11

En la entrada de la capital, Crisanta se detuvo en un abrevadero para dar de beber a la mula. Ya era noche cerrada y la oscuridad de las calles le infundía pavor, pues desde niña le habían espantado con los relatos de las atrocidades cometidas por los bandidos. Debo comprar un rebozo para taparme, pensó al ver a un grupo de indios beodos que caminaban haciendo eses en la calle de Vergara. Las rajaduras de su maltrecho vestido le descubrían la mitad del seno, pero gracias a la oscuridad, los borrachos no alcanzaron a ver esa invitadora turgencia. Pasada la fuente de la Mariscala dobló a la derecha en la calle de Santa Isabel. Iba al teatro del Hospital Real, donde creía poder encontrar protección y abrigo. Pero al llegar a la puerta enrejada tuvo un escalofrío: ¿Con qué derecho quería entrar ahí, después de haberle fallado a la compañía? Sin duda me tienen aborrecida por haberles hecho un desaire tan feo, pensó y habrán dado instrucciones al portero gruñón de no dejarme pasar. Un ruido de pasos que se aproximaban a la puerta la obligó a esconderse tras el ancho tronco de un ahuehuete. Desde ahí vio salir a Sandoval Zapata con dos macehuales que llevaban baúles y telones enrollados hacia una carreta. Cuando terminaron de acomodar la carga, el comediógrafo les dio unas monedas. Luego habló con el carretero, un mestizo vestido a la española:

—Mañana salimos al rayar el alba. Si quiere puede dormir allá adentro, el portero le dará un catre.

—Gracias, patrón. Ahora mismo voy por mis cosas.

Crisanta recordó la gira de la compañía y dedujo que había llegado en el momento justo de su partida. Se iban sin ella, se marchaban para siempre, dejándola desamparada en una ciudad hostil. Tenía ganas de llorar, y sin embargo, una voz interior le ordenó mantener la compostura. Si ahora se desmoronaba, si le faltaba temple para sortear el peligro, caería de nuevo en las garras paternas o en la porcina cama de Ibarreche. Cuando los macehuales se fueron y el cochero entró a pasar la noche en la portería, Crisanta subió a la carreta en un arranque de temeridad. Ahí durmió, entre almofreces, canastones y fardeles, con la loca idea de entrar a la compañía como parte del decorado. ¿No montaban así a los bergantines los jóvenes ansiosos por darse a la mar? Pues ella también quería empezar una vida de aventuras, tuviera o no permiso de la autoridad. Al rayar el alba la despertaron las voces de los comediantes, que habían salido ya con sus equipajes y montaban a los forlones de cuatro caballos estacionados delante de la carreta. Por una rendija de las tablas vio a Isabela subiendo al pescante en compañía de una guapa mozuela, seguramente la tercera dama recién contratada para hacer el papel de la Divina Providencia. Era una joven de finos modales, no mal parecida, y las tripas se le retorcieron de envidia. Tras ellas venían Nicolasa y otros dos actores de barba, seguramente los galanes que harían los papeles del Hombre y el Libre Albedrío, acompañados de tres cómicas todavía soñolientas. Don Luis de Sandoval dio la orden de partida y los dos carruajes, seguidos por la carreta, tomaron la calle de las Capuchinas en dirección al oeste. Con el movimiento, Crisanta empezó a padecer los inconvenientes del escondite, pues a cada tumbo de la carreta, un huacal se clavaba en sus costillas y el polvo del camino la atragantaba. El calvario duró cinco largas horas, el tiempo que tardaron en llegar a Chalco, la primera parada del recorrido. Cuando la carreta se detuvo, Crisanta escuchó la orden de Sandoval Zapata a los macehuales:

—Bajen los baúles y las apariencias.

Coraje, nena, tarde o temprano tenía que ocurrir, pensó, y encogida como una oruga, esperó el terrible momento de la verdad. Al retirar la manta que protegía los baúles, el carretero vio su pie izquierdo y soltó un grito de estupor.

—¡Aquí adentro hay una moza! —dijo, y le quitó de encima un telón enrollado.

Sandoval Zapata acudid corriendo a la carreta, seguido de Isabel y los demás cómicos.

—¿Qué haces ahí? ¿Te has vuelto loca? —Don Luis estaba tan molesto que ni siquiera le ayudó a bajar.

—¡Es la hija de Dorotea! —exclamó Isabela. ¿Cómo se te ocurre esconderte ahí?

Empolvada de la cabeza a los pies, Crisanta bajó de la carreta y trató de componerse el peinado. Más que su apurada situación, le molestaba ser vista en esas fachas.

—Vengo huyendo de mi padre —dijo— y no tengo a dónde ir.

—La vacante ya está cubierta —la atajó Sandoval—. Perdiste tu oportunidad de entrar a la compañía.

—No pude salir de mi casa, estaba encerrada.

—Lo siento mucho, pero tendrás que volver a México —el poeta endureció la voz—. Yo hago comedias, no obras de caridad.

Los ojos de Crisanta se humedecieron, y al verla resquebrajarse, Isabela intercedió por ella.

—Quizá pueda ser mi ayudante —sugirió.

—De ninguna manera —se opuso Sandoval—, los gastos de la compañía son muy altos y no podemos alimentar una boca más.

—Por favor, Luis —insistió Isabela—, Crisanta es una moza trabajadora y puede sernos muy útil.

—Ya te dije que como actriz no la necesito, y que yo sepa, no sabe hacer otra cosa.

Picada en el orgullo, Crisanta se aclaró la voz y recitó con fina dicción:

Hermosa compostura

de esta varia inferior arquitectura,

que entre sombras y lejos

a esta celeste usurpas los reflejos,

cuando con flores bellas

el número compite a sus estrellas,

siendo con resplandores

humano cielo de caducas flores…

Eran los primeros versos del auto sacramental*, que el Entendimiento decía al contemplar un campo en primavera, y Sandoval Zapata sonrió con agrado.

—Si quiere, le recito de corrido toda la pieza —se ufanó Crisanta.

—¡Bravo! —Aplaudió Isabela y se dirigió al poeta—: ¿No te parece que con esa memoria nos puede llevar el traspunte?

El poeta reflexionó un momento, la mano apoyada en el mentón.

—Ya se saben la pieza de memoria.

—Pero cualquiera puede dar un traspié y nunca está de más un apuntador.

—Está bien, tú ganas. —Sandoval se encogió de hombros—. Siempre acabo haciendo lo que quieren las mujeres.

Isabela y Crisanta brincaron tomadas de las manos, como dos niñas en un patio de juegos. Sandoval interrumpió el festejo con una advertencia:

—Pero te advierto, muchacha, que la vida del teatro es muy dura. Aquí se trabaja mucho y se gana poco. Somos esclavos de una bestia ingrata que hoy nos arroja flores y mañana piedras. Ya veremos si de veras le tienes amor a las tablas.

Para demostrar que no sería una carga, esa mañana Crisanta trabajó codo a codo con los mozos de mulas, desempacando el vestuario de los actores en el hostal donde iban a hospedarse, y ayudó a montar el tablado en la plaza del pueblo, hasta quedar empapada en sudor, pues ningún trabajo relacionado con el teatro le parecía humillante. Por la tarde, después del almuerzo, se acercó a Isabela en el patio de la posada para ajustar una cuenta pendiente con su pasado:

—Ahora que estamos solas, ¿podrías contarme cómo era mi madre?

Isabela dejó a un lado el libreto donde estudiaba sus líneas y la miró con ternura.

—Dorotea era idéntica a ti, solo que un poco más bajita. En mi vida he conocido a una mujer con más chispa; todo el tiempo estaba risueña y alegre. En las fiestas nadie la igualaba, era la reina de los fandangos y las chaconas, con decirte que la gente dejaba de bailar para hacerle rueda. La conocí cuando las dos éramos figurantas y fuimos a hacer una prueba en la compañía de palacio. El director, un gachupín recién llegado a la Nueva España, nos rechazó por nuestro seseo, que según él era un defecto de pronunciación. Tratamos de explicarle que así hablamos todos en México, pero el hideputa nos espetó en nuestra cara: «Vuelvan cuando sepan hablar castellano». Haber compartido ese rechazo nos unió como hermanas. Entramos juntas a una pequeña compañía itinerante, lo que en la jerga de teatro llamamos una farándula, y salimos a recorrer la legua por todo el reino. Éramos las únicas mujeres de la compañía y a veces teníamos que hacer dos o tres papeles en la misma comedia. En las partes de graciosa tu madre era un prodigio. Yo hacía de dama joven y nunca hubo envidias entre las dos porque alguna tuviera más o menos lucimiento. Cuando salíamos con galanes, procurábamos hacerlo juntas. En las giras compartíamos alcoba, y por amistad, la que tenía una cita de amor por la noche, le dejaba el campo libre a la otra. ¡Cuántas veces tuve que dormir a la intemperie mientras Dorotea retozaba con un guapo mozo!

Isabela se interrumpió al ver teñidas de rubor las mejillas de Crisanta.

—¿Te escandaliza la liviandad de nuestras costumbres? Vamos, hija, espabílate, si te asustas por esto vas a durar muy poco en el teatro. Darle gusto al cuerpo es lo más natural del mundo, y nadie se condena por amar al prójimo. ¿Crees que las mujeres tenemos la honra en medio de las piernas? ¡Pobres de nosotras si la vida fuera como los dramas de Calderón! Deshonra es holgar por dinero, no por amor. Si quieres a un hombre, le entregas todo, si lo dejas de querer te separas por las buenas, sin que eso traiga ninguna deshonra. Yo he tenido cinco maridos, sin haberme casado nunca, y me siento más honrada que santa Brígida.

Más atónita que convencida, Crisanta se aventuró a preguntar si su madre había tenido muchos amantes.

—Los que una mujer joven y libre puede tener a sus pies cuando anda de pueblo en pueblo. Pero eso sí, devolvía siempre los obsequios de los vejetes ricos, por valiosos que fueran, y nunca se enredó con hombres casados. En eso era insobornable.

—¿Y a mi padre, cómo lo conoció?

—No lo sé, para entonces ya trabajábamos en compañías diferentes. Pero a los pocos meses de haberse casado con él nos vimos en México, y me tomó como paño de lágrimas. El tal Onésimo se emborrachaba todos los días, la tundía a golpes, y para colmo, quería retirarla del teatro. Le dije que lo abandonara y ella siguió mi consejo, pero cuando preparaba la huida, descubrió que estaba preñada. Con tu llegada al mundo las cosas fueron de mal en peor. Su marido, celoso hasta de las piedras, dio crédito a falsos rumores y la acusó de haberle endilgado una criatura ajena. Era una calumnia, pero ella nunca pudo convencerlo de su honradez. A partir de entonces arreciaron las golpizas, hasta que un buen día tu madre no pudo más y se largó con un capitán de lanceros.

—Eso es lo que nunca le perdonaré —gimió Crisanta—. ¿Cómo pudo dejarme con esa bestia?

—Dorotea quiso llevarte con ella. ¿Tu padre nunca te lo dijo?

—No, según él, se largó tan tranquila.

—Mentira, Dorotea te quería más que nadie en el mundo. —Isabela tomó por los hombros a Crisanta—. Créeme, hija, ella nunca hubiera hecho una cosa así. Tu madre quiso llevarte consigo y su capitán estaba de acuerdo, pero Onésimo, enterado de sus planes, te puso bajo custodia del párroco de Santa Catarina, para golpearla donde más le dolía. Dorotea fue a buscarte a la iglesia, pero el cura, a quien Onésimo había impuesto de su adulterio, la tachó de meretriz y se negó a entregarte, aunque ella derramó lágrimas a raudales y se arrancó mechones de cabello. Vencida por la tozudez del clérigo, la pobre tuvo que marcharse sin ti.

—¿A dónde? —sollozó Crisanta, con un lagrimón en la mejilla—. Daría lo que fuera por saber dónde está.

—Ojalá lo supiera, hija. No tengo la menor idea, pero quizá Nicolasa pueda ayudarnos —y llamó a la veterana actriz, que zurcía un vestido en el otro extremo del patio—. Oye, Nicolasa, ¿tú sabes dónde vive ahora Dorotea?

Nicolasa atravesó el patio con lentitud y se sentó en la misma banca de Isabela.

—Hace tiempo, un amigo comerciante me dijo que la había visto en La Habana, atendiendo un figón. Al parecer cambió los tablados por los guisos.

En las pupilas de Crisanta brilló el arcoíris y vio a Nicolasa nimbada con una aureola de santidad.

—¿La Habana está muy lejos?

—Lejísimos —dijo Nicolasa—. Para ir allá hay que tomar un barco que cuesta un Potosí.

—No importa, algún día seré rica y pagaré lo que sea para ir a verla.

—Ay, hijita —sonrió Nicolasa—. Si quieres hacer dinero, ya puedes ir buscando otro oficio. Mírame a mí: llevo cuarenta años en esto y nunca he llegado más allá de Tlaxcala.

Por la noche, cuando el cura del pueblo mandó tañer las campanas y los lugareños llegaron a ver la función con pollos, guajolotes, quesos frescos, cueros de pulque y sacos de frijol, por falta de dinero contante y sonante para pagar las entradas, Crisanta comprendió que la vieja no exageraba las miserias de la vida teatral. Para colmo, don Luis le encargó llevar un inventario de los comestibles y dar el pienso a las aves de corral, pues quería venderlas en otro pueblo. ¿De modo que eso era el teatro: una granja ambulante? ¿Dónde estaban los escenarios de ensueño donde la vida resplandecía con colores más vivos? La consoló el entusiasmo de los indios, que a instancias del cura y de Sandoval, aderezaron el tablado con flores, y desde el inicio de la función, contemplaron el auto con un pasmo reverencial, aun cuando muchos no hablaban español. Para ellos el teatro era una solemnidad tan importante como la misa, y veneraban como dioses vivientes a las alegorías representadas en el escenario, sin hacer distingos entre la ilusión y la realidad. En contraste, el jefe del cabildo, su esposa y los comerciantes criollos, sentados en las bancas delanteras, parecían aburridos y no pudieron reprimir algunos bostezos. Para seducir a los indios y facilitarles la comprensión del auto, Sandoval Zapata había caracterizado como nahuales a los ángeles del abismo —una pareja de cómicos jóvenes, él con máscara de jaguar, ella con antifaz de lechuza—, que danzaban en cuatro patas y recitaban ululantes endechas alrededor del Hombre, para tentarlo con riquezas, placeres y honores. Al verlos aparecer entre una nube de copal, los indios aplaudieron de pie. Complacido por el buen suceso de sus nahuales, al día siguiente Sandoval escribió otra escena donde los ángeles del abismo porfiaban en el intento de doblegar al Hombre, pero al querer robarse su ánima pecadora, el Libre Albedrío los ahuyentaba a palos, y volvían al infierno con la cola entre las piernas.

Crisanta se había imaginado que el texto de una comedia era tan inmutable como la Sagrada Escritura, y le sorprendió la facilidad con que Sandoval enmendaba la pieza para acomodarla a los gustos del público. Escribió la escena en un santiamén, sin tachar palabra, con tanto ingenio y perfección en los versos, que no parecían añadidos a última hora, sino previstos desde el bosquejo inicial del auto. Como los ángeles del abismo no pudieron memorizarlos con la misma presteza, en la función de Texcoco, la siguiente plaza de la gira, enmudecieron tres veces en mitad de la escena y Crisanta, desde bastidores, tuvo que susurrarles las líneas olvidadas para sacarlos del apuro. Su oportuna intervención le granjeó el respeto de Sandoval Zapata, que dejó de verla como una mendiga encajosa y empezó a dispensarle un trato paternal. Bajo su afable tutela, Crisanta aprendió en poco tiempo muchos secretos, no solo del arte teatral, sino de la vida, pues Sandoval era un sabio interesado en todas las ciencias humanas, que de pronto, en mitad de un ensayo, disertaba sobre la teoría de los cuatro humores, daba lecciones de esgrima o explicaba la doctrina de los estoicos con citas de Epicteto y Séneca. Después de la función en Texcoco, en el mesón donde se sirvió la cena a la compañía, el segundo galán Fernando Ibarra, que hacía el papel del Libre Albedrío, pidió al poeta le aclarase el sentido de unos versos en los que su personaje describía el amor humano como un proceso de alquimia que transformaba la arcilla humana en «luz increada».

—El amor entra por los ojos, que son las puertas del alma —explicó don Luis—. Al contemplar la belleza del ser amado, los espíritus sanguíneos que salen de tus ojos se encuentran con los de la amada. Pero el apetito así engendrado no se sacia con la unión copulativa, antes se enciende más, como ustedes saben de sobra.

Los comensales sonrieron con malicia.

—¿Pero por qué es insaciable ese apetito? —preguntó Isabela, y por la mirada cómplice que dirigió a Sandoval, Crisanta dedujo que sus noches debían ser muy ajetreadas.

—El amor no se sacia con el abrazo carnal porque su fin último es la conversión de un amante en el otro, a la manera de las fusiones entre los metales, algo que solo puede lograrse más allá de la muerte, cuando las almas unidas alcanzan la belleza incorpórea y eterna.

—¿Esa es la doctrina del amor platónico? —preguntó Fernando Ibarra.

—Sí, pero enriquecida por los comentaristas modernos de Platón. Algún día les leeré unos sonetos que he compuesto con ese tema.

La explicación de Sandoval impresionó a Crisanta, que ansiaba vivir una loca pasión, después de haber visto un sinfín de comedias donde los amantes se adoraban con un fervor casi religioso. Atrincherada en su alta idea del amor, en los días siguientes rechazó los galanteos de Ibarra y de otros actores de la compañía, que la asediaban a todas horas con piropos y recaditos. Eran mozos apuestos con mucha labia para los requiebros, pero a fuer de buenos criollos, tenían la barba cerrada y una tupida pelambre en el pecho, atributos odiosos para Crisanta, pues en su lastimada memoria, la vellosidad masculina había quedado asociada a la brutalidad paterna. El libertinaje de la compañía ya no la espantaba, pues había notado que a pesar de las licencias amorosas, o quizá gracias a ellas, reinaba en la farándula un ambiente de concordia difícil de encontrar en el mundo constreñido y pacato de la gente decente. Ningún cómico estaba atado a su pareja por el sacramento del matrimonio, y en vez de emparentar al hombre con las bestias, como predicaban los curas, esa libertad favorecía el sociable trato de las gentes. No veía, pues, nada de malo en amancebarse, y lo haría cuando al ver a un galán, sintiera los ojos como ascuas, pero de momento ningún varón le había provocado la sacudida descrita por don Luis.

Era muy joven y tenía tiempo de sobra para esperar ese milagro. Lo que ya le urgía era una oportunidad para demostrar su talento cómico. El tiempo pasaba, la gira seguía su curso y ninguna de las damas jóvenes había pescado siquiera un romadizo que la obligara a guardar cama dos o tres días. Por consejo de Isabel, que había notado su hostilidad hacia Clara Méndez, la jovencita que le había quitado el papel de Divina Providencia, Crisanta se empeñó en bienquistarse con ella, y si no logró aplacar del todo su envidia, por lo menos la disimuló con buenas maneras. Pero no se resignaba a pasar inadvertida detrás de los bastidores y en sueños recibía todos los aplausos de la usurpadora. Sus despertares eran tan amargos que se quedaba largo rato llorando en la cama, sin fuerzas para vivir.

Al conocer mejor el carácter de Sandoval, Crisanta advirtió que si bien era un poeta de genio y un humanista de grandes luces, como administrador de la compañía no sabía de la misa la media. Abstraído en sus nebulosas poéticas, bajaba con gran dificultad a la tierra para encargarse de cuestiones tan mezquinas y prosaicas como el pago de los actores, el alquiler de los carruajes, el cobro de las entradas y la preservación de los telones en plena estación de lluvias. Por confidencias de Isabela supo que Sandoval era un hombre de modesto peculio que se aventuraba por primera vez en el negocio de las tablas, harto de vender sus piezas a compañías que lo estafaban. Para montar el auto, había tenido que hipotecar el patrimonio de su familia, un ingenio azucarero en el valle de Cuernavaca, sin contar con un fondo para solventar necesidades en caso de apuro. Había calculado recaudar una buena suma durante la gira, pero las dificultades para vender los animales y los sacos de grano en los tianguis de los pueblos lo habían obligado a malbaratar muchas de las mercancías entregadas como pago en especie, y por tanto, adeudaba a los actores la mitad de sus sueldos. Isabela y Nicolasa no lo importunaban con reclamos, porque eran sus amigas de toda la vida, pero entre los demás histriones cundía el malestar. Su actitud indolente y remolona creó un ambiente de indisciplina que se propagó a los cocheros y a los mozos de mulas. Con ellos Sandoval reñía casi a diario, porque se quedaban holgazaneando a la sombra de los árboles, y por cortejar a las indias no descargaban a tiempo el vestuario. Ni cuando pegaba de gritos el poeta lograba imponerles su autoridad, y a menudo Crisanta los veía reír por lo bajo después de un regaño.

Con la discordia anidada en los corazones, la compañía salió rumbo a Amecameca una mañana lluviosa. Para proteger a Crisanta del frío, Nicolasa, que la trataba como una nieta, le prestó un chal de lana azul muy abrigador. Estaban ya en las inmediaciones de los volcanes, el viento soplaba con fuerza y los carruajes avanzaban despacio por el lodazal del camino. El trote lento de los caballos adormeció a las dos actrices mayores, que de tanto recorrer la legua, habían perdido la capacidad de asombrarse con el paisaje. Crisanta, en cambio, sacó el cuello por la ventana para ver la cumbre del Popo, a la que hubiera querido trepar. Nunca había estado tan cerca del gigante y ahora sentía una atracción magnética por sus entrañas de fuego. Recordó la leyenda del príncipe guerrero y la mujer dormida, que había oído contar a su nana cuando era niña. Quién fuera la princesa Iztacíhuatl para ser amante de un volcán y poder deslizarse en su espalda de nieve. Cuando pasaban por la hacienda de Panoaya, un gélido ventarrón despeinó las copas de los árboles y le congeló las orejas. Mal de su grado, Crisanta tuvo que meter la cabeza y encendió un cigarro para calentarse. Creía percibir una melodía quejumbrosa en el silbido del viento y bajo el hechizo de esos pífanos implorantes no pudo advertir la oscilación del carro, que se iba cargando demasiado a la orilla izquierda del camino. De pronto el carruaje rodó cuesta abajo, y los muelles de las ruedas empezaron a crujir como hojas secas. Isabela y Nicolasa se despertaron sobresaltadas por la demencial carrera.

—¿Qué pasa? —gritó la vieja—. ¿Este hombre se ha vuelto loco?

Al asomarse por la ventana, Crisanta vio con espanto que el auriga estaba dormido y había soltado las riendas del carro en una cuesta muy pronunciada. Una vejiga de pulque recargada en el pescante denunciaba el motivo de su descuido. Borrachín desalmado, buenos azotes debió haberle dado el patrón. Los caballos iban al garete, patinando en el lodo como demonios enloquecidos. Jesús me ampare, vamos a desbarrancarnos. Antes de caer al desfiladero, los caballos dieron un brusco viraje a la derecha y al chocar con una roca, el carro se volcó sobre el costado izquierdo. Nicolasa quiso protegerla con su cuerpo, pero Crisanta salió disparada por la ventana, rodó por una vereda, y después de varios tumbos, se golpeó la cabeza contra un viejo tronco cubierto de helechos. Libres de su carga, los caballos corrieron en tropel, pisoteando los almofreces del equipaje. Isabela y Nicolasa lanzaban quejidos lastimeros desde el interior del carruaje, y a unos pasos, el cochero andaba a gatas en el fango, sangrando por nariz y boca. Privada del juicio por el golpe en la sien, Crisanta no supo cuánto tiempo estuvo postrada en la yerba: entre la vigilia y el sueño, solo alcanzó a sentir que el príncipe guerrero Popocatépetl la alzaba en vilo y la acogía en su pecho, un pecho cálido, firme, dulcemente lampiño.