38*

Bien mío:

Merezco tu odio y el desprecio con que me miras, pero si estuvimos unidos en los tiempos felices, con más razón debemos estarlo en la hora del quebranto. El perdón de las ofensas es privilegio de reyes, y solo tú, reina idolatrada, puedes concederlo para restañar las heridas de nuestras almas. Haberte ocultado mi fe en los dioses del Anáhuac fue una cobardía, pero no me llevó a cometer ese engaño un cálculo mezquino, sino el temor de perderte. Temía que la verdad pudiera costarme tu amor y por eso nunca te hablé de mis deberes sagrados. Comprendo ahora, demasiado tarde, que jamás debí encender copal en otras aras, pues mi única religión eres tú.

Querámoslo o no, estamos unidos por el niño que llevas en las entrañas. En sueños me parece oírlo llorar, pidiendo el fin de nuestras discordias. Cierra los ojos y también tú podrás escuchar su llanto. Quiero que salgas pronto de aquí, para que puedas criarlo sin sobresaltos en una tierra lejana, donde nadie nos conozca. Tengo el cuerpo derrengado por los tormentos, pero a terco nadie me gana y jamás diré una palabra en contra de mi Citlali. Si los dos aguantamos vara, el Tribunal podrá castigarte por tus arrobos fingidos, pero no por mis sacrilegios y, cuando mucho, podrán imponerte una pena de azotes. Dejaré este mundo con la satisfacción del deber cumplido, y para salvar al niño de la deshonra, deberás ocultarle quién fue su padre.

Así lo libraremos de la insidia, o por lo menos de sus dardos más hirientes. Como última voluntad solo te pido una sonrisa que me arrope en la ciudad de los muertos.

Tu macehual,

Tlacotzin

Crisanta se guardó la esquela en la manga del sayal, la conciencia azotada por una tempestad de vientos contrarios. Tlacotzin era un idólatra desalmado y por su culpa, sin deberla ni temerla, estaba involucrada en un espantoso deicidio. Perdonarlo sería dar el tiro de gracia a su maltrecha dignidad, que la multitud airada casi había destruido a punta de insultos y mojicones. Pero otra oficina más recóndita del alma, desobediente a los dictados de la razón, abogaba por el padre de su hijo con argumentos más entrañables. Mientras acariciaba al gato se debatió en una enconada lucha interior, indecisa entre la indulgencia y el rigor. En una cosa Tlacotzin tenía razón: para soportar los rigores de la cárcel, necesitaba el cariño de un amigo leal, que le profesara un amor a prueba de golpes y ultrajes. ¿Pero no era una aberración monstruosa tener como paño de lágrimas al mismo bellaco que le había puesto la soga al cuello?

Aunque, pensándolo bien, y en estricta justicia, ella también había contribuido a labrar su ruina. No iba a ser madre por arte de magia: estaba preñada por haber holgado como gata en celo con su caballero águila, en los pequeños respiros que le concedían las faramallas místicas. Nadie te obligó a abrirle las piernas, pensó: al contrario, de eso pedías tu limosna. Querías ceñirte la palma de la virtud y, al mismo tiempo, libar la sabrosa miel del pecado, como si tu talento de actriz te diera una patente de corso para violar todas las leyes divinas y humanas. El águila real se quemó con los rayos del sol y hete aquí, reducida a tu verdadero estado: el de una piltrafa con hedor a orines. Así que no te des aires de víctima, ni le cargues la mano al pobre Tlacotzin: él solo te quiso en los términos que tú le marcaste.

Tras haberlo absuelto en la imaginación se sintió más desdichada que nunca por no poder abrazarlo, pues podía adivinar que esperaba su respuesta de codos en la reja. Tal vez debiera recortar el papel en forma de corazón y devolvérselo atado en el cuello del gato. Pero la detuvo el mandato de otra voz interior gemebunda y grave, con arpegios de órgano conventual: Detente, insensata, no vayas a caer otra vez en el nido del alacrán. ¿Has olvidado ya tus propósitos de enmienda, tus ansias de redención? Un demonio que ha cercenado niños dioses a golpe de hacha no merece ninguna piedad. Aléjate de ese torvo ministro de Huichilobos y destruye en seguida la carta, ¿no ves que pueden usarla en tu contra? Si lo perdonas acabarás como todas sus víctimas, en la piedra de los sacrificios. No te dejes ablandar con ternezas: es hora de pensar en tu salvación. Pero el mundo ya descubrió nuestro amor —se defendió su espíritu rebelde—: no tengo nada que perder si lo trato con gentileza para aliviar su pena. Perderás el alma, ¿te parece poco, necia? ¿Y quién diablos tiene autoridad para saber a dónde irán nuestras almas? ¿Fray Juan de Cárcamo? Los representantes de Dios en la tierra son más falsos y mendaces que yo. Es Satanás quien habla por ti: expúlsalo de tu conciencia con los conjuros que recitabas para ahuyentar al maligno. No volveré a pronunciar una sola oración en falso, no volveré a refrenar mis impulsos de amante, y para demostrarte que no estoy jugando, ahora mismo voy a saludarlo desde la reja. Como suponía, en la penumbra alcanzó a vislumbrar el perfil de Tlacotzin, que asomaba la cara entre los barrotes de su calabozo. Sacó una mano con un pañuelo y lo agitó en señal de reconciliación. Los separaban menos de cuatro varas, una distancia muy corta para dos corazones intrépidos. Tlacotzin estiró el brazo con gran esfuerzo y Crisanta hizo lo propio, hasta que lograron rozarse por un segundo las yemas de los dedos.

—¡Quietos ahí, truhanes! —Saltó el celador y les propinó un mandoble en las manos.

Aunque el golpe le dejó las uñas moradas, Crisanta no se arrepintió de su osadía y de ahí en adelante, en horas de languidez, cuando el amor se le desbordaba del cuerpo en cálidos manantiales, besaba con fervor sus dedos machacados para evocar ese deleitoso contacto. En castigo por su mala conducta les pusieron cepos y los privaron de chocolate por quince días, un castigo leve para Tlacotzin, pero muy severo para Crisanta, que ya empezaba a sufrir las molestias del embarazo —náuseas, soponcios, antojos repentinos— y necesitaba el chocolate para nutrir al pedazo de vida que iba creciendo en su vientre. La preñez la había librado de torturas, mas no de recibir un trato bestial y humillante. Para guarecerse del cierzo nocturno solo tenía una manta comida de piojos, que no alcanzaba a cobijarle los pies: la consecuencia fue un romadizo con fiebres delirantes. Pidió chiqueadores para el dolor de cabeza y el celador le respondió con una mueca de burla: ¿Te has creído que esto es un mesón, tunanta? Los vapores mefíticos del calabozo, donde a veces los celadores tardaban más de una semana en llevarse el balde con su excremento, podían causarle graves males a la criatura. Por eso el médico de la cárcel, en la primera visita a su celda, había recomendado sacarla por las mañanas al patio de los Naranjos. Pero con el respaldo del inquisidor mayor, Cárcamo ignoró el parte médico y ordenó que se le tuviera encerrada de tiempo completo, «en castigo por la satánica arrogancia de la reclusa».

A veces, desesperada por la suciedad, los piojos, la escasez de alimento y la humedad que desgajaba el techo del calabozo, sentía ganas de provocarse un aborto para ahorrarle a su hijo la desgracia de nacer en ese infecto socavón. De noche, a medio dormir, oía salir de su vientre el llanto infantil que Tlacotzin había mencionado, como si el nonato le reclamara venir al mundo en esas circunstancias. Los niños necesitaban aire, sol, espacio para juegos, y le pesaba en el alma tener que trasladar al suyo de una cómoda matriz a una cripta desolada. Sin embargo, la más leve patadita del infante disipaba esas reflexiones amargas, pues a pesar de todo veía en la maternidad una paradójica bendición, como si Dios, al momento de castigarla por sus engaños blasfemos, quisiera darle un motivo para aferrarse a la vida. Después de todo, ese niño a quien Cárcamo llamaba «engendro de Satanás» era la única verdad inmaculada y pura en una vida llena de fingimiento.

Con el paso de los meses, y gracias a los frecuentes mensajes de Tlacotzin, que usaba al gatito como recadero para enviarle esquelas de amor, encontró la fortaleza de ánimo necesaria para aclimatarse al infierno. El ventanuco de su calabozo, demasiado alto para asomarse por él, daba a la calle de la Perpetua, y cada vez que los pregoneros pasaban gritando sus mercancías, escapaba a la calle con el pensamiento. En sus fugas mentales, que a veces duraban horas, se transportaba a las plazas más animadas de la ciudad, al Paseo de la Viga, a las huertas de San Cosme, a las corridas de toros, y hacía lo que nunca pudo hacer cuando era libre: pasear del brazo con Tlacotzin a la vista del mundo. Los pregones le servían, además, como un sucedáneo del calendario. Cuando escuchó a un grupo de niños pedir posada con el tradicional estribillo: «Caminen pastores, caramba, qui ai viene Miguel, con la espada en la mano, caramba, para Lucifer», supo que se acercaba la Navidad y había cumplido ya cuatro meses de encierro. Más tarde, las vendedoras de bagre fresco y ahuatle molido le anunciaron la llegada de la cuaresma.

Por esas fechas, Tlacotzin le dio por carta una buena noticia: Nicolasa había quedado en libertad, tras haber recibido cincuenta azotes en la plaza del Volador. Para una actriz que solo había recibido aplausos en los tablados, pensó, ser expuesta a la vergüenza pública debió ser más doloroso que los golpes de látigo. Pero lo importante era que la vieja estaba libre, pues si el tribunal no había encontrado motivos para mantenerla en prisión, quizá ella corriera la misma suerte cuando un juez imparcial examinara su caso.

El optimismo le duró muy poco, pues el rumbo que iba tomando el proceso y la falta de consideración para su preñez le indicaban a las claras que el Santo Oficio tenía la consigna de emplear mano dura con ella. Desde el primer interrogatorio, Crisanta había confesado que sus arrobos eran falsos y los había fingido para granjearse el favor de los ricos, creyendo ganarse así la indulgencia del Tribunal, pero a Cárcamo no le bastaba con la verdad y quería involucrarla a la fuerza en la conjura judaizante que había pergeñado en su enfermo cacumen. Cada lunes a mediodía la interrogaba delante de la plana mayor del Santo Oficio, asistido por dos calificadores y un escribano: ¿Verdad que los hebreos te pagaban cien escudos de oro por cada Niño Dios que robaba tu amante? ¿Eras tú la encargada de llevarlos a las sinagogas? ¿Desde cuándo guardas la ley de Moisés? Como ella negaba con vehemencia todos los cargos, Cárcamo la acorralaba con preguntas más difíciles de responder:

—En tu primera declaración juraste que nunca supiste nada sobre los sacrilegios de tu amante y lo aborrecías por haberte ocultado sus torpes idolatrías, ¿no es cierto?

—Sí, eso dije.

—Pues si tanto lo aborreces, explícanos por qué le tiendes la mano para tocarlo desde tu celda.

—Lo hice por compasión. Cristo nos ordena consolar a los que sufren.

—Tomad nota, señores, de las burdas contradicciones en que incurre la indiciada en su afán por ocultar su evidente complicidad.

En otra ocasión, cuando ya iba por el sexto mes de embarazo, el dominico cambió de estrategia y quiso hacerle creer que su amante ya la había delatado. Prevenida por las cartas de Tlacotzin, Crisanta adivinó la estratagema y lo tildó de embustero.

—Calla, bruja, o te haré jigote la lengua —la abofeteó Cárcamo—. Hablas así porque tienes al diablo atrincherado en el bajo vientre.

Tras un breve conciliábulo con sus auxiliares, ordenó que la acostaran en un camastro y mientras la rociaba con agua bendita recitó con los ojos entrecerrados:

—Exorciso te, inmundisisime spiritus, omnis incursio adversari, omne phantasma, in nomine domini nostro Jesus Christi…

Crisanta había tenido náuseas toda la semana, estaba muy débil, y con las tensiones del interrogatorio, cayó en un paroxismo similar a los que fingía en sus épocas de embaucadora. Al verla tullirse como una posesa, con la tez lívida y los ojos en blanco, Cárcamo le impuso la estola y el breviario en la barriga, como si quisiera poner un dique al poder infernal:

—Te conjuro, antigua serpiente, por el juez de los vivos y de los muertos, por aquel que tuvo el poder de arrojarte en el fuego eterno, a que huyas de esta sierva de Dios y dejes nacer a su criatura en el seno de la Santa Madre Iglesia.

Crisanta no se había desmayado, aunque tampoco estaba despierta. Por primera vez en la vida tenía un verdadero arrobo. Y lo que veía con los ojos del alma era aterrador: el cuello de Cárcamo había adquirido de pronto una consistencia chiclosa, y su cabeza, descolgada de los hombros, cayó hacia atrás como un balero pendiente de un hilo. De la cintura para abajo estaba desnudo, y un ano peludo, grande como la boca de una caverna, succionó la cabeza colgante, que aún mascullaba entre las nalgas el conjuro del exorcismo.

—¡Tienes la cabeza metida en el culo! —gritó Crisanta, y se tapó los ojos como una niña asustada.

Los inquisidores se removieron en sus asientos y cruzaron miradas de escándalo. Vulnerado en su intimidad, Cárcamo pasó del sonrojo a la palidez y de la palidez al sonrojo. Hubiera querido imponerle silencio a golpes, pero se quedó sobrecogido de espanto, como si el secreto de sus penosas dolencias hubiera quedado a la vista de todos. El breviario le temblaba en las manos y por sus sienes corrían chorros de sudor frío. Al ver su turbación, el escribano entró al quite con una sugerencia sensata.

—Dejemos el interrogatorio para otro día, comisario. Esta insolente ha perdido el respeto a la palabra de Dios.

Cárcamo creyó que por obra de Lucifer, Crisanta poseía un don adivinatorio y prefirió dejarla en paz por un tiempo, para no exponerse a mayores vergüenzas. Ella no saboreó demasiado su triunfo, pues temía las represalias futuras del comisario ofendido. Pasaron dos meses de relativa calma, y cuando su enorme barriga ya parecía una hinchada vejiga de pulque, el intendente de la prisión mandó traer a una comadrona india, doña Imelda, para que le apretara el estómago y acomodara al feto con masajes. Era una mujer de modales secos, con un velo de tristeza en los ojos, que tenía órdenes de no hablar con los reos. En sus duras facciones de tezontle no había espacio para la risa, pero echando mano de toda su simpatía, Crisanta logró ganársela y hacerla su confidente. Como Imelda atendía a muchas sirvientas de casas ricas, le trajo noticias frescas del mundo exterior. Por ella supo que al día siguiente de su malograda profesión de monja, los marqueses de Selva Nevada habían salido sin despedirse de nadie a su hacienda de Amecameca, y desde entonces no habían vuelto a la capital. Desconsolados por los sucesivos escándalos de la hija casquivana y la beata impostora, al parecer deseaban alejarse para siempre del trato mundano. Crisanta aún creía posible recibir auxilio de la marquesa si lograba conmoverla con una muestra de sincero arrepentimiento, y la noticia de su partida la sumió en el desasosiego. Sin amigos poderosos que intercedieran por ella, las patrañas de Cárcamo acabarían por volverse verdades.

Doña Imelda no solo le llevaba noticias, sino espliego para sobarse las piernas y las raciones de chocolate que le escatimaban las autoridades de la cárcel. Gracias a sus cuidados pudo llegar al alumbramiento en buen estado de salud, y cuando empezó a sufrir las contracciones, tuvo arrestos bastantes para soportar el dolor sin desvanecerse. Tendida en un sarape, entre una estampa de san Ramón y otra de san Ignacio, los patronos de las parturientas, a quienes Imelda prendió veladoras antes de poner manos a la obra, Crisanta pujaba y aspiraba con intensidad creciente. En la celda vecina, Tlacotzin se estremecía con sus gritos, y a despecho de los celadores, le gritaba palabras de aliento en náhuatl. Imelda combinaba el fervor cristiano con la sabiduría heredada de sus ancestros y cuando arreciaron los dolores dio a beber a Crisanta medio dedo de la cola de un tlacuache, molido y disuelto en agua, para facilitar la expulsión del producto. El amargo brebaje obró maravillas, pues un minuto después, el bebé asomó la cabeza entre las piernas de su madre, como si quisiera escapar de una casa en llamas. Con ágiles manos, Imelda lo ayudó a trasponer el umbral de la vida, y cogido por los pies, le dio las nalgadas de la respiración. Era un niño de piel morena y brazos robustos, con la espalda cubierta de vello, que manoteaba como un pez fuera del agua, la cara contraída por el frío y la sensación de orfandad.

Acostumbrado a reprimir el llanto desde la niñez, cuando su padre lo castigaba con dureza por cualquier debilidad mujeril, esta vez Tlacotzin no se pudo contener y prorrumpió en sollozos al oír los potentes berridos del niño. Es una lástima que no pueda educarlo a mi modo, pensó, pues si otro gallo le cantara, procuraría ser un padre cariñoso, afable, juguetón, que se hiciera querer y no temer como el rudo Axotécatl. Después de abrazar al bebé y comérselo a besos, Crisanta pidió a la comadrona que sacara al niño entre las rejas del calabozo para que pudiera verlo su padre. Asomado a la reja, Tlacotzin observó al recién nacido con una mezcla de felicidad y tristeza: felicidad porque tenía las facciones de Citlali, tristeza porque era oscuro de tez, y podía prever sus futuras humillaciones, cuando descubriera la odiosa jerarquía de las castas. El celador en turno, un gachupín curtido en vinagre, no tardó en recordarles cómo era el mundo al que había venido:

—¿Ya nació el saltapatrás? Vaya que es prieto el angelito. Con ese color, no podrá negar la cruz de su parroquia.

Ni el humor soez del corchete pudo nublar la alegría de Crisanta, que esa noche durmió acurrucada con su bebé, a quien envolvió con trapos viejos traídos por Imelda, pues el intendente de la prisión se negó a comprar un juboncillo para la criatura. Solo tuvo la gentileza de enviar a su celda una jofaina con agua caliente cuando el médico de la cárcel visitó a la recién parida y le ordenó lavarse las verijas. Por su mala alimentación, había temido no poder amamantar al niño, pero gracias a Dios, después de unos días le manaban de los pezones chorros blancos y tibios, que dejaban empachado al pequeño glotón. Su temor de criarlo en la cárcel había desaparecido: ahora solo deseaba vivir lo suficiente para verlo crecer sano y fuerte. Los hijos de los presos gozaban de algunas prerrogativas que suavizaban los rigores del encierro. Como su hijo era inocente y no estaba sometido a proceso, cuando creciera un poco más los inquisidores lo dejarían salir a jugar en el patio, junto con los hijos de las familias judías recluidas en las holgadas celdas de la planta baja. A pesar de la distancia que los separaba, Tlacotzin trataba de ayudarle en la crianza del niño, y desde su celda entonaba canciones de cuna para arrullarlo. Su máximo anhelo era tenerlo en los brazos, aunque fuera un segundo, cuando Citlali saliera de la celda para asistir a algún interrogatorio. Al cumplirse una semana del parto, una mañana en la que el nene se había despertado hambriento, con mucho brío para comer, se oyó el chirrido del portón en la entrada de la crujía, seguido de fuertes pisadas en el corredor. Momentos después, Cárcamo y dos sayones corpulentos se apersonaron en la celda de Crisanta, precedidos por el celador gachupín, que sin decir palabra abrió el candado de la reja. Por instinto defensivo, la madre se guareció en un rincón del calabozo, el niño apretado contra su pecho.

—Por órdenes del Inquisidor Mayor, a partir de hoy la criatura queda bajo custodia del Tribunal —anunció Cárcamo.

—Primero pasarán sobre mi cadáver —protestó Crisanta.

—No permitiremos que un alma de Dios se críe en el nido de la serpiente. Tomad al niño —ordenó Cárcamo a los sayones.

Hubo un forcejeo donde Crisanta se defendió como leona, y para despojarla de su tesoro, los sayones tuvieron que derribarla de un violento empellón. Descontento en brazos ajenos, el niño lloró a grito pelado, y desde su celda, Tlacotzin gritó maldiciones entre espumarajos de rabia.

—Por piedad, confesaré lo que sea, pero déjeme criarlo. —Crisanta se tendió a los pies de Cárcamo.

—¿Ves ahora lo que sufrió la madre de Dios cuando le arrancasteis a sus retoños?

—Pero yo no cometí ningún sacrilegio, le juro que soy inocente.

—¿Para eso quieres al nene? ¿Para enseñarle a jurar en vano?

—¡Quíteme la vida, pero no se lo lleve! —Crisanta aulló aferrada a su sotana.

—Pronto descansarás de tus penas —el comisario se la sacudió de encima con ayuda de los sayones—. El tribunal ha dictaminado que a fines de mes, Diego y tú morirán en la hoguera.

***

Nosotros los inquisidores apostólicos contra la herética pravedad y apostasía, en esta ciudad de México, estados y provincias de Nueva España, por autoridad apostólica hacemos saber que habiendo terminado el proceso instruido a la falsa iluminada Crisanta Cruz González y a su amante secreto, el mestizo Diego de San Pedro, los hemos hallado culpables de los gravísimos atentados sacrílegos cometidos en distintos templos de la ciudad contra la celestial princesa de todas las jerarquías y su divinísimo hijo, por encargo de los reos confesos de judaísmo Manuel de Carvajal, Alfonso de Souza, Mario de Andrade, Antonio Suárez de Miranda, Xavier de Rojas, Josefina de la Peña, Marta Ríos de Menchaca, Santos Mondragón y Carlos de Albarrán, acaudalados miembros de una cofradía satánica que pagaba a los susodichos cien escudos de oro por cada niño robado, con la diabólica intención de enterrarlos en la puerta de sus comercios y joyerías, para que la clientela los pisara al entrar y salir…

En la soledad de su dormitorio, de pie frente a una cómoda de nogal acondicionada como escritorio, fray Juan de Cárcamo releyó complacido el primer párrafo del edicto más esperado en la historia del Santo Oficio. Buen comienzo, podía imaginar el efecto de esas líneas en el ánimo exaltado del populacho, que llevaba meses de esperar en vilo la sentencia. Pero la gente necesitaba mucho más que eso: era preciso darle a probar por anticipado el llanto de los condenados, los alaridos en la hoguera, el olor a carne chamuscada, y por eso el edicto debía tener una violencia verbal correspondiente a la gravedad del crimen cometido. Remojó la pluma en el tintero y, espoleado por el recuerdo del vejamen que había padecido en la cámara de tormento, arrojó más paletadas de lodo sobre Crisanta:

Son de todos conocidas las herejías cometidas por la hipócrita farsanta que se hizo pasar por beata milagrera para obtener regalos y privilegios bajo capa de santidad. Pero esas horribles ofensas a Dios no son nada comparadas con los extremos a los que llegó en los interrogatorios practicados por el Tribunal. Llenóse de pavor el cielo, turbáronse todas las criaturas, y aterráronse los oídos castos al oír la regurgitación infernal que salió de su boca blasfema cuando los que suscriben la instaron a confesar sus crímenes. Embustera contumaz, Crisanta se negó una y otra vez a reconocer su papel en la conjura judaica. Siendo su negativa repugnante, inverosímil y aún contradictoria, queda su causa en un estado que la hace de peor condición, porque al constar los cargos por instrumentos en poder del Tribunal, no es satisfacerlos el negarlos, antes bien quedan con la fuerza de ciertos y producen el nuevo cargo de faltar a la verdad ofrecida con juramento. Mas ¿qué puede esperarse de una ramera que tenía comercio carnal con un mestizo mientras se hacía pasar por beata, y tras haber inducido a su amante a cometer el robo de los niños dioses, aún tuvo el descaro de querer llamarse sor Crisanta del Niño Jesús cuando iba a tomar los hábitos? Su tentativa de apropiarse el nombre de la víctima que profanaba y escarnecía deja en claro para los miembros del Tribunal que la embaucadora tiene escriturada el alma al demonio.

Ya quedó bien vapuleada, ahora le toca al indio malagradecido: En cuanto al mestizo Diego de San Pedro, encargado de profanar los altares para surtir de niños dioses a las sinagogas secretas, baste decir que actuó como corresponde a su raza de gente vil, nacida del comercio camal ilegítimo. Tras haber servido como pilguanejo en los conventos de Tlalmanalco y Amecameca, donde aparentaba ser un criado obediente y un cristiano devoto, el procesado mordió la mano que le dio los sacramentos y a la primera oportunidad escapó con una farándula de cómicos, donde conoció a Crisanta en el sentido corriente y bíblico de la palabra. En esa escuela del vicio y la licencia olvidó en un santiamén el evangelio de Cristo para seguir los impulsos de su depravada naturaleza. No es una casualidad que él y su barragana representasen los papeles de ángeles del abismo en la rústica mojiganga que llevaban de pueblo en pueblo; antes bien, sus ulteriores sacrilegios nos hacen pensar que ya desde entonces tenían pacto con Satanás. Mas ahora esos ángeles malditos volverán al abismo de donde nunca debieron salir, pues su misma arrogancia los ha condenado a morir en auto de fe, y ni el enemigo malo con toda su cohorte infernal podrá librarlos del fuego sacro.

Otra vez las piernas entumidas, diantre, esto me pasa por escribir de pie. Dios quiera que no me vaya a dar un calambre. Pero con la gangrena que se me ha formado ahí abajo no puedo sentarme ni con almohadas. Qué ardor esta mañana a la hora de cagar, tal parecía que estaba pariendo una biznaga. Menudo daño me han hecho las sanguijuelas aplicadas a las venas del ano, y eso que seguí las instrucciones del libro al pie de la letra. Pero no se desprendieron al llenarse de sangre, como decía el manual: debieron encontrarse a sus anchas en el hediondo agujero. Quizá las tengo adentro todavía, por eso no me paran las hemorragias. Me cago en la madre del matasanos que pergeñó ese vademécum. El párrafo decía muy clarito: «si fluyese demasiada sangre, es fácil cerrar las aberturas con arcilla, polvo de carbón, telaraña, gis en polvo o clara de huevo mezclada con polvo astringente». Pues bien: he probado todos los remedios y tengo el culo en carne viva, como si me hubiesen empalado. Pero no es momento de lamentaciones, sigue adelante, que prometiste a Ortega entregar el edicto a las prensas mañana mismo:

Hacemos saber a los vicarios, curas, capellanes y sacristanes de las iglesias de esta ciudad y a cada uno de los fieles católicos que por la presente descomulgamos, anatematizamos, maldecimos y apartamos del gremio de la Santa Madre Iglesia a los procesados por estos infames delitos, y mandamos que venga sobre ellos la maldición de Dios Todopoderoso y de la gloriosa Virgen María, su madre, y de los bienaventurados apóstoles san Pedro y san Pablo y de todos los santos del cielo. Y caiga también la maldición sobre todos los bitoques del mundo, que me han puesto en este horrible trance. Bien caro has pagado tus placeres nefandos, con un pudridero que te carcome las tripas. Ni obispo ni provincial, despídete de las glorias, no habrá lugar para ti en el sitial de los elegidos. Porque debes admitirlo: esta inflación te está matando, Juan, las fiebres de las últimas noches son el preludio de tu marcha fúnebre. Un médico, tal vez puedas acudir a Gudiño, al médico de la Inquisición y pedirle de rodillas que te guarde el secreto. Él hace sus buenos negocios vendiendo las pomadas y los letuarios para los reos enfermos, y no se atreverá a ver la paja en el ojo ajeno teniendo una viga en el propio. Pero quién te dice que García no es un envidioso como todos los fiscales y comisarios que te han cogido tirria por el buen suceso de tu misión. Quién te asegura que no te venderá por treinta dineros… Y vengan sobre ellos todas las plagas de Egipto y las maldiciones que vinieron sobre el rey Faraón y sus gentes porque no obedecieron los mandamientos divinales, y sobre aquellas ciudades de Sodoma y Gomorra y sobre Datan y Abirón, que vivos los tragó la tierra por el pecado de inobediencia contra Dios Nuestro Señor, el mismo pecado que yo cometí al morder la fruta prohibida con una boca creada para expeler inmundicias. Y sean malditos en su comer y beber, en su levantar y andar, en su vivir y morir, y siempre estén endurecidos en su pecado, como yo lo estoy por falta de confesión, obstinado en preservar esta aureola de santidad y pus que habrá de llevarme a la tumba. Y sean lanzados de sus casas y de sus moradas, el sol se les oscurezca de día y la luna de noche, todo el mundo los aborrezca, no hayan quien tenga piedad de ellos ni de sus familias. Y seas condenado por Leviatán, demonio del orgullo, y por Iscarón, demonio de la lujuria, a pagar con la vida el pecado secreto que nunca publicarás, y seas inmolado en el altar del decoro, para que tu nombre venerado resplandezca en el recuerdo de tus hermanos. Y maldito sea el pan y el vino, la carne y el pescado, y todo lo que comieren y bebieren, y las vestiduras que vistieren y la cama en que durmieren, y sean malditos con todas las maldiciones del Viejo y el Nuevo Testamento, malditos sean con Lucifer y Judas y con todos los demonios del infierno, los cuales sean sus señores y su compañía, amén, amén, amén.