16
En cuanto Cárcamo abandonó la residencia de los marqueses, la señorita Leonor se bebió de un trago la copa de vino que había dejado sobre la mesa, en un gesto de solidaridad con el ofendido, y a la hora de la siesta, cuando se fueron las visitas, entró con ánimo de pelea en la alcoba de su madre, que fumaba con indolencia un cigarro de hoja, en bata y pantuflas.
—Pusiste en ridículo a fray Juan y salió tan afrentado que ni siquiera se despidió de mí. ¿Qué te hizo el pobre para merecer ese trato?
—Injuriar a tu padre, ¿te parece poco? —Doña Pura irguió la cabeza—. En el estrado, cuando estabas ausente, maldijo a todos los que lucran con el pulque y poco le faltó para excomulgarlos.
Doña Leonor alzó los párpados, sorprendida.
—Pero él no sabía que mi padre…
—Claro que no, un adulador de su calaña jamás hubiera dicho tal desatino de haber sabido que tu padre es el nuevo asentista del pulque.
—Fray Juan solo cumplió con su deber —porfió Leonor—. Un religioso tiene la obligación de condenar la embriaguez, ya sea en el púlpito o en privado. ¿O acaso la cortesía debe anteponerse a las leyes de Dios?
—No tolero que ningún fraile motilón me venga a insultar en mi casa, por muy virtuoso que sea.
—Eso se llama soberbia, mamá, y según santo Tomás, es el origen de todos los pecados.
—Déjate de sermones, santurrona —doña Pura se levantó del diván con gesto amenazante—. Mira que soy tu madre y te puedo callar de un sopapo.
—Vamos, pégame —se envalentonó la joven—, pégale a tu propia sangre y ensúciate el alma con otro pecado mortal.
Plantada frente a su madre, el pecho agitado y la frente en alto, Leonor parecía una cristiana primitiva a punto de ser echada a los leones. Doña Pura titubeó un momento y en vez de soltarle un mandoble, prefirió herirla con una risilla burlona.
—No me hagas escenitas, por favor, que no te queda el papel de mártir —tiró la ceniza del cigarro en el brasero que calentaba la alcoba—. Tienes la mente trastornada por tantas lecturas piadosas, pero a mí no me engañas: yo sé que te has vuelto devota y has rechazado a los mejores partidos del reino solo por hacerme rabiar.
—Ninguno me ama de verdad, solo quieren mi fortuna. —Leonor chasqueó la lengua con desprecio.
—No todos. Don Ernesto de Chavarría está loco por ti.
—Es un mentecato hinchado de vanidad. Ni la mujer más coqueta se acicala tanto como él, pero eso sí, a la menor ofensa quiere batirse a duelo para demostrarme su hombría. Cuanto más me asedian los hombres, más necesito refugiarme en Dios.
—Pues entonces profesa en un convento y aléjate para siempre del siglo —doña Pura suavizó el tono—. Tu padre estaría encantado, porque ningún pretendiente le parece bueno para la niña de sus ojos. Tendrás una dote espléndida y vivirás en el claustro como una reina.
—Soy demasiado impura. —Leonor se ruborizó—. Amo a Cristo con fervor, pero no me siento digna de ser su esposa.
—Ay, hijita, ¿quién te entiende? —Doña Pura la tomó de los hombros, impaciente—. ¿Hasta cuándo vivirás entre el cielo y la tierra? Ya tienes 22 años y a este paso vas que vuelas para vestir santos.
Interrumpió el altercado un ronco gemido proveniente del cuarto vecino. Sin necesidad de palabras, las dos mujeres comprendieron que el dolor nefrítico había despertado a don Manuel. Corrieron a su alcoba, la mayor de la casa, y vieron al moribundo reclinado en las almohadas, el rostro contrahecho por el sufrimiento, mientras Enedina, su enfermera, le aplicaba en los riñones una compresa de agua caliente. Con la oscuridad y el olor a encierro, la fastuosa recámara del marqués había cobrado el aspecto de una cripta mortuoria. La cama ovalada con cuatro cabeceras, los tapices flamencos, los blandones de oro, la imponente guadalupana con incrustaciones de concha nácar y la cajonera china de madera laqueada solo conseguían resaltar por contraste la miseria corporal del enfermo, que parecía haber empezado a descomponerse en vida. A la luz mortecina de un velón, su rostro de mejillas hundidas parecía implorar el último tajo de la guadaña. Leonor se echó en sus brazos para tratar de infundirle vida.
—Papito lindo, ¿cómo te sientes?
—Peor que ayer. Esto ya no tiene remedio.
—Por lo menos has dormido un par de horas…
—No dormía, solo tenía cerrados los ojos. Así me preparo para la muerte.
—Por Dios, Manuel, no digas disparates —intervino doña Pura—. En cuanto arrojes la piedra del riñón te pondrás bueno, ya lo verás.
—Hasta acá llegaba el murmullo de su pleito —don Manuel miró de reojo a la marquesa, que se había sentado en un taburete al otro lacio de la cama—. ¿Se puede saber por qué reñían?
—Por lo de siempre —se disculpó doña Pura—. Regañé a tu hija por ser tan esquiva con sus galanes, y ya sabes cómo es de respondona.
—Déjala en paz —don Manuel acarició las mejillas de la muchacha—. Te he dicho mil veces que no podemos forzarla a casarse.
—Si Leonor se queda soltera, desaparecerá tu apellido. ¿No quieres un heredero de tu linaje?
—¿Para qué? Desde ahora renuncio a mis ilustres blasones. Las glorias mundanas son un lastre para alcanzar la vida eterna.
Leonor se ufanó de su victoria con una sonrisa burlona. En las discusiones con su madre, don Manuel siempre le daba la razón, y por eso doña Pura no podía imponerle su autoridad. Disgustada, la marquesa se apresuró a cambiar de tema:
—Mañana iré a buscar a la beata que nos recomendaron. Muchos desahuciados han vuelto a la vida gracias a sus conjuros. Con su ayuda y con el favor de Dios sanarás muy pronto.
—Por lo menos ella no me pondrá sangrías, como los malditos médicos. Esos canallas me están matando a piquetes.
Don Manuel tuvo una fuerte punzada en los riñones y arqueó la espalda entre aullidos lastimeros. Leonor le apretó la mano con una sensación de impotencia.
—Más que una beata necesito un confesor —dijo el enfermo al recuperar el aliento.
—Todavía no estás tan grave para eso —doña Pura intentó animarlo—. Tengo mucha fe en tu curación, pero te prometo que si la beata no da resultado, mandaré llamar de inmediato al padre Pedraza.
—¿Y por qué no a fray Juan de Cárcamo? —protestó Leonor, a quien el dominico había solicitado con insistencia el honor de administrar el viático al marqués—. Si yo estuviera en el último trance, preferiría tener en mi cabecera a un bienaventurado. Nadie mejor que fray Juan para abrirte las puertas del cielo.
—Pedraza goza de toda mi confianza y jamás permitiré que ese insolente…
Doña Pura no pudo terminar la frase porque don Manuel volvió a sufrir un espasmo de dolor, más intenso y prolongado, hasta sacar espumarajos por la boca. Leonor cogió a su madre del brazo y la llevó a un rincón de la alcoba.
—¿Quieres contarle el desliz de fray Juan, para matarlo del coraje?
Doña Pura contuvo su rabia, no tanto por el reclamo de Leonor, sino por los atroces lamentos de su esposo.
—Está bien, por ahora no lo perturbaré. Pero no dejaré que te salgas con tu capricho. En cuanto se mejore, le contaré con pelos y señales los denuestos de tu fraile.
Por la tarde, a solas consigo misma, Leonor trató de apaciguar el huracán que amenazaba con reducir a escombros su paz de conciencia. Ya no podía engañarse más: el temor de perder a Cárcamo la tenía en ascuas, y esa zozobra del ánimo le confirmaba que su amistad con el dominico, hasta entonces cándida y pura, había roto los diques de la inocencia para acercarse peligrosamente al amor profano. ¿O acaso siempre lo había deseado y solo ahora se daba cuenta? Sí, un amor tan violento no podía nacer de la noche a la mañana, necesitaba un largo periodo de gestación, como las perlas criadas en el vientre de los moluscos. Desde que conoció a Cárcamo en Amecameca se había sentido turbada por su cálida voz, si bien entonces, rechoncho y coloradote, apenas le inspiró una fraternal simpatía. Pero al volverlo a encontrar en el atrio de Santo Domingo, enjuto y pálido, con pómulos saltones y ojeras de doble fondo, el sufrimiento del Mesías estampado en el rostro, sintió por él una mezcla de piedad y ternura, que al cabo de los años, para bien o para mal, se había convertido en febril anhelo de posesión. Si leía vidas de santos, si dedicaba la mitad de su tiempo a la cofradía del Rosario, si cuidaba ancianos enfermos y contribuía con fuertes cantidades a las obras pías del convento, no era por dárselas de santa —bien sabía Dios cuán lejos estaba de esos achaques—, sino porque deseaba hacerse grata a su amado y tener pretextos para verlo.
Se levantó de la cama y abrió los postigos del balcón, sofocada por el hervidero de sus pasiones. Eran las cuatro de la tarde y el apacible paisaje, con las cúpulas del convento de San Francisco en primer plano, y al fondo, los amenos prados de la Alameda, despertó sus escrúpulos cristianos. ¿Y si todo fuera una trampa de Satanás? Solo el demonio podía incitarla a manchar su amistad espiritual con un asceta templado en los rigores de la penitencia, que parecía inmune a las flaquezas de la carne y jamás había dado muestras de inquietud cuando estaban a solas, ¡qué tentación más descabellada y ridícula! Ni Thais y Mesalina juntas podrían inspirar malos pensamientos a ese bloque de mármol. La firme castidad de fray Juan era un obstáculo insalvable para cualquier intento de seducción. Sin embargo, la enorme dificultad a vencer y la promesa de un gozo proporcionado al tamaño del desafío, incendiaron su imaginación a tal punto que a pesar de la fría ventisca, una gota de sudor le escurrió entre los senos. Con el perdón de Dios, necesitaba darse maña para cortejarlo, pues no hallaría sosiego hasta ser su hembra.
De vuelta en la alcoba, arrellanada en un diván en forma de góndola veneciana, forrado con vaqueta roja de Moscovia, se irguió los pezones con hábiles tocamientos, mientras evocaba el rugoso tacto y el aroma viril del fraile. Deslizaba la otra mano por debajo de su basquiña, en busca de la húmeda entrepierna, cuando se sintió observada por el Cristo de la cabecera, y alzó las manos como un rufián sorprendido en flagrancia, ¡cómo se atrevía a revolcarse en el lodo a unos pasos del aposento donde agonizaba su padre! Con razón el viejo empeoraba cada día: ella misma lo estaba matando con sus impudicias. Se levantó del diván y cayó de rodillas en un reclinatorio colocado al pie de la cama, el puño apretado contra su pecho: Ten piedad de mí, oh Jesús, porque nada se esconde a tus ojos y mi pecado hiede como la carroña. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, dame fuerza para doblegar a la sensualidad. Ya lo ves, soy una ramera de bajo precio, una sierpe con disfraz de paloma, y cuanto más me empeño por ser digna de ti, más fuertes son los apetitos de mi baja naturaleza. Ahora lo comprendo: eres tú quien ha dispuesto apartarme de fray Juan, en justo castigo por mis réprobas intenciones. Llévatelo muy lejos, a los confines de la tierra, donde ninguna pecadora como yo pueda empañar su virtud. Quítame a fray Juan, pero salva a mi padre. Él no tiene la culpa de haber engendrado un monstruo de lascivia. Dame la muerte que le tienes dispuesta, pero no dejes que la lujuria me ahogue en sus tibias cloacas.
Confortada por el arrepentimiento, se propuso repetir al día siguiente la misma deprecación en la capilla franciscana de la Tercera Orden (favorecida también por la munificencia de su padre), pues había resuelto no volver a pisar la capilla del Rosario ni el templo mayor de Santo Domingo. Desde hoy llevaría una vida de castigos y penitencias, encaminada a resistir la tentación y castigar el orgullo. Mientras el deseo le mordiera las entrañas debía evitar al máximo las ideas pecaminosas y extenuar el cuerpo con duras faenas, para no dejar ningún resquicio a la concupiscencia. Bajó al jardín y se puso a regar los setos de flores canturreando el himno a la Inmaculada. Pasó el plumero por todos los muebles, desempolvó los libros de la biblioteca y en la cochera cepilló la pelambre de los caballos. El piso de toda la casa relucía de limpio y sin embargo, tomó un jergón para sacarle más brillo a las baldosas, hasta quedar rendida por el esfuerzo. Ahora necesitaba un baño de agua fría. Salió del agua con la carne de gallina y la piel morada, satisfecha por haber domeñado a los canes de la lujuria. Su madre le gritó que bajara a cenar, y aunque el cansancio le había despertado el hambre, se impuso la penitencia de no probar bocado esa noche. Quería tejer a la luz de una lámpara y acostarse temprano, después de haber rezado el novenario. Pero al momento de tomar las agujas vio sobre la cómoda el último obsequio de su bienamado: el Cántico espiritual de fray Juan de la Cruz, y creyó ver la mano de la Providencia en ese regalo, como si Cárcamo, por inspiración del Altísimo, quisiera darle la fortaleza de espíritu que necesitaba para olvidarlo.
Recostada en el diván, leyó con avidez el poema, una égloga amorosa vuelta a lo divino, cautivada por la recóndita armonía de los versos, que parecía brotar del más límpido manantial. Una zagala y un pastor, alegorías humanas del Alma y Dios, sostenían un diálogo tierno y apasionado, que se iniciaba con la búsqueda del amante, a quien la pastora llamaba con dulces quejas. Leonor sabía que los personajes del cántico eran símbolos sacros, como en el Cantar de los cantares, pero no pudo evitar compartir las emociones de la zagala desde su primer lamento en el bosque:
¿Adónde te escondiste,
amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando y eras ido.
Pastores lo que fuerdes
allá por las majadas al otero,
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.
Así había partido fray Juan ese mediodía, como un ciervo asustado, dejando en su alma la misma desazón padecida por la pastora, que al menos tenía el consuelo, vedado para ella, de hallar oídos humanos para sus quejas. Olvidada por completo del contenido doctrinal, continuó la lectura con el alma suspensa, como si ella misma dictara los versos puestos en boca de la zagala. Ahí estaban, concertadas en suave armonía, todas las emociones que fray Juan le inspiraba y jamás había podido expresar. Los pálpitos de ansiedad casi la desvanecieron cuando llegó a la estrofa en que la pastora se dolía por los desvíos del amado:
¿Por qué, pues has llagado
aqueste corazón, no le sanaste?
Y pues me lo has robado,
¿por qué así le dejaste
y no tomas el robo que robaste?
Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia de amor,
que no se cura,
sino con la presencia y la figura.
Bajo el efecto de los vapores sanguíneos agolpados en su cabeza, concibió la sospecha, al principio vaga, después intensa y vehemente, de que fray Juan la amaba y le había regalado ese libro para descubrirle su pasión en forma cifrada. No sería el primer tímido que se valía de los poetas para conquistar a una mujer, y era lógico, por su condición de sacerdote, que se recatara bajo el embozo de las letras divinas. La coincidencia de nombres era otro guiño dirigido a su corazón: bastaba con sustituir Juan de la Cruz por Juan de Cárcamo para descifrar el acertijo galante. Más claro ni el agua: su pastor quería invitarla a pasar del amor espiritual al amor humano, por algo la esposa declaraba que la dolencia de amor no se cura «sino con la presencia y la figura», valga decir, con el abrazo de los cuerpos, indispensable para completar la unión de las almas. ¿O acaso se engañaba con trampantojos? Era muy lisonjero pensar que un santo varón la hubiese adorado como un numen celestial por más de tres años, sin atreverse a confesar su flaqueza. Pero no debía ir tan aprisa: la declaración de Cárcamo era sesgada y ambigua, tal vez para ponerlo a salvo de un rechazo, y sin tener una confirmación directa de sus intenciones no podía echar las campanas al vuelo. El subprior era tímido, se estaba jugando el pellejo en ese lance amoroso y no podía esperar que diera el siguiente paso: bastante había hecho ya con obsequiarle un libro tan perturbador. Era ella quien debía abrirse de capa, antes de que él retrocediera acobardado. Sacó de su bufete un pliego de fino papel holandés, remojó la pluma en el tintero y tras una larga cavilación se atrevió a confesar:
Pastor huido:
La ofensa que mi madre le infligió en el almuerzo me dolió en carne propia, y por su intempestiva salida, no tuve ocasión de pedirle disculpas. He llorado toda la tarde, pues temía que el desaire lo alejase de mi casa. Pero la lectura del Cántico espiritual me ha infundido la esperanza de que nuestra amistad saldrá fortalecida de este penoso incidente y quizá en el futuro logremos estrechar más aún nuestros lazos. No puedo seguir callando, fray Juan: lo he amado sin esperanzas por más de tres años, y en los versos del carmelita vi representada mi febril agonía. Hay claves que solo entienden los enamorados, pues no van dirigidas al intelecto, sino al corazón, y creo haber encontrado en boca del pastor una exaltada declaración de amor dirigida a mi humilde persona. ¿Es verdad o es un desvarío de mi loca imaginación? ¿Moriré en vida por un amor mal correspondido o alcanzaré la gloria en sus brazos?
Tengo el mayor respeto por los votos sacerdotales, y nunca me hubiese atrevido a ofenderlo con insinuaciones torpes, sin tener indicios ciertos de que sangramos por la misma herida. Por eso le digo, como la pastora abandonada: ¿Por qué, pues ha robado aqueste corazón, no lo toma? ¿Acaso lo detiene el miedo al escándalo? Ni en sueños podría abrigar la ambición de hacerle colgar los hábitos, pues bien sé que un religioso tan devoto jamás podría renunciar a su ministerio. Pero con la debida cautela, podemos alcanzar la suprema felicidad sin dar pábulo a la murmuración. No tengo en mente reducir nuestra amistad al vil comercio camal, líbreme Dios de insinuar algo tan impío. El cuerpo solo es un medio para alcanzar los fines superiores del espíritu, en este caso, el matrimonio de dos almas afines. Aborrezco la carne tanto como vuestra merced, pero a veces complacerla en sus apetitos puede ser un acto de misericordia. Juntémonos, amado, con la humildad de los cristianos obedientes a los mandatos del cielo, que imploran el perdón de Dios en el momento mismo de sucumbir al instinto. Solo así podremos aliviar nuestra sed y hallar la luz en medio de las tinieblas.
Si todas mis sospechas son infundadas, desengáñeme sin clemencia, y no lo volveré a importunar. Pero si he penetrado el sentido oculto de su regalo, confiéseme por escrito lo que no ha osado decirme de viva voz. Como en la santa misa, imploro de rodillas: «Señor, yo no soy digna de que vengas a mí, pero una palabra tuya bastará para sanar mi alma».
Firmó la carta con el seudónimo «Tu pastora», cerró el pliego con hilo y le puso la nema. Aunque ya pasaban de las once, llamó con la campanilla a su esclava Celia, que dormía en los aposentos bajos, junto a las caballerizas. Celia tardó unos minutos en responder y luego subió a la alcoba en camisón de dormir. Era una negra de la edad de Leonor, con ojillos vivaces, cintura breve y talle ondulante codiciado por los vagos callejeros. Huérfana recogida al nacer por los marqueses, desde los siete años había sido compañera de juegos de Leonor, que la trataba como una hermana y le confiaba todas sus cuitas.
—Perdona si te he despertado, Celia, pero los asuntos del corazón no admiten demora. Estoy enamorada y quiero que le lleves una carta a mi adorado tormento.
—¿Quién es él?
—Fray Juan de Cárcamo.
La negra se quedó atónita, como si oyera la confesión de un crimen. Con palabras tartamudas, Leonor le refirió la lucha interior que había librado esa tarde, tratando de apartar de su mente al fraile, y cómo había reavivado la llama de su pasión la lectura de un tierno poema que el propio Cárcamo le había regalado, sin duda con el propósito de confesarle su amor entre líneas. A continuación le dio a leer la esquela dirigida al fraile.
—¿Qué te parece? —preguntó cuando Celia hubo terminado.
Celia titubeó un momento, asustada por el extravío mental de su ama.
—Muy atrevida —dijo al fin—. ¿Estás segura de que ese fraile te quiere?
—En amor nunca hay certezas —se impacientó Leonor—, pero si no corro el riesgo, nunca sabré si me ama.
—Es verdad, te llevarías la duda a la tumba.
—¿Entonces me harás el favor de llevar la carta? Celia vio el pliego con recelo.
—¿Por qué no la mandas con un lacayo?
—Necesito a una persona de absoluta confianza y no confío en ninguno de los criados. Esto debe quedar entre nosotras, Celia.
—Hay un impedimento. Las mujeres no podemos entrar al claustro.
—Ya lo sé, pero ni siquiera tendrás que acercarte al convento. Varias veces te he visto charlar en la calle con Pedro, el criado filipino de fray Juan —Leonor sonrió con malicia—, y un pajarito me contó que te ves a escondidas con él.
La negra bajó la cabeza con una mezcla de rubor y coquetería.
—Hagamos un pacto entre enamoradas —continuó Leonor—. La próxima vez que veas a tu Pedro, dale mi carta, y ordénale de mi parte que se la entregue directamente a su amo.
—¿Y si doña Pura me descubre con ella?
—Nada pasará si eres precavida, y además, estoy dispuesta a recompensarte bien.
De un relicario, Leonor sacó un barrilillo de ámbar.
—Toma, con esta fragancia volverás loco a tu galán.
Celia aspiró el perfume con una sonrisa de éxtasis, y sin esperar su respuesta, Leonor le metió la carta en el escote. Al día siguiente, bajo la coartada de hacer el mandado, la negra salió a la calle en busca de Pedro Ciprés con una vistosa pollera de indianilla, tacones altos y arracadas de oro. Hasta los nobles detenían sus carruajes al verla contonearse en el empedrado, y más de un lépero le gritó piropos de subido color. Conocía bien los hábitos del filipino, en especial los malos, y sabía que todos los jueves, mientras su amo hacía largas antesalas en el Palacio Inquisitorial, Pedro se iba a jugar malilla en un garito de la calle de San Lorenzo. Ahí estaba, en efecto, rodeado de tahúres astrosos que gritaban improperios en una mesa improvisada con tablones. Desde el zaguán de la sucia leonera lo llamó con una seña y Pedro interrumpió la partida para ir a su encuentro. Apenas eran las diez y ya tenía el aliento perfumado por el aguardiente con hojasén que había desayunado en el tugurio. Celia le susurró al oído el asunto que traía entre manos, y para hablar en privado fueron a la mesa más apartada de los jugadores. Apenas leyó el primer párrafo de la carta, Pedro alzó las cejas con perplejidad:
—¿Tu ama perdió la chaveta?
—Ella cree que fray Juan la quiere, pero que no se atreve a decírselo sin tapujos.
—Está loca. Ese marica tiene hielo en la sangre. Unos buñuelos con miel lo trastornan más que ninguna mujer.
—Pero ella me pidió que le entregues la carta.
—¿Sabes lo que pasaría si lo hago? Cárcamo sería capaz de acusar a doña Leonor con los marqueses y se armaría la de Dios es Cristo. Tu ama acabaría en una casa de recogidas y yo en la calle, por alcahuete.
—Pues entonces voy a devolverla.
Celia quiso enrollar el pliego y Pedro le detuvo el brazo.
—Espera, esta carta vale oro, si sabemos sacarle partido.
Supongo que doña Leonor te dio un buen regalo por traerla, ¿verdad?
—Un barrilito de ámbar.
—Poca cosa para un favor tan grande. —Pedro Ciprés chasqueó la lengua con desprecio—. Pero si ella y Cárcamo se cartearan más a menudo, podríamos ganar un Potosí por nuestros oficios de tercería.
—¿En qué quedamos? —protestó la negra—. ¿Entregas la carta o la devuelvo?
Los ojillos rasgados del filipino chispearon de malicia.
—Ni una cosa ni la otra —sonrió con aires de triunfo y dio una palmada para llamar al mesero—: ¡Chaval, tráeme un recado de escribir!
—Un momento —se sulfuró Celia—. ¿No querrás escribir la respuesta de tu amo, verdad?
—¿Por qué no? Imito su letra a la perfección.
—¿Estás loco o el trago te ha sorbido el seso? Si falsificas la carta, doña Leonor descubrirá el embeleco en su primer encuentro con tu patrón, y en castigo por mi felonía, me enviará a un trapiche a cargar quintales de azúcar.
—Mi negrita linda, ¿cuándo he deseado tu mal? —Pedro la tomó cariñosamente por la barbilla—. Eres mi gloria y jamás haré nada que pueda comprometerte.
Derretida por las caricias del filipino, Celia depuso el gesto huraño.
—Fray Juan y doña Leonor no volverán a verse —continuó Pedro en tono persuasivo—. Anoche oí a hurtadillas una conversación de mi amo con el provincial de la orden. Cárcamo está agraviado por un desaire de la marquesa, dijo que no quiere padecer nuevos ultrajes y Montúfar le dio su venia para alejarse de la familia.
—Pero mi ama visita a menudo la capilla del Rosario y alguna vez podrían encontrarse.
—Yo recibo a todas las visitas de mi amo y me daré traza para que no corramos peligro —el filipino acarició el pelo crespo de su amante—. ¿No has querido siempre tener dinero para comprar tu libertad?
Celia se arrojó enternecida en brazos de Pedro, y le dio su aquiescencia con un beso de pantera en brama. Al recobrar el aliento, el filipino remojó la pluma en el tintero, y después de ensayar varias veces la retorcida letra de Cárcamo, entornados los ojos como si pidiera inspiración a la Musas, dejó correr la pluma sobre el papel:
Prenda amada: Has descubierto mi ardiente secreto y no puedo seguir ocultando el ansia que me consume…