8
Precedido de las mejores referencias, Tlacotzin entró al monasterio de Amecameca al servicio del prior del convento, fray Juan de Cárcamo y Mendieta, que lo adoptó como pilguanejo al conocer sus virtudes y habilidades. Para entonces ya había terminado el mosaico de plumas con la efigie de la Inmaculada y por orden expresa de fray Gil, obsequió la imagen a su nuevo amo. En agradecimiento por el regalo, Cárcamo le prometió elevarlo a la categoría de donado cuando hiciera méritos suficientes. Los donados eran sirvientes con derecho a llevar hábito, y aunque no podían ordenarse de sacerdotes, carrera vedada a los indios, gozaban el privilegio de rezar las horas canónicas con los miembros de la orden.
—Favor que me hace su merced. —Tlacotzin besó la mano del prior—. Le prometo trabajar muy duro para merecer ese honor.
Desde el primer día notó que su nuevo amo era un sacerdote de índole muy distinta a la de fray Gil. Mientras el franciscano salía al campo descalzo, expuesto sin temor a los piquetes de víboras, fray Juan de Cárcamo calzaba gruesos zapatos de cuero con hebilla de plata, que Tlacotzin debía lustrar con esmero todas las noches. Por temor a pescar un romadizo en los pueblos fríos de la sierra, se abrigaba con un grueso manteo de paño de Segovia, alzacuello de crin y un sombrero de piel de vicuña importado del Perú. No toleraba manchas o remiendos en el hábito blanco y negro de su orden sacerdotal, a diferencia de fray Gil, tan desatento con su indumentaria que a veces lo tomaban por un pordiosero.
Regordete sin llegar a la obesidad, cargado de espaldas y corto de cuello, con brazos peludos y ojillos vivaces, Cárcamo tenía la corpulencia de un becerro y la rapidez mental de una ardilla. Apenas rondaba los treinta, una edad muy corta para el rango que había alcanzado dentro de su orden, donde muchos frailes llegaban a viejos sin obtener un priorato. En Oviedo, su tierra natal, había obtenido el título de doctor borlado en Cánones, y poseía una impresionante biblioteca latina con cerca de 500 volúmenes empastados en cuero, que cuidaba como a la niña de sus ojos. Inclinado a la meditación y al estudio, prefería encerrarse a leer y escribir en su celda que salir a los montes a predicar la palabra de Dios, tarea para la cual estaba poco calificado, pues apenas llevaba un año en la Nueva España y no había aprendido el náhuatl. En sus contadas salidas a las aldeas de la sierra, Tlacotzin tuvo que traducirle todas las peticiones de los indios y advirtió que la barrera del idioma los distanciaba del prior, por quien sentían respeto, pero no cariño. En cada salida, Cárcamo les prometía avanzar pronto en el estudio de su lengua, y para ello tomaba clases con fray Agustín Cadena, el nahuatlato más aventajado de la orden, pero siempre tenía ocupaciones más importantes que lo obligaban a cancelar sus lecciones. Una de ellas era la redacción del tratado Contemptus mundi, un ambicioso intento por conciliar el Nuevo Testamento con la doctrina de los estoicos, donde se había propuesto demostrar, con gran aparato de citas latinas, el carácter deleznable y efímero de los placeres mundanos. Trataba a los demás frailes con distante cordialidad y solo tenía un confidente, el subprior fray Gabriel de Villalpando, su paisano, con quien se encerraba a echar pestes de los demás miembros de la orden. Esos conciliábulos causaron extrañeza a Tlacotzin, pues jamás los había visto entre los franciscanos, donde nadie hablaba a espaldas del prójimo.
Pero la mayor diferencia entre fray Juan y fray Gil era su actitud hacia los bienes de la Iglesia y el ornato de los templos. Fray Gil sostenía que para inculcar la fe y la humildad a los naturales era preciso renunciar a las sedas y al brillo de los metales preciosos, pues solo la pobreza debía resplandecer en la casa del Señor. En cambio, Cárcamo creía necesario revestir los objetos del culto con oros y pedrerías para que los indios quedasen suspensos ante la grandeza de Dios. En eso no andaba tan errado, como lo demostraba la reverente fascinación de los fieles que asistían a la iglesia de Amecameca, atraídos por su prodigioso retablo, sus relicarios de filigrana y el fúlgido manto de la Virgen, tachonado de perlas y rubíes. Cuando Tlacotzin asistía como acólito a las misas dominicales, el espectáculo de la iglesia alumbrada a toda cera lo colmaba de gozo y podía jurar que los demás indios sentían la misma sensación de vértigo. La iglesia ya era un ascua de oro, pero a juicio de Cárcamo le faltaba magnificencia, y se propuso añadirle una torre. Como las rentas del convento no alcanzaban a sufragar la obra, se valió de todos los medios a su alcance para conseguir obvenciones, desde torcerle el brazo a los hacendados de la comarca, hasta revender las ofrendas que los indios llevaban a la iglesia en los días de fiesta. El propio Tlacotzin tenía a su cargo la tarea de clasificarlas y de registrar cada donativo en un inventario. Por tratarse de reunir fondos para una obra pía, al principio no vio nada censurable en el hecho de que el prior Juan abriera una carnicería en un anexo del claustro, para vender en ella los chivos, los cerdos, las gallinas y los guajolotes depositados por los indios en el altar de la iglesia. Solo empezó a sospechar que algo andaba torcido cuando Cárcamo, distrayendo los materiales comprados para erigir la torre, empleó a la cuadrilla de indios que trabajaban en la obra para ampliar un ala del convento, casualmente la que albergaba su despacho y su celda.
Aunque su propósito inicial solo era construirse una biblioteca espaciosa y bien iluminada, quedó tan contento con ella que se mandó hacer un baño con tina de mármol, después un recibidor con estrado para sus visitas, y de un añadido en otro, acabó construyéndose una casona de dos plantas, con balcones de herrería y una fuente de piedra en el patio central. Hasta Tlacotzin salió beneficiado con el palacete, pues ahora tenía una celda para él solo, lujo que jamás hubiera soñado en el convento de Tlalmanalco. Pero no podía felicitarse por su buena estrella, sabiendo que debía ese privilegio al sufrimiento de los albañiles forzados a trabajar sin jornal para cumplir un deber religioso. Aunque obedecían sin chistar las órdenes del capataz y a todo respondían mayu (así se hará), Tlacotzin percibía en sus miradas esquivas un acerbo rencor. Mientras ellos se partían el lomo por un tamal y un jarro de atole, sus mujeres tenían que barbechar la tierra, engordar a los animales, criar a los hijos, y si el mal tiempo helaba las milpas, quedaban reducidas a la mendicidad. A los ojos de Tlacotzin, cualquier sacrificio para erigir un monumento a la gloria de Dios tenía justificación, ¿pero era piadoso chupar la sangre de tantas familias por un capricho del prior? Terminada su casona, Cárcamo quiso recomenzar la construcción de la torre, pero cuando los jefes de cuadrilla intentaron reunir a los albañiles, ninguno acudió a su llamado. En vano recurrieron al corregidor para pedirle que mandara alguaciles a sacarlos de sus jacales: habían huido a otras comarcas con todo y familias o se estaban escondiendo para eludir el trabajo forzado.
—¡Qué gente tan resabiada! —dijo Cárcamo al enterarse de la deserción—. ¡Estos indios holgazanes han perdido el temor de Dios!
Tlacotzin estaba presente y hubiera querido explicarle los motivos de su huida, pero la astucia le aconsejó callar. Ya empezaba a saber lo suficiente sobre la vida para entender que delante de los blancos, la mejor defensa del indio era no existir. Aplazada por tiempo indefinido la erección de la torre, Cárcamo mantuvo abierta la carnicería y siguió revendiendo los animales de las ofrendas, a pesar de no tener ya ningún pretexto para continuar el negocio. Ningún indio alzó la voz para protestar y sin embargo, Tlacotzin advirtió que la devoción de los fieles empezaba a declinar. Ya no se juntaban al rayar el día para asistir en filas al servicio religioso de los domingos, ni cantaban como antes himnos a la Virgen de camino al templo. Ahora iban a la iglesia desperdigados, lo más tarde posible, o de plano faltaban a misa, en especial cuando la oficiaba el prior. Como resultado de la relajación general, las pulquerías proliferaron y creció el número de muertos por riñas entre borrachos. Embebido en su tratado estoico, donde hacía gala de una erudición portentosa, Cárcamo continuó ejerciendo su ministerio con una mezcla de indolencia y desdén, sin hacer nada por detener el avance de la gangrena. A menudo delegaba en otros frailes las faenas pastorales que le fastidiaban, y cuando se consideraba necesaria su presencia en aldeas apartadas para aplacar los continuos brotes de idolatría, iba de mala gana a administrar los sacramentos. En una ocasión llegó con Tlacotzin al poblado de Huehuetlaco, y al ver la multitud de niños que esperaban el bautismo en brazos de sus madres vestidas de blanco, se volvió hacia el fraile que los había reunido con un mohín de disgusto.
—Son demasiados —protestó—, no puedo bautizarlos uno por uno.
Mandó reunir a los niños en un círculo compacto, subió a un templete desde donde pronunció unos latines y arrojó sobre sus cabezas un puño de agua bendita, dejando al fraile subalterno la cansada tarea de aplicarles la crisma y el óleo. Acostumbrado al celo religioso de fray Gil, que se sabía de memoria los nombres de sus bautizados, Tlacotzin sintió ganas de reprenderlo. ¿Ignoraba acaso que la solemnidad del bautismo era indispensable para sembrar una fe duradera en el alma de los gentiles? ¿No entendía que estaba sacando de las tinieblas a esas pobres criaturas? Como Tlacotzin era intermediario en todas las solicitudes para impartir sacramentos hechas al prior, no tardó en advertir que medía con distintos raseros las urgencias espirituales de sus fieles. Cuando una viuda humilde y desesperada llegaba a pedirle los santos óleos para su marido, por lo general se negaba a recibirla, aduciendo tener otras ocupaciones, aunque en ese momento durmiera la siesta, pero si el agonizante era un rico hacendado, acudía con gran solicitud a administrarle el viático, así fuera en medio de una tormenta. Al comparar esa conducta con la piadosa retórica de sus sermones, Tlacotzin acabó de perderle el respeto. Si la Iglesia predicaba el bien y la mansedumbre, ¿cómo podía cobijar en su seno a un pérfido tzitzimime? ¿Por qué Cárcamo tenía un rango superior al de fray Gil, si era un fraile apoltronado en el lujo? ¿Acaso la Iglesia premiaba a los viles y castigaba a sus mejores hombres enviándolos a morir en tierras inhóspitas? ¿Por qué Dios toleraba esas iniquidades?
Como los ríos que van a dar al mar, todas esas tribulaciones desembocaban en su inquietud mayor: el homicidio accidental de su padre. Con la revelación de Coanacochtli, los cargos de conciencia habían vuelto a oprimirlo, agravados ahora por reflexiones impías. Si Axotécatl no había querido desollarlo en la cueva, y en cambio, se había jugado la vida para apartarlo de lo que él consideraba una falsa religión, no era entonces un demonio criminal, sino un héroe equivocado. Su valentía era digna de encomio, pues se necesitaban muchos arrestos para irrumpir vestido de hechicero en la plaza de Tlalmanalco. El apego a sus creencias le había nublado la razón, pero como hombre, ¿no era infinitamente más noble que fray Juan de Cárcamo? Como el redentor del pueblo judío, se había inmolado por la salvación de todos los mexicanos. ¡Y él había lanzado la primera piedra contra ese Mesías, él había permitido su lapidación cruzado de brazos, por una espuria sed de venganza!
En busca de sosiego espiritual, volvió a escalar la empinada cuesta del Sacromonte, pero el Cristo yacente de ébano ya no pudo darle ningún consuelo. Quizá el alivio de sus pesares se encontrara fuera de la fe católica, pensó al salir del santuario. Sí, su error había sido acudir a un templo cristiano para purgar la conciencia, cuando en todo caso debía pedirle perdón a los ídolos aztecas por haber matado a uno de sus servidores más abnegados. Tal vez fuera posible, como homenaje póstumo al difunto, pedir clemencia a esas deidades de piedra sin traicionar a Cristo. La lluvia de ceniza pronosticada por su padre le había hecho ver con más respeto a los dioses antiguos. Podían ser malignos y sanguinarios, pero su poder estaba fuera de duda, y aunque él se sintiera católico por los cuatro costados, cuando pensaba en el castigo que se merecía por la muerte de su padre, no se veía tatemado en las parrillas del infierno, sino tasajeado por el viento gélido del Mictlán.
Se debatía entre los dos credos, sin hallar puerto seguro en ninguna orilla, cuando en el claustro corrió la voz de que los alguaciles habían descubierto una guarida de idólatras y los llevaban presos con grilletes a la plaza de Amecameca. Tlacotzin salió a ver la cuerda de infieles, que venían entrando al pueblo, y le causó gran perturbación reconocer a Coanacochtli entre los prisioneros. A pesar de los moretones en la cara y del pelo empolvado, la vieja conservaba intacta su dignidad y miraba a los curiosos con gesto arrogante.
—¡Pueblo arrodillado, despierta! —gritó a la multitud en náhuatl—, ¡pueblo sin honra, levántate! Los españoles no adoran al crucificado, su verdadero Dios es el oro, ¡solo eso anhelan como puercos hambrientos!
—¡Silencio! —la intimó uno de los guardias con el arcabuz—, ¡calla o te mato!
—Mis dioses detendrán tus balas —lo retó Coanacochtli, y se volvió hacia a los indios que la veían con recelo—: ¡Está cerca la hora de la venganza! ¡No se confiesen con los sacerdotes que sirven al dios del oro! ¡Afilen los cuchillos para degollarlos!
Un culatazo en la boca le impuso silencio. Cayó al suelo sangrando del labio superior y Tlacotzin tuvo que reprimir el deseo de ayudarle a erguirse, para no despertar sospechas. Levantada por dos guardias, la vieja reemprendió la marcha con pasos vacilantes en dirección al patio del ayuntamiento, donde encerraban a los idólatras condenados a muerte. Cuando entraba al patio, Tlacotzin la tuvo a corta distancia y cruzaron una mirada en la que pudo leer un amargo reproche. Me miró como si fuera el traidor más cobarde del mundo —pensó con tristeza de vuelta en su celda—, y lo peor es que tal vez tenga razón.
Por la noche, Cárcamo y el subprior fray Gabriel de Villalpando cenaron opíparamente en privado, como todos los miércoles, y Tlacotzin los sirvió como mayordomo. El prior tenía una cocinera particular, Enedina, que guisaba los manjares más suculentos de la cocina criolla. Ese miércoles les preparó lomo en adobo, pollo en salsa de nuez y chiles rellenos de chicharrón prensado. Era un verdadero festín para el paladar, y sin embargo Tlacotzin llevó los platillos con repugnancia, recordando, nostálgico, los heroicos frijoles con ceniza del venerable fray Gil. Los dos frailes eran de buen diente y esa noche estaban achispados por haber tomado como aperitivo una botella de manzanilla.
—Ya viene la elección del Provincial y tendré que ir a México para ver cómo están las aguas —dijo Cárcamo, engullendo un trozo de lomo—. No quisiera quedar en el bando perdedor por falta de previsión. Simpatizo con fray Melchor de Betanzos, pero a veces me da la impresión de ser un hombre débil.
—Pues yo en tu lugar no apostaría por él. Está mal visto en Madrid por su amistad con los criollos —eructó fray Gabriel—. Yo le daría mi voto al viejo Montúfar, que es asturiano y sabe agradecer los favores.
—Dices bien, tal vez me convenga tener dos velitas prendidas. Pero desde mi llegada al reino, apenas si he visto al viejo Montúfar un par de veces. Tú que lo conoces mejor, dime, ¿cómo puedo congraciarme con él?
—Eso es fácil, hombre. Agasájalo con obsequios, elogia su talento en la oratoria sagrada, dedícale algún panegírico de los que tú sabes componer. Así te irás ganando su voluntad, y cuando llegue el capítulo de elecciones, con suerte lograrás que te venda a bajo precio un priorato más importante.
—De eso pido mi limosna. Es una mengua para un religioso con mis luces quedar relegado en este pueblucho.
Cárcamo había terminado su plato de lomo y se lo extendió a Tlacotzin:
—Pásame el pollo y tráenos más tortillas.
Hablaba con entera libertad delante del pilguanejo, porque se había acostumbrado a verlo como un utensilio humano, tan insensible como los muebles. Se zamparon el pollo, el lomo, los cuatro chiles rellenos y todavía les quedó apetito para un pastel de cajeta con almendras. Tlacotzin no sabía qué le ofendía más: si la insaciable gula de los frailes o sus intrigas por el poder. ¿De modo que los cargos se vendían al mejor postor dentro de la orden? Con razón Cárcamo había abierto la carnicería: necesitaba fondos para seguir ascendiendo. Su futuro dependía de que supiera ordeñar a los indios de Amecameca, y con el fruto de sus esquilmos, lograra ganarse la voluntad de otros falsos apóstoles. Turbado por los acontecimientos del día, esa noche tampoco pudo conciliar el sueño. No se podía quitar de la mente la injuriosa mirada de Coanacochtli, ni la terrible certeza de merecerla, por servir a un sacerdote de la peor ralea. ¿Para eso había matado a Axotécatl? ¿Para humillarse ante un bribón con el alma más sucia que el cráter del Popo? En lo más negro de sus reflexiones oyó un grito del prior, que esa noche tampoco había pegado los párpados:
—¡Diego, ven por favor! ¡Ayúdame!
Con una palmatoria caminó hacia la alcoba de Cárcamo, que estaba al borde de la cama, doblado por el dolor. Tenía el camisón empapado en sudor y jadeaba como un moribundo, tocándose el vientre con ambas manos.
—Tengo unos retortijones de padre y señor mío —se quejó.
—¿Quiere la bacinica? —le ofreció Tlacotzin—. A lo mejor obrando se le quita.
—Ya lo intenté pero no puedo, estoy constipado —dijo Cárcamo.
Cimbrado por un nuevo espasmo, cogió con el puño la cabecera de latón y su tez pasó del amarillo al gris verdoso.
—¡Voto a Cristo! —gritó—. Esto me pasa por cenar tanto.
—Si quiere le puedo preparar un té de yerbabuena, para que le quite las cámaras.
—No, lo que necesito es una lavativa. Pon a calentar agua.
Tlacotzin obedeció y fue la cocina a calentar agua en una olla de barro. Jamás había puesto una lavativa, pero Cárcamo era un experto en la materia y le ordenó añadir al agua hervida un líquido verdoso para lavar el estómago. Como los retortijones del prior iban en aumento, Tlacotzin tuvo que hacer todo en volandas y con las prisas derramó agua hirviendo en el brazo de Cárcamo.
—¡Cuidado, imbécil! Pon atención en lo que haces.
Preparado el enjuagatorio, Cárcamo le ordenó sacar el clíster que tenía debajo de la cama. Era un grueso tubo en forma de jeringa que desembocaba en una vejiga.
—Llena la vejiga con la ayuda y tápala bien.
Tlacotzin lo obedeció con diligencia. Entonces el prior se puso en cuatro patas, con el camisón arremangado hasta la cintura. Tenía las nalgas gruesas y peludas, y un ano sonrosado trémulo de angustia.
—Apaga la vela —ordenó Cárcamo—, no está bien que me veas así.
Al quedarse a oscuras, Tlacotzin entregó el bitoque a su amo, creyendo que él mismo se aplicaría el líquido.
—¿Qué haces, idiota?
—Le doy la lavativa.
—¿Para qué?
—Para que vuesa merced se la ponga.
—¿Ponérmela yo? Soy un religioso y estoy sujeto a reglas muy estrictas. ¿Quieres que sea excomulgado por tocarme las partes pudendas?
—¿Entonces qué hago? —se desconcertó Tlacotzin.
—Pónmela tú, que para eso eres mi criado.
Como un explorador aventurándose en aguas pantanosas, Tlacotzin tentó las velludas nalgas del prior y trató de encajar el tubo en el ano con la mayor suavidad.
—Más fuerte —le ordenó el enfermo—, tiene que entrar hasta el fondo.
Tlacotzin empujó el clíster con un fuerte envión y arrancó un gemido de dolor a Cárcamo.
—¡Me cago en mis muertos! —dijo entre dientes, y Tlacotzin se quedó un momento paralizado.
—Sigue, sigue —le exigió el prior, y para descargar la tensión hincó los dientes en la almohada.
Volvió a encajar el tubo con fuerza y ahora sintió que entraba con más facilidad, gracias al ensanchamiento del recto.
—¡Ay, cuitado de mí! —se quejó Cárcamo, pero esta vez suspiró como si el dolor le causara placer.
Más confiado, Tlacotzin bombeó todo el líquido verde en los redaños del prior, que al parecer sintió cosquillas en el vientre, pues no pudo reprimir una risita infantil. Cuando hubo vaciado el enjuagatorio, Tlacotzin sacó lentamente el tubo siguiendo las instrucciones de Cárcamo, y momentos después el prior defecó larga y ruidosamente en una palangana de bronce. Lo más oprobioso para su criado fue tener que sacar esa papilla hedionda en una cubeta y arrojada con las narices fruncidas en la fosa séptica del convento. Se disponía a volver a su celda, enfurruñado, cuando Cárcamo lo mandó llamar con una campanilla de bronce. Le habían vuelto los colores y estaba reclinado en la cabecera con una expresión de alivio.
—Ven acá, Diego.
Tlacotzin se acercó a la cama con temor.
—Gracias, hijo, para ser tu primera vez lo hiciste muy bien. —Cárcamo soñó con ternura—. Pero quiero pedirte un favor: esto debe quedar entre tú y yo. Ni una palabra a nadie, ¿entendido?
Era una advertencia inútil, pues Tlacotzin jamás oía ni contaba chismes, y el sonrojo del prior le infundió la sospecha de haberse prestado a una turbiedad. ¿Para qué tanto misterio, si solo le había aplicado un remedio medicinal? Estará arrepentido de sus bárbaras comilonas, pensó, y quiere mantener en secreto cuánto padece por ellas.
Al amanecer, un bando del corregidor anunció que la contumaz hechicera Coanacochtli sería colgada de los pies y golpeada con varas hasta morir. La noticia atizó los remordimientos de Tlacotzin, que olvidó al instante la grotesca escena en la alcoba del prior. La bruja era la única persona con autoridad moral para absolverlo por la muerte de su padre. Solo ella podía abrirle el camino de la expiación, pero si Coanacochtli no lo perdonaba, cargaría de por vida el oprobio de ser un Judas. Como Dios y la Virgen no podían salvar de la muerte a la peor enemiga del cristianismo, la víspera de la ejecución, Tlacotzin se deslizó por una escalera secreta del convento hacia el entresuelo donde estaban guardados los ídolos confiscados a los detenidos, que al día siguiente Cárcamo rompería a martillazos en la plaza del pueblo. Extrajo una figura en barro de Huitzilopochtli, la ocultó debajo de su ayate y al amparo de las sombras corrió a su celda, donde se encerró con llave. Tras haber encendido copal en un sahumerio, se disculpó con el ídolo por haber olvidado los himnos que su padre recitaba para invocarlo y le rezó en cuclillas un Padre Nuestro, la oración cristiana que le pareció más adecuada para su grandeza. Si había hecho llover ceniza, ¿por qué no habría de concederle un terremoto o un incendio para que la bruja pudiera escapar? Repitió cuatro veces la oración en espera de algún cataclismo, sin obtener siquiera un leve temblor. Ya empezaba a recriminarse por haber oficiado una liturgia incorrecta, cuando oyó una risotada masculina proveniente de la calle. Se asomó por la ventana de su celda, que daba al exterior del convento, y vio a Melitón, un ministril con fama de borracho, caminando sinuosamente hacia su puesto de guardia, en compañía de una moza del partido que en ese momento se llevó a la boca un jarro de pulque.
Melitón era el encargado de vigilar por las noches a los presos infieles, y Tlacotzin comprendió que Huitzilopochtli le ordenaba ir tras él. Salió del convento con el mayor sigilo, y siguió de cerca a la pareja hasta el patio del ayuntamiento. A un costado del abrevadero para los caballos, había un pequeño dormitorio para los guardias, y al fondo estaban las celdas donde los idólatras esperaban la muerte. Otro ministril armado con un mosquete charló un momento con Melitón, le entregó un manojo de llaves y se alejó por el empedrado. Melitón entró al dormitorio, colgó las llaves en una alcayata y urgido por responder a las caricias de su amiga, dejó la puerta entornada. Mientras yacía con la moza en un petate, Tlacotzin deslizó un brazo por el quicio de la puerta y con los dedos estirados al máximo se apoderó de las llaves. Gracias, Huitzilopochtli, desde ahora seré tu más fiel servidor. Por precaución, esperó hasta que el celador terminó de retozar con la moza, y solo se atrevió a dar el siguiente paso al oír sus ronquidos. No le fue fácil abrir las celdas, pues tuvo que probar varias llaves en cada candado, con la carne de gallina por el escandaloso rechinar de las cerraduras. Finalmente uno de los candados se abrió. Adentro había una docena de indios que lo miraron con extrañeza.
—Salgan —les dijo en náhuatl—. Váyanse corriendo de aquí.
Al comprender que se trataba de una liberación, los infieles saltaron de alegría. Por ser la prisionera más peligrosa del lote, Coanacochtli ocupaba un calabozo sin ventanas. Cuando Tlacotzin lo abrió, la bruja se levantó del suelo con parsimonia, como si volviera de entre los muertos. Al reconocer a Tlacotzin sonrió con desprecio.
—¿Vienes a llevarme a la horca? ¿Te eligieron como verdugo?
—Sal de aquí, estás libre —la urgió Tlacotzin.
Incrédula, la hechicera se puso de pie y al ver la reja abierta de par en par comprendió que el niño decía la verdad. Entonces depuso el ceño fruncido y lo estrechó en sus frágiles pero enjundiosos brazos.
—Gracias, hijo. Allá en el Tlalocan, tu padre estará orgulloso de ti.
—Márchate ya, el ministril se puede despertar.
En voz susurrante, la sacerdotisa le dijo al oído:
—Tú eres el nacido bajo el signo del jaguar, el brazo fuerte del dios vengador. Cuando seas un hombre, romperás las cadenas de tu pueblo.
Tras el abrazo de despedida, la vieja se alejó entre la bruma con pies alados. Al amanecer nadie pudo encontrar su huella en el suelo.