19
Cuando se fueron los invitados, Tlacotzin tomó a Crisanta por la cintura y la besó con impaciencia. Ella le pidió que esperara un momento, pues debía recoger los platos de la mesa, o la casa se llenaría de moscas. En el patio trasero, mientras Crisanta lavaba los trastes en una tinaja, Tlacotzin quiso saber de dónde había sacado el opíparo almuerzo y ella le refirió todo lo sucedido en casa del marqués de Selva Nevada, salvo el pícaro ardid de ponerse en el seno la mano del moribundo, para no provocarle un ataque de celos.
—La señora Pura tiene mucha fe en la curación —añadió al terminar el relato—, pero la mera verdad, yo no creo en milagros: el viejo estaba en las últimas y a estas alturas ya ha de haber estirado la pata.
—Qué lástima, con clientes así juntarías muy pronto para tu viaje.
—Mejor hablemos de otra cosa. Ya perdí la esperanza de ir a Cuba y no quiero hacerme mala sangre pensando en eso.
Inclinada sobre la tinaja, Crisanta balanceaba su respingado trasero en forma tan sugestiva, que Tlacotzin no pudo contener las ganas de darle un pellizco.
—Estate, nos van a ver.
Aunque en el patio estaban a salvo de espías, Crisanta extremaba las precauciones para ocultarse de las miradas indiscretas. No hablaba con los vecinos, ni salían juntos a la calle, pues temía quedar expuesta a la vergüenza pública si alguien descubría su doble personalidad. Estar amancebada con un indio era un gran riesgo para una beata, cuantimás en una ciudad donde abundaban los maldicientes. Tlacotzin lo comprendía y se conformaba con verla dos o tres veces por semana, sin atormentarla con exigencias de esposo. Le hubiera gustado casarse con ella, tener hijos, llevarla a las fiestas del gremio de pateros y pescadores, pero no quería tensar las cuerdas de la fortuna, que bastante lo había favorecido ya con el privilegio de amarla en secreto. Terminado el aseo de los trastes, Crisanta dirigió una mirada de reto a Tlacotzin y entraron a la choza cogidos de la cintura.
Se besaron a fuego lento, con la furia controlada de los ríos milenarios que no tienen prisa por llegar al mar. Tlacotzin la condujo suavemente a la cama y mientras administraba su enjundia para prolongar la cópula hasta el delirio, se regocijó pensando que los éxtasis místicos de Crisanta eran apenas un pálido remedo de sus arrebatos pasionales, en los que verdaderamente se desasía del cuerpo para ascender a la gloria. Si en los raptos de su celda monacal parecía gozar físicamente los favores de Dios, aquí disfrutaba el amor humano como una experiencia religiosa. Pudo comprobarlo una vez más cuando crepitaron juntos en el río de lava, y Crisanta le arañó la espalda, entre aullidos de loba. Si no era su espíritu lo que le salía por la boca en esos momentos, ¿entonces qué diablos era? Descansaron abrazados hasta recuperar el aliento, la cabeza de Crisanta reclinada en su pecho cobrizo.
—¿Quieres más pulquito, Citlali? Quedó un jarro lleno.
La llamaba así en la intimidad para diferenciar a la Crisanta pública, rezandera y mustia, de la Venus que guardaba en la boca el rocío del amanecer.
—No, gracias —dijo Crisanta—. Solo fumo un cigarro y me voy. Nicolasa me está esperando y no quiero darle pendiente.
Como de costumbre, al momento de su partida Tlacotzin se asomó primero a la calle para constatar que no había moros en la costa, y con una seña le indicó que podía salir.
—Adiós, mi vida, nos vemos el miércoles, si Dios quiere —dijo Crisanta, y con la cabeza envuelta en un rebozo se perdió en las brumas del anochecer.
Antes de irse a la cama, Tlacotzin sacó de un baúl una figura de barro con la efigie de Tlazoltéotl y quemó copal en un brasero, para encomendarle la protección de su amante. Oficiaba ese rito por mandato del ñor Chema*, su nuevo guía espiritual, un émulo de los antiguos tlamatinime, con talentos de curandero, pedagogo y filósofo, que le había enseñado a conducirse con apego a la voluntad de los dioses. Ni con todo el oro del mundo hubiera podido pagar las enseñanzas de ese sabio mentor, al que había conocido en circunstancias azarosas recién llegado a la capital, cuando ya no podía dormir ni trabajar por el martirio de sus erecciones crónicas. Tras haber ensayado todos los remedios posibles (infusiones de hueipatli, emplastos de trementina, friegas con meados de burro), los pateros, condolidos por su estado, le recomendaron buscar al ñor Chema en la punta del cerro del Chiquihuite. Tlacotzin fue a verlo con los huevos encajados en las ingles, desmorecido por el punzante dolor del hipocondrio. Un centenar de personas, venidas de las regiones más apartadas del altiplano, hacían cola en las faldas del cerro, algunas enfermas de gravedad, y no tuvo más remedio que esperar turno. Cuando por fin llegó en presencia del sabio, un viejo de cuerpo enjuto y rostro sereno, el cabello blanco sujeto en una cola de caballo, se sintió envuelto en un aura de autoridad benigna, que de entrada lo predispuso a la curación. Al ver su camote duro y morado, el ñor Chema movió la cabeza con gesto reprobatorio.
—Dime, hijo —chilló con vocecilla de comadreja—, ¿hiciste alguna promesa a los dioses que no hayas cumplido?
—Sí, señor —admitió Tlacotzin, y confesó el juramento hecho en presencia de Coanacochtli, cuando no tuvo valor de quemarse las manos.
El ñor Chema estiró el brazo derecho y un criado pendiente de todos sus gestos le trajo una jícara llena de agua. El viejo estudió con detenimiento el oráculo líquido, el mentón recargado en su mano izquierda.
—Hiciste enojar a Tlazoltéotl por haberte procurado el placer solitario —dijo sin alzar la vista de la jícara—. Debes implorarle perdón y revolcarte en un basurero tres noches seguidas. Si para entonces lo tienes parado, regresa a verme.
Cumplió al pie de la letra las instrucciones del viejo, sin bañarse siquiera entre cada revolcón, para congraciarse con la diosa del amor y de la inmundicia. Al concluir el plazo marcado por el brujo amaneció con el miembro flácido, aliviado del dolor abdominal. La curación no mermó su virilidad, como temía Crisanta, pues el miembro le siguió funcionando a la perfección, solo que ahora, como un discreto sirviente, se quedaba quieto y encogido cuando no había menester de él. Al poco tiempo de haber sanado regresó con el ñor Chema para obsequiarle una espuerta llena de patos, en agradecimiento por el favor recibido.
—Pudiste sanar porque eres grato a los dioses y alguna vez arriesgaste la vida por defender a tu raza —ñor Chema le palmeó la espalda.
Tlacotzin asintió, sorprendido por sus dotes adivinatorias.
¿Leía el pensamiento además de curar enfermedades? ¿Cómo pudo saber que había salvado de la muerte a Coanacochtli?
—Los valientes como tú merecen conocer mi doctrina —continuó el anciano—. Los martes a la medianoche me reúno con un grupo de caballeros escogidos, que no han doblado la cerviz ante los amos de España. Si quieres unirte a nosotros, serás bienvenido.
Amedrentado por su tono solemne, que le recordó el fanatismo de Coanacochtli, Tlacotzin acudió a la cita con el temor de que el viejo le pidiera un sacrificio sangriento por mandato de los dioses. Pero el ñor Chema era un mago más inteligente y astuto, que no pretendía torturar a sus propias huestes, sino infundirles orgullo para oponer resistencia al yugo español. En sus prédicas demostraba con parábolas elocuentes que los dioses mexicanos no estaban derrotados por Jesucristo, pues aún gobernaban el mundo desde los basamentos de las catedrales construidas con las piedras de los antiguos teocallis. ¿Acaso no era una señal de fortaleza ocupar esa posición en los templos? Todas las iglesias se vendrían abajo si ellos no las cargaran en sus espaldas. Mientras hubiera estatuas de Quetzalcóatl y Tezcatlipoca enterradas bajo los altares, los sacerdotes cristianos no podrían exterminar las antiguas devociones del pueblo. Era correcto y prudente fingir reverencia a Jesús y a la Virgen, dioses impuestos a tiros de arcabuz, pues de ello dependía la supervivencia de la raza. Desafiar abiertamente a los españoles, como hicieron algunos mártires de la fe en los años posteriores a la conquista, sería exponerse a la ruina total. Con maña y disimulo, un devoto de la antigua religión podía rendir culto a los dioses verdaderos, sin descuidar las formas exteriores de la fe cristiana. Nada malo había en llevar ofrendas al santo patrono de una parroquia, y rezarle con taimado fervor a la vista del cura, si al volver a casa, el creyente obligado a esa pantomima derramaba pulque en el fogón, para rendir tributo a Xiuhtecutli, el dador del fuego, a quien los españoles adoraban sin saberlo con el nombre de Espíritu Santo. Cuando algún familiar estuviera moribundo, era aconsejable llamar al cura para que le administrara el viático. Una vez cumplido ese compromiso, los deudos debían limpiar los santos óleos de su frente y ponerle un tamal en la mortaja para encaminarlo al Mictlán. Se trataba de mantener viva la fe acorralada, para minar desde adentro la religión de los blancos, hasta que el pueblo sometido terminara por conquistar al conquistador.
—La caída del imperio español anunciada por Quetzalcóatl está cerca —predicaba en momentos de exaltación—, pero no será una derrota militar: cada costumbre conservada, cada rito oficiado en la sombra, cada pequeño acto de resistencia significa una victoria parcial de los mexicanos, y sumándolas todas, abonarán el terreno para expulsar de la tierra a los dioses intrusos. Entonces brillarán de nuevo los ricos plumajes, entonces volverán a sonar los atabales floridos y con la piedras de las iglesias, el pueblo orgulloso alzará de nuevo las pirámides derrumbadas.
Tlacotzin salía de las reuniones en el cerro del Chiquihuite imbuido de amor propio, y aunque no veía tan cercana la victoria sobre España como el ñor Chema, sus palabras le daban fuerza y valor para lidiar contra la arrogancia y la rapacidad de los blancos. Si en Amecameca la indignación por los atropellos de Cárcamo lo había llevado a la resistencia pasiva, las injusticias que padecía diariamente en la capital y la grosera ostentación de los poderosos lo estaban orillando a la rebelión activa. Entre los aztecas, la riqueza solo venía después de los honores, como recompensa por las hazañas de los guerreros. No había barreras infranqueables entre las castas y la riqueza estaba al alcance de los más humildes si capturaban a más de cuatro prisioneros en el combate. Por eso el ñor Chema decía que los grandes hacendados ociosos eran ricos en oro, pero pobres en dignidad, algo que Tlacotzin comprobaba todos los días en sus faenas lacustres. Insatisfechos con el caudal que acumulaban a manos llenas, los gachupines y los criollos siempre encontraban el modo de sojuzgar un poco más a los indios. No les bastaba ser señores de la tierra: usufructuaban también las aguas dulces del lago y cobraban una renta a los pobres pescadores por tender las redes en sus realengos. Quienes no pudieran pagarla, tenían que pescar en las zonas de agua salada, donde había muy pocos peces comestibles. También la caza de patos estaba sujeta a gabelas, de manera que tres cuartas partes de sus ganancias se le iban en pagar tributo a los propietarios de los terrenos ribereños, que todos los años extendían un poco más sus dominios, robándole terreno a los pueblos de indios. Si un cazador les quedaba a deber la exacción por haber caído enfermo, sus capataces negros le ponían cepos y lo metían preso en una jaula, hasta que su familia pagara la deuda. Hubiera ganado el triple haciendo mosaicos de plumas con imágenes de santos y vírgenes, que los ricos pagaban a buen precio, pero su conciencia le prohibía embellecer los oratorios del enemigo con el arte aprendido de su padre, un mártir linchado por oponerse a la Iglesia de la mentira. Haber participado en su lapidación le pesaba todavía, cuantimás después de haber visto los fastuosos conventos de la capital y la vida regalona que se daban los frailes apoltronados en la opulencia. ¿Cómo podía haber estado tan ciego de niño? ¿Por qué se dejó embaucar en vez de oír la voz de la sangre?
Por lo que había visto en la capital, fray Gil de Balmaceda era uno de los últimos misioneros con espíritu de sacrificio y amor al prójimo que aún quedaban en la Nueva España. Los frailes de las nuevas generaciones ya no tenían almas que salvar, pues los indios se estaban extinguiendo por la plaga de la viruela, y ahora ocupaban su tiempo en disputarse con el clero secular los diezmos y primicias, sin más obligación que oficiar una misa por semana en alguna parroquia semidesierta. Tiempo atrás, cuando Crisanta todavía soñaba con hacer carrera en el teatro, la había acompañado a oír misa en una capilla del barrio de San Pablo. Un joven clérigo comenzó a oficiar, y de pronto, cinco frailes agustinos irrumpieron en la iglesia armados con palos.
—¡Bellaco, te quieres robar nuestras limosnas! —le gritaron—. Esta capilla pertenece a nuestra orden.
El sacerdote tomó la Sagrada Forma a guisa de escudo, pero sus agresores se la quitaron con furia, vaciaron el copón de las hostias y lo bajaron del altar a puñetazo limpio. Acezante y con el hábito rasgado, el agustino de mayor edad advirtió a los fieles:
—Si volvéis a oír misa con él quedaréis excomulgados.
Bajo la tutela de esos guías espirituales, no era de sorprender que los mexicanos aprovecharan la menor oportunidad para ahogarse en pulque. Tlacotzin solo bebía el néctar del maguey los días de fiesta y nunca se emborrachaba, por el amargo recuerdo que le había dejado la embriaguez de su padre. El deplorable espectáculo de los léperos echados en la Plaza del Volador, que presenciaba todos los días cuando llegaba a poner su tenderete, lo afligía por razones opuestas a las de los curas regañones que tronaban desde los púlpitos contra los vicios del pueblo. Ellos atribuían la ebriedad de los indios a la débil constitución de una raza inferior, que sucumbía fácilmente a las asechanzas del demonio. Tlacotzin, por el contrario, pensaba que sus hermanos de raza bebían hasta reventar y se provocaban el vómito para seguir tomando porque el pulque les daba la ilusión de parecerse un momento a los mandones blancos. Si un pobre mecapalero no pudiera echar bravatas en la pulquería una vez por semana, ¿cómo podía callar y obedecer el resto de su vida? El pulque daba a los indios una momentánea sensación de poder, pero como bien decía el ñor Chema, lo que el trago les sacaba del alma no era la verdadera personalidad de la raza, sino una burda imitación de la arrogancia española.
—Conozcan su cara para no perderla —exigía con denuedo—. Véanse en el espejo de mis palabras para no olvidarse de lo que son.
Según los códices que el viejo leía en los conciliábulos de los martes, los antiguos mexicanos castigaban a los bebedores con penas atroces y solo permitían embriagarse a los ancianos en algunas fiestas religiosas. El vicio de la bebida no congeniaba con el carácter discreto y reservado de los mexicanos: era una lacra inducida por los invasores, que ganaban por partida doble al lucrar con la venta del aguamiel y embrutecer a los naturales.
—Nos quieren tener bocabajo, aplastados como cucarachas —se lamentaba el anciano—, para que los niños desprecien a los mayores y terminen odiando su propia cara.
Gracias al ñor Chema, Tlacotzin había comprendido la urgencia de infundir a sus hermanos el amor propio que tuvieron los antiguos caballeros águila. Una cosa era servir a los amos por necesidad y otra muy distinta sentirse interior a ellos por un designio fatal. Los mexicanos necesitaban salir de su postración, tenerse mayor estima, recuperar la fortaleza de los antiguos guerreros aztecas. Varias veces había pedido al viejo que le dejara pelear por la causa del pueblo, pues sabía que los discípulos más aventajados del sacerdote realizaban misiones secretas de las que apenas se hablaba en los cónclaves, para no poner en peligro a los conjurados. Llevaba tres años haciendo méritos con la esperanza de ingresar a ese grupo selecto, y la semana anterior, ñor Chema le había anunciado que ya estaba maduro para alcanzar el rango de hermano mayor. La ceremonia en que recibiría sus insignias y el mandato de la hermandad se efectuaba al día siguiente, y esa noche, devorado por las ansias, Tlacotzin durmió un sueño convulso en la cama revuelta que Citlali había santificado con sus gemidos.
Al despuntar el alba, como todos los días, fue a cazar patos en las riberas del lago, después llevó a vender su mercancía en la Plaza del Volador, y por la tarde, con la canoa vacía, tomó la acequia de la Viga en dirección al norte, hasta topar con el albarradón que detenía las aguas salinas de Texcoco. De ahí emprendió una larga caminata en dirección al lejano cerro del Chiquihuite, a donde llegó exhausto por el esfuerzo cuando ya pardeaba la tarde. Subió la abrupta pendiente del cerro guiado por las piedras blancas que indicaban el camino a la cueva, con algunos intervalos para descansar. Llegado a la bóveda de la entrada, le sorprendió encontrarla engalanada con pieles de venado, tapetes de flores y mosaicos de plumas con la efigie del tecolote, el ave noctívaga que según los rumores llegados a sus oídos, dotaba de poderes mágicos al ñor Chema. El anciano llevaba aderezos dorsales de oro, sartales de piedras preciosas en el cuello y orejeras de obsidiana roja. En la mano derecha sostenía su insignia de mago, un dardo con punta de pedernal colocado en una fina vara de caoba. Los caballeros de su séquito, tres a cada lado, tocados con penachos de plumas, llevaban barbotes de cristal atravesados en el labio inferior y la espalda cubierta con mantas de pluma blanca.
—Ven acá, valiente Tlacotzin, hijo del bravo Axotécatl. Tecólotl, mi nahual, te da la bienvenida al círculo de las cuatro cañas, a la hermandad de los conjurados.
En respuesta a la invocación del viejo, un tecolote entró volando en la cueva y se posó en su hombro. Ninguno de los caballeros se sorprendió por la aparición del ave, cuya presencia, dedujo Tlacotzin, debía ser familiar en esas reuniones. Una doncella de pies ligeros, esbelta como un ciervo, entregó al viejo una canastilla con hongos bañados en miel. Don Chema le ordenó moler los hongos con un mazo de piedra, tarea que solo podía desempeñar una virgen, pues de lo contrario no hacían efecto. Cuando la joven terminó de molerlos, el ñor Chema tomó la pasta con las manos y masticó despacio, los ojos cerrados en actitud expectante. Hubo una pausa larga en la que solo se oyó la respiración del viejo, cada vez más agitada. De pronto estiró el cuello, aleteó con los brazos y se puso a cantar como tecolote, sacudido por un intenso placer. Asustado por sus graznidos, Tlacotzin pensó que en cualquier momento podía levantar el vuelo. Tras un largo canturreo sus jadeos cesaron y volvió a respirar con calma, tal vez porque en su delirio se había posado en alguna rama. Entonces habló con una voz estomacal que parecía brotar del subsuelo:
—Coatlicue, la de la falda de serpientes, no encuentra sosiego desde la caída del Anáhuac y clama venganza contra la usurpadora de su reino, la madre de Cristo Jesús.
Tlacotzin se puso de rodillas y bajó la cabeza con reverencia.
—Escucha, bravo mozo, lo que ordena la madre de los dioses: ya es tiempo de castigar a la madrastra que ordenó a los demonios rubios destruir los teocalis, ya es hora de recuperar nuestra dignidad —prosiguió el ñor Chema con voz de mujer iracunda—. Los valientes del Anáhuac, los guerreros escogidos, no pueden permitir que María siga en los altares, con su niño en brazos, después de haber destrozado las estatuas de los dioses, mis queridos hijitos. Ella me los quitó del regazo y debe padecer el mismo suplicio, para escarmiento de todos los españoles. Tlacotzin, fuerte mancebo, pluma de quetzal, tú eres el señalado para ejecutar la venganza, para cerrar la herida sangrante de mis entrañas. Irás de noche a los templos donde reina la usurpadora y le arrancarás el fruto de su vientre con un hacha de pedernal. Profanarás de noche cinco iglesias distintas y de cada una saldrás con un Niño Dios. Yo te protegeré para que no corras ningún peligro. Cobijado por la oscuridad irás en tu canoa hasta el remolino de Pantitlán, donde hay una estatua mía debajo del agua, que los españoles arrojaron al lago, y me entregarás como ofrenda a los niños robados. Quiero sentir cómo se ahogan lentamente en mis brazos, mientras la falsa reina del cielo llora lágrimas negras en los altares. Haz lo que te ordeno y a la hora de tu muerte te recibiré en el lugar de las flores, donde serás tratado como hijo del sol. ¡Pero ay de ti si no cumples con mi mandato! Caerás al páramo de la culebra, al país de las tinieblas y el frío, donde los monstruos infernales te morderán las vísceras hasta el fin de la eternidad. ¿Entendido?
—Sí, señor —respondió Tlacotzin, atolondrado—, y al recibir las insignias de hermano mayor, sintió que saltaba al agua con una roca en el cuello.