30

Después de haber sumergido en el oratorio acuático a la cuarta víctima de Coatlicue, el Niño Dios amputado a la virgen del Carmen, Tlacotzin volvió a su casa desmadejado por la tensión y el esfuerzo. Necesitaba descansar, aunque fuera con los ojos abiertos. Desde el inicio de su encomienda dormía poco y andaba todo el tiempo atarantado, con un pie en la vigilia y otro en el sueño, o mejor dicho, en la pesadilla, pues cada vez que lograba dormir de corrido dos o tres horas lo asaltaban espantosas visiones. Para aplacar el avispero de su conciencia llenó de marihuana una pipa de carrizo y la encendió con una torcida. Había contraído el vicio a raíz de la discusión con Crisanta en Chapultepec, cuando padeció varias noches de insomnio y acudió a un herbolario de Tlatelolco en busca de un remedio para sus males. Desde entonces fumaba para embrutecerse y ahogar la ansiedad, sin poder juntar los pedazos rotos de su alma. Soy un mal servidor de Coatlicue, caviló disgustado consigo mismo, pues si bien le sacrifico los niños dioses, más por obligación que por gusto, he abjurado de mi fe por complacer a la bella Citlali. Tampoco soy un amante sincero y cabal, pues ningún amor verdadero puede fincarse sobre la mentira. Para Crisanta, la profanación de los altares era un crimen nefando, y aunque él seguía firme en sus convicciones, le pesaba engañarla en un asunto tan delicado. Tal vez la única solución del conflicto sería dejar una carta para Citlali y colgarse de un árbol. Pero si había vida en el país de las tinieblas y el frío, ¿quién le aseguraba que no seguiría sufriendo?

Necesitaba aturdirse más para no pensar y aspiró con fruición el humo del olvido. Amodorrado por el dulce beleño, se recostó en su viejo jergón, lleno de borra y hojas de maíz, que ahora estaba comido por los piojos, pues a últimas fechas había descuidado el aseo de la choza. ¿Para qué tener una casa linda si Crisanta ya no venía a visitarlo? Por sus excesivas precauciones para salir de tapadillo, después de la cita en Chapultepec solo habían tenido un encuentro en los llanos de La Viga, donde se amaron entre la maleza, con una urgencia feroz, como dos liebres perseguidas por una jauría de coyotes. La distancia entre los dos se agrandaba con el tiempo y como ella estaba tan encandilada con el boato de la aristocracia, temía que hubiera olvidado ya la promesa de huir a La Habana con él. Nunca debió permitirle que se hiciera pasar por beata: ese había sido el origen de todos sus males. Pero él había complicado todo al enredarse con los conjurados del Chiquihuite. No se arrepentía de luchar contra el imperio español y su hipócrita religión solapadora de la esclavitud, pues deseaba con toda el alma que los mexicanos alzaran la frente. Sin embargo, cada día constataba el fracaso de su misión, pues en vez de resucitar las creencias ancestrales del pueblo, como quería el ñor Chema, los hurtos de niños dioses solo habían robustecido la fe católica de los indios, que ahora compadecían a la madre de Dios y la veneraban con redoblado fervor. En los barrios bajos, donde las comunidades de indios habían formado rondines armados para vigilar las iglesias día y noche, nadie parecía entender que los robos eran una venganza contra los españoles, por haber derribado a los ídolos aztecas de los antiguos teocalis. Los mexicanos no volverían a adorar en masa a los viejos dioses, aunque los últimos valientes del Anáhuac cercenaran a todas las vírgenes de bulto expuestas en los altares. La hermandad debía conformase con mantener viva la religión de sus abuelos en pequeños núcleos de resistencia, pues era demasiado tarde para extirpar una fe grabada con fuego en el alma de los vencidos. ¿Pero, cómo explicárselo al ñor Chema?

Al amanecer, el canto de los gallos le perforó los tímpanos, y como de costumbre, alivió su jaqueca matinal con una larga fumada a la pipa de marihuana. Se levantó del petate y salió a orinar al patio trasero de la choza, donde colgaban de un travesaño los patos enchilados que esa mañana llevaría a vender al mercado. Necesitaba dedicarse con más empeño a su comercio, en vez de rumiar su desasosiego. Pero el zarzal en que estaba metido era demasiado espinoso para olvidarlo con facilidad. Las profanaciones sacrílegas favorecían al enemigo: ejemplo de ello era fray Juan de Cárcamo, a quien había golpeado a ciegas en el asalto a la capilla del Rosario, pues de haberlo reconocido en la oscuridad, sin duda lo hubiese tundido a palos. Cuánto provecho había sacado del episodio el muy embustero. La patraña de su valerosa lucha con los tres asaltantes le había granjeado una inmerecida fama de mártir: ya era comisario de la Inquisición, encabezaba procesiones con el estandarte del Tribunal y no tardaría en alzarse con la mitra apostólica. ¿Estaba condenado a servirle como escalón? Cuánto daría por volverlo a tener delante, para sacarle las confituras del cuerpo.

No había ni un mísero totopo en la despensa, porque a últimas fechas, aletargado por la yerba, se olvidaba hasta de comprar comida. Caminó hacia el muelle donde los pescadores atracaban sus canoas, y en una pulquería al aire libre se desayunó un curado de tuna con cuapatle. Solo cruzó un par de saludos con los bebedores acodados en la barra del jacalón, porque la naturaleza de su mandato religioso lo obligaba a guardar distancias con la gente del barrio. Callado y sombrío, tomó la canoa para cumplir con su rutina diaria, que ahora le resultaba mucho más difícil, pues con la lentitud de reflejos, los patos se le escabullían de las manos y a duras penas lograba cazar dos o tres en toda la jornada. A mediodía llegó a instalar su puesto en la Plaza del Volador, los ojos inyectados por las cuatro pipas fumadas en la mañana. Cuando empezaba a pregonar el precio de los patos, un indio viejo cargado de medallas religiosas y escapularios se acercó al tenderete con aire misterioso. Era el ñor Chema, disfrazado de ferviente católico para despistar a posibles espías. Tlacotzin tuvo un sobresalto, pues hasta entonces, el jefe de la hermandad siempre le había mandado emisarios. Dejó encargado el puesto a su vecina, una vendedora de juiles, y fue a charlar con el viejo a un solitario callejón, lejos del bullicio del tianguis.

—He venido en persona a darte las órdenes de Coatlicue, porque ella misma me lo pidió —dijo en náhuatl el ñor Chema, con una voz que raspaba las palabras como piedra pómez—. Nuestra madre, la señora de los muertos, te felicita por haberla servido con diligencia y valor. Todos en la hermandad estamos orgullosos de tu coraje y queremos que te des prisa para terminar la misión, pues cada día hay más centinelas en las iglesias. No debemos darle ni un respiro a los verdugos de nuestros dioses. Afila tu hacha vengadora para el próximo viernes, el día en que los españoles festejan la caída de Tenochtitlan. Coatlicue se siente muy agraviada por el Paseo del Pendón y quiere demostrarle a los gachupines que el pueblo no se ha rendido. Cuando estallen los primeros cohetes de la fiesta, saldrás calladamente a vindicar el honor de tu raza y le arrancarás el niño Jesús a la virgen de la Candelaria.

—Es la patrona de mi barrio —respingó Tlacotzin—. Allá soy muy conocido, y si alguien me ve, no tendría escapatoria.

Estaban tan cerca uno del otro que el viejo alcanzó a percibir la irritación de sus ojos y movió la cabeza en señal de repudio.

—¿Has estado fumando marihuana, verdad?

—Solo cuando no puedo dormir —mintió Tlacotzin.

—Mentira, acabas de fumarla, se te nota en los ojos. ¿Necesitas la yerba para darte valor?

—No, señor.

—Ese vicio tuyo nos puede traer una desgracia. Ahora entiendo por qué la Mujer Blanca me ordenó venir. Un siervo de Coatlicue debe ser puro en cuerpo y alma.

—He cumplido mi palabra, y no me voy a rajar.

—Entonces obedece y calla, sin remilgos de señorita —dijo el ñor Chema con voz chirriante.

—En el barrio de la Candelaria todos saben dónde vivo —insistió Tlacotzin—. ¿Por qué no me manda a las parroquias de las afueras, donde no hay tanta vigilancia?

—Coatlicue está resentida con los mexicanos que han salido en defensa de santa María —explicó el ñor Chema, con las mandíbulas trabadas de rabia— y quiere darles un escarmiento, por agachados y traidores.

—Pero hay otras parroquias de indios donde puedo meterme a robar con menos peligro.

Desencajado de rabia, el ñor Chema abofeteó a Tlacotzin.

—Cállate, cobarde. Las órdenes de los dioses no se discuten. ¿Quieres despertar la furia de nuestra madre? ¿Quieres que se abra la tierra y corran los ríos de lumbre?

Tlacotzin negó con la cabeza, apabullado por la autoridad del viejo.

—Pues cumple tu juramento y deja la adormidera, o mandaré a uno de mis hombres a cortarte el cuello, para darle de beber tu sangre a los perros.

El ñor Chema se dio la media vuelta sin esperar la respuesta de Tlacotzin, que se quedó atónito en mitad del empedrado. ¡Ah, qué viejo tan cabrón! Él y los conjurados del Chiquihuite le estaban cargando la mano. Si tanto ansiaban vengar a Coatlicue, ¿por qué no daban ellos el golpe contra la virgen de la Candelaria? El trato despótico del ñor Chema, más propio de un tiranuelo que de un bondadoso patriarca, le recordó la brutal intransigencia de su padre, a quien jamás pudo objetar ninguna orden sin recibir un diluvio de palos. Al parecer, los mandones mexicanos superaban en soberbia a los gachupines. Pero si ahora respetaba menos al ñor Chema, seguía teniéndole un miedo reverencial, por ser el intérprete de Coatlicue y haberse transfigurado en tecolote para invocarla. Desobedecerlo significaba echarse al cuello un collar de víboras, ofender a la nodriza providente y letal que a cambio de dar la vida, exigía la carroña como alimento.

De vuelta en casa, le sorprendió encontrar un carruaje de alquiler enfrente de su choza. Adentro estaba Nicolasa, que al verlo venir bajó del pescante. Comedido a pesar de su turbación, Tlacotzin se quitó el sombrero y la invitó a pasar. Gracias a los regalos de Crisanta, la vieja actriz ahora vestía como una dama de alcurnia, y su impoluto vestido de raso verde con pasamanos de oro hacía resaltar por contraste la incuria de la vivienda.

—¿No te da pena vivir en este chiquero? —lo regañó de entrada—. ¿Hace cuánto que no barres el piso?

—Perdón, señora, no tuve tiempo de hacer el aseo. —Tlacotzin bajó la cabeza con humildad.

—Como podrás entender, no he venido a regañarte —continuó la actriz—, sino a traerte un recado de tu adorada Citlali. Esta vez no quiso escribirte un billete, porque la pobre está muy angustiada y teme que sus cartitas de amor caigan en manos de gente vil.

—¿Está en problemas? —se inquietó Tlacotzin.

—Todavía no, pero tiene encima la espada de Damocles.

Tlacotzin la miró con perplejidad.

—¿La espada de quién?

—Perdón —Nicolasa frunció los labios con desdén—, olvidaba que en el convento solo te enseñaron oraciones. Quiero decir que una amenaza pende sobre ella. La semana pasada, en el palacio de los virreyes, Crisanta tuvo una rencilla con fray Juan de Cárcamo y recibió amenazas muy graves. Como has de saber, ahora Cárcamo es comisario de la Inquisición, y acusó a Crisantita de ser una embaucadora.

—Hijo de puta, ya se había tardado. —Tlacotzin apretó el puño con impotencia.

—Lo peor es que el astuto chacal se ha dedicado a escarbar en su pasado. La acusó de haber sido actriz, de tener comercio carnal con un indio, y amenazó con revelarlo todo a los marqueses si ella misma no confiesa sus culpas.

—Maldito gachupín, debe tener cientos de espías. —Tlacotzin se mesó los cabellos—. Pero ¿quién la pudo delatar?

—Crisanta sospecha del poeta Sandoval Zapata, porque hace unas semanas intentó seducirla y ella lo rechazó.

Tlacotzin soltó un bufido de cólera.

—Cabrón, así me paga los favores que le hice. ¡Voy a romperle la madre!

—Espera —lo contuvo Nicolasa—, no es el momento de cobrar venganza. Escucha primero el recado completo. Crisanta me manda decirte que huyas de la ciudad y te escondas un tiempo lejos de aquí, por el bien de los dos. Si Cárcamo no da contigo, tendrá más dificultad para instruirle proceso.

Tlacotzin guardó silencio, indeciso y atribulado. No podía faltar a sus deberes religiosos pero tampoco darle la espalda a Citlali en ese momento de apuro.

—Por salvar a Crisanta me iría hasta el quinto infierno —dijo por salir del paso—. Pero necesito tiempo para vender mi canoa y mis cosas.

—Por el dinero no te preocupes, Crisanta me dio esto para ti. —Nicolasa sacó de su relajo una taleguilla con monedas de oro—. Aquí tienes para tus gastos.

—Yo puedo valerme solo, nunca he vivido de las mujeres. —Tlacotzin le devolvió la talega con aire digno.

—Como tú quieras, pero no te demores. —Nicolasa se levantó para salir—. Cuanto más pronto desaparezcas, más segura estará Crisanta. Y por favor, antes de partir dime dónde vas a esconderte, para que ella pueda alcanzarte cuando salga de apuros.

—En dos semanas dejaré todo listo, no se preocupe.

Al quedar solo, Tlacotzin se dejó caer en un desvencijado equipal. Hasta un ciego podía ver que la vengativa diosa sumergida en el lago quería destruir a Crisanta para cobrarse la afrenta de Chapultepec. Por lo visto, su cobarde abjuración había sido un error fatal, pues ahora la bella Citlali tenía en su contra a una formidable enemiga, con poderes para mover los hilos de la fortuna. Si antes de marcharse no reparaba esa falta, la desgracia caería en forma inexorable sobre Crisanta. Era preciso, entonces, entregar a Coatlicue la última ofrenda, y rogarle perdón con un nuevo tributo de sangre, pues todos los poderes terrenales —Cárcamo, la Inquisición, el virrey— obedecían sin saberlo a su voluntad soberana.

Al otro día observó con atención el movimiento en la parroquia de la Candelaria, una modesta iglesia de tezontle, sin torre y sin campanario, con un atrio de pequeñas proporciones, donde había una garita con guardias armados. Por su torpe manejo de las carabinas, se notaba que eran tiradores inexpertos, cosa natural, pues los indios tenían prohibido portar armas de fuego. El cabildo les había concedido una licencia especial para vigilar la iglesia, y estaban tan ufanos de esa distinción, que apuntaban a todos los fieles con aire amenazador, así se tratara de viejitas devotas. Descartó valerse de los mismos trucos que había empleado en anteriores robos, pues ahora los centinelas revisaban hasta el último rincón de la iglesia antes de cerrar sus puertas. Tampoco podía forzar el cerrojo del portón delantero, asegurado por dentro con doble tranca, ni escalar los muros para colarse por el hueco de los vitrales, pues lo bajarían de un fogonazo como un pichón. El único flanco débil de la parroquia era el cementerio contiguo, un terreno cuadrilongo separado del templo por una reja pequeña, pues Tlacotzin observó que en los entierros los guardias no acompañaban a los dolientes por respeto a su dolor.

El día fijado para el golpe, se mezcló en un cortejo fúnebre para entrar en el cementerio sin llamar la atención de los guardias. Escuchó con respeto los responsos del cura, las jaculatorias de los parientes, el llanto de las plañideras, y cuando los sepultureros bajaron con cuerdas el sencillo ataúd de pino, arrojó en la fosa un ramillete de sempasúchitl. Terminada la ceremonia, cuando el cortejo iba de salida, se agazapó detrás de un pirul y no salió de su escondite hasta que el cementerio quedó desierto. Para engañar al miedo, llevaba en el morral un pequeño envoltorio de marihuana, y mientras esperaba la caída del sol se fumó casi la mitad. Al anochecer, cuando empezaron a surcar el cielo las primeras bengalas del festejo en la Plaza Mayor, se deslizó hacia la reja que daba al patio trasero de la parroquia. Era sencillo librarla de un salto, pero con las piernas vacilantes por la embriaguez, al pasar del otro lado no pudo mantener el equilibrio y se dio un costalazo en el suelo. Tarugo, por poco te partes la jeta, fíjate bien dónde asientas el pie.

Se palpó las costillas, temeroso de una posible fractura. Estaba entero, y para su fortuna, el ruido de la caída no había llegado a oídos de los guardias, que estaban a unas veinte varas de distancia, en la entrada principal de la parroquia. Con la espalda pegada a la pared caminó hacia la puerta de la sacristía. Como temía, estaba cerrada con llave, pero en el morral llevaba una ganzúa que le había sido muy útil en anteriores profanaciones. Batalló largo rato para forzar la cerradura, pues con la temblorina del pulso no atinaba a meter la ganzúa en el lugar correcto, y si la metía con demasiada fuerza, el ruido metálico le erizaba la piel. Sudaba a chorros y el miedo le engarrotaba las manos al oír los pasos de los guardias en la lejanía. Después de un titánico esfuerzo, la cerradura cedió y abrió la puerta con extrema cautela para amortiguar el rechinido de las bisagras. Adentro quiso alumbrarse con la torcida, pero no la encontró en el morral. Carajo, la había dejado en el panteón a la hora de encender la última pipa. A tientas, tropezando con los muebles, caminó hacia el ángulo izquierdo de la sacristía, donde según sus cálculos debía de estar la puerta que comunicaba con la parroquia. Por el camino derribó un cáliz de plata que cayó al suelo con gran estrépito. Pendejo, estaba haciendo todo mal y ahora sí vendrían a cazarlo como ratón.

Agazapado en la penumbra esperó más de cinco minutos, con el hacha de pedernal en la mano para atacar primero en caso de urgencia. Afuera el cielo rugió y comenzaron a caer los primeros goterones de un aguacero. Mejor así: los guardias se quedarían encerrados en su garita, ensordecidos por los truenos de la tormenta. Confiado en su buena estrella se aventuró a seguir caminando en medio de la penumbra. La puerta que comunicaba la parroquia con la sacristía no estaba cerrada con llave y al abrirla se dio de manos a boca con el altar. Entre veladoras ardientes, protegida por una campana de cristal y rodeada de sencillas ofrendas, la virgen de la Candelaria escrutaba la oscuridad con sus verdes ojos de aguamarina. Era una hermosa rubia de nariz aguileña y boca breve, sonriente como la mañana, con una corona de oro y perlas colgantes, quizá el único lujo del sencillo altar. Sostenía en brazos al hijo de Dios, que no estaba sentado en sus rodillas sino acostado en su regazo, con los ojitos a medio cerrar. Tlacotzin recordó enternecido sus años felices en el convento de Tlalmanalco, cuando encabezaba a los niños de la doctrina en las procesiones de la Candelaria, cantando la letanía Virgo clarissima, Ergo Mater. ¿Cómo recuperar aquella pureza, después de tantos golpes y desengaños? La comparación de su cándida niñez con su amargo presente le arrancó lágrimas de nostalgia. Pero no se podía ablandar en ese momento crucial y estiró la mano para retirar la campana de vidrio que protegía a la patrona del templo. Al poner la campana en el tabernáculo, descubrió con espanto a un torvo mastín que pelaba los dientes al pie del altar.

Debía actuar rápido sin mostrarle miedo, pues la indiferencia era el mejor resguardo contra los perros. Por fortuna, la virgen estaba hecha de caña de maíz, un material más frágil que la madera, y al palparla recobró la seguridad en sí mismo. Para desprender al niño ni siquiera necesitó usar el hacha: le bastó con quitar el agudo punzón que lo sujetaba al regazo materno. Cuando hubo terminado la faena, el mastín, hasta entonces quieto, se puso a ladrar a garganta herida, como si de pronto cobrara conciencia del sacrilegio. Tlacotzin alcanzó a meter el brazo derecho para impedir la mordida en la yugular, pero el perro le hundió los colmillos en el molledo. Obligado a luchar por su vida soltó al Niño Dios, que dio tumbos por las gradas del altar. No podía dejarse vencer por un can del infierno, aunque le costara perder un brazo. Pero el mastín apretó las quijadas hasta pinchar en hueso, y al tirar con fuerza solo consiguió desgarrarse el tendón. Con la mano izquierda buscó a tientas el hacha de pedernal tirada en el suelo y después de un heroico estirón logró asir el mango. Golpeó lo más fuerte que pudo el cuello del mastín, duro como un tronco, y repitió los tajos hasta sacarle un chorro de sangre. Estaba a medio morir y sin embargo sus mandíbulas seguían trabadas en un postrer gesto de coraje. Con el hacha metida entre las fauces hizo palanca y al fin logró liberarse de sus colmillos, justo cuando los guardias, alertados por los ladridos, entraban a la parroquia por la puerta del fondo.

—¡Quieto ahí o te mueres! —gritó el jefe de la cuadrilla.

Al amparo de las tinieblas, mientras los guardias encendían una lámpara, Tlacotzin aún tuvo la audacia de recoger al Niño Dios y guardarlo en su morral. Salió disparado hacia la sacristía y al oírlo correr en esa dirección, los guardias le dispararon a ciegas. Uno de los tiros lo hirió en la clavícula, pero con la inercia de su carrera, no advirtió el impacto hasta salir al cementerio, cuando la lluvia le provocó ardor en el hombro. Corrieron tras él los carabineros, que al verlo zigzaguear entre las tumbas, le descargaron una andanada de fogonazos. Mareado por la pérdida de sangre, Tlacotzin corría encorvado para eludir los disparos. Con gran esfuerzo intentó escalar la barda del panteón, entre las ráfagas de pólvora que le rasuraban el cráneo. Casi había logrado trasponer la barda, cuando un trabucazo le abrió un boquete a la altura de los riñones y por la fuerza del disparo cayó como un bulto inerte afuera del cementerio. Todavía intentó chapalear en el lodo, pero las fuerzas lo abandonaban, los carabineros venían trepando la barda y ningún dios del Anáhuac se hacía presente para auxiliarlo. Eso quería la hermandad: enviarlo al matadero, para aplacar el rencor de la Mujer Blanca. El ñor Chema lo dispuso así para terminar la misión con un sacrificio ritual. Perdóname, madrecita, mira la sangre que estoy derramando por ti. Cébate conmigo si es tu voluntad, pero no le cobres mis ofensas a la pobre Citlali.