35
Eran las diez de la mañana y Leonor languidecía en un diván en forma de góndola veneciana, sin haberse quitado la bata de dormir. Había pedido que le subieran el desayuno a la alcoba porque no estaba de humor para hacer vida en familia, ni compartía el alborozo general por el próximo ingreso de Crisanta al convento, el tema obligado en las charlas de sobremesa. Gracias a su intempestiva decisión de tomar los hábitos, nadie reparaba en la úlcera secreta que la devoraba. Tanto mejor: no quería despertar la compasión familiar, ni lamerse las llagas en público. Si un mísero burlador de doncellas le pagaba con desdenes las primicias de su cuerpo, si la deshonra y el abandono eran el único premio que merecía por haberle entregado la flor de la pureza, prefería desangrarse a solas como una tórtola herida.
Dos semanas habían pasado desde la tórrida noche en la celda de Santo Domingo y era la hora en que fray Juan de Cárcamo no se dignaba enviarle un billete ni recibirla en el locutorio. Tal parecía que deseaba sepultar en el olvido ese imprudente desliz, como si hubiera holgado con una putilla callejera. Ahora comprendía el verdadero significado de su silencio. ¿Enfermo de la garganta? ¡Pamplinas! Un hombre débil y achacoso jamás la hubiera poseído con tales bríos. Por lo visto, había empleado ese ardid para evitar comprometerse con un juramento de amor. Y ella, pedazo de bruta, creyó que la entrega carnal y el fuego de la pasión unían a los amantes con un vínculo eterno. ¿Acaso no se habían dicho todo por carta? ¿Qué importaba entonces una palabra de más o de menos? Pero la actitud de Cárcamo demostraba que en el amor, las palabras importaban, y mucho. Como el alma del sacerdote repudiaba las demasías de su cuerpo, tampoco se creía obligado a responderle como hombre después de haberla gozado. Fui la tentación que le robaba el sueño, pensó, ahora soy un remordimiento, pero nunca he sido ni seré la reina de su vida.
Hacía frío y se levantó del diván para cerrar los postigos. Al pasar junto a su bufete miró de reojo la portadilla del Cántico espiritual. Por afán vengativo, descuartizó el libro con lenta crueldad, y arrojó las páginas sueltas en el brasero. Al diablo con los divinos transportes de la pastora en celo. El poeta había olvidado escribir lo que sucede al amanecer, cuando el pastor arrepentido deja burlada a la moza para no pagar el remiendo del virgo roto. Los libros y las personas se habían confabulado para engañarla, en una sórdida maquinación que todavía no alcanzaba a desentrañar del todo. ¿Por qué Celia se fugó la noche misma del encuentro con Cárcamo, como si ella y el filipino le hubieran puesto una trampa? ¿Temían acaso que algo saliera mal o dudaban de su cordura? Todo era muy extraño, y como ya no tenía terceros confiables para reanudar el diálogo epistolar con su cruel amante, solo podía hacer conjeturas descabelladas y castillos de viento, sin ningún asidero en la realidad.
De tanto pisar arenas movedizas, empezaba a sentir una vacuidad que le desnataba el entendimiento. A solas en el retrete se zahería con palabras soeces, dignas de una ramera, llevaba cuatro días sin bañarse, ella, que era la limpieza en persona, y torturaba a su gata Ramona con fuertes jalones de cola, envidiosa de sus correrías nocturnas por los tejados, ¡quién pudiera desmandarse como ella! Después de conocer varón, su juventud impetuosa ya no podía consolarse con tocamientos: necesitaba el templado acero de un hombre que le sacara tempestades del cuerpo. Para colmo de males, su recuerdo de Cárcamo, velado por las tinieblas, ni siquiera le permitía evocarlo desnudo. Era amante de una sombra esquiva, de un fantasma incoloro, pero prefería la muerte antes que reemplazar ese nebuloso recuerdo por la presencia de un galán visible y corpóreo. Eso era lo peor de todo: seguía enamorada de Cárcamo por un hábito del alma ajeno a su voluntad. Había vuelto al diván, donde la esperaban intactos los platos del desayuno, cuando tocó a la puerta Micaela, su nueva criada.
—Señorita, allí abajo está don Eufemio Oquendo.
—¿El joyero?
La criada asintió.
—Dígale que por ahora no quiero ninguna alhaja.
—No viene a vender, dice que le urge hablar con su merced.
—Está bien, ahora voy —dijo con molestia y a regañadientes se puso un viejo vestido para bajar al estrado.
Hasta la coquetería estaba perdiendo, pues no le importó que Oquendo la viera en fachas, con el pelo grasiento recogido en una pañoleta. De cualquier modo, el joyero se deshizo en zalemas (era un honor para él ser recibido por la joven más distinguida de la Nueva España), y después de preguntarle por la salud de su padre, pasó al asunto que de verdad le importaba:
—¿Reconoce usarced este brazalete?
Leonor por poco se va de espaldas. Para un estómago en ayunas era una emoción demasiado fuerte.
—Sí, claro, es mío —dijo con turbación mal disimulada.
—¿Lo había echado en falta, señorita?
Leonor no supo qué responder, por miedo a delatarse, y prefirió salirse por la tangente.
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque su joya fue robada. Un negro me la trajo a vender esta mañana.
—¿Y quién es el amo de ese negro? —dijo Leonor con un trémolo de agonía en la voz.
—Según él, un viajero italiano, pero yo no le creí. Por eso mandé llamar a los alguaciles y ahora lo tienen preso.
Por la mente de Leonor pasó como una ráfaga la tierna despedida en la oscuridad de la celda, cuando susurró al oído de Cárcamo que le dejaba ese brazalete, su joya más querida, para acompañarlo en espíritu. Por sus hondos suspiros creyó que la separación le había dolido hasta las lágrimas. Cuánta doblez y cuánto disimulo. ¿Necesitaba dinero para obras de caridad o le urgía deshacerse del brazalete por temor a que alguien lo hallara en su celda? De cualquier modo, el intento de vender la joya era una prueba inequívoca de falsía y desamor, la estocada a mansalva que confirmaba todos sus recelos. Sin dejar traslucir sus emociones, acompañó a Oquendo hasta el zaguán y con perfecta cortesía le dio cumplidas gracias por la devolución de la joya.
—¿Presentará cargos contra el ladrón? —preguntó el joyero al despedirse.
—Lo haré más tarde, cuando haya resuelto un asunto urgente.
Media hora después ya iba en su carruaje rumbo al templo mayor de Santo Domingo, donde Cárcamo oficiaba ese martes la misa de once. Las vísceras gobernaban sus actos y sin embargo parecía serena, como si el eclipse de la razón le hubiera hecho el efecto de una tisana. Micaela la acompañaba, sin advertir en su comportamiento ningún indicio de cólera o ansiedad: solo juzgaba extraño que la niña Leonor hubiera salido a la calle sin arreglarse. Concentrada en sí misma, como si durmiera despierta, bajó del carruaje en el atrio del templo, mientras los rencores daban vueltas en su barriga como una rueda de zopilotes. La traición y el engaño habían comenzado desde la primera carta, cuando el redomado hipócrita le propuso una amistad platónica, para atizar el fuego de su loca pasión. Muy espiritual y casto, pero eso sí: no tuvo empacho en quitarse el sombrero delante de su balcón, ni la sotana cuando estuvieron a solas. Era uno de esos sátiros con tonsura, que seducen a sus feligresas con astuta simulación, entre avemarías y golpes de pecho. Ya obtuvo lo que buscaba y ahora me arroja a la calle, para emprender la siguiente conquista. ¿Cuál sería la escogida entre todas las muchachas de buen palmito sentadas en el ala derecha del templo? ¿Clarita Ruiz de Velasco? ¿Guillermina López de Rincón Gallardo? Saludó a sus futuras rivales con una sonrisa de hiel y ocupó un asiento en la primera banca, donde Micaela le colocó una alfombrilla para que pudiese arrodillarse sin sufrir raspones. Las señoras principales bebían chocolate en mancerinas de plata y se pasaban bandejas con pastelillos, que Leonor declinó con exquisitos modales.
Comenzada la misa, el porte viril y atormentado de Cárcamo reavivó el hormigueo de sus venas. Estaba tan guapo con esa casulla roja bordada en oro que lamentó de nuevo haberlo poseído en las tinieblas, sin recrearse la vista con su desnudez. Un grupo de novicios con los hábitos de la orden aparecieron junto al altar y se ubicaron sin ruido en los tallados asientos del coro. No bien el celebrante esparció el agua bendita con el hisopo, los monjes del coro entonaron el Asperges. Con solemne parsimonia Cárcamo subió las gradas del altar ornado con crisantemos y los monjes se pusieron de pie para cantar el Introito. Leonor escuchó los kiries desolados, el gloria triunfante, la severa epístola y el pasaje del Evangelio tratando de cruzar aunque fuera una mirada furtiva con su burlador. Pero qué esperanzas: Cárcamo dominaba el arte de ignorar a los fieles incómodos, incluso cuando parecía posar los ojos en ellos. La solemnidad de la misa y la belleza del templo realzaban por contraste la perfidia del oficiante. Dios de mi vida, si los demás pudieran verte el alma como yo lo hago, cuánta podredumbre hallarían. Cuando el órgano interrumpió sus vibrantes arpegios, Cárcamo dio un sorbo de agua para comenzar la homilía. Aún le duraba el coraje por el reciente allanamiento del claustro y enderezó su sermón contra las bajas pasiones que lo habían provocado.
—Queridos hermanos: Ningún pueblo puede alcanzar la salvación cuando las costumbres relajadas abren la puerta a los jinetes del Apocalipsis. Hoy por hoy, el demonio parece haber elegido a la Nueva España como feudo para sentar sus reales. Los niños dioses siguen desapareciendo de los altares, como acaba de ocurrir en el templo de la Candelaria; los hombres trasnochan en garitos y mesones, la indiada se embrutece con el pulque y la gente de bien vivir tiene que recogerse en sus aposentos por miedo a los desmanes de la plebe. Como bien sabéis, los pecados de la carne son los que arrastran más almas hacia el infierno, pues el príncipe de la noche sojuzga las voluntades cuando los frenos de la moral no bastan para contener el ímpetu desordenado de los instintos. Lascivia enmascarada de amoríos: allí está el flanco por donde hace su entrada la impiedad. ¿Y quién trastorna el seso del hombre, quién lo induce a despeñarse en el negro acantilado de las pasiones? La mujer liviana y buscona, que pisotea en privado las tablas de la ley, si bien por fuera puede fingirse devota y temerosa de Dios.
Por primera vez, Leonor sintió la mirada de Cárcamo fija en su escote y creyó que el sermón tenía dedicatoria para ella: ahora me regañas en público, por tener la audacia de venir al templo. Eso es, cúbreme de lodo, muerde mis pezones, maldice tu propia debilidad. Ya sabes cuánto me gusta que te derrames dentro de mí.
—No tiene el cielo tantas estrellas ni peces los ríos como engaños guarda en la mente la mujer maliciosa —continuó Cárcamo—. Y no me refiero a la que ejerce en las calles su vil comercio, sino a la hija de familia que se desliza en la oscuridad hacia la alcoba de su querido, a la esposa infiel envuelta en la vorágine del adulterio. Son ellas las que más estragos causan en el rebaño del Señor, pues las almas inocentes no pueden precaverse contra su doblez. ¿Cómo defendernos entonces de las pecadoras embozadas, de las cortesanas que esconden su liviandad con el ropaje de la virtud? Solo hay un arma contra esas falsarias: exponedlas a la vergüenza pública, señaladlas con dedo acusador doquiera que estén, ya sea en los palacios de la nobleza o en los templos donde hacen gala de un mentido fervor.
Leonor había escuchado lo suficiente y saltó de su asiento con la cabeza ardiendo como un tizón. Tú lo quisiste, diablo Mostén, tú lo quisiste, tú te lo ten. Extrajo de su escote un fino puñal con empuñadura de plata y se abalanzó hacia el altar.
—¡Traidor hideputa, eres tú quien me sedujo, carne de diablos!
Cuando Cárcamo intentó reaccionar ya tenía dos cortadas en el brazo y una en el vientre. El empuje de Leonor lo había derribado al pie del altar, y en vano estiraba los brazos buscando un cirial para defenderse.
—¡Socorredme, por piedad!
—¡Cállate, cerdo, te haré tragar tus palabras!
Leonor quiso degollarlo, pero Cárcamo alcanzó a girar el cuello y solo pudo hacerle una cortada debajo de la clavícula. A horcajadas sobre su cuerpo, como creía haber estado en la celda de Santo Domingo, alzó el puñal con las dos manos para hundírselo en el corazón, pero antes de que pudiera descargar el golpe, los novicios del coro la sujetaron por detrás.
—¡Suéltenme, canallas! —Intentó resistirse—. ¡Ese cobarde me deshonró!
Alzada en vilo por los fuertes brazos de los monjes, siguió gritando insultos y maldiciones de camino a la sacristía, donde el médico de la orden, llamado a las carreras, le aplicó en la nariz un paño rociado con esencia de ololiuhque. Al despertar ya no estaba en este mundo, sino en una región suave, acojinada, etérea, con personas y objetos de textura gelatinosa. Caras graves, pañuelos bañados en llanto: el padre Pedraza al pie de su cama leyendo la Biblia, a su lado Crisanta de rodillas, la cara larga y deforme como una figura de vidrio soplado. Era como asistir a su propio velorio, solo que en este caso los vivos querían hablar con la muerta. Mamá inclinada en la cabecera con un hatillo de cartas, las cartas de su adorado tormento. ¿Por qué lo hiciste, hija? ¿De verdad te sedujo? Para responderle necesitaría llorar y se ha quedado seca por dentro. En tu delirio hablabas de unas cartas, ¿son estas? Asiente con la cabeza, enterada a medias de lo que pasa, como si ahora fuera la espectadora de una vida ajena. Entra en la alcoba un notario alto, flaco, vestido de negro, con un enorme tintero de cuerno colgado al cinto. La orden de Santo Domingo presentó una denuncia por intento de asesinato, y el juez de partes me manda a tomar la declaración de la señorita. Vamos hija, habla con el señor, cuéntale todo lo que te hizo ese monstruo. En una noche oscura, con ansias, en amores inflamada, oh, dichosa ventura, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada. Por favor, hija, no es momento de recitar poesías, dinos cómo abusaron de tu inocencia. Y yo le di de hecho, a mí sin dejar cosa, allí me enseñó ciencia muy sabrosa. Es inútil, señor escribano, la muchacha no está en sus cabales, la llevaremos a declarar al tribunal cuando recupere el juicio. Pese a los ruegos de Micaela, el caldo de pollo vuelve frío a la cocina. ¿Para qué probar alimento, si lo que más anhela es una extinción sin dolor? Que venga el frío y se apaguen todas las candelas. Desearía morirse despacio, como va cayendo la noche.
Por la gravedad de lo sucedido, el arzobispo Sagade Bugueiro llamó a las partes en conflicto para buscar un arreglo conciliatorio, que dejara bien parada a la Iglesia sin agrandar el escándalo. Pero ninguno de los involucrados llegó a la junta dispuesto a ceder en sus reclamos de justicia. Tras haber leído las cartas de amor dirigidas a su hija, el marqués de Selva Nevada daba por segura la culpabilidad de Cárcamo, y cuando el arzobispo le dio la palabra exigió la excomunión inmediata del burlador, a quien hubiera matado con su propia espada, dijo, si no lo protegiera el hábito de fraile. De entrada, el provincial Montúfar, en papel de abogado defensor, demostró la falsedad de las cartas al comparar su caligrafía con la de otros documentos escritos por Cárcamo. Era evidente que alguien había engañado a doña Leonor con fines inconfesables, dijo, para hacerle creer que el subprior de Santo Domingo correspondía a su morboso afecto. Y ese alguien bien podía ser Pedro Ciprés, el criado filipino de Cárcamo, a quien muchos testigos habían visto cortejar a Celia, la esclava negra de doña Leonor.
—Vuesamerced podrá decir misa —protestó don Manuel—, pero mi hija jura y perjura que holgó con ese bellaco en su propia celda.
—No pernoctó conmigo —dijo Cárcamo—: entró por error a la celda de un lego.
—¡Mientes, cobarde! —Don Manuel alzó el bastón para callarlo a palos—. No te basta con haberla mancillado y ahora quieres endilgarle otro amante.
Entre el secretario del arzobispo y un escribano sujetaron al marqués, que volvió a tomar asiento al borde de la apoplejía. Cuando se le pasó un poco el enojo, el provincial Montúfar retornó el hilo de su argumentación, y con extrema prudencia, para no herir demasiado la sensibilidad del anciano, refirió el desastrado episodio de la intrusa que había profanado el convento la noche del 12 de agosto. Delante de toda la comunidad, el poeta don Luis de Sandoval Zapata, recluido en calidad de lego, había confesado su imperdonable desliz, que le costó la expulsión del claustro. En vista de lo anterior, la verdad saltaba a la vista: la señorita Leonor había sido víctima de un artero engaño, agravado por una confusión lamentable.
Los cabos sueltos atados por el provincial sembraron serias dudas en don Manuel, que ya no se atrevió a interrumpirlo. Su versión de los hechos era sin duda más coherente que los desvaríos de Leonor. Fray Juan de Cárcamo le daba muy mala espina, pero no podía acusarlo sin fundamento. Y cuando Gisleno, llamado por el arzobispo, entró a declarar que don Luis de Sandoval le había encargado vender el brazalete de esmeraldas, comprendió la necesidad de echarle tierra al asunto para no ensuciar más el nombre de la familia. Al advertir que el marqués se encogía en el asiento, el arzobispo intuyó su capitulación y tomó la palabra para proponer un pacto de avenencia. Si la orden de Santo Domingo porfiaba en su empeño de instruir proceso a doña Leonor, advirtió, la noticia de su deshonra sería del dominio público. Pero ni la Iglesia ganaba nada con ventilar en público asuntos tan escabrosos como la entrada de una mujer a un convento de clausura, ni los nobles apellidos del marqués merecían andar en boca de los maldicientes. Era necesario, pues, llegar a un acuerdo amistoso, y como la orden de Santo Domingo había salido muy lastimada con el escándalo, consideraba inexcusable que don Manuel reparara el desaguisado con una justa indemnización.
—¿Y cuáles son sus pretensiones? —preguntó el marqués al provincial Montúfar.
—El atentado contra un miembro distinguido de nuestra orden en plena misa nos causará un daño incalculable, que solo con el tiempo llegaremos a estimar en su justa medida —el provincial enarcó las cejas con gravedad—. Pero ya que reconoce la inocencia de nuestro hermano Juan y quiere hacer un justo desagravio, nos conformaríamos con devengar por diez años las rentas que percibe por el asiento del pulque, para poder costear los cimientos de nuestro nuevo templo.
—¿No le parece un monto exagerado? —Tragó saliva el marqués.
—Eso lo decidirá vuesamerced en la intimidad de su conciencia. —Montúfar le clavó una mirada de halcón—. Pero si se niega a socorrer a nuestra orden, nos veremos en la triste necesidad de mantener los cargos contra su hija.
Con las tripas revueltas, don Manuel exhaló un claudicante suspiro y prometió girar instrucciones a su administrador para satisfacer la exigencia. Como buen hombre de negocios, aún tuvo suficiente sangre fría para besar la mano de Su Ilustrísima y despedirse de los dominicos con buenas maneras. Pero traía la música por dentro y apenas hubo regresado a casa, destrozó a bastonazos un aparador lleno de marfiles y porcelanas. Consultados en junta familiar, tanto el padre Pedraza como el médico familiar juzgaron imprudente revelar la verdad a Leonor sobre lo ocurrido en el convento de Santo Domingo, pues ambos temían que el brutal desengaño agravara su locura histérica. Si los aparentes desvíos de Cárcamo la habían privado del juicio, cuantimás saber que se había entregado por error a un poeta sinvergüenza. Solo cuando el tiempo hubiera cicatrizado sus llagas podría resistir la terrible verdad, pero de momento aconsejaban evitarle sobresaltos.
Enlutada por la deshonra de su hija, doña Pura ordenó suspender por tiempo indefinido los saraos de los martes. Así evitaría la malsana curiosidad de las visitas, que sin duda vendrían a cebarse en la pobre Leonor. Para la marquesa, el roce social era la sal de la vida, y al perderlo buscó refugio en el afecto de Crisanta, la hija virtuosa que nunca le fallaría. Encerrada en un mutismo sepulcral, pasaba tardes enteras en el oratorio con su protegida, a quien preguntaba en los descansos del rosario: ¿Qué hice mal, hija? ¿Por qué Dios me castiga así? A los quince días de rasgarse las vestiduras, los pálpitos de culpa cedieron ante su sentido práctico y discurrió un idea para salvar la cara de la familia sin necesidad de rehuir la vida social: ya que Leonor se había quedado lela y solo musitaba incoherencias, lo mejor para todos era encerrarla en la Casa de Mujeres Dementes del Divino Salvador, donde podrían acondicionarle una alcoba cómoda y limpia. Reconocer en público la locura de la muchacha sin duda les traería embarazos, pero a trueque de ese mal menor podrían jurar ante propios y extraños que la incursión nocturna de Leonor en el convento de Santo Domingo solo había ocurrido en su trastornada cabeza. Parientes locos había hasta en la familia real, y ningún linaje perdía sus blasones por cargar esa cruz. Mortificado por el descalabro de Leonor, en principio don Manuel se negó a internarla en el manicomio. En gran medida ellos eran culpables de su extravío, pensaba, por haberla relegado a segundo plano desde la llegada de Crisanta, y le parecía una crueldad sepultarla en vida en una casa de locas. Pero él también extrañaba los saraos de los martes y cuando empezó a sentir los rigores de la soledad tomó el partido de su esposa. De cualquier modo, Leonor estaba ausente en espíritu y la separación física no podía causarle dolor, si acaso llegaba a notarla.
Un patio en forma de anfiteatro, parecido a un circo romano, con jaulas de madera para las locas furiosas, que se estrellan como fieras en las tablas y reciben a la nueva paciente con señales obscenas. Llevan holgadas naguas de bayeta azul y alrededor de sus excrementos zumba un enjambre de moscas. Las compadezco, hermanas, porque también ustedes han sufrido por las vilezas de los varones. Otro patio con un jardín en el centro, el destinado a las reclusas distinguidas, le explica la monja que la escolta a su habitación. Leonor aparenta una completa imbecilidad, abismada en su dédalo de rencores. Me tratan bien porque soy rica y mi padre les paga un Potosí, pero no me quieren de verdad, nadie me ha querido nunca. Sábanas de holanda perfumadas, bargueños de cedro, un arcón con sus joyas y una criada para atenderla en exclusiva, que traerá a diario la comida desde su casa. Los lujos de siempre, pero en su celda mental, el verdadero lugar donde vive, no hay una cama limpia ni jarrones con geranios, solo oscuridad y vacío.
La rutina del hospital la sume en un placentero letargo: desayuno a las seis de la mañana, a las nueve distribución de medicinas con pena de latigazos a quien escupa el brebaje; a mediodía, salida al asoleadero, enseguida el almuerzo en el comedor y a las cinco de la tarde el rosario en la capilla del Divino Salvador. Desde su celda puede asomarse a la libertad por una ventana con barrotes de fierro, pero no envidia a las personas que transitan por la callecita arbolada. Al contrario: desearía que los muros de la casona fueran más gruesos, para protegerla del amenazante mundo exterior. Todos los días, las monjas le aplican vomitivos, laxantes, cauterios y estornutarios para provocar la expulsión de los vapores superfluos que según el médico le han nublado las potencias intelectivas. Nada consigue levantarle el ánimo, y su mutismo se agrava con el paso del tiempo. A veces se queda todo el día echada en un rincón de la celda, víctima de un desgano abismal, y las monjas la tienen que alzar en peso para cambiarle el refajo orinado.
Una mañana, cuando ha perdido hasta el olfato para percibir sus orines, la despierta una voz masculina que murmura su nombre desde la calle. Cree estar soñando y sin embargo se asoma por la ventana, picada por la curiosidad. Afuera, recargado en un chopo, un hombre con melena de plata, guapo todavía a pesar de sus canas, se quita un clavel de la solapa y lo arroja a su ventana. A juzgar por sus ropas ajadas debe ser un pobre vagabundo, pero tiene el porte altivo de un hidalgo. Por lo menos en espíritu pertenece a la alta nobleza. Y qué ojos más penetrantes: cortan y punzan como navajas.
—Leonor preciosa, yo te sacaré de ahí —ofrece con voz de bajo profundo.
Al ver venir a un par de alguaciles, el misterioso caballero promete volver al anochecer y se aleja de prisa. ¿Quién le dijo mi nombre? ¿Cómo pudo enamorarse de una muerta? Con cuánto aplomo y seguridad le había arrojado la flor, como si adivinara sus deseos más íntimos. Y yo que lo recibo con estas fachas. No recuerda haberlo tenido en su lista de pretendientes, pero con tantos bebistrajos, quizá tenga lagunas en la memoria. ¿Será un viejo amigo de la familia o un delirio de su mente enferma? No lo sabe de cierto, pero ese día desayuna con buen apetito, conversa muy alegre con la mucama que viene a vestirla, y al caer la tarde, recién bañada, se sienta en el alféizar a esperar el regreso de su galán.