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A instancias de su confesor, el padre Justiniano, párroco de Santa Catarina Mártir, Onésimo dejó la bebida al día siguiente de haber confundido a su hija con Dorotea. El clérigo atribuyó la atrocidad que había cometido a una posesión diabólica y le prescribió una vida de recogimiento, alejado de todos los amigos que lo orillaban al vicio.

—La oración y la mortificación son las dos alas con que vuela el espíritu para escapar de la miseria terrenal —dijo, y le impuso como penitencia rezar cada día cinco avemarías y un Paternóster a todos los santos de su devoción.

Como Onésimo tenía una idea mercantilista de la justicia divina, creyó necesario rezarle a casi toda la corte celestial, para compensar la gravedad del pecado con la cantidad de oraciones. De madrugada, en ayunas, imploraba perdón a la Reina de los Ángeles y a su Preciosísimo Hijo. Por si acaso ellos no le prestaran oídos, rogaba al bienaventurado san Diego, a las Once Mil Vírgenes, a san Nicolás Tolentino, a san José y a san Bartolo que intercedieran por él ante el Juez Supremo, hasta perder el resuello de tanto darse golpes de pecho. Y antes de acostarse, cuando más lo atormentaba el remordimiento, se disciplinaba 73 veces, en recordatorio de los 73 años que vivió la Santísima Virgen. Oraba y hacía penitencia con sincera devoción, pero no obstante conocer la gravedad de su pecado, en ningún momento juzgó necesario pedirle perdón a su hija, pues creía que al rebajarse frente a ella perdería por completo la autoridad paterna. Bien lo decía el padre Justiniano: la niña estaba muy en agraz para entender las debilidades de la carne, y si él se las explicaba, podía inducirla a pecar con el pensamiento.

También Crisanta estaba cambiada. En vano sus amigas la invitaban a jugar a la roña y a la guzpatarra en el patio de la vecindad. Le había perdido el gusto a los juegos infantiles, y ahora se pasaba las tardes cavilando en la ventana, quieta como una gárgola. Ya ni siquiera se colgaba dijes en el cuello, temerosa de provocar al monstruo con cualquier señal de coquetería. Era una vieja con cuerpo de niña, una viuda de su propia inocencia, que oía las risas infantiles como ecos de un pasado remoto. Si hubiese podido alejarse de Onésimo, tal vez habría restañado pronto su herida. Pero el padre Justiniano creía necesario que orara por él, siguiendo el ejemplo de Jesús cuando puso la otra mejilla, y cada jueves tenía que acompañarlo a la iglesia de Santa Catarina, donde Onésimo refrendaba su voto de abstinencia etílica ante el Cristo de la Preciosa Sangre. Ella oraba sin convicción, doblemente agraviada por el hecho de que su padre, tan humilde y contrito con las imágenes sagradas, no se disculpara con ella, la víctima del atropello. Por lo menos ahora estaba a salvo de sus golpizas, pero el amor y el respeto que alguna vez le tuvo se habían quebrado en mil pedazos. Antes de oírlo jadear como cerdo, creía ingenuamente que su padre obraba de buena fe cuando le imponía castigos brutales, como encadenarla toda la tarde a los barrotes de la cama para impedirle ir al teatro. Ya no podía engañarse más con esas mentiras piadosas. Era indudable que sentía placer con su dolor, por algo tenía esa cara de éxtasis en el momento de poseerla. Si había sido capaz de tal abominación, ¿qué no haría cuando ella creciera y se pareciera más a Dorotea? Lo conocía demasiado bien para creer en su farsa expiatoria. En el mejor de los casos, pensaba, sus penitencias habrían logrado adormecer a la bestia, no exterminarla, y el día menos pensado despertaría con más apetito de carne tierna.

Junto con la sobriedad, Onésimo recobró la disciplina en el trabajo, y volvió a fabricar tramoyas como en sus mejores tiempos. Gracias a una componenda con los miembros del cabildo metropolitano, que protegieron a los tramoyeros españoles a cambio de una tajada de sus ganancias, el gremio ganó la batalla a los jefes de compañía que contrataban artesanos indios. Onésimo había peleado a mojicones con más de un borracho por defender ese privilegio, y sin embargo, una inquietud religiosa le impidió celebrar la victoria: ¿Cómo podía alcanzar la salvación si continuaba vinculado a los comediantes, esa gente licenciosa y procaz, vilipendiada desde todos los púlpitos? El teatro era un seminario de pasiones donde el triunfo del pecado incitaba a cometerlo, ¡y él contribuía con su trabajo a reclutar almas para el infierno! Expuso su predicamento al padre Justiniano, y el sacerdote, conmovido, le aconsejó emplear sus dotes de carpintero y ebanista en otro oficio más noble. Con frecuencia, los fieles que velaban muertos en su parroquia necesitaban comprar ataúdes: ¿por qué no los fabricaba él, y por cada cajón de muerto le daba un diezmo para obras pías? Entusiasmado por la oportunidad de limpiar su reputación, Onésimo renunció al gremio de tramoyeros. A diferencia del teatro, la muerte no era un negocio de temporadas, pues dejaba dinero en todo momento, y en poco tiempo alcanzó una modesta prosperidad. Su bonanza se reflejó de inmediato en el vestuario de Crisanta, que al fin pudo estrenar zapatos. Con los ahorros de seis meses compró una mula y una carreta para transportar los ataúdes hasta la parroquia de Santa Catarina, servicio por el que también devengaba honorarios. Hasta pudo inscribirse en una cofradía, la Hermandad del Descendimiento de la Cruz y el Santo Sepulcro, formada por comerciantes de mediano peculio, la mayoría originarios de la Rioja, su pueblo natal. La gente que antes lo encontraba tirado en las banquetas ahora se quitaba el sombrero al verlo pasar. Además de darle lustre social, su trabajo lo inclinaba a la penitencia, pues al tallar los cajones tenía que pensar en la caducidad de la arcilla humana, ejercicio espiritual infalible para ahuyentar a la tentación.

Pero Onésimo no se conformó con cambiar de oficio: quería un cambio completo de vida, y para alejarse lo más posible del teatro del Hospital Real, un lugar fatalmente asociado al recuerdo de Dorotea, se mudó con su hija a la calle de la Verónica, en el otro extremo de la ciudad. Ahí pudo cumplir un sueño acariciado desde su llegada a la Nueva España: rentar una cómoda vivienda en los altos de una casa respetable y bien conservada, para estar lejos de la gente cochambrosa que ocupaba los aposentos bajos en todos los inmuebles de alquiler. Para Crisanta, la mudanza fue un golpe letal, porque viviendo tan lejos del teatro, ya no podía darse escapadas para ver los ensayos. Si antes había aborrecido a los amigos borrachines de su papá, ahora los extrañaba, pues desde la entrada de Onésimo en la cofradía, solo frecuentaban su casa beatas enlutadas, inválidos gruñones y sacristanes de caras lúgubres que se reunían dos veces por semana a rezar novenarios. Entre esas estantiguas apolilladas, que la reñían al menor ruido y musitaban interminables plegarias entre el humo de las veladoras, su languidez se agravó al punto de postrarla en cama tardes enteras. Hasta llegó a desear que Onésimo la hubiera dejado morir de hambre en el moisés cuando su madre la abandonó: más cruel había sido salvarla para hacerle vivir ese Purgatorio. Sus sueños se habían empezado a poblar de cuerpos tumefactos y el desgano la estaba dejando en los huesos, cuando un rayo de esperanza le abrió nuevos horizontes: para darle una mejor educación, y sobre todo, para darse tono con sus nuevas amistades devotas, Onésimo la sacó de La Amiga, que ahora le parecía una escuelita de baja estofa, y la inscribió como pupila en el colegio de niñas del convento de La Encarnación.

De entrada, la sencilla elegancia del claustro, con sus vastos corredores y sus floridos pensiles, le devolvió el gusto por las cosas bellas, la mejor medicina contra la melancolía. Aun en los días más calurosos, el clima en el convento era fresco y el rumor de las fuentes sosegaba el ánimo. A fuerza de agua y escobeta, los pisos de ladrillo y de azulejo albeaban de limpios, y hasta las vigas de los techos, a pesar de su antigüedad, resplandecían con la brillantez de lo nuevo. Las madres concepcionistas contribuían a hacer grato el lugar con su carácter jovial y dicharachero, tan distinto al de doña Ignacia. Aprender con ellas era una fiesta, pues alternaban las lecciones de catecismo con actividades recreativas al aire libre, y en vez de usar la palmeta se ganaban la estimación de las alumnas con un trato suave, entre juguetón y tierno. Aquí no había castigos corporales, y sin embargo, las pupilas se comportaban mejor que en La Amiga, donde la instructora repartía palmetazos a troche y moche. Gracias a la paciencia de sor Felipa, su maestra de artes y oficios, Crisanta aprendió a tocar el salterio, y en la inmensa cocina del claustro, donde nunca había una mota de polvo, la madre Emerenciana, cocinera mayor del convento, le enseñó a preparar ricas confituras, alcorzas y mazapanes. Pero el gran acontecimiento de su vida escolar, el vuelco de fortuna que le devolvió la salud espiritual, ocurrió a mediados de mayo, cuando sor Felipa reunió al grupo de pupilas en el patio del convento para darles un aviso importante:

—Hermanitas, se acerca la fiesta de Corpus, y para celebrarla vamos a representar el auto de la vida de santa Tecla. Vosotras seréis las actrices y tendréis que aprenderos los papeles de memoria. La que lea con mejor dicción hará la santa, las demás tendrán papeles menores o cantarán en el coro. Mañana mismo empezamos con los ensayos.

Crisanta volvió a casa turulata de emoción, y esa tarde, en la merienda, estuvo más ausente que de costumbre. Preocupado por su mala cara, Onésimo la creyó enferma y hasta le palpó la frente, por si acaso tenía calentura. No quiso confesarle el motivo de su distracción, pues temía que la sacara del convento si se enteraba de que las madrecitas montaban obras de teatro. Como su padre, consagrado de tiempo completo a la religión y al trabajo, apenas le prestaba atención, resolvió participar en la obra sin su permiso. Si acaso llegara a enterarse de la representación, algo que ella buscaría evitar por todos los medios, podía esgrimir la excusa de haber participado en el auto por obediencia a las monjas. Al día siguiente, en la primera lectura del libreto en voz alta, puso en práctica todos los conocimientos de entonación y fraseo que había adquirido como espectadora furtiva de comedias, y sor Felipa se quedó perpleja al oírla proyectar la voz como una actriz profesional.

—Hija mía, me has dejado de una pieza —dijo entusiasmada—. Hasta parece que lo tenías ensayado.

Obtuvo el papel protagónico por aclamación general, incluyendo la de sus mismas competidoras. Las dificultades empezaron cuando tuvo que llevar a casa el libreto para memorizarlo. Era un legajo grueso y difícil de ocultar, pues su padre tenía ocupados todos los cajones del armario con rosarios, disciplinas y cuadernillos devotos. Tuvo que guardarlo bajo su cama, metido en una polvorienta caja de habanos. Solo se atrevía a leerlo a hurtadillas cuando su padre salía al taller después del almuerzo. A pesar de su denso contenido doctrinal, la obrita tenía muchos golpes dramáticos para lucimiento de los histriones. Crisanta saboreó por adelantado la escena en que la heroína rechazaba al rico pretendiente que sus padres querían darle como esposo, por haber consagrado su virginidad a Dios. ¡Cuánto partido podía sacarle a esa heroica renuncia! Como Tecla era hija de una familia principal, las madres seguramente le mandarían hacer un vestido de gala con bordados de argentería. Y quizá hasta tuviera la suerte de llevar un collar de esmeraldas como los que lucía Isabela Ortiz en sus papeles de dama noble. Oh, quién tuviera la elegancia de la Ortiz para llevar con el mismo garbo los vestidos cortesanos y los rústicos trajes de las zagalas. Quién pudiera suspender al público sin más artificio que alzar una ceja o reprimir un sollozo. Comparada con ella era tan poca cosa, que a pesar de los elogios de sor Felipa, nunca se daba por satisfecha con sus torpes balbuceos, y al volver a casa ensayaba de nuevo las escenas que la habían dejado insatisfecha, hasta caer muerta de fatiga. Lo más difícil era tener que esforzarse por depurar su actuación y al mismo tiempo estar pendiente de la escalera, por donde su padre podía subir en cualquier momento.

Crisanta vio en el martirio de santa Tecla un trasunto de su pureza ultrajada y la oportunidad de recobrarla simbólicamente. También la santa era hija de un canalla, que si bien no abusaba de ella, la denunciaba ante un tribunal por negarse a contraer matrimonio con un gentil. En la arena del circo romano, Tecla esperaba la muerte cantando himnos al Señor, y al influjo de su dulce voz, los leones que debían devorarla se acercaban a lamerle la mano. Entonces, para congraciarse con la justicia imperial, su desalmado progenitor ordenaba que la desollaran con peines de hierro. En el momento más doloroso de la tortura, Tecla se arrancaba un pedazo de carne y lo arrojaba a la cara de su padre: «¡Toma, fiera humana, devora la carne que tú mismo engendraste!». La primera vez que dijo ese parlamento en el tablado de la Encarnación, se imaginó a Onésimo en el palco del circo romano y tuvo un acceso de llanto que se prolongó por espacio de media hora. Compasiva por naturaleza, tenía facilidad para interiorizar el dolor ajeno, ya fuera real o ficticio, pero ignoraba por completo las emociones sagradas, que por fuerza debía representar, pues eran la materia prima del auto. Sor Felipa advirtió ese defecto cuando ensayaron una escena en que santa Tecla, recién convertida al cristianismo, se arrobaba delante de una imagen del Ecce Homo cuyos ojos despedían rayos de luz. Crisanta exhibió una notoria incapacidad para imitar el gozo espiritual. Apenas si atinaba a poner cara de boba, y tras varios intentos fallidos, sor Felipa interrumpió el ensayo.

—Vamos a ver: ¿sabes lo que es un arrobo? —le preguntó con impaciencia.

Avergonzada, Crisanta negó con la cabeza.

—Por ahí debimos empezar. Si vas a representar a una santa, tienes que conocer los efectos del amor divino.

El tema entusiasmaba a la monja y trató de explicarle con sencillez en qué consistía el camino de perfección que los santos varones y las esposas de Cristo debían recorrer para alcanzar la comunión espiritual con Dios. La disciplina para vivir en estado de gracia se llamaba ascesis y era un arduo proceso de purificación interior encaminado a liberar el alma de sus cadenas. Se trataba de domar los apetitos del cuerpo con privaciones y penitencias, de aborrecer la vida con todas sus tentaciones y anhelar la muerte, no por ella misma, sino por la oportunidad que brinda de unirse al Creador. Tras haber perseverado en la oración mental y haber domado los sentidos con cilicios y ayunos, los esclavos de Dios tenían arrobos, es decir, suspensiones del juicio en que se olvidaban de sí. A los ojos de los demás parecían privados de la razón, pero ¡cuánta dicha experimentaban con esa divina locura! Algunos se veían llevados al cielo en un carro tirado por ángeles, otros sentían que los traspasaba una saeta de fuego y experimentaban el más intenso placer; los más privilegiados tenían revelaciones en las que veían a los muertos subiendo a la gloria o bajando al infierno. En sus momentos de iluminación, la beata Ana María de San José se ponía a balbucear como niña, pues la gracia divina nos devuelve la simpleza infantil. Santa Teresa también balbuceaba y se embebía en la contemplación del Amado a tal punto que sus hermanas la vieron muchas veces levitar en el coro.

—Pero ninguno de esos poderes sobrenaturales debe engreír al santo favorecido por Dios —advirtió sor Felipa, con voz grave—, o de lo contrario verá culebras, endriagos, sapos que salen de su propia boca, pues Satanás entra con facilidad en las almas que le abren sus puertas. La tentación de envanecerse con la propia virtud es la más sutil y por lo mismo la más peligrosa, pues obliga al asceta a una perpetua vigilancia de sus pasiones. Pero quien conserva la humildad y se vence a sí mismo asciende a la última escala de la perfección, donde el alma transustanciada participa de la esencia divina. No hay en el mundo nada comparable a esa felicidad. ¿Entiendes ahora cómo debe gozar santa Tecla?

Crisanta asintió, aunque había entendido muy poco.

—Entonces vamos a ensayar el arrobo otra vez. Arrodíllate con las palmas levantadas al cielo. —Crisanta la obedeció—, pon los ojos en blanco y respira hondamente. Ahora trata de imaginar que ese rayo de luz invade tus entrañas con un toque suave y penetrante.

Crisanta no sabía cómo traducir esas metáforas en gestos teatrales y apenas pudo quedarse pasmada.

—No, estás muy fría. Hay un incendio dentro de ti, ¿no comprendes?

Crisanta recordó los transportes amorosos de Isabela Ortiz en brazos de sus galanes. Esos sí que eran incendios y ella podía imitarlos muy bien. ¿Pero no sería un sacrilegio mezclar el amor humano con el divino? ¿Las expansiones de los amantes podían parangonarse con un sentimiento tan puro? El miedo a perder el papel pudo más que sus escrúpulos de conciencia, y con la audacia de un apostador que se juega todo a la última carta, imitó lo mejor que pudo los deliquios pasionales de la gran actriz, el pecho jadeante, los ojos entornados y los labios trémulos, como implorando ser besada por un ángel.

—Bien, lo has hecho mejor, pero te sigue faltando pasión. Para que entiendas mejor el éxtasis místico te voy a dar este libro —la monja le entregó la vida de santa Teresa, contada por ella misma, en una edición ilustrada—. Léelo con mucho cuidado, fíjate bien cómo se arroba en los grabados, y cuando termines la lectura, repetimos el ensayo.

De vuelta en casa, Crisanta encontró más gente que de costumbre. La cofradía en pleno se había reunido en una junta plenaria. Más de quince personas sentadas en sillas y taburetes oían a doña Teodora, una vieja de cuerpo frágil y voz enérgica, que peroraba de pie, inflamada de indignación. Con una seña, Onésimo le ordenó retirarse a su alcoba, y desde ahí Crisanta observó la reunión por el quicio de la puerta.

—Lo siento, hermanos. —Teodora suspiró con pesadumbre—. A pesar de la simpatía con que el señor arzobispo ve nuestra causa, la Real Audiencia se niega a prohibir la temporada de comedias, aduciendo que el hospital de indios se sostiene con las ganancias del teatro. La temporada se inicia mañana, el pueblo llenará el corral de comedias y, como tantas veces ha sucedido, los hombres volverán a desnudar a sus esposas, para vestir a las representantas.

—¿Vamos a permitir que la impudicia se siga enseñoreando de los tablados? —dijo doña Faustina, otra beata más joven, de cara velluda y labios gruesos—. ¿Vamos a tolerar la ruina de las familias decentes? Esa ramera, la Ortiz, debería salir a la calle con sambenito y coroza, como los reos de la Inquisición. Por ella mi marido derrochó todo su caudal y ahora tengo que lavar ajeno.

Crisanta reprimió sus ganas de intervenir en defensa de Isabela y pensó: araña peluda, si quieres retener a tu marido, primero rasúrate los bigotes. Tomó la palabra don Carlos del Villar, un manco de aspecto juicioso que sostenía una Biblia con tapas de nácar.

—Comparto vuestra indignación, hermana. Pero si la audiencia aprobó la temporada no hay nada que hacer. No podemos desafiar a la autoridad civil.

—Desafiarla no, pero sí hostigar a la compañía —se levantó Onésimo—. Vosotros sabéis que yo soy una pobre criatura de barro, el más miserable de los pecadores, y en algún tiempo estuve casado con una cómica. Por eso mismo conozco a los faranduleros y os puedo asegurar que lo que más les duele es el repudio del público. Vayamos a la cazuela del teatro, mezclémonos entre la mosquetería y cuando dé comienzo la obra, acallemos las voces de los actores orando en voz alta.

—¡Muy buena idea! —exclamó enardecida doña Faustina—. Será una buena lección para esa gentuza.

La hermandad aprobó con entusiasmo la propuesta de Onésimo y acordó reunirse al día siguiente en la capilla de San José, en el convento de San Francisco, con los trajes color cenizo que usaban en las procesiones, para marchar al teatro en un compacto pelotón. Crisanta cenó con su padre en silencio, y apenas probó bocado, pues tenía el estómago revuelto por lo que acababa de oír. Como actriz incipiente, sabía ya cuánto esfuerzo había detrás de cada estreno y le horrorizaba que Onésimo y su parvada de cuervos quisieran arruinar el trabajo de Isabela. Antes de pasar un bochorno igual en el escenario, ella preferiría que se la tragara la tierra. Ya no le quedaba duda de que se estaba jugando el pellejo con su temeraria incursión en el teatro. Pero la declaración de guerra a los comediantes proferida por su padre le había picado el orgullo, y esa noche, reafirmada en su vocación, estudió a la luz de una vela la vida de santa Teresa, esforzándose por entender sus complejos y tornátiles estados de ánimo. Lo más difícil era penetrar los arcanos de su vida espiritual. ¿Si el alma se abrasaba en presencia de Dios, por qué su ardor serenaba y reconfortaba en vez de quemar las entrañas? Esa paradójica sensación era muy difícil de fingir en escena, a menos de experimentar algo parecido. No podía recorrer las siete moradas del amor divino de un día para otro, de manera que se concentró en los grabados de santa Teresa, para tratar de contrahacer sus visajes. El esfuerzo mental la fatigó tanto que se quedó dormida, y cuando Onésimo entró a apagar la vela sonrió complacido al ver la pasta del libro:

—Gracias, Señor —rezó esa noche en el oratorio—, por haber extirpado del corazón de la niña la nefasta herencia de Dorotea.

Al día siguiente, al volver de la escuela, Crisanta encontró su casa vacía, pues Onésimo había salido a la reunión en la capilla de San José. Como el sobrio mobiliario se asemejaba mucho al de un austero convento, dispuso las sillas y los muebles en forma similar a la escenografía del auto, para ensayar la escena del arrobo. En la cocina partió una granada y con su jugo se tiñó las sienes de rojo, pues el libreto indicaba que a santa Tecla le sangraba la frente al sentir en la cabeza la corona de espinas. Se blanqueó la cara con polvos de arroz hasta adquirir el tono macilento de la santa y arrodillada frente a un Cristo de alabastro que su padre acababa de recibir en pago por un ataúd, trató de hacer oración mental con las palmas de las manos vueltas al cielo. Para fingir bien el arrobo, debía imaginar que estaba enamorada de Cristo, pero la imagen que tenía frente a sí le inspiraba más respeto que ternura. Sin darse cuenta comenzó a formular en el pensamiento una oración a su deidad suprema: «Dios te salve, Isabela, llena eres de gracia, bendita seas entre todas las mujeres. Hoy vas a sufrir en el escenario el ataque de una jauría rabiosa, pero le pido a Dios que te dé tablas para ignorar sus ladridos. Tienes muchas enemigas, tantas como mujeres leas hay en la ciudad. Dicen que eres una Mesalina, pero yo no les creo. Nunca nadie te ha deshonrado en el escenario, y cuando algún caballero celoso pone en duda tu honestidad, en la jornada tercera se aclara el equívoco y el galán engañado pide tu mano. Tú que todo lo puedes, así en la comedia como en la tragedia, ayúdame a ser una buena actriz. Enséñame cómo se arroban las santas, tú que has hecho de Virgen Maña en tantos autos sacramentales. No me dejes caer en la tentación de cambiar mis líneas, porque temo la rechifla de la gente, y líbrame de toda falsedad, amén».

Absorta en la oración, Crisanta no se percató de que Onésimo había vuelto a la casa en busca de un escapulario hasta oír sus pasos en la escalera. Por el rabillo del ojo vio su cara perpleja y pensó con espanto: ya se dio cuenta de que estoy ensayando. Ahora no estaba bebido, pero su fobia contra los cómicos era más potente que cualquier licor y temió que esta vez la matara a golpes. En una fracción de segundo, Crisanta desechó la idea de implorarle perdón de rodillas y tuvo un chispazo de picardía:

—Ven aquí, adorado tormento —jadeó con los ojos cerrados, como poseída por el Señor—, ¿no ves cuánto padezco por tu lejanía? Soy la más vil de tus siervas, pero conozco tu infinita piedad y me atrevo a pedirte una limosna de amor. Mira mis ojos anegados en llanto, mira la sangre que mana por mis sienes, en recuerdo de tu calvario. Ilumíname amado, traspasa mi corazón con tus lucientes rayos —se tapó los ojos, como si la cegara un intenso fulgor—. Así, esposo, así. Qué suavidad tan ardiente, qué fuego más delicado. Siento nacer en mi vientre un manantial de luz. ¡Oh, vida de mi vida y sustento que me sustentas!

Al llegar a este punto fingió un vahído, y Onésimo, que la contemplaba con la boca abierta, cayó de rodillas y se persignó ante el Cristo. Con el corazón henchido de fervor, se puso a musitar una plegaria en acción de gracias. Crisanta despegó levemente los párpados, y al verlo postrado de hinojos creyó escuchar el aplauso de un público imaginario. Había descubierto que el teatro se podía burlar de sus enemigos.