18

Víctima del humor melancólico, don Luis de Sandoval Zapata demoró largo rato en decidir si le convendría o no levantarse de su jergón. El día anterior se había comido el último alimento de su alacena, un plato de quelites rancios, y ahora debía salir a buscar el pan sin fuerzas para luchar con el mundo. Ni la poesía ni el recuerdo de sus grandes amores podían levantarle el ánimo tras una semana de ayunos forzados. Irguió el torso con desgano hasta quedar sentado, las piernas afuera de la manta y la barbilla clavada en el pecho. Una cucaracha se frotaba las patitas en el suelo, con aire meditabundo: a buen lugar has venido a buscar comida, pensó con sorna. En el jergón de junto dormía Gisleno, su sirviente, un negro bozal a quien había liberado de la esclavitud cuando tuvo que rematar su ingenio azucarero a precio de regalo para salvarse de caer en chirona. Aunque Gisleno hubiera podido ser capataz de una hacienda o criado de lujo en una mansión señorial, se había quedado con él por agradecimiento, sirviéndolo con una lealtad que no habían quebrantado los ayunos ni las penurias. Sandoval lo zarandeó del hombro con delicadeza, como si despertara a un hijo pequeño, y cuando el negro entreabrió los ojos le suplicó al oído:

—Hoy dan el bodrio en el convento de Santa Catalina. Ve a ponerte en la cola, que ya tocaron a laudes.

Resignado, Gisleno se puso de pie, descolgó de la pared un jorongo raído, tomó de la mesa dos platos hondos de barro con el borde desportillado y salió cabizbajo de la estrecha vivienda. ¿Qué sería de mí sin este ángel tiznado?, se preguntó Sandoval. Un hidalgo de su linaje, caballero noble de familia y solar conocidos, no podía rebajarse a mendigar comida por la calle, so pena de caer en el peor descrédito ante las pocas amistades que le quedaban. Gracias al buenazo de Gisleno se alimentaba de la caridad pública sin perder el decoro, y a pesar de su miseria, todavía era admitido en algunas casas principales, donde se le tenía consideración y respeto, no solo por su fama de poeta, sino por el recuerdo de sus ancestros, los gloriosos Sandovales de la conquista. Pero la miseria apestaba tanto como la tiña, y si no encontraba pronto una ocupación bien remunerada, dentro de poco hasta sus amigos más fieles le darían la espalda. Mi gran defecto, pensó, es no saber adular a los poderosos, ni tomar parte en la rastrera disputa por los honores cortesanos. En resumen, mi gran defecto es tener dignidad.

Caminó hacia el fogón y en un jarro desorejado calentó agua para hacerse una infusión de estafiate, una yerba medicinal que tenía la virtud de aplacar el hambre. Sobre la mesa coja había un velón a medio consumir, una colodra con tinta, una pluma de ganso y el pliego de papel con el soneto que había comenzado la noche anterior. He aquí la causa de mi ruina, suspiró alicaído. Con los teatros cerrados y la prohibición inquisitorial de publicar libros sobre cualquier tema profano, serle fiel a su vocación literaria se había vuelto una especie de manda religiosa, mortificante y mal recompensada. Ya tenía 42 años y solo había conseguido publicar un opúsculo, el Panegírico a la paciencia, escrito en su dorada juventud, cuando aspiraba a ser un tratadista moral ampuloso y exquisito, a la manera de Félix Paravicino, el nuevo Demóstenes de la oratoria sagrada, ¡qué ridículos le parecían ahora aquellos sueños de gloria! Había tenido la cachaza de predicar una resistencia estoica frente al pecado, cuando por esas mismas fechas ya tenía dos amantes, una de ellas casada, y se pasaba las noches improvisando coplas en las tabernas.

Por aquel tiempo disfrutaba de la protección de su tío Pedro, canónigo de la Catedral, quien había sufragado los gastos del libro y conseguido la autorización del Santo Oficio para publicarlo. Pero la muerte de su protector lo dejó a merced de los letrados envidiosos, todos ellos bien colocados en el alto clero, y de entonces a la fecha, el mérito de sus obras no bastaba para abrirles camino a la imprenta. Miró con tristeza el baúl de cuero crudo recargado en la pared, donde se pudrían sus obras inéditas: El político Tiberio César, El Epicteto cristiano, Elogio de la novedad, Quaestiones Selectae, Examen veritatis y un centenar de poemas sueltos, conocidos por un selecto grupo de admiradores que lo habían apellidado «Homero mexicano». De nada le había valido ganar la estimación de la minoría culta y recibir carretadas de elogios por sus comedias: cuanto más corría la fama de su genio, menos posibilidades tenía de publicar y ver montadas sus piezas. Los doctores hinchados de ciencia escolástica se habían confabulado para condenarlo al olvido, mientras ellos tenían el campo libre para publicar cualquier flatulencia piadosa, precedida siempre por una caravana al virrey o al arzobispo en turno. Cuando el agua del jarro comenzó a hervir, don Luis endulzó la infusión con pinole. Al sumergir las hojas de estafiate pensó que el título de su primer libro había sido profético, pues se necesitaba toda la paciencia del mundo para soportar ese ninguneo sin haber claudicado.

Tomó asiento en la única silla con respaldo de su derrengado comedor y se limpió las lagañas entre bostezos. Tenía jaqueca por haber dormido poco, algo que solía ocurrirle cuando se iba a la cama con las tripas vacías, y como no estaba de humor para esfuerzos mentales hizo a un lado el pliego con el soneto. Pero al ver el velón derretido en la palmatoria de bronce, el emblema de la fugacidad que había detonado su vuelo lírico, no resistió la tentación de releer el primer cuarteto, en el que había querido representar la carrera homicida del tiempo:

Invisibles cadáveres de viento

son los instantes en que vas volando,

reloj ardiente, cuando vas brillando,

contra tu privación tu movimiento*.

No estaba mal, y aunque las rimas en gerundio parecían un recurso fácil, en este caso eran necesarias para representar la erosión incesante de la materia. Un diapasón escuchado con los oídos del alma le dio la pauta de acentos y cesuras para continuar el poema. La voz de los arcanos quería dictarle algo y su deber como poeta era tener los oídos atentos a esos llamados, estuviera o no de humor para escribir. Ya tenía la línea melódica, pero le faltaba el contenido, que debía completar la idea esbozada en el primer cuarteto. A pesar de la jaqueca, hizo un esfuerzo de concentración que lo transportó a sus épocas de becario en el Colegio de San Pedro y San Pablo, donde los catedráticos colocaban un reloj de arena en el escritorio para medir la duración de la clase. Desde entonces ya tenía una obsesiva conciencia del tiempo, y más de una vez los profesores lo habían reprendido por quedarse en Babia, encandilado con la lenta filtración de la arena. Su reloj interno, que lo mantenía en guardia contra las ilusorias bellezas del mundo, solo le concedía una tregua cuando moría dulcemente en brazos de una mujer. Pero apenas pasaba el encantamiento, la angustia de tener las horas contadas volvía con más fuerza, como si presenciara ya el lento descenso de su ataúd. Bienaventurados los espíritus simples que vivían a salvo de aprensiones metafísicas, satisfechos con su breve paso por la tierra, sin reparar en el mecanismo ciego que se complace en dar vida solo para continuar matando. Él no podía ignorar el dedo acusador que le mostraba los jardines floridos amenazados por la guadaña, y obediente a su irresistible mandato escribió de un tirón:

Cada luz, cada rayo, cada aliento,

en ese vuelo de esplendores blando

va deshaciendo lo que va llorando,

vive lo que murió cada momento*.

Se adentraba en el primer terceto, tensadas al máximo sus potencias intelectivas, cuando Gisleno volvió de la calle con las manos vacías.

—No me quisieron llenar los platos —se disculpó—. La madre tornera dice que tengo brazos fuertes para trabajar y que muchos menesterosos necesitan más la comida.

Abismado en las palabras, Sandoval tardó un momento en asimilar el golpe. Después de una pausa preguntó con enfado:

—¿No le dijiste que tienes una mujer recién parida?

—Sí, pero la vieja me contestó: que venga ella con la criatura y le daré la sopa.

—¿Y ahora qué vamos a comer?

Gisleno se encogió de hombros y Sandoval comprendió con inmenso dolor que debía ponerse en acción para conseguir dinero.

—Tómate una infusión de estafiate mientras yo me visto —pidió a su criado—. Vamos a la calle a buscar un alma caritativa.

La necesidad le había enseñado el difícil arte de vestir como hidalgo con ropas de pordiosero. Para disimular el desgaste de sus calzas, que le quedaban cada día más holgadas por el continuo adelgazamiento, había remendado los agujeros de la parte delantera con trozos cortados de la trasera. Como el parche lo dejaba con los gregüescos al aire, se cubría las vergüenzas con una ropilla de faldones largos. Solo conservaba una prenda en buen estado: su sombrero de ala ancha, reliquia de sus años mozos, cuando enamoraba doncellas en el Paseo de la Viga. Se lo acomodó delante del espejo, donde pudo constatar los estragos del hambre en el hundimiento de sus mejillas. Carajo, se estaba quedando en los huesos y dentro de poco las damas le pondrían cruces. En el patio de la vecindad, saludó con una caravana a las matronas que lavaban ropa, pues tenía por norma tratar a las mujeres del pueblo como marquesas. Obligado a compartir con otras seis familias las letrinas y el fogón para las tortillas, extremaba las cortesías con los vecinos para soportar mejor el hacinamiento.

Afuera, los llanos del barrio de Santa Catalina Mártir le refrendaron su condición de paria. Era demasiado sensible a la fealdad, y en castigo por sus melindres de artista, Dios lo había confinado a las goteras de la ciudad, donde por falta de calles empedradas tenía que caminar por senderos lodosos, entre breñales y nopaleras. Como de costumbre, por los accidentes del terreno llegó a la traza urbana con las hebillas de las chinelas cubiertas de barro, y Gisleno tuvo que limpiárselas con un pañuelo. Por la Calle del Reloj se dirigió a la Catedral, distante media legua, seguido por su criado, que llevaba una bolsa de yute llena de trapos. Sandoval le ordenaba cargar con ella a todas partes, para dar la impresión de que habían hecho compras en el mercado, por si acaso se encontraba en la calle amigos o conocidos.

Como el arroyo central de la calle estaba repleto de coches que se dirigían a la Plaza Mayor, tuvieron que apretujarse en la angosta banqueta, donde apenas cabía un viandante. Sandoval se sintió humillado por no tener carruaje y maldijo la suerte de vivir en una ciudad donde andar a pie era una mengua para el honor. Hasta las bestias de carga merecían más consideración y respeto, pues al menos podían andar muy orondas por el medio de la calle. Para el pueblo, estrechez y suciedad; para los virreyes y su caterva de saqueadores, el sarcasmo de los satisfechos. De un lado el despojo convertido en ley, del otro la sumisión inculcada desde el vientre materno. ¿Nunca habría un valiente que osara desafiar ese orden putrefacto? Cuán distinto sería todo, pensó, si hubiera triunfado la sublevación de Martín Cortés, y los hijos de los conquistadores se hubiesen alzado con el reino. Pero el degüello de los hermanos Ávila, los lugartenientes de Martín, cuya memoria había vindicado en un atrevido romance, sofocó de golpe el levantamiento, y diez generaciones después, los criollos honorables como él todavía no levantaban cabeza. Sorteando el atascadero de coches, dobló a la derecha en la calle de Cordobanes y se detuvo frente a la casa de la viuda de Calderón, la editora de la hoja volante con noticias de ultramar que Sandoval redactaba por un miserable sueldo de cinco reales. El mayordomo lo hizo pasar al estrado, donde la viuda, una señora de edad madura y altivo porte, el pelo entrecano sujeto con una diadema de pedrería, estaba de palique con otras damas empingorotadas. Sandoval saludó a todas las presentes con finos modales y pidió a la anfitriona un segundo para hablar con ella en privado.

—He tenido algunas dilaciones en el cobro de mis rentas —le explicó—. Hágame la caridad de adelantarme el sueldo del mes entrante, para salir de apuros.

—Ay, don Luis, ¿otra vez con lo mismo? Vuesamerced siempre anda en la quinta pregunta. Si anda tan arrancado, vaya a empeñar algo en el Monte Pío.

La viuda casi le dio con la puerta en las narices, y afuera, Sandoval por poco se desmaya del colerón. Al verlo mudar de color, Gisleno lo sujetó del brazo, pues sabía que los corajes en ayunas le daban vahídos.

—Perra judía —farfulló el poeta—, descendiente de conversos tenía que ser, pero algún día la veré arder en la hoguera, junto con toda su parentela.

No sabía a dónde ir, ni a quién pedirle prestado, pero no quiso que Gisleno advirtiera su turbación y caminó con lentitud hacia la Plaza del Volador. Al pasar junto a una pulpería, el olor del pan recién horneado le abrió un hueco en el estómago y prefirió voltear a otra parte para no ver las cestas llenas de pambazos y semitas. Por la acera de enfrente vio venir a un conocido, don Juan López del Pulgar, que caminaba en dirección contraria con un criado mulato, y don Luis cruzó la calle para hacerse el encontradizo.

—Juanito, cuánto tiempo sin vernos. Estás fuerte como un roble, hermano. Se ve que la vida te trata bien.

Se dieron un abrazo, recordaron sus épocas de bachilleres y después de intercambiar las cortesías de rigor, Sandoval expuso sus apuros financieros.

—Mientras dura la excursión de bienes por la venta del ingenio no puedo disponer de mis rentas —mintió— y necesito algo de dinero. ¿No podrías facilitarme cinco reales? —Y vio con ojos lánguidos la talega que colgaba en el cinto de don Juan.

—Lo siento, amigo —se disculpó don Juan—, yo tampoco he recibido los esquilmos de mi hacienda y estoy con el agua hasta el cuello.

Don Juan dio una palmada en el hombro de Sandoval y apretó el paso para perderse de vista. Por amor propio, el poeta se tuvo que tragar el coraje. Embustero de mierda, fingirse pobre con una talega llena a reventar. Siguió su camino hacia la Plaza del Volador, donde se encontró con otros conocidos y conocidas comprando en el tianguis, pero nadie quiso prestarle un céntimo, y algunos, al verlo de lejos, le sacaban la vuelta para no saludarlo. Ya era casi mediodía, y mareado por el hambre, se dejó caer en un poyo de la plaza, frente a la fachada principal de la Universidad. Más que el reclamo de sus tripas, le dolía no poder alimentar a Gisleno, quien tantas veces lo había sacado de apuros. Al pobre se le iban los ojos en todos los puestos de fiambres; era joven, y a esa edad el cuerpo necesitaba sus tres comidas. Envidió a los perros callejeros, que al menos podían buscar entre los desperdicios algunos pingajos de carne, ¡quién fuera tan libre y desvergonzado como ellos! A su lado había un puesto de patos enchilados, atendido por un indio joven con ropas de ladino. La cara del indio le pareció conocida, pero con la mente brumosa por el hambre no podía recordar quién era. Cuando terminó de atender a una marchanta, el indio advirtió las insistentes miradas de Sandoval.

—¿No mercará patos, patrón? Llévese dos por diez reales.

—Creo que nos conocemos, ¿no es cierto? —dijo Sandoval.

El indio se puso la mano como visera para verlo con más cuidado.

—¿Don Luis de Sandoval? —preguntó sorprendido.

El poeta asintió.

—Soy Tlacotzin. ¿No me recuerda?

Sandoval entornó los ojos, barajando nombres y caras en la memoria.

—Yo era criado en el convento de Amecameca y vuesa merced me eligió para el auto sacramental.

—Ah, claro, el ángel del abismo. Ven acá, muchacho, qué gusto de verte. —Sandoval lo abrazó con alegría—. Estás hecho un señor y con ese peinado no te reconocía. ¿Llevas mucho tiempo en la capital?

—Tres años. Desde que vuestra merced deshizo la compañía, Crisanta y yo nos vinimos para acá.

—¿Y ella dónde está?

—Trabaja en un obraje de paños —mintió Tlacotzin, a quien Crisanta había pedido mantener en secreto su verdadero oficio.

—Qué lástima —lamentó Sandoval—. Esa niña pintaba para ser una gran actriz.

—Crisanta lo recuerda con mucho cariño y siempre habla maravillas de usted —dijo Tlacotzin—. ¿Por qué no se viene a almorzar a mi casa? Hoy viene a prepararme la comida y se pondrá muy contenta de verlo.

Sandoval creyó escuchar la música de las esferas celestes.

—¿No será mucha molestia?

—Ninguna. Ya mero es hora de levantar mi puesto.

—¿Habrá suficiente comida para mi criado?

—Por eso no se preocupe, somos pobres, pero, gracias a Dios, la comida nunca nos falta.

—Pues entonces, acepto el convite.

Media hora después, Tlacotzin metió los patos que le quedaban en una cesta de mimbre, se guardó las ganancias del día en el morral, y seguido por sus dos invitados, rodeó la manzana del Colegio de San Pedro y San Pablo hasta llegar al Puente del Cuervo, donde había dejado atada su canoa. Los tres hombres subieron a la embarcación y, con ágiles movimientos, Tlacotzin hundió una pértiga en las aguas estancadas de la acequia para impulsar la canoa.

—¿Dónde cazas los patos? —preguntó Sandoval.

—Allá por Zumpango, o a veces en Chiconautla. Con una calabaza me tapo la cabeza y los cojo por sorpresa cuando se acercan a la orilla del lago. También pesco juiles y pescado blanco, según la época—. Tlacotzin sacó una red de ixtle guardada bajo su tablón.

—¿Eres dueño de tu canoa?

—La estoy pagando en abonos, pero todavía debo la mitad.

—¿Y tienes buenas ganancias?

—No se crea —lamentó Tlacotzin—, la vida está muy dura y apenas me alcanza para ir tirando.

Dímelo a mí, pensó Sandoval, admirado por el empuje del muchacho, a quien hubiera deseado imitar si las actividades manuales no estuvieran vedadas para un caballero. Pertenecer a la plebe tenía sus ventajas, eso hasta un ciego lo podía ver. Tlacotzin se ganaba el pan sin recurrir al sablazo, mientras él, un intelecto superior agraciado por las Musas, se hundía en la ignominia por su falta de sentido práctico. Los padres jesuitas se lo habían advertido: de nada valían las letras, el talento y la buena crianza sin la agibilia: el arte para desenvolverse en la vida, ganar un real y conservado. Ahora, entrado en los cuarenta, no tenía coraje ni vigor para enmendar los errores de su formación. Sacado de sus libros era un pobre inválido, a quien la vida real inspiraba una mezcla de horror y náusea. Por eso necesitaba arrimarse a un pobre pescador, cuando él hubiera debido llevarlo a su mesa y socorrerlo con dádivas generosas.

Entraron al largo canal que corría a un costado de Palacio. Tlacotzin deslizó hábilmente la canoa en medio de las chinampas que vendían fruta y verdura a la gente de la calzada, pasó bajo el puente del Espíritu Santo, y se dirigió con el viento a favor hacia el barrio de La Candelaria. Tras un breve recorrido por acequias más pequeñas, dejó amarrada la canoa en un muelle de tablas y condujo a sus dos acompañantes por las callejuelas del barrio, hasta llegar a su modesta vivienda, una choza con rústicos muebles de pino, donde se advertía la mano de una mujer en el tapete de ixtle con motivos florales y en el ramo de alcatraces que adornaba la mesa.

—Pasen por favor, están en su casa.

Ofreció a los invitados un jarro de pulque, y un poco más en confianza, expresó su agradecimiento al poeta por haberlo defendido de fray Juan de Cárcamo, cuando el prior lo quería retener en Amecameca.

—Nunca olvidaré lo que hizo por mí, don Luis. Si no me defiende, aún sería su esclavo. ¿Vuesamerced lo ha vuelto a ver?

—No, por fortuna, pero sé que su carrera va en ascenso y aspira a ser provincial del convento mayor de Santo Domingo. —Sandoval suspiró con rencor—. No tardará en conseguirlo, porque tiene todas las virtudes necesarias para llegar muy alto: ruindad, vileza, hipocresía.

—Quiera Dios que nunca me lo encuentre en la calle —se inquietó Tlacotzin—. Sería capaz de llevarme a trabajar con él por la fuerza.

Interrumpió su plática la llegada de Crisanta, que había cambiado su sayal de beata por un coqueto vestido de algodón, con sayas y manteo. Para agradar a su amante, se había puesto carmín en los labios y llevaba en el cuello la cadenilla de oro que le regaló doña Pura. Don Luis la miró con embeleso, impresionado por su belleza y su garabato. La chiquilla de carácter montaraz y cuerpo esmirriado que había conocido en la gira estaba convertida en una real hembra. Por debajo de su saya adivinó las curvas incitantes que tantas veces lo habían llevado a cometer desatinos, pasando por encima de la familia y la religión. Hubiera vendido su alma al diablo, si algo valiera, por holgar una noche con esa vestal. Cohibida por la presencia de los extraños, Crisanta no reconoció a Sandoval hasta verlo de cerca.

—¡Pero si es don Luis! Bendito sea Dios, yo pensaba que seguía en su trapiche.

Sandoval prolongo el abrazo más de lo debido por el gusto de palpar ese talle de odalisca. Tlacotzin propuso un brindis por la compañía teatral, chocaron los jarros de pulque y Crisanta sacó de una bolsa la pierna de jamón y el tarro de cajeta que había recibido como donativo para los niños expósitos en casa de los marqueses.

—Ayer me pagaron mi jornal en el obraje y compré estas delicias —explicó sin que nadie se lo pidiera, creyéndose obligada a justificar el origen de los manjares.

Puso un mantel sobre la mesa y con un cuchillo cebollero cortó una hogaza de pan para repartir a los invitados. Almorzaron en compañía de Gisleno, a quien Tlacotzin atendió al parejo de su amo, sin escatimarle ninguna cortesía. Con el jamón, la cajeta y la compañía de una beldad como Crisanta, Sandoval estaba en el séptimo cielo. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto una comida, y olvidado de sus miserias, contó anécdotas jocosas del mundillo teatral, que sus anfitriones celebraron a carcajadas. Era el alma de la tertulia, y no hubiera cambiado esa humilde choza por el trono de un monarca. De ahí en adelante, pensó, dejaría de lado los lúgubres poemas metafísicos, para cantar las delicias de la amistad y los placeres honestos de las almas sencillas. Basta de regodearse en la muerte, ya era tiempo de pulsar la lira de Anacreonte y escribir églogas pastoriles. Quién iba a pensar en el implacable reloj de cera que había dejado en su casa cuando el tiempo se derretía con tanta dulzura, y para ahuyentar cualquier pensamiento fúnebre podía asomarse al generoso escote de Crisanta, donde palpitaba el esplendor de la vida. Comió y bebió hasta hartarse, recitó sus mejores sonetos de amor, y con cada suspiro de la muchacha se sintió más rejuvenecido.

Está cayendo, pensó, no hay dama que se resista al encanto de mi poesía. Solo una sospecha empañó su enamoramiento: si Crisanta era obrera, y ganaba un modesto jornal, ¿cómo había podido comprar un jamón tan fino? A otro perro con ese hueso. Las mujeres que vivían de sus manos estaban condenadas a una dieta de tortillas con chile. No hacía falta ser muy suspicaz para deducir la verdad: como tantas cómicas sin trabajo, la pobre infeliz vestía con primor y tenía dinero para agasajar a Tlacotzin porque seguramente se había metido de puta.