17

—Adelante, señores, tengan la bondad de pasar a su humilde casa. Ay, Virgen Santa, con esta reuma ya no puedo ni caminar. Quisiera ofrecerles una silla y un jarro de atole, pero ya ven la pobreza con que vivimos. Estos muebles se caen de viejos, y hay tantas goteras en el techo que en tiempo de lluvias el agua nos llega hasta los tobillos. No hay peor cosa para la reuma que la humedad, por eso voy de mal en peor y a este paso llegará el día en que no me obedezcan las piernas. Miren nomás la alacena: solo hay quelites rancios y tortillas duras, y eso que hoy estamos de suerte, pues muchas veces nos acostamos en ayunas. Hasta los perros callejeros comen mejor que nosotras. Pero a cambio de todas esas lacerias, Cristo Nuestro Señor nos ha colmado de bendiciones. Gracias, Jesús, por las hambres y las enfermedades que nos mandas para allanarnos el camino a la gloria.

Nicolasa alzó los ojos al cielo con una sonrisa de abnegación. Se arrastraba con dificultad, apoyada en un báculo de bambú, y de su cuello colgaba un rosario de cuentas gruesas, pesado como un cencerro. El sayal pringoso y remendado, los pies descalzos con costras de mugre y los visibles hiatos de su dentadura cumplieron el cometido de impresionar a los visitantes, que la oían muy condolidos.

—Yo soy Crucifixión, la madrina de Crisanta; antes de llevarlos al oratorio donde mi ahijada vive recogida y apartada del mundo, quiero contarles en pocas palabras cómo nació su vocación religiosa. Dorotea, la madre de Crisanta, fue una santa mujer, casada con un carpintero, como la Virgen María, que se quedó viuda poco después de parir, y a fuerza de grandes sacrificios, quitándose el pan de la boca, envió a la pequeña a tomar las primeras letras en el convento de la Encarnación. Al enviudar, Dorotea rechazó a todos sus pretendientes por respeto al difunto y, amurallada en su fe, ahuyentó con férrea voluntad a los sapos y culebras del goce sensual. Crisantita heredó el pudor de su madre, y siendo una niña de brazos, lloraba cuando Dorotea quería cambiarle los pañales delante de algún varón. Alabado seas, Padre y Señor Nuestro, por señalarla desde entonces con tu índice de fuego. La pobre Dorotea falleció de viruela negra cuando Crisanta tenía seis años, y como no tenía familia en la capital, me dejó encargada a la niña. Miserable como soy, no pude sufragar su educación religiosa, pero con mis trabajos de lavandera la mantuve con decoro, procurando fortalecer su devoción por todos los medios a mi alcance. Íbamos juntas a ver las procesiones y rogativas, siempre en primera fila, aunque tuviéramos que dormir a la intemperie para apartar el lugar, y cada noche le hacía leer en voz alta un pasaje de los Evangelios. A los siete años le regalé un Niño Dios tallado en madera, con un precioso ropón de encaje. Entre las dos le hicimos un pesebre con pencas de maguey y de noche lo arrullaba como si fuera su hijo.

Nicolasa no pudo reprimir un sollozo que arrancó suspiros al auditorio, compuesto en su mayoría por mujeres del pueblo. Se enjugó una lágrima y prosiguió con más aplomo:

—Apenas había cumplido nueve años cuando el Señor obró con ella su primer milagro. Vivíamos en San Antonio de las Huertas, junto a un bosquecillo de ahuehuetes, y un día, por estar lavando, no me di cuenta de que la niña se había internado en el bosque. Al notar su ausencia fui a buscarla en volandas, y la encontré quietecita junto a un panal de miel, en medio de un enjambre de abejas que revoloteaban a su alrededor. Crisanta no se movía ni gritaba: solo seguía con los ojos el vuelo incesante de las abejas, que ni siquiera la tocaron, respetuosas de su candor y de su pureza. En el lenguaje de la alegoría, Dios quiso significar que la niña exenta de picaduras era una favorita del cielo, en la que el pecado nunca podría clavar su aguijón. Poco después, cuando volvía a casa luego de entregar una canasta de ropa, me la encontré privada delante del Niño Jesús, con los pies despegados un palmo del suelo. Doña Chonita, una vecina del barrio, fue testigo de su milagrosa levitación. El arrobo duró más de tres horas y no quise importunarla hasta que ella misma posó los pies en la tierra, fresca y sonriente, como si despertara de un dulce sueño. Desde entonces, Dios la ha favorecido con tanta frecuencia y de tan diversas maneras, que sería prolijo referir la infinidad de prodigios que ha realizado, muchas veces sin darse cuenta. De ello tienen conocimiento todas las personas que han visto sus arrebatos, los que han sanado con sus curaciones mágicas o acuden a ella para encomendarle ánimas en pena. Pero baste ya de palabras, deben arder en deseos de verla, ¿no es cierto?

La gente apeñuscada en la vivienda asintió con timidez.

—Pues vengan conmigo. —Nicolasa avanzó con pasos lentos hacia la cortina de percal que separaba la pequeña estancia del oratorio. Antes de abrirla se volvió hacia los visitantes—. Solo quiero pedirles una merced: no cuenten a nadie los transportes de Crisanta, ni siquiera a gente de confianza, pues mi ahijada odia la publicidad, y solo recibe visitas a condición de que su don divino se mantenga en secreto. La virtud es el blanco favorito de la envidia, y si las trompas de la fama pregonasen su nombre, los maldicientes no tardarían en crucificarla. ¿Prometen guardar silencio?

Los visitantes asintieron con la cabeza.

—Entonces adelante.

Nicolasa descorrió la cortina y el pelotón de curiosos entró a una celdilla de estilo monacal, con muros carcomidos por el salitre. Tendida en una tosca mesa de madera cubierta de sábanas negras, con el pardo sayal de la orden del Carmen y la frente coronada de espinas, Crisanta murmuraba palabras inaudibles ante un altar improvisado con dos huacales, donde el Niño Dios ocupaba el sitio de honor, entre ramilletes de nardos y ofrendas votivas. Sofocados por el humo de las veladoras, los visitantes se amontonaron a un lado del altar, temerosos de perturbar el rapto de la iluminada, que a juzgar por su palidez, ya estaba en la antesala del otro mundo.

—Está arrebatada desde ayer por la noche —explicó Nicolasa—, y cuando se pone así no prueba alimento. Por eso la pobre parece un ánima en pena.

Crisanta siguió murmurando con los ojos en blanco sin reparar en la presencia de las visitas y Nicolasa se acercó a limpiarle el sudor de la frente.

—¿Me oyes, hija?

Crisanta no le respondió.

—Esto puede durar horas o días, nunca se sabe.

Pasó un cuarto de hora y la beata no daba señales de vida. Cuando los visitantes ya empezaban a impacientarse, Crisanta se irguió en la mesa y farfulló en voz alta:

—Tristis est anima mea usque ad mortem; sustinete hic et vigilate mecum.

—Está pidiendo compañía —explicó Nicolasa—. Ese pasaje del Evangelio quiere decir: triste está mi alma hasta la muerte, quedaos aquí y velad conmigo.

Dos damas devotas se arrodillaron por acto reflejo y los demás visitantes siguieron su ejemplo. Con la vista fija en las vigas del techo, Crisanta hizo el ademán de tomar un objeto redondo, como una patena, y con señas pidió a los fieles que se acercaran. Ofreció el platillo imaginario a una vieja de rebozo, que se quedó un momento inmóvil y perpleja, sin comprender su papel en la liturgia.

—Bese la Sagrada Forma —le ordenó Nicolasa.

Henchida de fervor, la anciana mujer besó el aire y Crisanta le puso la patena invisible en la cabeza, en los ojos y en el corazón, a la manera de los sacerdotes que trazan la señal de la cruz en la Eucaristía.

Pax bovis sit semper vobiscum —dijo con acento solemne.

Después de impartir la comunión a todos los visitantes, Crisanta se llevó las manos al pecho como aquejada por un dolor de angina, y al abrir el puño mostró a los espectadores una hostia de verdad. Hubo un suspiro de asombro acompañado de vahídos y sudores fríos. La oficiante se llevó a la boca el cuerpo de Cristo, lo saboreó con deleite, como si comiera ambrosía, y al momento de la deglución escupió un borbotón de sangre.

—¡Dios mío, la sangre del Redentor! —exclamó Nicolasa, y limpió con un pañuelo el hilillo rojo que escurría por el mentón de Crisanta.

A pesar de la hemorragia, la beata estaba sonriente y feliz, como si el vómito la hubiese purificado. Volvió a caer en el mutismo, esta vez con los ojos cerrados, y tras una larga espera, Nicolasa ordenó a los espectadores que se retiraran, pues Crisanta, dijo, necesitaba un largo descanso después de sus raptos vocales. Afuera de la celda desdobló con veneración el pañuelo sanguinolento, como una marchanta de ropa ofreciendo su mercancía en el tianguis.

—Los pañuelos teñidos con la preciosa sangre de Cristo alivian la fiebre puerperal y curan las llagas de los leprosos. Si quieren un trozo de este paño sagrado, contribuyan al sustento de mi ahijada con lo que sea su voluntad.

Nicolasa les pasó un plato de cobre donde la mayoría de los visitantes echaron monedas de cinco y diez reales. A cambio del óbolo entregó un retazo del pañuelo a las almas caritativas y maldijo con la mirada a los avarientos.

—Gracias, hermanos. Dios habrá de recompensarlos en la otra vida.

Salió con sus clientes al patio de la vecindad, los acompañó hasta el zaguán y cuando se hubieron alejado un buen trecho volvió con Crisanta.

—Puedes levantarte, ya se largaron.

Crisanta se bajó de la mesa con la espalda maltrecha, los labios fruncidos en una mueca de hartazgo. Escupió la tintura colorada que le quedaba en la boca, arrojó a una silla su falsa corona de espinas, forrada de algodón en la parte interna, y con gesto de alivio encendió un cigarro.

—¿Cuánto dieron?

—Menos de cuarenta reales —lamentó Nicolasa—, una miseria para tanto esfuerzo.

—¿Qué esperabas? Son pobres y no les alcanza para comprar el cielo. —Crisanta se encogió de hombros con resignación—. Bastante hacen con dar algo.

Nicolasa se guardó la mitad del dinero en una taleguilla oculta bajo su sayal y entregó el resto a Crisanta.

—Necesitamos mudarnos a un barrio más elegante, para que venga a verte gente de calidad.

—Apenas sacamos para el alquiler de esta mugrosa vivienda —refunfuñó Crisanta—. ¿Cómo vamos a pagar una vivienda cara en el centro?

—Podríamos ahorrar un poco si no agasajaras a tu indiecito con tantos guisos y confituras.

—Le llevo de comer a su jacal porque no tiene quién le guise —dijo Crisanta, irritada por el reproche—. Te equivocas si crees que mantengo a Tlacotzin: él gana sus buenos centavos con el puesto de patos.

—No te sulfures, niña, que lo dije sin ánimo de ofender. Solo quiero tu bien y por eso me preocupa que no levantemos cabeza. A este paso nunca vas a juntar para el viaje a Cuba.

Crisanta miró con tristeza las volutas azules del cigarrillo. Nicolasa tenía razón: su anhelo de tomar un barco a La Habana para encontrarse con Dorotea le parecía cada vez más descabellado y remoto. Se había fijado ese propósito recién llegada a la capital, cuando aún soñaba con hacer carrera en los corrales de comedias, pero un fatal acontecimiento había cortado de tajo sus ilusiones: la llegada a México de monseñor Mateo de Sagade Bugueiro, un obispo intolerante, enemigo de las evasiones frívolas, que mandó clausurar el teatro del Hospital Real y prohibió todas representaciones callejeras por considerarlas «un escaparate de la vida licenciosa». Si bien Isabela Ortiz había tenido la suerte de huir a España, donde una compañía sevillana la rescató del hambre, la mayoría de los cómicos mexicanos ahora desempeñaban trabajos humillantes para malcomer. Muchas damas jóvenes se habían dado a la mala vida, y era común ver a galanes de altivo porte sirviendo mesas en los figones o lustrando zapatos en el Parián. Después de varias semanas con el estómago pegado a la espalda, Crisanta tuvo que reincidir en su antiguo oficio de embaucadora, ahora con la ayuda de la vieja Nicolasa, una comparsa sobrada de ingenio y tablas. Ambas deploraban en su fuero interno tener que medrar con los sentimientos religiosos del pueblo, pero ¿acaso les había dejado otra alternativa el tiránico edicto del arzobispo?

Un chiquillo entró corriendo a la vivienda y Crisanta apenas tuvo tiempo de apagar el cigarro. Era Indalecio, el niño que les hacía los mandados.

—Allá afuera hay una señora que quiere ver a la señorita.

Viene en una carroza muy grande y parece gente principal.

—Dile que ahora salgo a recibirla. —Nicolasa entregó al pequeño un tlaco de cobre y se volvió hacia su pupila—. Espabílate, niña, que hay visitas.

A toda prisa Crisanta se puso la corona de espinas, abrió una ventana para disipar el humo del tabaco y se recostó en la mesa, con los ojos abismados en el infinito. Momentos después, Nicolasa entró a la vivienda con la marquesa de Selva Nevada y su rodrigón, Marcial, un negro de edad proyecta que se quedó en el umbral de la celda. Al ver con el rabillo del ojo la fina saya color malva de doña Pura, forrada en rica tela de oro, y el cintillo de diamantes de su cuello, Crisanta se dio cuenta de que el mandadero no había mentido, ¡Hosanna en las alturas, por fin se fijaba en ella la aristocracia!

Con voz sollozante, doña Pura describió a Nicolasa la enfermedad del marqués y los desatinos de los eminentes galenos que lo habían atendido. Debilitado por tantas sangrías y bebistrajos, el pobre ya no quería recibir a los médicos. Pero ella no se resignaba a verlo morir, y ante el fracaso de la ciencia humana, quería implorar el auxilio divino. Aunque no era muy dada a creer en milagros, tenía las mejores referencias de Crisanta, y con permiso de Nicolasa, venía en busca de la santita para llevarla a orar por la salud del enfermo.

—Hágame la merced de permitirle venir a mi casa —gimoteó—. Los ruegos de una vil pecadora como yo no tienen alas para subir al cielo, pero Dios no podrá desoír las plegarias de una abogada como ella.

—No se preocupe, señora, cuando Dios da la llaga, también da la medicina —la tranquilizó Nicolasa—. Crisanta está arrobada, pero trataré de hacerla volver en sí.

Nicolasa se acercó a la cama de madera y dijo unas palabras al oído de la beata, que abrió los ojos despacio y miró con dulzura a la visitante.

—¿Me ayudarás, hija? —le preguntó doña Pura—. Mi marido es inmensamente rico, y si nos das tu auxilio, yo me encargaré de pagarte la dote para un convento.

—La verdadera caridad es hacer el bien sin esperar recompensa —la reconvino suavemente Crisanta—. Iré con vuesamerced, pero no quiero nada a cambio. El único premio al que aspiro no es de este mundo.

Con ayuda de Nicolasa, Crisanta bajó de la mesa y caminó rengueando hacia la puerta, como si llevara encima una pesada cruz.

—Cuando se arroba tiene tullimientos —explicó Nicolasa a doña Pura—, por eso le cuesta trabajo caminar.

Afuera, en la calleja de terracería, la lujosa estufa de la marquesa, tirada por frisones ricamente enjaezados, desentonaba entre las casuchas de adobe y los niños semidesnudos que se revolcaban en el lodo, con las costillas a flor de piel. Marcial espantó a la jauría de perros callejeros que olisqueaban a las tres mujeres y les ofreció su brazo para ayudarlas a subir al pescante. Los mullidos interiores del carruaje, con asientos revestidos de brocado y suaves pasajes de la Arcadia estampados en las portezuelas, subyugaron a Crisanta, que a duras penas logró disimular su fascinación. Cátate aquí, pensó, montada en un palacio rodante, como en las novelas de caballería. En su breve tránsito por el convento de la Encarnación había disfrutado las comodidades de la gente rica, y a pesar de su pobreza, el gusto por los objetos suntuosos nunca la había abandonado. Por el contrario: al privarse de esos lujos los había revestido en la imaginación con el brillo seductor de los tesoros inalcanzables. Cuánta falta le hacía rodearse de cosas bellas: la vida sin primor y elegancia era como un escenario vacío.

Por asociación de ideas, al evocar su época de escolapia, recordó con disgusto al energúmeno que la inscribió en el colegio de las madres concepcionistas. ¿Qué habría sido de Onésimo? Tal vez se hubiera muerto o largado de México, pues no lo veía desde su regreso a la capital, ni había encontrado a nadie que le diera razón de su paradero. Cuando el hambre la obligó a montar su teatro místico en el barrio de San Pablo, temió que apareciera en cualquier momento con ánimo de pelea, y en sus primeros arrobos se asomaba siempre por una rendija de la cortina para cerciorarse de que no estuviera entre el público. Con el paso del tiempo adquirió más confianza y dejó de tomar esas precauciones, pero su peludo fantasma todavía le quitaba el sueño, y cuando el carruaje de la marquesa dobló a la izquierda en la calle de la Merced, examinó con recelo a la gente arremolinada en los puestos callejeros. ¿Qué pasaría si su padre estuviera al acecho y al verla montada en la imponente estufa viniera a reclamar sus fueros, para echarle a perder ese momento de gloria? Su angustia solo se mitigó cuando llegaron a la residencia de los marqueses en la calle de la Cadena y Marcial bajó a abrir el portón de hierro.

—Suban conmigo a la alcoba del enfermo —les pidió doña Pura en la cochera—. Con suerte lo encontraremos despierto.

Al recorrer los salones de la mansión, entre altos aparadores, candelabros de plata, tibores chinos y relojes de marquetería, Crisanta se sintió parte de ese mundo, como si hubiese recobrado un paraíso perdido. Aunque el pecho le saltaba de contento, mantuvo el rictus de abnegación que había llevado todo el camino, y a juzgar por su abatido semblante, cualquiera hubiese pensado que le causaba gran congoja entrar en una casa tan opulenta. Doña Pura se detuvo en la alcoba de su esposo, donde Leonor y una enfermera atendían al marqués, las caras descompuestas por la desvelada.

—He traído a la beata y a su madrina —anunció la marquesa, invitándolas a pasar—. Es hora de que descanses, hija. Solo nos falta que tú te enfermes también.

Doña Leonor examinó a Crisanta de pies a cabeza.

—Es muy joven, ¿crees que Dios escuche sus ruegos?

—Nada se pierde con intentarlo.

—Está bien, iré a tomar un baño y vendré más tarde.

Doña Leonor besó en la frente a su padre y tomó del buró un legajo de papeles con tinta fresca.

—¿Qué tienes ahí? —le preguntó su madre.

—Anoche mi padre hizo algunos cambios en su testamento, ¿verdad, Elpidia?

La enfermera asintió y doña Pura hizo un mohín de disgusto.

—Después hablaremos de eso —dijo con los labios fruncidos—. No quiero entrar en discusiones cuando vengo a invocar el favor de Dios.

Doña Pura se acercó al lecho del moribundo, que temblaba como un azogado, la frente bañada en sudor frío.

—Manuel, ha venido a verte la beata Crisanta.

El enfermo miró a la muchacha con el rabillo del ojo.

—¿Para qué? —dijo con voz jadeante—. Déjenme morir tranquilo.

—Ella rogará al señor que te devuelva la salud, ¿verdad, hija?

Crisanta asintió, el gesto afligido trocado en sonrisa de ángel.

—Pluguiera a Dios darme todas las enfermedades de vuestra señoría —dijo al marqués— para ver de cerca la muerte que anhelo.

Con una seña pidió permiso a doña Pura para acercarse al enfermo y de rodillas ante su cama, sacudida por una intensa emoción, recitó con voz gemebunda la alabanza de los dulcísimos nombres de Jesús, María, José, Joaquín y Ana, como preámbulo al Credo y al Salve. Terminadas las oraciones, se acostó boca abajo y con la lengua dibujó una cruz en el suelo, como de una cuarta de largo. Por la rapidez de sus movimientos, cuando se puso de pie tenía el sayal subido hasta el muslo y advirtió un destello libertino en las pupilas de don Manuel. Viejo pícaro, con un pie en el estribo y todavía se aferraba a los placeres del mundo. Había visto la misma chispa salaz en los ojos de los hombres que contemplaban sus luchas con el demonio, y como daba por segura la muerte del carcamal, decidió concederle una postrer alegría. Tomó su mano desfalleciente y se la llevó al pecho, permitiéndole palpar a sus anchas la circunferencia del seno.

—Padre mío —exclamó—, escucha a la más humilde de tus siervas, la que jamás ha osado pedirte nada para sí, por saberse indigna de tus mercedes. Aquí yace uno de tus hijos predilectos, un varón noble y generoso, abatido por la ponzoña de un mal incurable. Dios piadosísimo, Dios clementísimo, que por tu bondad y misericordia infinita reinas sobre todas las cosas, dígnate amparar a tu hijo Manuel y sánalo de la enfermedad, por el bien de su familia y del pueblo indiano al que tantas veces ha socorrido con sus limosnas.

Crisanta sintió una leve presión en el seno y advirtió que don Manuel había recuperado los colores. Por lo visto, el granuja estaba gozando la rogativa. Hubiera querido ayudarlo a emprender el último viaje con una sonrisa en los labios, pero temió que el sofoco lo hiciera expirar en el acto, y apartó de su pecho la traviesa mano del moribundo para continuar con la plegaria, ahora en compañía de Nicolasa, que se había arrodillado junto a ella y le entregó una bujeta con aceite de oliva.

—Señor Dios Omnipotente, a quien temen aun los ejércitos angélicos. —Crisanta alzó la bujeta mirando el Cristo de marfil colgado en la cabecera—: bendice este ungüento para que los enfermos untados con él obtengan perfecta salud. Por el privilegio otorgado al beato Liborio contra los males de cálculo, piedras, ijada y orina, libra a don Manuel del dolor nefrítico que padece. El Señor esté con nosotros.

—Y con tu espíritu —respondió Nicolasa.

A continuación, doña Pura y Elpidia pusieron boca abajo al enfermo, le alzaron el camisón y Crisanta trazó la señal de la cruz a la altura de sus riñones, musitando una bendición en latín. Acompañada por Nicolasa, rezó tres padres nuestros, requisito indispensable para el éxito del conjuro, según los libros de oraciones que había consultado. Sin embargo, en vez de mostrar mejoría, el enfermo había vuelto a empalidecer. Crisanta dedujo que extrañaba el calor de su pecho y a guisa de despedida, le concedió otro pequeño apretón de senos. Cuando había soltado su mano y se daba la media vuelta para salir, el enfermo abrió la boca para decir algo, pero un espasmo de dolor le selló los labios. No te mueras tan pronto, abuelito, pensó Crisanta: espera por lo menos que salgamos del cuarto. Para tranquilizar a doña Pura, Nicolasa explicó:

—Aún es demasiado pronto para que el conjuro haga efecto. Hay que tener paciencia y confiar en Dios.

Afuera de la alcoba, doña Pura quiso regalar a Crisanta una cadenilla de oro como pago por sus servicios.

—De ninguna manera —la rechazó con aire digno—. Me doy por bien pagada con la dicha de servir a mi prójimo.

—Acepta este obsequio a nombre de mi esposo —insinuó la marquesa—. No es justo que una doncella tan virtuosa viva como pordiosera en un cuchitril.

—Dios escogió un humilde establo para venir al mundo —respondió Crisanta— y no los palacios de los reyes.

—Es cierto, pero también dispuso que los ricos ayuden a los menesterosos —doña Pura se volvió hacia Nicolasa—. Doña Crucifixión, convénzala de aceptar mi regalo, por lo que más quiera.

—Por favor hija, no desaires a doña Pura —la amonestó Nicolasa—. Los bienes terrenales me repugnan tanto como a ti, pero no romperás tu voto de pobreza si donas esa cadenilla a los niños expósitos.

—Por ayudar a mis queridos hermanos puedo hacer una excepción —accedió Crisanta a regañadientes—, pero no tocaré con mis manos ese vil metal.

Doña Pura entregó la cadenilla a Nicolasa, que se persignó antes de guardarla en su escote. Como el embuste de los niños expósitos abría la puerta para más obsequios, la marquesa mandó llamar a Celia y le pidió que trajera de la cocina una pierna de jamón, un tarro de cajeta y dos hogazas de pan.

—Llevadles de comer a esas pobres criaturas —dijo doña Pura—, que en esta casa siempre sobra el alimento.

Apenas montaron al carruaje de la marquesa, Crisanta pidió la cadenilla a Nicolasa y se la puso en el cuello.

—¿Cómo se me ve?

—Preciosa, debe valer por lo menos cincuenta escudos.

—No quiero venderla.

—Pero estás loca, tú no puedes lucirla y con esto sacaremos para vivir un mes.

—He dicho que no se vende y punto —dijo Crisanta, con el tono ríspido que empleaba para reprender a la vieja cuando quería salirse del huacal.

Ofendida por el descolón, Nicolasa no volvió a despegar los labios en todo el camino. Conforme el carruaje se aproximaba al barrio de San Pablo, las mansiones de tezontle desaparecieron del paisaje, y al ver las callejas bordeadas de casuchas con techo de palma, Crisanta se sintió expulsada del paraíso. Sic transit gloria mundi, cuán raudas y veloces pasaban las glorias del mundo. La función había terminado y estaba de vuelta en la cochambrosa realidad de todos los días. Nunca más volvería al esplendor palaciego, porque el marqués ya tenía un pie en la tumba y el conjuro que había pronunciado de dientes para afuera solo serviría para infundir esperanzas vanas a la familia. A emparedarse ahora en su aborrecida celda de charlatana, entre cirios derretidos y flores muertas, como una momia devuelta al sarcófago. ¿Qué había ganado con asomarse un momento al boato de la nobleza? Solo un clavo en el orgullo y nuevas razones para odiar su miseria.