote soltó un graznido reprobatorio.

—¡Tarugo, cómo se te ocurre decapitar al niño! La señora de los muertos lo quiere completo, no partido en dos. Trata de pegarlo con cola, menso.

—No tengo cola —se disculpó Tlacotzin—. Si quiere mañana voy a mercar.

—Mañana es Dos Tochtli, un día nefasto para cualquier sacrificio —el tecolote se rascó el buche con el ala izquierda—. Mejor envuélvelo en un paliacate y tráetelo así. Que nuestra madre nos perdone por el desacato a su palabra.

Tlacotzin sacó un paliacate de la canasta donde guardaba la ropa, enrolló dentro a la víctima desmembrada, y cuando hacía los nudos del envoltorio, dos golpazos cimbraron la puerta de tablas.

—¡Abran en nombre de Dios!

Tlacotzin cogió el envoltorio y corrió al patio trasero, seguido por el tecolote, que aleteaba despavorido. Lograron cruzar el patio al abrigo de la oscuridad, pero apenas salieron al descampado se toparon con dos porquerones del Santo Oficio armados con arcabuces. Los acompañaba un fraile joven y calvo, de ojos amarillentos, a quien Tlacotzin conocía demasiado bien.

—Date preso, bellaco —dijo Cárcamo, alumbrándole el rostro con un candil.

A pesar de estar encañonado, Tlacotzin forcejó con los porquerones que se lanzaron a someterlo, y en la pelea cayeron sobre la hierba los pedazos del Niño Dios. Cuando el comisario se agachó a recogerlos, el tecolote voló como flecha para picotearle las manos. Ni los disparos de los sayones pudieron ahuyentar al ave nocturna, que logró alzar el vuelo con la cabecita en el pico, en dirección al remolino de Pantitlán. Contraído el rostro por la indignación y el ultraje, Cárcamo se quedó con el tronco del Niño Dios alzado como trofeo en sus manos ensangrentadas. Cuando examinó el ropón de damasco a la luz del candil, sus ojos relampaguearon como tizones, ¡era el niño amputado a la virgen de la Candelaria! Imbuido de sacro furor se acercó a Tlacotzin, que ya estaba sujeto con grillos y tenía la vista fija en el suelo.

—Ahora comprendo, malditos —lo abofeteó—, ¡habéis sido vosotros!