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Desgajado de su familia, de su lengua y de todo lo que amaba, Tlacotzin se entregó al aprendizaje de la doctrina cristiana con el apremio de un árbol tierno que necesita arraigarse pronto en un suelo rocoso y árido. Los esfuerzos mentales más arduos, las faenas más agotadoras, le parecían un contratiempo menor con tal de vencer la sensación de orfandad que lo había sumido en la zozobra desde su llegada al convento. Ahora tenía otro nombre, Diego San Pedro, que abolía de golpe su pasado, y contra ese sentimiento de pérdida solo halló una medicina eficaz: pertenecer en cuerpo y alma a su nueva familia, que lo recibió con beneplácito, pues los padres franciscanos, por conveniencia pedagógica, agrupaban a sus ovejas en un compacto redil para guiarlas con mayor comodidad al reino de los cielos. Reemplazado el afecto familiar por los lazos comunitarios, asimiló con rapidez la religión de los blancos. En pocas semanas aprendió a recitar el Paternóster, el Ave María, el Credo y el Salve Regina, primero fonéticamente en latín, luego en español, cuando ya iba avanzado en gramática castellana. De tanto salmodiar las respuestas del catecismo, se grabó en el magín que había un solo Dios y no muchos, como creían los mexicanos engañados por el demonio; que allá en lo alto estaba el cielo, un lugar de bienaventuranza donde moraba Dios nuestro Señor, y abajo el infierno, la caverna flamígera donde Satanás torturaba a los pecadores. Cuando el catequista señalaba el lienzo con los emblemas de las virtudes teologales, los siete sacramentos o los diez mandamientos, Tlacotzin se apresuraba a gritar la respuesta correcta, y en la doctrina cantada que impartía el director del coro, podía entonar himnos sacros por más de cuatro horas sin dar señales de fatiga: así era de fuerte la disciplina marcial que le había inculcado su padre, sin saber para quién trabajaba.
La conversión de Tlacotzin quizá hubiera quedado trunca, estancada en la pantomima devota, si fray Gil de Balmaceda no lo hubiese tomado bajo su tutela, gracias al especial interés que le dispensaba por la dificultad que había tenido para atraerlo a la fe católica. Los demás frailes predicaban con la palabra, fray Gil con el ejemplo; ellos le inculcaron el aparato externo de la fe: fray Gil, su savia profunda. Orador ameno, con un dominio perfecto del náhuatl, que pronunciaba con un dulce acento andaluz, muy grato a los oídos de los niños, fray Gil solo impartía una lección los jueves, pues el resto de la semana se dedicaba a llevar la palabra de Cristo a los más apartados rincones de la comarca, pero esa lección valía ciento, por el extraordinario vigor descriptivo con que narraba la pasión de Jesús, condolido a tal punto con el Mesías que a veces lloraba al evocar su martirio. No había en toda la región de la Sierra Nevada un fraile con mayor desprecio por los bienes terrenales y los deleites mundanos. Andaba por los caminos pobre y remendado, todo comido de mosquitos, descalzo y con una cruz en las manos, alimentándose de capulines y yerbas silvestres, pues creía que solo podía cumplir su misión evangélica si pasaba las mismas privaciones de los indios. «En esta tierra todos los pobres son penitentes forzados —decía—, y con más razón debe serlo un siervo de Dios».
Complacido por los rápidos progresos de Tlacotzin en el aprendizaje de la doctrina y en el taller de oficios manuales, donde sorprendió a todos con su habilidad para el arte plumario, fray Gil lo nombró decurión, cargo inspirado en el orden jerárquico de las legiones romanas, que consistía en vigilar a diez de sus compañeros, a quienes tomaba la lección y exigía buen comportamiento. Tlacotzin desempeñó la tarea con rigor espartano, sin conceder la menor indulgencia a los niños pendencieros que a la hora del recreo salían a la plaza del pueblo a mantear perros o les amarraban en la cola botes de hojalata. Fuera de clase, los niños se llamaban por su nombre náhuatl, pero él exigía que lo llamaran Diego, so pena de tres varapalos al infractor de la regla, pues quería borrar todo vestigio de su pasado. Aunque a menudo lo aguijoneaba el deseo de jugar y hacer travesuras, el ejemplo de fray Gil le daba fuerzas para reprimirlo. En vísperas de Navidad, cuando los tamemes venidos de la hacienda de Tomacoco descargaron en el patio del convento una montaña de baleros, pelotas, trompos multicolores y muñecos de cuerda, Tlacotzin olvidó por un momento su grave responsabilidad y sintió ganas de abalanzarse a coger un juguete, como todos sus compañeros, pero bastó una mirada de fray Gil, que a esas horas volvía de sus incursiones por la sierra, para apartarlo de la tentación. Conmovido por su temple moral, el fraile lo tomó cariñosamente por la barbilla:
—El que renuncia al mundo se acerca a Dios —le dijo con una sonrisa de beatitud—. ¿Sabes una cosa, hijo? Quizá tengas madera de acólito.
Si Tlacotzin buscaba por todos los medios la aprobación de su mentor, no era solo por un ansia de emularlo en el fervor y la penitencia, sino porque veía en el fraile al único valedor capaz de brindarle protección si su padre venía a buscarlo. Ese temor lo angustiaba en sus pesadillas, donde se veía llevado en vilo a la piedra de los sacrificios, y cobró perfiles macabros a los dos meses de su ingreso al convento, cuando Ameyali lo visitó desfigurada del rostro, con los dientes rotos, la nariz deforme y el ojo izquierdo cegado por la hinchazón.
—No había visto a tu padre desde el día que te saqué de la cueva —gimoteó—. Andaba escondido con esos diablos, sepa Dios dónde, pero ayer se la vino a cobrar. Parecía enyerbado, como si hubiera comido lumbre. Me agarró descuidada cuando estaba desgranando una mazorca y me pegó en la espalda con una tranca. Creí que me iba a matar, y le dije: cobarde, maldito, ¿quieres darle de beber mi sangre a los dioses?, y con un cuchillo me abrí esta herida —señaló una cicatriz en su brazo—. Pues tómala, cabrón, mánchate el hocico con ella, que yo no le temo a ningún demonio. Al fin y al cabo, si muero por Dios tengo segura la gloria.
—¿Y él qué hizo?
—Al principio mi coraje lo sorprendió y se quedó atarantado. Yo lo seguí insultando muy enchilada. Me oyó un buen rato sin repelar, metido en sus pensamientos, y de repente, privado del juicio, me estrelló la cara contra el metate, no sé cuántas veces, hasta sacarse del cuerpo toda la muina. De salida me amenazó con voz muy recia: «No voy a dejar que me quites al niño. Ya sé dónde está y voy a buscarlo, antes de que esos gachupines me roben su alma».
Hizo una larga pausa, entrecortada con sollozos. Las ternezas del niño la consolaron un poco, y con voz más templada expuso sus planes para el futuro. No podía vivir con la zozobra de que Axotécatl viniera a matarla en cualquier momento. Por eso había decidido unirse en santo matrimonio, ante la ley del único Dios, con un buen hombre que trabajaba de tlachiquero en una hacienda de Chalco. Allá estaría a salvo de ataques, y si acaso el endemoniado Axotécatl daba con ella, tendría un hombre para protegerla. Ella no era de esas busconas que cambian de macho nomás porque sí, pero Dios sabría perdonarla. ¿Verdad que Tlacotzin la comprendía?
La aprobación del niño la hizo llorar de felicidad.
—Ahora que voy a estar lejos debes aprender a cuidarte solo —lo apretó contra su pecho—. Aquí en el convento nada puede pasarte, porque tu padre no tiene agallas para meterse a la fuerza en la casa de Dios, pero ándate con tiento, hijito. No se te ocurra salir a corretear en las calles del pueblo, porque a lo mejor anda rondando por aquí cerca, y al menor descuido, te puede meter en un saco para llevarte de vuelta a su cueva.
Para entonces, Tlacotzin ya sabía mucho sobre el averno y sospechaba que su padre militaba en las huestes infernales, pues según fray Gil de Balmaceda, los dioses aztecas no eran sino disfraces de Satanás, que se hallaba escondido en el altar de los ídolos cuando los hechiceros de la cueva habían querido sacrificarlo. Sin saberlo, Axotécatl había hecho pacto con el demonio, pero el afecto filial, sobreviviente a todas las decepciones, y el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo, le impedían odiarlo sin reservas. Más bien sentía compasión por él, y en sus oraciones rogaba al Señor que lo iluminara para arrepentirse.
Cuando Tlacotzin ya hablaba suficiente castellano para responder sin tropiezos las preguntas de los ricos benefactores que visitaban el claustro los días de fiesta, y podía escribir de corrido con letra garigoleada todas las oraciones del silabario, fray Gil lo adoptó como pilguanejo y se lo llevó a vivir a su celda, la más inhóspita y austera del convento, donde tuvo que cambiar el jergón del dormitorio infantil por un petate con agujeros, pues el fraile no toleraba ninguna comodidad. Húmeda, estrecha, mal ventilada, con un ventanuco por donde apenas entraba un chisguete de luz, la celda no tenía nada que envidiarle a una cripta mortuoria, ni siquiera el olor, porque fray Gil, enemigo del placer físico en todas sus formas, se mortificaba con la suciedad y no creía necesario bañarse más de tres veces al año. Al vivir en estrecho contacto con el fraile, Tlacotzin observó que libraba una guerra a muerte con su cuerpo. En el refectorio revolvía los frijoles con ceniza, pues aun el plato más modesto le causaba cargos de conciencia, y cuando la cocinera preparaba cerdo en guajillo o pollo en pipián, rebajaba la salsa con agua para estropear la sazón del guisado. Enemigo del sueño, se imponía la privación de dormir con una almohada de palo, tres o cuatro horas cuando mucho, pues el reposo prolongado, decía, dejaba el espíritu inerme contra los bajos instintos. En una ocasión, Tlacotzin despertó a medianoche y lo vio rascarse la cabeza atestada de piojos.
—Ve aquí, compañero, nuestra cosecha —se quejó fray Gil—: piojos, podredumbre y hediondez, y con todo ello estamos llenos de soberbia.
Tlacotzin creyó prudente ayudarlo a espulgarse y aplastó con los dedos a uno de sus animalillos, pero el padre lo reconvino con suavidad:
—Déjalos vivir en mi cuerpo, que también son criaturas de Dios —y aunque los insectos le causaban gran molestia, no volvió a rascarse en toda la noche.
Pero la mayor virtud de fray Gil, el rasgo de su carácter que más admiraba Tlacotzin no era el renunciamiento a los placeres del mundo, sino la abnegación con que socorría a los indios, ya fuera en sus penurias materiales o en sus quebrantos espirituales. Para Tlacotzin eso valía más que la mayor penitencia, pues como indio, conocía de primera mano las adversidades y las desgracias que su raza padecía en la lucha diaria por el sustento. Desde los cuatro años había ayudado a su padre a desbrozar la milpa, a cargar leña, a criar los totoles, y sabía lo que era terminar una jornada con las manos llagadas, volver hambriento a casa, y no hallar mejor comida que una mugrosa tortilla con chile. Había visto morir por docenas a niños de su edad, infectados de viruela, tabardillo o vómito negro, y siempre se había sentido impotente por no poder ayudarlos. Ahora, gracias a la misericordia activa de fray Gil, cumplía con gusto ese deber de conciencia.
Las obligaciones de un pilguanejo eran servir a su amo, mantener limpia la celda y cargarle el manto y el zurrón con el breviario cuando salía a impartir los sacramentos en las montañas, pero fray Gil no consentía que le cargara nada, y únicamente lo empleaba para ayudar a los menesterosos. Como Tlacotzin sí estaba bien alimentado y tenía piernas ágiles, muchas veces lo mandaba al dispensario de Tlalmanalco en busca de vendas, ungüentos y medicinas cuando tenía que curar enfermos o asistir parturientas en las aldehuelas colgadas de los barrancos. En aquellos caseríos, la visita del padrecito era un gran acontecimiento y sus pobladores salían a recibirlos con grandes muestras de júbilo. De uno en uno iban besando la mano de fray Gil, que tenía para todos una bendición y una sonrisa afable. Con cuánta humildad conversaba con ellos, con cuánta dulzura se interesaba por el resultado de sus cosechas, con cuánta paciencia enseñaba el abecedario a los pequeñines, él, que había dedicado veinte años al estudio de las letras divinas y humanas y hubiese podido disputar de cualquier materia con los siete sabios de Grecia. Por la escasez de frailes en el convento, y por los prodigios de alpinismo que debían hacer para llegar a algunas comunidades, a veces tardaban más de seis meses en regresar a un pueblo, y para entonces había nacido ya una veintena de chiquillos. Sus madres se formaban en una ringlera delante de fray Gil, que ponía a cada uno la sal, la saliva y el capillo, auxiliado por Tlacotzin, que le sostenía la escudilla con el agua de cristianar. Terminado el bautismo, los niños y sus padres seguían al sacerdote y a su ayudante en una breve procesión, cantando letanías en náhuatl. Tlacotzin iba al frente con una cruz de madera, el pecho rebosante de orgullo, y al mirar atrás sentía que encabezaba un ejército de almas en una subida al cielo. Entonces nublaba su dicha el recuerdo de Axotécatl: era triste conducir a la gloria a tantos hermanos y no poder hacer nada por librarlo del fuego eterno.
Aunque la humildad franciscana de fray Gil rayaba en el heroísmo y ante las ofensas respondía con mansedumbre, en tratándose del combate a la idolatría era un furibundo cruzado de la fe. Tlacotzin conoció esa faceta de su carácter cuando el anciano prior del convento, fray Martín de Olivos, mandó reunir en el patio a todos los frailes, pilguanejos y niños de la doctrina para ponerlos al tanto de un atentado sacrílego.
—Queridos hermanos: esta mañana hemos descubierto que hay ídolos enterrados bajo las cruces de piedra puestas en las encrucijadas de los caminos —el prior alzó una figurilla de barro de Tlazolteótl y la dejó caer al suelo con visible repulsión—. Esas cruces están ahí como un escarmiento para los idólatras, en los sitios donde antes hubo altares de los falsos dioses, y al usarlas como mampara de su abominable culto, los hechiceros ceremoniáticos quieren inducir al error a los buenos cristianos. De tal suerte que a pesar de nuestros desvelos, hay todavía muchas ánimas engañadas por la astucia de Satanás, gente mal convertida que porfía en sus antiguas creencias, y sueña con restaurar los ritos sangrientos del pueblo indiano. El enemigo está entre nosotros y aparenta una devota sumisión mientras conspira en secreto contra la Iglesia. Os he congregado aquí porque necesito vuestra ayuda para combatir este brote de contumacia. Salid a los caminos, tomad las palas, desenterrad esos demonios y perseguid a la idolatría dondequiera que se esconda. Yo ya estoy viejo para dar esta batalla, pero vos tenéis brazos fuertes y con ellos podéis estrangular a la serpiente que se ha deslizado en el huerto.
Fray Gil estaba ansioso por intervenir y tomó la palabra, trémulo de indignación:
—Amado padre: vos sabéis con cuánto empeño he luchado por sacar a los naturales de las tinieblas donde estaban sepultados, y podéis imaginaros cuánto me duele que por unas manzanas podridas se ponga en riesgo nuestra misión evangélica. Estos niños son nuestros mejores aliados para terminar con la ceguedad de la idolatría, pues ellos saben quiénes son los hechiceros y conocen sus delubros secretos. Con su ayuda os prometo encontrar muy pronto a los ministros de Satanás. Mañana mismo saldré a dar una batida por los montes.
Esa noche, la ansiedad mantuvo en duermevela a fray Gil. Dando vueltas en el petate, compuso en la cabeza los sermones iracundos que pronunciaría al día siguiente, y fraguó varias tretas para descubrir a los falsos cristianos. Poco antes del toque de maitines tuvo una súbita iluminación y despertó a Tlacotzin, que tampoco había dormido bien, contagiado por la agitación de su amo.
—Hijo mío —tomó al niño por los hombros—. Voy a necesitar tu ayuda en esta lucha contra el demonio. Lo primero que debemos hacer es hallar las guaridas de los idólatras. Tu padre es uno de ellos y tienes que ayudarme a encontrarlo. ¿Recuerdas dónde estaba la cueva donde te llevó?
Enfrentado a un dilema moral, Tlacotzin puso cara de pasmo. El santo a quien veneraba por encima de todos los hombres le pedía que delatara a su padre, un criminal con el que no tenía ninguna deuda de gratitud. Por convicción religiosa y por su propia seguridad, debía conducirlo hasta la cueva donde probablemente Axotécatl estaría oculto, o llevarlo a la choza de Coanacochtli, para sacarle información sobre otros escondites. Pero había oído decir que los hechiceros serían llevados a la horca y un escrúpulo natural superior a cualquier hábito de obediencia le ordenó proteger a su padre.
—No recuerdo nada —mintió—. Me llevó a oscuras y yo me dormí en la mula.
—Pero luego hiciste el camino de vuelta con tu madre cuando ya era de día. ¿No recuerdas por dónde pasaron?
—No, padrecito, estaba muy distraído y no me fijé.
El franciscano hizo un mohín de disgusto y encendió una vela. Acercó la palmatoria al petate de Tlacotzin y con una mirada inquisitiva lo tomó por la mandíbula.
—Dime la verdad, Diego. Mira que si estás mintiendo cometes pecado mortal.
Aunque la amenaza le produjo un escalofrío, Tlacotzin se mantuvo firme en la negativa. Disgustado por su tozudez, fray Gil perdió la paciencia.
—Júrame por Dios santo que no recuerdas dónde está esa cueva —lo zarandeó de los hombros.
—Lo juro —respondió Tlacotzin y besó la cruz para darle mayor veracidad a su embuste.
—Está bien —se resignó el fraile—, voy a confiar en tu juramento, pero ¡ay de ti si quieres engañar a la justicia divina! Recuerda las palabras de Jesucristo: él que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.
En las semanas siguientes, Tlacotzin participó en el desentierro de los ídolos y en la persecución de los infieles con un denuedo que logró disipar las sospechas del fraile. Como los demás hijos de idólatras no se tentaron el corazón para denunciar a sus padres, en poco tiempo fray Gil y su ejército de malsines echaron por tierra muchos altares, con el auxilio de los topiles de cada corregimiento, que ponían cepos a los oficiantes de los ritos clandestinos y los llevaban a la plaza de Tlalmanalco. Tlacotzin temía que su padre cayera en alguna de esas redadas, pero él y Coanacochtli seguramente fueron puestos sobre aviso por algún correligionario, pues no los encontraron en su aldea ni en parte alguna, a pesar de que fray Gil, en su afán por extirpar el mal de raíz, llevó la cruzada hasta las faldas de los volcanes, donde solo vivían algunos cazadores desperdigados. Lo que más le molestaba no era la supervivencia del culto gentílico, sino hallar imágenes de Dios Padre, de Jesucristo y de la Santísima Virgen en los mismos altares donde se adoraba a los ídolos mexicanos. El perverso y taimado intento de mezclar ambas religiones era, a su juicio, mucho más dañino que la franca idolatría, y por eso castigaba con extremo rigor a los ladinos que pretendían juntar el trigo con la cizaña. El alcaide mayor, don Cristóbal de Pocasangre, un hombre que anteponía el sentido práctico a cualquier consideración moral, solo quiso ahorcar a los tres hechiceros más contumaces, que habían recaído en el sacrilegio tras haber jurado fidelidad a Cristo. Con los demás tuvo un gesto magnánimo: mandó herrarlos en la espalda y los envió a trabajar como esclavos en sus propias haciendas, pues habiendo tanta escasez de mano de obra, no tenía objeto desperdiciarla en una hecatombe. Cuando los ídolos destrozados formaban ya una montaña de barro en la plaza del pueblo, y más de ochenta fieles llevaban una marca de hierro en el lomo, el ministro de la doctrina consideró que fray Gil había cumplido con su deber y le ordenó reanudar sus tareas habituales.
El cese de la persecución fue un gran alivio para Tlacotzin, pues había logrado salvar a Axotécatl sin aparecer como encubridor a los ojos de la comunidad. Más convencido que nunca de su lealtad, fray Gil comenzó a prepararlo para la primera comunión, sacramento que Tlacotzin ansiaba recibir para realizar uno de sus más caros anhelos: obtener la plaza de acólito en las misas dominicales. Muchas veces, a escondidas del fraile, había entrado en la sacristía para acariciar la custodia, el cáliz y la urna eucarística de plata, con la ilusión de poder manipularlos algún día, de preferencia en una misa solemne. Ahora estaba cerca de lograrlo y sin embargo, en los días que le faltaban para ingerir el cuerpo de Cristo, el remordimiento de haberle mentido a fray Gil cobró perfiles de pesadilla. El propio fraile contribuyó a infundirle pavor con los sermones en que describía el castigo dispuesto para los impíos que degluten la Hostia Santísima sin estar limpios de pecado:
—Se puede engañar a los hombres, pero nada queda oculto a los ojos de Dios. Quien recibe la eucaristía en pecado mortal es como los cerdos que manchan de cieno un altar adornado con flores y encajes. Si nuestro Redentor no encuentra limpia la casa en que ha de vivir, huye indignado a los cielos, y sus heridas vuelven a sangrar por la ingratitud de los mortales. Pobre del pecador que comete esa impiedad: para él están reservadas las calderas de azufre, los trinches al rojo vivo, el abismo de oscuridad donde las llamas queman sin alumbrar.
En sus pesadillas, Tlacotzin se veía arder por los siglos de los siglos en una parrilla de fuego incoloro, y cuando fray Gil encendía a medianoche la lámpara de aceite para repasar las Sagradas Escrituras, el calor de la llama lo hacía despertar entre gritos de pánico. En las confesiones previas a la primera comunión, tuvo varias oportunidades de soltar el enorme sapo que traía atorado en el pescuezo. A veces, después de una larga lucha interior, llegaba al confesionario resuelto a decir la verdad, pero un poder más fuerte que la fe le endurecía la lengua. Si confesaba su mentira, se obligaba también a localizar la cueva donde Axotécatl podía estar oculto, una traición más ruin que su culpable silencio. En el dilema de condenarse por embustero o actuar como un cobarde soplón, eligió callar, o más bien, obedeció un mandamiento excluido del decálogo cristiano que una voz interior le susurraba en náhuatl.
El día de la ceremonia escuchó en un estado de alta ansiedad la solemne bendición de la Sagrada Forma:
—Pangue lingua gloriosi corporis mysterium, sanguinisque pretiosi, quem in mundi pretium, fructus ventri generosi…
Fray Gil depositó en su boca el cuerpo de Cristo, y al disolverlo en el paladar, sintió que trituraba al dador de la vida. De nada le sirvió extremar la delicadeza en la deglución de la hostia: en el cielo, el Dios Uno y Trino sabía que estaba en pecado mortal y veían con asco sus colmillos ensangrentados. Perdóname, Señor, yo no quería hacerte daño, rezó en silencio, pero sabía que su engaño era imperdonable. Asqueado de sí mismo, recordó que con esa boca pútrida había comido el teocualo. Con razón la duda había destronado a la fe: en su interior Huitzilopochtli forcejeaba con Jesucristo, la Sagrada Forma coexistía con su inmundo remedo. La guerra entre sus padres no había terminado, solo había cambiado de teatro, y al cerrar los ojos para recibir la bendición de fray Gil, sintió que arrojaba un crucifijo quebrado sobre la montaña de ídolos fotos.