9
El día de su encuentro con Isabela Ortiz, Crisanta se quedó a dormir en la ciudad con Lorenza, que rentó un cuarto para las dos en un mesón de postín, pues ahora se daban vida de reinas. Al día siguiente debían regresar a Tacuba, pero Crisanta necesitaba pedir el puesto vacante en la compañía teatral, y con taimados ojos de niña buena, pidió permiso a la mulata para visitar a una vieja amiga de su niñez que vivía en la calle del Factor. Tolerante en materia de distracciones, Lorenza le concedió el capricho, y quedaron de verse a las cuatro de la tarde en el Portal de las Flores, donde tomarían el coche de alquiler para volver a Tacuba. Con chispas de contento en la mirada, Crisanta corrió como flecha al teatro del Hospital Real, que estaba muy cerca del mesón. Como ahora no tenía necesidad de colarse al teatro, se dio el gusto de entrar por la puerta principal.
—Vengo a ver a Isabela Ortiz —le dijo al portero, un viejito gruñón, inmisericorde con los intrusos, al que siempre había detestado, pues más de una vez la había sacado del teatro a empellones.
—La señora se levanta tarde, no sé si te pueda recibir.
Crisanta puso las manos en jarras en actitud retadora. Al parecer, el viejo no la había reconocido, y eso le daba una ventaja sobre él.
—Si no me deja entrar, doña Isabela se enfadará con vuesamerced.
El portero la vio tan resuelta y mandona que abrió la reja a regañadientes.
—Está bien, pasa —dijo—, pero no hagas ruido, que muchos cómicos siguen durmiendo —y la condujo a los aposentos de la compañía, a mano derecha del pasillo central. En la segunda puerta del corredor, el viejo tocó la puerta con los nudillos.
—¡Ya voy! —gritó Isabela desde adentro. Un minuto después abrió la puerta en camisón y bata de dormir, todavía entre las brumas de sueño.
—Una moza quiere verla —dijo el portero—, le dije que usted se levantaba tarde, pero…
—Ah, eres tú. —Isabela exhaló un bostezo—. Qué niña tan madrugadora.
—Son las diez y media, pero si quiere vuelvo otro día —se disculpó Crisanta.
—No, pasa, en un momento me arreglo.
Mientras Isabela se aseaba con el aguamanil, Crisanta escudriñó su modesta vivienda, decepcionada por la austeridad del mobiliario, que le pareció indigno de una primera actriz. Salvo una hermosa cajonera laqueada con incrustaciones de marfil y una flamante salvilla de plata exhibida en el aparador del estrado, el resto del mobiliario, barato y anodino, dejaba traslucir la medianía de su dueña. Si la reina del teatro mexicano vivía como plebeya, ¿qué sería de las actrices segundonas? Para colmo, la alfombra estaba sucia, las paredes mal encaladas y al parecer, Isabela fregaba el piso cada viernes y San Juan. Los platos mugrosos, los tarros con restos de vino, el pestucio a tabaco y el desorden de los taburetes indicaban sin lugar a dudas que la noche anterior había tenido una farra.
—Perdona este cochinero —dijo al salir del baño—. Ayer vino Luis con un vihuelista, mandó traer vino y se armó la jarana con toda la compañía. Este hombre me va a matar con tanta juerga.
Isabela comenzaba a recoger los trastes con ayuda de Crisanta cuando tocaron la puerta. La actriz abrió y entró una vieja de porte distinguido, con los cabellos grises recogidos en una red, a la que Crisanta había visto muchas veces en los tablados, lo mismo caracterizada de gran señora, que en papeles de dueña pícara y alcahueta.
—Menudo fandango hemos armado anoche —dijo, tocándose las sienes—. A mi edad no debería tomar tanto vino.
—Nicolasa, te presento a… ¿cómo me dijiste que te llamabas?
—Crisanta, Crisanta Cruz, para servirle.
—Qué encanto de muchacha —dijo la cómica veterana.
—Es la niña que se colaba a ver los ensayos. ¿La recuerdas?
—Con razón le veía un aire de familia.
—Ahora quiere ser actriz —Isabela tomó a la muchacha por la barbilla—, viene a pedir el puesto de tercera dama.
—¿Y de dónde te viene la afición al teatro? —preguntó Nicolasa.
—De mi madre. Ella fue comedianta, como ustedes.
—¿Ah, sí? Pues entonces seguro que la conozco —dijo Isabela—. ¿Cómo se llamaba?
—Dorotea González.
—¡No me digas que eres la hija de Dorotea! —Aplaudió Isabela—. Tu madre y yo fuimos como hermanas, con ella empecé a hacer entremeses cuando tenía tu edad. Su gran error fue casarse con un tramoyero borracho que la quiso retirar del teatro.
Ansiosa por saber algo más de su madre, Crisanta quiso hacerle un montón de preguntas, pero cuando se disponía a formular la primera, salió de la alcoba en calzas y camisa un hombre como de 40 años, con una melena entrecana derramada en los hombros. Pálido como ánima en pena, de hombros caídos y manos finas, tenía un perfil de halcón fatigado, ya fuera por los excesos de la vida alegre o por los trabajos del intelecto. A pesar de sus ojeras y de su figura escuálida, era un hombre apuesto, con un ardor sombrío en la mirada, y al tenerlo cerca, Crisanta se sintió desnuda.
—Él es don Luis de Sandoval Zapata —Isabela lo tomó de la mano—, jefe de la compañía y autor de la pieza que vamos a montar.
Crisanta lo saludó con timidez. Si duermen juntos deben ser amantes, dedujo con escándalo, pues a pesar de vivir con una pareja de pillos amancebados, tenía conceptuada a Isabela como una dama honorable.
—Anoche Isabela me habló de ti —dijo don Luis—. Has venido a pedir el puesto que está vacante, ¿no es cierto?
Crisanta asintió cohibida.
—Si tienes talento, la plaza será tuya —prosiguió Sandoval—. Pero te advierto que hay muchas aspirantes, y en esta compañía no hay favoritismos que valgan.
De un bargueño, el comediógrafo sacó un legajo de papeles atados con un cintillo y se los entregó a Crisanta.
—Aquí tienes el libreto de mi auto sacramental: se llama El gentilhombre de Dios y tu personaje es la Divina Providencia. Necesito a una chica guapa, con la castidad inscrita en el rostro, y tú das muy bien el tipo, sin agraviar a las damas presentes. Apréndete las líneas y en quince días regresas para la prueba.
—Muchas gracias por esta oportunidad. —Crisanta apretó el legajo contra su pecho—. Le prometo que no lo defraudaré.
Hubiera deseado quedarse para saber más cosas de su madre, pero temía que Lorenza sospechara algo si llegaba con retardo a la cita. Abrazó a Nicolasa, se despidió efusivamente de Isabela y quedaron de verse después de la prueba, para charlar largo y tendido sobre la vida de Dorotea. Cuando iba de salida la detuvo una advertencia de Sandoval:
—Para el examen te quiero bien arreglada. La Providencia es una gran Señora y no puede vestir como una moza de pueblo.
—No se preocupe, vendré aderezada como dama de corte.
En el corredor, Crisanta se guardó los papeles en el refajo, y al llegar al Portal de las Flores, donde la esperaba Lorenza, aprovechó un descuido de la mulata para guardarlos en su valija. Recién llegada a Tacuba, Onésimo la puso a trabajar en un nuevo sainete, pues temía que la gente se cansara de verla hacer siempre las mismas faramallas. Hasta entonces Crisanta había dado muestras de una devoción peregrina, dijo, pero le faltaba pasar la prueba de fuego que acredita o desmiente la santidad: sufrir las tentaciones del diablo y vencerlo en una lucha contra el instinto carnal. Para dramatizar ese duro trance debía revolcarse en el suelo como una posesa y defender su honra a punta de mojicones, como si peleara cuerpo a cuerpo con un monstruo lascivo.
—Entonces aparezco yo con un crucifijo para espantar al demonio. —Onésimo actúo su parte con el brazo en alto—. Tú te sientes fuerte al ver que Dios está de tu lado y le gritas al diablo ite maledite, que quiere decir, vete maldito, luego coges al demonio de las barbas y haces como que lo pisas. Aquí al lado voy a ponerte una candela encendida. La tomas y la mueves como si le quemaras la cola al demonio. Perro, quémate, perro, le gritas y luego haces la pantomima de amarrarlo con un mecate. Al final, de rodillas, cantas el hosanna in excelsis, y entonces Lorenza, que estará oculta detrás de la cortina, proyectará la luz del sol sobre tu cabeza, con ayuda de este espejito, como si te hubiera salido el halo de la bienaventuranza.
Era un acto más acrobático que místico, pero Crisanta deseaba complacer en todo a su padre para que no maliciara sus planes de fuga. Ensayó la mojiganga cuantas veces quiso, hasta dejarlo satisfecho, y al día siguiente, con la casa llena de fieles, obtuvo uno de sus triunfos más sonados, pues algunos espectadores, enardecidos como niños en una función de títeres, gritaron denuestos a Lucifer, y rociaron agua bendita sobre el camastro en que se revolcaba, para ahuyentar al «enemigo malo». Parte del éxito se debió a su palmito de adolescente, pues más de un caballero se sintió acalorado al verla hacer tantas torerías con el cuerpo. Onésimo no tardó en percibir las miradas lascivas del público masculino y se apresuró a subir el precio de las entradas.
—Si quieren ver chamorro, que paguen —dijo a Lorenza, con una risilla torva—. Ya se las apañarán con su confesor.
Todas las noches, después de pelear con el «hermano tentador», Crisanta se retiraba a su cuarto y a la luz de una velón leía con avidez el auto sacramental de Sandoval Zapata. Era una pieza de intrincada filigrana verbal, pródiga en sutiles conceptos teológicos, con metáforas deslumbrantes y peregrinas acrobacias de estilo, entremezcladas con bromas y retruécanos para solaz de los legos. En menos de una semana Crisanta memorizó su corto papel, y como le sobraba el tiempo en sus largos encierros, se aprendió toda la obra de corrido, para impresionar al jefe de la compañía con un alarde memorístico. De su talento no tenía dudas, pero la advertencia de Sandoval había sido muy clara: sin un traje de gala, más le valía no presentarse al examen, y ninguno de los que guardaba en el armario se aproximaba siquiera al esplendor de la Providencia. Un martes, a la hora de la merienda, cuando faltaba una semana para su prueba de ingreso a la compañía, Crisanta, con voz comedida, pidió dinero a Onésimo para mandarse hacer un vestido de organdí con encaje.
—¿Para qué lo quieres? ¿Acaso piensas ir a algún baile?
—No, padre, lo quiero para ir a México. Allá todas las muchachas salen a la calle muy peripuestas y junto a ellas me siento una limosnera.
—No me gusta que andes por la calle toda emperifollada. Si te ve alguien de Tacuba, se nos caerá el teatrito.
Sin barruntar las intenciones de Crisanta, Lorenza intercedió en su favor con el argumento de siempre: la niña se merecía regalos por su obediencia, la pobre se pasaba toda la semana entre cuatro paredes y necesitaba darse gustos de vez en cuando. Onésimo, de mala gana, tuvo que soltarle diez pesos para la tela y otros tantos para el sastre. Días después, el vestido estaba listo, y al probárselo frente al espejo, Crisanta imaginó afiebrada de gozo el sobresalto de los caballeros y la envidia de las mujeres al verla entrar en escena. De rodillas, señores, abrid paso a la Divina Providencia. Aunque tuviera un papelito menor, su belleza tendría que llamar la atención del público, y tal vez Sandoval le alargara el papel cuando la oyera recitar sus parlamentos, sí, un genio de las letras no podía desperdiciar a una figura como ella. Daba como un hecho su entrada a la compañía, pues las demás competidoras no le inspiraban ningún temor. Confiaba en vencerlas, como había vencido a las pupilas de La Encarnación, no en balde se había preparado toda la vida para triunfar en las tablas. Pero más que el triunfo anhelaba la libertad. Solo faltaban tres días para su viaje a la capital y necesitaba andarse con mucho tiento para no dar ningún paso en falso. Nada de temblar en presencia de Lorenza. Un comportamiento natural y una charla simplona era todo lo que necesitaba para despistarla en el camino a México. Allá se le escaparía con cualquier pretexto para acudir a la cita con su destino. Apenas la oyera, Sandoval estallaría en aplausos: ¡aprobada por aclamación! Y cuando la mulata diera aviso a Onésimo, ya tendría una plaza de actriz, bajo la tutela de su nueva familia. Mala rabia les diera Dios si querían hacerla volver por la fuerza: los actores no podrían desampararla, pues ella se encargaría de hacerles saber qué clase de barbaján era Onésimo.
El miércoles se levantó antes del alba, con burbujas de ansiedad en el pecho. Bajó las escaleras con alegres saltitos, feliz de abandonar para siempre esa casa aborrecida donde había sufrido tantas humillaciones. El coche de alquiler ya estaba en el zaguán, con las puertas abiertas de par en par. Se disponía a subir al pescante, auxiliada por un mozo de mulas, cuando su padre salió a la calle dando alaridos:
—¡Un momento! ¡Baja inmediatamente de ahí! Lorenza y Crisanta se miraron atónitas.
—¡Que bajes te digo! —insistió, y como Crisanta no obedecía, subió al pescante y la jaló del brazo—. ¿Se puede saber qué es esto?
Onésimo le restregó en la cara un pliego del auto sacramental que seguramente se había caído al suelo cuando lo guardó en la valija.
—Es una carta… de una amiga —balbuceó Crisanta.
—¿Tu amiga escribe en verso? —Crisanta enmudeció de estupor—, ¡mientes, bribona! Es un libreto de teatro. Abre inmediatamente tu valija, quiero ver qué llevas ahí.
Con gesto de ajusticiada, Crisanta obedeció a su padre, quien montó en cólera al encontrar el manuscrito atado con un listón.
—El gentilhombre de Dios, auto sacramental —leyó en voz alta, y con el dorso de la mano le sorrajó una tremenda bofetada que la derribó en la acera—, ¡traidora, falsaria, hideputa! Te he cumplido todos tus caprichos, te he dado trato de marquesa, te he aguantado tus berrinches de niña malcriada, ¡y resulta que ahora te quieres meter de farandulera!
Onésimo le desgarró el vestido y a empellones la metió en la casa. Lorenza intentó calmarlo colgándose de su brazo.
—Cuidado, la vas a lastimar.
—Tú no te metas. ¿Qué hacías en México mientras esta putilla se enredaba con los comediantes? ¿No te dije que la vigilaras?
—La vi hablar desde lejos con una cómica, pero no me pareció que hiciera nada malo.
—¡Estúpida! ¿No ves que ella se muere por representar? —Onésimo encaró a Crisanta—. Esa actriz fue la que te dio el libreto, ¿verdad? ¿Cómo se llama?
Crisanta se había ovillado en el suelo y lloraba en silencio.
—¡Responde, perra!
Onésimo la pateó en el suelo, y como ella seguía muda, le propinó dos bofetadas más. A pesar de sus terribles amenazas, en toda la tarde Crisanta no volvió a despegar los labios. Cansado de interrogarla, Onésimo quemó delante de ella el manuscrito del auto, y al ver su libertad reducida a pavesas, Crisanta sintió una quemadura en el vientre. Adiós aplausos, adiós carrera: esa misma tarde Sandoval elegiría a otra aspirante, una actricilla poco dotada que le arrebataría el porvenir, los aplausos, la gloria. Tras haber lanzado una retahíla de injurias contra la sangre corruptora de Dorotea, el corolario obligado de todos sus regaños, Onésimo la encerró en su cuarto con una tranca por fuera.
—¡De aquí no te saca ni Dios!
Pasó dos días en cama, encerrada en un mutismo de acero. Onésimo la había maltratado en un arrebato de ira, sin tomar en consideración cuánto la necesitaba. Se percató de su error cuando los espectadores de los arrobos formaron fila afuera de la casa. Entonces Lorenza, en un intento por sacar las castañas del fuego, subió a verla a su cuarto y con suaves maneras le rogó que bajara a dar la función, ofreciéndole un vestido nuevo a cambio del que su padre había hecho jirones. Con la vista fija en el techo, Crisanta ni siquiera se dignó parpadear. Encolerizado por su negativa, Onésimo cogió una vara con espinas y subió a traerla por la fuerza, pero la mulata se interpuso en la puerta del cuarto.
—¿Qué haces, imbécil? ¿Quieres acabar para siempre con el negocio?
No tuvo más remedio que tragarse la rabia y salir a pedir disculpas a la gente que protestaba con silbidos:
—La beata está indispuesta y no puede recibir visitas. Volved mañana, quizá se sienta mejor.
Crisanta escuchó con placer el murmullo decepcionado del público. Para coronar su venganza solo tenía que dejarse morir, y estuvo más de una semana sin probar alimento. Cada mañana, Lorenza recogía intacto el plato con tortitas reales que dejaba en su puerta como carnada para minarle la voluntad. Mientras Crisanta, recluida en el cuarto, fumaba un cigarro tras otro, embobada con las formas cambiantes del humo, Onésimo y la mulata veían caer en picada el negocio y se recriminaban mutuamente por no haber sabido meterla en el aro. Sus pleitos eran miel y ambrosía para los oídos de Crisanta, que ya los veía pepenando restos de comida en los basureros o haciendo cola para mendigar la sopa boba de los conventos.
Apabullado por la adversidad, Onésimo se bebió todo el vino de Málaga guardado en la despensa. En la cresta de la borrachera profería amenazas de muerte contra su hija, de las que luego se arrepentía en la cruda, cuando andaba a gatas hasta la puerta de su alcoba para pedirle perdón. Volvió a disciplinarse como en sus épocas de penitente, solo que ahora sostenía el látigo en una mano y el porrón de vino en la otra. La gente dejó de amontonarse en el zaguán, defraudada por las cancelaciones del espectáculo. Harta de oír reproches, Lorenza se largó de la casa con todos los cubiertos y candelabros de plata mientras su amasio dormía la mona en el ataúd de Crisanta. Sin la mulata, Onésimo perdió la poca voluntad que le quedaba: pasó del vino al aguardiente para embrutecerse con más rapidez, y volvió a organizar trifulcas en las tabernas, que sus lagunas mentales le impedían recordar. Un día despertó con el pecho vomitado, vio en el espejo la ruina en que se había convertido y tomó una daga para darse muerte. Cuando la punta de la daga rozaba su tetilla izquierda, sonó la aldaba de la puerta: era don Martín Ibarreche, un comerciante vasco de Querétaro, entrado en años, pero todavía vigoroso, que profesaba veneración a Crisanta y solía asistir a sus raptos cuando pasaba por Tacuba, de camino a la capital. Onésimo recordó haberlo visto babear de lujuria mientras la niña se contorsionaba en el suelo.
—Voy de regreso a mi tierra, donde tengo una casa de importaciones, y al saber que su hija está mala, quise venir a verla, por si puedo ayudar en algo.
—Crisantita no tarda en sanar —aseguró Onésimo, limpiándose el vómito de la camisa—, solo está un poco afiebrada, pero ya se le pasará.
—Conozco muy buenos médicos, y si es necesario, puedo costear los gastos de su curación.
—Veo que vuesamerced tiene mucho interés en la niña.
—Los elegidos de Dios merecen los mejores cuidados —suspiró Ibarreche—. Su hija va en camino de ser una santa, y por eso me preocupa su porvenir. ¿No ha pensado usarced en meterla a un convento?
—Sería lo mejor para ella —admitió Onésimo—, pero en mi situación no le puedo costear la dote.
—De eso mismo quería hablarle. —Ibarreche apoyó los brazos en la silla del comedor—. En Querétaro tengo muy buena amistad con las monjas clarisas, a quienes he favorecido con algunas limosnas, y si vuesamerced lo permite, quisiera llevarla conmigo para que pueda ingresar a la orden.
—Querétaro está muy lejos. Se lo agradezco, pero Crisanta es mi única hija, y no puedo entregarla a un extraño, por honorable que sea.
Ibarreche sacó una talega de su faltriquera y descorrió el nudo para que Onésimo pudiera ver el áureo resplandor de los escudos.
—Yo también soy padre y comprendo sus sentimientos. Pero si vuesamerced acepta, yo sabré recompensarlo con largueza.
Onésimo miró con embeleso la talega que se balanceaba en los dedos del comerciante.
—Quizá tenga razón —intentó mantener la actitud de padre digno, a pesar de su evidente codicia—. Es cierto que Crisanta nació para monja y nada la haría más dichosa que ser esposa de Cristo. Pero dígame, vuesamerced, ¿de cuánto sería la recompensa?
—¿Le parecen bien cien escudos? —propuso Ibarreche, con la mirada zorruna de los hombres avezados en el arte del soborno—. Con esa cantidad podrá vivir sin apuros el resto de su vida.
—Que sean doscientos —reviró Onésimo—. Solo así podré consolarme por la pérdida de mi angelito.
—De acuerdo, no voy a regatear cuando está de por medio la felicidad de una santa. —Ibarreche sacó otra talega de igual tamaño y entregó las dos a Onésimo—. Mientras cuenta el dinero, ¿me permite ver a la niña?
—Sí, claro, faltaba más. Lo dejaré a solas con ella, para que puedan rezar a sus anchas —dijo Onésimo con un guiño de complicidad, y subió con el visitante al cuarto habilitado como calabozo.
Al abrir el pestillo de la puerta se quedaron con un palmo de narices: Crisanta había desaparecido. Le bastó oír el comienzo de la charla para entender que al no poder regentearla como beata, Onésimo la quería vender como puta. Se había descolgado por la ventana, había ensillado la mula de su padre y en ese momento ya estaba en las afueras del pueblo, cabalgando a todo galope, la cabeza vuelta hacia atrás para ver si alguien la perseguía. Algunos arrieros que deambulaban por la calzada de Tlacopan la miraron con extrañeza, pues no era frecuente ver galopar a una mujer sola, menos aun cuando ya pardeaba la tarde. Váyanse acostumbrando, señores, de hoy en adelante voy a saltarme todas las trancas. El dulce vértigo de la huida compensaba su temor de toparse con alguna banda de forajidos y la angustia de no tener dónde pasar la noche. Una joven arrojada al torbellino del mundo fácilmente podía despeñarse en la mala vida. Pero ni el repudio social ni el peligro de condenarse le quitarían el orgullo de haber saltado al vacío. En el fondo siempre había deseado vivir así: ebria de libertad, con el pulso agitado y la ráfaga de viento en las sienes. Onésimo había logrado lo imposible: reconciliarla con Dorotea, y ahora sentía rebullir en sus venas la sangre materna, la sangre indómita de las mujeres que eligen su propio destino.