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Entre las alucinaciones macabras provocadas por la fiebre —caídas a un abismo sin fin, niños dioses en estado fetal, mastines con las fauces abiertas—, los cuidados de unas manos sedeñas y tibias devolvieron la vida a Tlacotzin. Le bastó sentir esos pétalos de rosa en sus heridas para saber que la señora de la falda de serpientes no lo dejaría morir como un perro. La visita de la diosa apenas duró un suspiro, pero sus efectos se dejaron sentir a la mañana siguiente, cuando la fiebre remitió y Tlacotzin volvió en acuerdo, despertado por el sol del estío. Entonces, con la mente despejada, evocó lo sucedido en la huida de la parroquia, cuando los centinelas lo tenían a su merced y no pudieron rematarlo en el suelo, tal vez porque la lluvia había mojado la pólvora de sus tercerolas. Sin ayuda divina y con un trabucazo en la espalda, jamás hubiera podido levantarse para emprender la huida bajo el torrencial aguacero. ¿Quién sino ella, la emperatriz de las sombras, había enviado los arroyuelos y las ráfagas de granizo que borraron el rastro de sangre? Pero la pesadilla continuaba: aún podía oír los ladridos de los mastines y los gritos de los guardias, que al parecer continuaban la pesquisa a la luz del día. Si estaban haciendo un cateo choza por choza, como temía, en cualquier momento los perros empezarían a olisquear su puerta. Cuando intentó erguirse, un dolor agudo le taladró los riñones. Aún tenía las heridas frescas y cualquier movimiento en falso podía causarle una nueva hemorragia. Se palpó el brazo, vendado con un paño azul, vio con azoro el torniquete de su hombro izquierdo y no pudo contener un sollozo. Bendita seas, madrecita, por socorrer al más ruin de tus hijos. Nunca más adoraría a Coatlicue por temor: era preciso tener una bondad infinita para socorrer a un hijo ingrato que había renegado de ella.

Con grandes esfuerzos logró alzar el torso, con la intención de gatear hacia el fogón para calentarse un jarro de atole. No tenía hambre, pero había perdido mucha sangre y necesitaba alimento para recobrar las fuerzas. Cuando apenas empezaba a reptar en el suelo, los dientes apretados para resistir la punzada mortífera en los ijares, oyó acercarse a los perros, que trasponían el cercado de su jacal. Sin duda venía a la cabeza el mastín que lo había mordido en la iglesia, con los belfos chorreantes de sangre. Cuando los guardias tocaron la puerta se parapetó detrás de la alacena. ¿Estaría puesta la tranca o anoche se había olvidado de hacerlo? Más que la muerte y el ultraje, temió las nefastas consecuencias de su captura para la bella Citlali. Cárcamo ya la traía entre ojos y hasta la había acusado de tener amoríos con un indio: ¡cuánto más se ensañaría con ella al descubrir que ese indio era el verdugo de los niños dioses! Le había prometido marcharse lejos de la ciudad para librarla de todo mal y aquí estaba, cercado por el enemigo, a merced de una turba iracunda que no se daría por satisfecha hasta ver su cabeza en la punta de una estaca. Pero si él terminaba en la picota, a Crisanta le esperaba algo peor: la hoguera de la Inquisición. Pobre Citlali, por haber subido tan alto, su bajada sería un estrepitoso derrumbe. Ten piedad, Coatlicue, entrégame a esos perros si es tu voluntad, pero no hagas pagar culpas ajenas a mi estrella de la mañana. Tras haber golpeado varias veces la puerta, el jefe de la cuadrilla dio en mexicano la orden de retirada y los perros se alejaron gruñendo. Un milagro más, que ni con la vida podría pagar a la bendita reina de los abismos. Recordó entonces que tenía una cuenta pendiente con ella, pues aún le faltaba sumergir en el lago al último Niño Dios, que si la memoria no le fallaba, había metido en el morral cuando escapó de los primeros disparos. No estaba ahí, ¿acaso lo había perdido? Inquieto, esculcó el morral al revés y al derecho. Cuando ya empezaba a sudar frío, echó un vistazo al suelo y encontró al niño tirado a los pies de la mesa. Con el golpe, la cabeza se le había desprendido del cuerpo. Sin duda lo había dejado caer la noche anterior, pues llegó a la choza tan débil que ni siquiera podía sostener el morral.

Después de los favores recibidos, ningún impedimento lo apartaría de arrojar la ofrenda al remolino de Pantitlán. Pero no podía aventurarse a salir mientras hubiera patrullas de vigilancia por todo el barrio. Por si las dudas, escondió al niño Jesús en un hoyo cavado con sus propias manos, que luego rellenó de tierra y cubrió con un petate. De ese modo, Coatlicue no sufriría la injuria de ver al niño restituido a los brazos de su rival si los centinelas regresaban para llevárselo preso. Terminado el entierro, se preparó en el fogón un atole con piloncillo, y serenado por la bebida caliente, volvió a dormir de un tirón hasta el atardecer. Despertó más repuesto, con el pulso firme y el ánimo sosegado. Aunque sus heridas aún no cerraban, al primer intento logró ponerse de pie y salió al patio trasero para tomar aire fresco. Desde allí, encaramado en las tablas del corral, echó un vistazo a los alrededores de la choza. La agitación en el barrio había disminuido, pero a lo lejos se veían las antorchas de los centinelas, que ahora patrullaban la ribera del lago. Por precaución, resolvió encerrarse a piedra y lodo mientras se aquietaban las aguas y sus heridas cicatrizaban.

Solo tenía un pato enchilado y unas cuantas tortillas, que administró como hormiga para engañar el hambre. Forzado a la sobriedad por haber perdido sus reservas de marihuana en la balacera, se apartó del vicio sin pálpitos de ansiedad, tal vez porque ahora estaba seguro de contar con el auxilio divino y por lo tanto, los peligros del mundo ya no lo intimidaban como antes. Podía sentir la presencia de la diosa en la sangre de sus venas, en el canto de los pájaros, en el alimento que ingería y en el aire que respiraba. Como decía el ñor Chema, ella era el continente y el contenido, la sustancia y la forma de todas las cosas. Una sola inquietud nublaba su dicha: Coatlicue velaba por él, pero Crisanta quedaba fuera de su manto protector. Celosa como todas las hembras, la Mujer Blanca ya le había pedido la cabeza de su querida, y en cualquier momento podía llevársela a la región de los muertos si no lograba convertirla a la religión mexicana. Necesitaba hablarle con el corazón en la mano y apartarla del mal camino, cuantimás ahora, que ya le seguían el rastro los chacales de la Inquisición.

Transcurrida una semana en la que nadie intentó allanar su choza, Tlacotzin se atrevió a dar una vuelta por el barrio, con un cotón de jerga de manga larga que le cubría la herida del brazo. La vida estaba volviendo a su ritmo normal: los hortelanos sembraban flores en los camellones de las acequias, los vendedores pregonaban su mercancía por las calles, y aunque la iglesia estaba adornada con crespones negros, el cura seguía dando misa, pues según rezaba un letrero colgado en la puerta de la parroquia: «La vida espiritual de la Candelaria no se puede interrumpir por culpa de un atentado sacrílego». Pasó casi enfrente de los carabineros apostados en la entrada y ninguno lo reconoció. En las inmediaciones del atrio, Tlacotzin saludó a un buen amigo, Filemón, que llevaba en la espalda su chochocol de aguador.

—¿Ya agarraron al ladrón del niño? —le preguntó Tlacotzin con sangre fría.

—Todavía no, pa’ mí que ya se les peló. —Filemón bajó el cántaro panzudo al suelo—. ¿Y tú dónde andabas? Tiene harto rato que no te veo.

—Fui a mi pueblo a ver un asunto de unas tierritas —mintió con donaire Tlacotzin.

—¿Ya fuiste al embarcadero?

Tlacotzin negó con la cabeza.

—Pues allá la cosa está muy canija. —Filemón se enjugó el sudor de la frente—. Como los alguaciles creen que el ladrón se escapó en canoa, están patrullando el lago de día y de noche, y ahora nadie puede pescar ni cazar patos sin un permiso especial de la autoridad.

—Pues entonces voy a pedirlo —dijo Tlacotzin.

—Ahí está el problema: la autoridad son dos gachupines hijos de puta, que se dejan pedir hasta diez pesos por el permiso.

En el embarcadero, tras despedirse de Filemón con un abrazo fraterno, Tlacotzin confirmó que muchos pateros y pescadores no podían reunir la cuota exigida y se dedicaban a ventilar su muina en las pulquerías. Le asombró ver en el lago tres bergantines con alguaciles armados hasta los dientes: en esas circunstancias era un suicidio salir de noche a depositar la ofrenda en el oratorio lacustre. Lo mejor sería dejar enterrado al Niño Dios y cumplir la manda al cabo de un mes, cuando hubiera disminuido la vigilancia. Pero no se podía quedar todo ese tiempo en el barrio de la Candelaria, pues le había prometido a Crisanta largarse de la ciudad. De vuelta en casa, envolvió su ropa en un hatillo, guardó sus enseres más necesarios en una bolsa de yute, encadenó la canoa debajo de un cobertizo y puso la tranca por dentro para asegurar la puerta. Vestido con sus ropas de mestizo, que le daban un aspecto más respetable a los ojos de los alguaciles, se dirigió al barrio de San Pablo, para informarle a Nicolasa dónde se ocultaría. Pero la casa de la vieja estaba desierta, y aunque Tlacotzin esperó hasta bien entrada la noche, la veterana actriz nunca llegó a dormir. ¿Se habría mudado por órdenes de Crisanta, para despistar a los corchetes de la Inquisición? Tal vez había resuelto enviarla fuera de la ciudad por temor a que Cárcamo diera con ella. Pero ¿cómo iban a comunicarse sin la única medianera de sus amores? Por si acaso Nicolasa regresaba al día siguiente, Tlacotzin le deslizó por debajo de la puerta un billete con alusiones veladas que solo Crisanta y la vieja podrían comprender:

El ángel del abismo emprende el vuelo al cerro del Chiquihuite, donde unos amigos le han ofrecido comida y sustento. Allá estará suspirando por su linda Citlali.

Esa noche durmió a la intemperie en las ruinas de un convento abandonado y al despuntar la mañana se dirigió al cerro del Chiquihuite. Pero al salir de la traza urbana, en los llanos de San Lázaro, tropezó con una víbora mazacuata que por poco le clava los colmillos en el talón, y como esos reptiles eran de mal augurio, decidió posponer la marcha. Quizá los espíritus del subsuelo querían advertirle que perdería para siempre a Crisanta si se alejaba de la ciudad. Su conducta en las últimas semanas no presagiaba nada bueno: había sido esquiva, casi hostil, como si quisiera deshacerse, cuanto más pronto mejor, de un amor incómodo y embarazoso. Al parecer se avergonzaba de su pasado y buscaba cualquier pretexto para limpiarlo de baldones que pudieran frenar su ascenso a la gloria. Así eran las comediantas: sacrificaban todo por la fama, hasta la felicidad. Tal vez la persecución inquisitorial había sido un embuste urdido con ayuda de Nicolasa, otra gran experta en fingir, para quitarlo de en medio y seguir medrando en las altas esferas de la nobleza, sin el molesto compromiso amoroso que ahora debía resultarle un pesado lastre. Quizá, en el fondo, Crisanta se avergonzaba de su perfidia: por eso no se atrevía a dar la cara y había recurrido a la vieja para hacerlo a un lado. ¿O acaso veía moros con tranchetes, aturdido por la debilidad y las emociones de los últimos días? Solo había una forma de saberlo: hablar con ella de viva voz, aunque eso significara correr un enorme riesgo. Si ella, frente a frente, le ordenaba que se fuera de la ciudad, no tendría otra alternativa que obedecerla. Pero si al tenerla en sus brazos, el poderoso imán del amor los atraía con la fuerza de siempre, le pediría de rodillas que diera por terminada su comedia de santurrona y se marchara con él a una tierra lejana donde nadie pudiera juzgarlos.

Tras haber dejado en su choza de la Candelaria el hatillo de ropa y la bolsa de yute, fue en busca de su amigo Filemón, y le pidió prestado un chochocol de aguador, para ir aprendiendo el oficio, pues con las nuevas gabelas, dijo, ya no le convenía dedicarse a la caza de patos. Por fortuna, Filemón tenía varios cántaros ventrudos en su vivienda y hasta le enseñó a llevarlo en el lomo, cogido de la frente con un mecapal de cuero. Al día siguiente, en ropas de indio y con el chochocol lleno de agua, Tlacotzin se presentó muy temprano en la mansión de los marqueses para ofrecer el líquido con el peculiar silbido del gremio. El mayordomo, don Marcial, se sorprendió al abrir el ventanuco de la puerta:

—¿Y tú quién eres? Aquí tenemos un maistro que nos surte todos los días.

—Le lleno sus barriles por cinco reales, patroncito —suplicó Tlacotzin.

El mayordomo lo miró con codicia. Los demás aguadores le cobraban el doble y si conseguía lo mismo a un precio más bajo, se podría embolsar la diferencia.

—Está bien, pásale, pero vas a tener que echar varios viajes.

Al llenar las tinajas coloradas de la cocina se demoró más de la cuenta para tratar de oír la conversación entre el rodrigón y don Silverio, el jardinero, que desayunaban molotes con crema en el tinelo. Ninguno de los dos mentó a Crisanta: solo hablaron de la última corrida de toros en la Plaza del Volador, en la que un torero había salido cornado. Para continuar su faena, Tlacotzin tuvo que ir a rellenar el chochocol a la fuente de la Mariscala, la más cercana a la casa de los marqueses. De regreso, don Marcial le ordenó llenar de agua la cisterna del jardín, para que Silverio pudiese regar los arriates. Al tercer viaje ya echaba los bofes y no había llenado siquiera la mitad de los barriles y peroles que la casa necesitaba para el aseo de sus habitantes. Pobre Filemón, qué vida tan méndiga, por algo le pegaba esas golpizas a su mujer. Mientras llenaba la pileta de los lavaderos con el cuarto cántaro acarreado, se esforzó por oír a hurtadillas la charla de dos mucamas, Salustia y Micaela, que tallaban con enjundia la ropa blanca de los patrones:

—La niña Crisanta deja sus sábanas bien mojadas de tanto llorar por las noches —dijo Salustia, conmovida.

—Tendrá alguna pena de amor —conjeturó Micaela.

—¿Cómo crees? Ella solo quiere a Jesús.

—A la mejor ya se encariñó con la buena vida y está triste porque la van a meter al convento.

—No la van a meter, ella quiere entrar por su voluntad.

—¿Entonces por qué chilla tanto?

—Tal vez le duela separarse de la marquesa, ¿no ves que la quiere como una madre?

Tlacotzin había terminado ya de verter el cántaro y al sentirse observado por las lavanderas tuvo que abandonar el patio de servicio para ir por más agua. En los siguientes viajes del día ya no pudo averiguar nada, pero con lo escuchado le bastó para tener una amarga noche de insomnio, ¡de modo que su adorada Citlali había decidido entrar a un convento sin avisarle nada! Con razón quería enviarlo lejos de México: así eliminaba el único obstáculo en su camino a la santidad. ¿Qué buscaba con ese despropósito, contrario a su naturaleza y al orden del cosmos? ¿Condenarse a fingir de por vida? ¿Había enloquecido de tanto simular una falsa personalidad, hasta creerla propia y verdadera, o el convento era su tabla de salvación para no caer en las garras del Tribunal? Sea cual fuere el motivo oculto de su conducta, tenía que impedirle matar dos almas de un solo tiro. Si la Inquisición ya le pisaba los talones, razón de más para largarse juntos al fin del mundo. Pero sería difícil persuadir con palabras a una mujer empavorecida: necesitaba verla en privado, administrarle un bálsamo de caricias, para disuadirla de cometer un yerro tan colosal.

En su siguiente visita al palacio de los marqueses, Tlacotzin se dedicó a estudiar la disposición de los patios y las habitaciones, para ubicar la alcoba de Citlali. Aunque dilató más de dos horas llevando y trayendo agua por toda la casa, no tuvo ningún encuentro con ella, ni la vio en la asistencia a la hora del desayuno. Por las frases sueltas que alcanzó a escuchar en torno del tinelo, supo que vivía en absoluto recogimiento, bajo un régimen de ayuno y mortificación, para llegar exenta de pecados a su desposorio espiritual con Dios. Mis tompeates, pensó Tlacotzin: está muerta de tristeza por tener que profesar a la fuerza y rehúye la convivencia para no dar señales de su dolor. Y pensar que los ministros de la Iglesia se atrevían a tildar de cruel y salvaje la religión mexicana: ¿no era el colmo de la crueldad emparedar de por vida a una pobre muchacha que había nacido para holgar con varón y traer hijos al mundo?

Impaciente por abrirle los ojos, al tercer día de servir como aguador en la residencia de los marqueses, Tlacotzin sintió llegada la hora de actuar con audacia. Para llenar los barriles de la planta alta, que dejaban caer el agua por una canaleta hasta las tinas de las alcobas, era preciso subir por una escalera que se bifurcaba en dos direcciones: una que subía hasta la azotea y otra a las recámaras de los patrones. Terminada la faena, Tlacotzin dejó el chochocol en la azotea y bajó con sigilo hasta el primer descanso de la escalera, donde tomó el pasillo que conducía a las alcobas. La aparición intempestiva de don Marcial, que llevaba una jarra de plata al cuarto de doña Pura, lo obligó a esconderse detrás de un tibor chino. Acostumbrado a vivir en el filo de la navaja por los hurtos de niños dioses, tenía los nervios templados para el peligro y pudo sortear el aprieto encogido como una oruga. Cuando el mayordomo pasó de largo, Tlacotzin corrió de puntillas hacia la alcoba de Crisanta, la última del corredor a mano derecha. Para no llamar la atención tocando la puerta, dio vuelta a la manija con la esperanza de que no estuviera puesto el pestillo. Aleluya: la puerta se abrió sin chirriar, lo que interpretó como un buen augurio. Adentro, de rodillas en un reclinatorio, Crisanta le rezaba en sordina a un cromo de la virgen de la Candelaria, en un altar repleto de veladoras. Extraña coincidencia, ¿algún maligno poder deseaba confrontarlo con su reciente víctima? La actitud reconcentrada de Citlali sorprendió a Tlacotzin, que jamás la había visto en esos trances. ¿Se estaría volviendo beata de verdad?

—Castígame, santa Madre de Dios, por el daño que te hicimos. Niégame la luz del sol y envía sobre mí las siete plagas de Egipto, por haber besado y acariciado las manos impías que te arrebataron al fruto de tus entrañas.

El bisbiseo era inaudible para Tlacotzin, que se había quedado inmóvil en la puerta, azorado por el triste espectáculo. De la perplejidad pasó a la indignación y con el ánimo justiciero de un héroe que desea liberar a una princesa cautiva, avanzó unos pasos para tomarla del hombro. Al verlo, Crisanta soltó un alarido:

—¿Tú aquí, maldito? ¡Cómo te atreves a ponerme la mano encima!

—Silencio, por favor, pueden oírnos.

—Vade retro, Satanás. —Crisanta lo embistió con un crucifijo—. No te atrevas a levantar el puño contra la Reina del Cielo.

Tlacotzin retrocedió hasta la puerta, perplejo y dolido. Crisanta echaba espuma por la boca y los carbunclos de su mirada despedían un fulgor demencial. Afuera, en el corredor, se oían unos pasos acercándose a la alcoba. Apenas tuvo tiempo de esconderse detrás de un ropero antes de que entrara doña Pura.

—¿Pasa algo, hija?

—No es nada, señora, tuve una visión del demonio —se recompuso Crisanta—. Estaba frente a mí, con el traje y la catadura de un indio torvo, y tuve que rociarlo con agua bendita.

—Serénate, hija, llevas muchos días encerrada y eso no es bueno para tu salud. ¿Por qué no bajas a desayunar algo?

—Gracias, señora, no tengo hambre.

—Entonces acuéstate un rato, por el amor de Dios. Me da miedo que te quedes patitiesa en uno de tus raptos. Hasta el Creador se permitió descansar el séptimo día.

Doña Pura arropó con ternura a Crisanta, corrió las cortinas de la ventana y no salió de la alcoba hasta creerla dormida. Durante ese tiempo Tlacotzin contuvo el aliento, sumido en un pantano de perplejidades. Con su hábil manejo de la situación, Crisanta le había demostrado tener claridad de juicio. Pero eso era más inquietante aún, pues quería decir que le profesaba un odio razonado y frío. ¿Algún cuervo con sotana la había predispuesto en su contra? En cuanto la marquesa abandonó el aposento, Crisanta se levantó de la cama para sacarlo de dudas.

—¿No te basta con el daño que me has hecho? ¿Encima quieres arrastrarme a la ruina? —susurró con voz quejumbrosa—. Debí dejar que te desangraras como los cerdos.

—¿Fuiste tú? —tartamudeó Tlacotzin.

—Claro que fui yo, infeliz, y no sabes cuánto me arrepiento de haberte curado. Un verdugo de Cristo no merece vivir.

Tlacotzin guardó un silencio culpable. Podía responder que Jesús era un ídolo falso y que había cumplido un mandato de la verdadera madre de los dioses. Podía invocar el sufrimiento de los mexicanos bajo el yugo español y defender con buenas razones la noble misión de los conjurados. Pero la vergüenza de haber mentido a Crisanta lo descalificaba ante su conciencia para intentar cualquier alegato.

—Debería denunciarte al virrey —continuó Crisanta—, para que pagues en la picota por todos tus crímenes. Pero no lo haré, por el cariño que nos tuvimos. Sal de mi cuarto y vete a las cuevas inmundas donde tu gente adora al demonio. Si en algo me estimas, dame por muerta. Voy a profesar de monja para pagar la culpa de haberte amado.

Tlacotzin salió de la alcoba apabullado por el dolor, sin atreverse a replicar con su grosero lenguaje las dignas palabras de Citlali. Confundido por la rapidez de los golpes, no sabía cómo amortiguar el cataclismo que acababa de ocurrir en su alma. Fue a la azotea por el chochocol vacío y salió de la mansión por la puerta de servicio, con dos lagrimones en las mejillas. Don Marcial se quedó esperando toda la mañana que volviera con el cántaro lleno, pues en la calle, con la voluntad al garete, Tlacotzin se dejó arrastrar por el vendaval y recaló en el puesto del herbolario que le había vendido la marihuana.

—¿Sigues desvelado?

—Sí —mintió Tlacotzin—, necesito algo más fuerte.

—Toma, es toloache. Bebe una infusión antes de acostarte y santas pascuas. Vas a dormir de corrido hasta el mediodía.

Tlacotzin había oído decir que el toloache, tomado en exceso, era un veneno de acción lenta. Por algo lo llamaban «la yerba del diablo». Mas qué importa, pensó, si al fin y al cabo traigo la vida amargada.

—Deme todo el manojo —pidió al yerbero—, esta noche necesito caer como piedra.