33

La orden de Santo Domingo en pleno se había reunido en la sala capitular, un amplio y suntuoso recinto con tapetes persas, cortinajes de brocado, y en la cúpula del techo, un fresco monumental con motivos contrapuestos del Nuevo y el Viejo Testamento, obra del artista flamenco Simón Pereyns. En la mesa principal, cubierta con tapete rojo, los superiores de la orden esperaban con impaciencia el inicio de la reunión, alumbrados por seis bujías colocadas en candelabros de plata. A su alrededor, en bancas de madera, el estado llano de la comunidad, cerca de cuarenta monjes, incluyendo novicios y legos, cruzaban miradas inquisitivas, sin atreverse a pronunciar palabra. Desde su entrada en la sala, fray Juan de Cárcamo palpó la atmósfera de tensión y supo que el asunto revestía la mayor gravedad. Lo alarmó, sobre todo, el visible disgusto del provincial Montúfar, un hombre con agallas de acero, que había capoteado las borrascas más difíciles de la orden sin temblores de pulso. Por lo visto, había hecho un coraje mayúsculo, que a sus años pudiera tener consecuencias funestas. Cárcamo saludó a los compañeros de la mesa con una reverencia y al tomar asiento en su ancho sitial, un mordiente dolor en el ano lo hizo levantarse como resorte.

—Si no les importa, me quedaré de pie —explicó sonrojado—. Prometí a la Santísima Virgen no sentarme en todo el mes, pues como dijo san Juan Damasceno, la poltronería reblandece la voluntad y corrompe el alma.

—Bienaventurado seas hermano, porque maceras tu carne para honrar a Dios —dijo Montúfar, conmovido—. Por desgracia, entre nosotros hay algunos siervos de Asmodeo, embriagados por los transitorios deleites del cuerpo, que han introducido la serpiente de la lujuria en esta casa de oración y recogimiento.

—¿Pero de quién se trata? —preguntó Cárcamo—. Es preciso descubrir a esos impíos para imponerles un severo castigo.

—Ahora mismo lo haremos. —Montúfar se volvió hacia un fraile con monóculo que estaba sentado a su izquierda—. Hermano Gabriel: repita vuesamerced el informe que me rindió por la tarde.

El interpelado, un fraile criollo entrado en años a quien todos respetaban por su rectitud, se aclaró la garganta, cohibido por ser el blanco de las miradas.

—Esta mañana, después del rezo de prima —dijo con acento contrito—, un miembro de la comunidad acudió a mi celda para descargar su conciencia. Le dije que si quería confesarse, debía esperar hasta el martes, cuando se efectuara el capítulo de culpis, pero él insistió en la solicitud con tales muestras de congoja que no pude negarme. Si los pecados que me descubrió solo hubieran emponzoñado su alma, sin afectar a terceros, habría guardado el secreto de confesión como es de rigor según el derecho canónico. Pero como el pecado cometido constituye una flagrante violación a los estatutos de nuestra orden, me sentí autorizado para ventilar el asunto con el padre provincial, sin revelar, desde luego, la identidad del culpable.

—Bien hecho —dijo Montúfar—. En estos casos el secreto absoluto sería una forma de encubrimiento. Continúe.

—Me duele hablar de estas cosas, pero es mi deber hacerlo. El sujeto de marras me aseguró que la noche anterior, después de rezar los maitines, cuando se mortificaba con la disciplina para ahuyentar los malos pensamientos, oyó unos golpes en su puerta, y al asomarse por el ventanuco, una doncella disfrazada con el hábito de la orden le dijo con voz susurrante: «Ábreme, soy tu esposa». Por haber ayunado ese día, creyó que el hambre lo hacía delirar y le representaba un bello espejismo. Pero como la voz de la mujer había encendido en su cuerpo un alquitrán de furiosos deseos, sucumbió a la tentación de abrirle la puerta. Lo demás es tan sucio que el pudor me impide entrar en pormenores de lo ocurrido. Baste decir que holgó con ella toda la noche, y en la madrugada cayó vencido por un dulce sopor. Cuando despertó, la mujer o el súcubo se había marchado. Creyó haber tenido un sueño lascivo, como le sucedía con frecuencia, pero al ver las sábanas ensangrentadas comprendió con enorme pesar que la noche anterior había desflorado a una virgen de carne y hueso.

Los frailes espantadizos se persignaron, y otros, más taimados, cruzaron recelosas miradas, ansiosos por incriminar a cualquiera para quedar a salvo de la sospecha.

—Señale al monstruo que cometió tal vileza —exclamó Cárcamo, reconfortado por el hallazgo de un pecado carnal más abominable que el suyo.

—Si el pecador que me abrió su alma siente un sincero arrepentimiento —dijo fray Gabriel, mirando a todos y a nadie—, lo conmino a hacer un mea culpa delante de sus hermanos.

—Es verdad —lo apoyó Montúfar—. El propio pecador debe reconocer su falta. ¿Quién de vosotros desvirgó a la intrusa?

Hubo un silencio largo, con toses nerviosas y reacomodos en las sillas.

—Repito —insistió el provincial—: ¿quién mancilló la honra de esa doncella y la santidad de nuestro claustro?

—¡Yo! —gritó desde la última fila de bancas un hombre maduro de pelo entrecano, con los ojos anegados en llanto. Sus negras ojeras delataban una vida espiritual intensa, con insomnios devastadores y abstinencias heroicas. Tenía la tez amarillenta por falta de sol, como si hubiera vivido largo tiempo en una mazmorra. Era el rostro de un hombre soñador y frágil, que ha recaído en un vicio añejo después de mortificarse hasta el límite de sus fuerzas. Cuando se levantó para dar la cara, los labios fruncidos en una mueca de angustia, los frailes de la mesa principal suspiraron de alivio. El transgresor no era un monje profeso, sino un lego recién admitido en la orden: el poeta don Luis de Sandoval Zapata.

—¡Perro del infierno! —lo recriminó Montúfar—. ¿Es así como cumplís la promesa de levantar vuestro espíritu hacia el Señor y obedecer con humildad los preceptos de la disciplina monástica?

—Se lo dije, padre, nunca debimos aceptarlo, ni en calidad de lego —dijo Cárcamo—. Un libertino como él solo podía traernos vergüenza y descrédito.

—Es verdad, hijo, debí seguir tu sabio consejo —admitió el provincial—, pero la súplica de mi dilecto amigo don Luis de Becerra y Tanco, que ha hecho tan señalados servicios a nuestra orden, me obligó a socorrerlo, a pesar de su mala fama —se volvió indignado hacia Sandoval—. ¡Qué bien habéis honrado la amistad de ese gran hombre!

—Perdone vuestra paternidad. —Sandoval se postró de rodillas—. Entré al convento con una firme voluntad de enmienda, pero la inesperada visita de esa mujer doblegó los arrimos de mi flaca naturaleza.

—¿Inesperada decís, bellaco? —Se irritó Cárcamo—. Para recibir a esa moza en vuestra celda, tuvisteis que daros traza para meterla al convento. Luego entonces, el encuentro fue premeditado con alevosía.

—Yo no la metí al claustro ni me puse de acuerdo con ella —aseguró Sandoval—. Juro por Dios que su llegada me tomó por sorpresa.

—Los juramentos de un burlador de doncellas no valen nada contra las evidencias —insistió Cárcamo.

—Solo hay una forma de averiguar la verdad —dijo fray Gabriel en tono conciliador—. Díganos quién es la intrusa para que ella misma confiese cómo entró aquí.

—No lo sé —dijo Sandoval.

—¿Que no lo sabéis? —Se amostazó Cárcamo—. ¿Queréis hacernos creer que holgaron toda la noche y ni siquiera le preguntasteis su nombre?

—En efecto, holgamos sin cruzar palabra y no pudimos vernos las caras porque mi celda estaba a oscuras. Ni siquiera tenía fósforos para encender una bujía, porque esa noche había prohibición de encender candelas.

—Pamplinas —dijo Cárcamo—. Está ocultando el nombre de la moza para proteger su honor. Así son los caballeros galantes con sus conquistas.

—Permítame interrogarlo sin adelantar conclusiones —pidió fray Gabriel a Cárcamo, y se volvió hacia el acusado—. De acuerdo, a oscuras no podían verse, pero ¿qué le impidió hablar?

—La certidumbre de que esa divina vestal se había equivocado de celda —dijo Sandoval, con las mejillas al rojo vivo—. Cuando la doncella tocó a mi puerta y me hube cerciorado de que no era un fantasma, pensé que tenía un amante dentro del convento, con quien había concertado un encuentro esa noche, y se había extraviado al deambular por las tenebrosas galerías del claustro. Si yo le hablaba, ella podía descubrir su error. Y después de besarla en la oscuridad, después de sentir sus erguidos pezones contra mi pecho, después de enredarme en su pelo y oler su perfume de madreselvas, por nada del mundo quise perder ese inmerecido regalo de la fortuna. Por eso me fingí afónico, respondiendo con ahogados gemidos a sus febriles juramentos de amor, y la disfruté cobardemente, a sabiendas de que había venido a entregarse a otro. Pero al despertar vi en mi camastro la mancha de sangre, comprendí la bajeza de mi proceder y maldije a Satanás por haber clavado su aguijón en mi carne.

Era una historia descabellada, pero el sincero dolor de Sandoval, que terminó el relato entre sollozos, sembró dudas en el provincial Montúfar.

—Si en verdad la muchacha vino a buscar a otro fraile, como decís —reflexionó—, entonces no hay uno sino dos culpables. ¿Tenéis alguna idea de quién pudo haberla metido al convento?

—Ninguna, padre. Pero temo que al imponerse de lo ocurrido, su celoso amante quiera matarme.

—¡Solo eso nos faltaba, duelos a muerte entre donjuanes celosos, como si esto fuera una taberna! —estalló el provincial—. Yo me encargaré de poner a cada quien en su sitio, pero antes debo saber algo: ¿Quién fue el tunante que violó nuestra clausura para traer a esa perdida?

Hubo un silencio irrespirable y denso, como el que precede a las ejecuciones. El provincial repitió la pregunta en tono más iracundo, sin obtener respuesta.

—¡Caterva de hipócritas! —Dio con el puño sobre la mesa—. Va a resultar que esa trotaconventos entró volando por los aires. Si esto se llega a saber en España, causará la ruina de nuestra orden.

—Tranquilícese, padre —intentó sosegarlo Cárcamo—. Me niego a poner en duda la virtud y el decoro de toda la comunidad por los embustes de un fornicador avezado en urdir intrigas para los teatros. La verdad salta a la vista; no hay otro culpable que ese poetastro criollo.

—Yo no estaría tan seguro —dijo fray Gabriel—. Peores cosas se han visto en algunos monasterios. Y aun suponiendo que don Luis nos haya mentido, forzosamente debió tener un cómplice para lograr su intento.

—Es posible y no tardaremos en saberlo —concedió Cárcamo—, pero antes de entrar en más averiguaciones, propongo la inmediata expulsión del señor Sandoval, pues un retiro espiritual no debe albergar a quien se ha dado maña para emporcarlo.

—Queda decretada la expulsión —coincidió Montúfar—. Largo de aquí, don Luis, saque todas sus pertenencias y váyase a dormir entre la escoria de la ciudad, a la que pertenece por derecho propio.

Sandoval dio media vuelta para salir, encorvado por el doble peso de la humillación y la culpa. Cuando había dado tres pasos en dirección a la puerta, lo detuvo la voz perentoria del provincial Montúfar.

—¡Un momento, don Luis! Olvidaba haceros una advertencia: nadie fuera de la orden debe conocer el motivo de vuestra expulsión. Bastante nos habéis vejado ya para darnos la puntilla con un escándalo que dejaría por los suelos el buen nombre de la orden. Tened vuestra lengua y la de vuestra amiga, o me veré en la necesidad de acudir al virrey para que os destierre del reino.

—Descuide, padre, sellaré mis labios con lacre —prometió Sandoval y abandonó la sala capitular en medio de murmullos condenatorios.

En su pequeña celda, perfumada con manojitos de tomillo y albahaca, se arrellanó unos minutos en el camastro para reposar del linchamiento moral. No tenía mucho que empacar, solo una muda de ropa y unos cuantos libracos de teología. Pero en el cajón de la mesita rinconera guardaba el tesoro más valioso del mundo: un magnífico brazalete de esmeraldas, regalo de la visitante nocturna, que le había pedido recordarla cuando viera la joya. A pesar del remordimiento había omitido ese detalle en su confesión, por parecerle ruin entregar a los frailes una prenda de amor. Quiso ver la joya una vez más y le bastó acariciarla con la yema de los dedos para tener de inmediato una erección impía. Era un caso perdido: ni los cristales amargos de la culpa podían librarlo de sus bajos instintos. Dios sabía con cuánta voluntad de padecer había entrado al convento y cómo se había esforzado por hallar ventura en las penas. Durante un largo mes había sufrido con paciencia todo lo que repugnaba a su cuerpo y a su orgullo: cilicios, disciplinas, humillaciones voluntarias en las que fregaba los azulejos de la escalera o lavaba los pies a otros frailes, para hacer pagar a la sensualidad el debido escote por sus pasados excesos. Por un momento llegó a pensar que Dios lo había fortificado contra los embates del mundo. Y sin embargo, al menor contacto con una beldad desnuda, la fortaleza erigida con tanto empeño se había derrumbado de un soplo.

Resignado a ser el más vil de los gusanos, se guardó el brazalete en la taleguilla. Media hora después ya estaba en la plaza de Santo Domingo con su viejo gabán de pobre y un hatillo de libros bajo el brazo. No tenía dónde pasar la noche, ni dinero para dormir en un mesón, porque había salido del convento sin blanca. Sabía, sin embargo, que su fiel criado Gisleno habitaba una barraca por el rumbo de San Cosme, donde quizá pudiera darle hospedaje. Había intentado recluirlo consigo en el convento de Santo Domingo, pero el odioso fray Juan de Cárcamo, administrador de la orden, no quiso alimentar una boca más y el pobre Gisleno había tenido que buscar trabajo en un obraje, donde ahora se partía el lomo de sol a sol. Llegó a la barraca poco antes de las diez, cuando Gisleno ya roncaba echado en una hamaca. Lo remeció del hombro con suavidad y al reconocer a su amo entre las brumas del sueño, el negro se levantó para darle un abrazo.

—Don Luis, ¿qué lo trae por aquí?

Sandoval le contó con brevedad el motivo de su expulsión y al narrar la visita nocturna de la doncella notó cierta incredulidad en la cara del negro.

—Te parece imposible, ¿verdad? Pues mira —y sacó el brazalete, que a la luz de la vela despidió chispas de verdor—: es un regalo de la dama misteriosa.

—Si traía encima estas alhajas debe ser una mujer principal. —Gisleno se quedó encandilado con la joya.

—Sin duda —confirmó Sandoval—. El perfume y la tersura de su piel no eran los de una fregona, eso te lo puedo jurar.

Gisleno cedió su hamaca a Sandoval para que pudiera dormir a gusto y él se acostó en el suelo, arrebujado en un sarape. A la mañana siguiente recomenzaron las penurias de la miseria compartida y las privaciones alimenticias. Como desayuno, Gisleno le trajo medio plato del escamocho maloliente y grasoso que servían a los obreros en el comedor del obraje. El primer día no pudo deglutir la inmunda papilla y devolvió su ración al negro, que la devoró de tres feroces bocados. Pasó todo el día con las tripas revueltas, evocando los pichones enyerbados, las albondiguetas con culantro verde, los huevos en agraz y otras delicias saboreadas en el refectorio de Santo Domingo. Nunca había comido mejor, y ahora, con un paladar exquisito y bien educado, no podía rebajarse a comer la pitanza del obraje. Era como cambiar un soneto del divino Góngora por los versos ripiosos de un trovador iletrado. Sin embargo, al tercer día de amanecer con el estómago hueco, vencidas todas sus resistencias gastronómicas, aceptó con resignación el plato de escamocho y hasta le encontró un sabor agradable.

Devuelto a la condición de paria, recayó en el hábito de buscar amigos en las boticas y en las tabernas para darles sablazos. Solo evitaba los lugares frecuentados por su amigo don Luis de Becerra y Tanco, pues no se atrevía a saludarlo como si nada después de haberle pagado tan mal el favor de recomendarlo para ser admitido como lego en la orden dominica. Nadie quería prestarle un centavo, ni podía alquilar la pluma en los pasquines de la viuda de Calderón, pues en su breve paso por el convento, otros literatos pobres le habían comido el mandado. Como se asfixiaba en la estrecha barraca de Gisleno, donde las moscas no lo dejaban leer ni escribir, pasaba la mayor parte del día sentado en las bancas de la Alameda. En esas horas de ocio engañaba a la desdicha con el recuerdo de su visitante nocturna. Cada vez que una moza garrida pasaba junto a él, sacaba el brazalete de su faltriquera y exhalaba un hondo suspiro. Hubiera querido preguntarles a todas si eran las dueñas de la joya, pues no obstante haber amado con engaños a la adorable intrusa, abrigaba una remota esperanza de repetir esa noche mágica si lograba dar con ella y explicarle lo sucedido. Modestia aparte, la había amado con los arrestos de un potro salvaje, y según su propia experiencia, las hembras eran capaces de perdonar cualquier cosa a los hombres que las sacaban de sí. Pero al mismo tiempo recelaba de todos los léperos y mulatos de mala catadura que encontraba a su paso, pues temía que el despechado amante de la doncella, sin duda un monje de cascos ligeros, hubiese alquilado a un matachín para cobrarse la afrenta.

Solo habían pasado quince días desde su expulsión del convento, cuando el capataz del obraje despidió a Gisleno por haber descubierto sus hurtos de comida. Expulsados de la barraca, durmieron dos noches a la intemperie en el atrio de San Hipólito. La mañana del segundo día, Sandoval amaneció meado por un perro, y su dignidad herida lo movió a hacer un gran sacrificio. Con los ojos húmedos sacó el brazalete de su faltriquera y pidió a Gisleno que fuera a venderla a la joyería de don Eufemio Oquendo, en la calle de Plateros.

—Pero no digas que vas de mi parte —le advirtió por pudor—. Di que tu amo es un viajero italiano de paso por la capital. Y por favor, exige que te den buen precio. Ese brazalete vale un platal.

Urgido de dormir bajo techo, Gisleno corrió al edificio del Marquesado, en cuya planta baja se encontraba la joyería de Oquendo. Entre los ricos compradores que veían las vitrinas o probaban collares en los albos cuellos de sus esposas, la suciedad, los andrajos y el mal olor del negro causaron pésima impresión. Al avanzar hacia el mostrador rozó con el brazo a un caballero que hizo un mohín de disgusto y se tapó la nariz con los dedos. El joyero, un español distinguido con un fino terno de chamelote, había visto con recelo su entrada y por debajo del mostrador ya tenía listo un mosquete artillado.

—¿Qué se le ofrece? —preguntó con el gesto agrio.

—Mi amo quiere vender este brazalete. —Gisleno puso la joya sobre el cristal—. ¿Cuánto me da por él?

Oquendo puso el mosquete en el suelo y examinó con cuidado la joya sin dejar traslucir ninguna emoción.

—Parecen esmeraldas auténticas admitió. ¿Quién es vuestro amo?

Gisleno dijo la mentira que tenía preparada, y al parecer, Oquendo la creyó.

—Voy a pedir a uno de mis oficiales que estime el valor de la pieza. Mientras tanto, haga favor de tomar asiento.

El joyero desapareció por la trastienda y Gisleno se quedó de pie, por temor a manchar las butacas forradas de terciopelo. Así no importunaría a la gente de ceja alzada que le dirigía miradas hostiles. Durante la espera, para mitigar su incomodidad, trató de imaginarse el puchero de vaca que almorzarían en el tianguis de San Juan cuando volviera con el dinero. Hubiese deseado volverse invisible, pues un espejo donde veía reflejadas sus rachas de vagabundo le recordaba que su lugar estaba afuera, entre los criados y los cocheros. Oquendo estaba muy ocupado con otros clientes y Gisleno, por timidez, no se atrevía a pedirle que diera curso más expedito a su negocio. De pronto lo sujetó del brazo una manaza peluda. Giró sobre sus talones y vio a tres alguaciles armados con carabinas.

—Date preso, negro cambujo.

Don Matías de Oquendo salió del mostrador con el brazalete en la mano.

—Esta es la joya que me trajo —dijo al alguacil de mayor edad—. Sé que es robada, porque yo mismo se la vendí a don Manuel de Solís cuando su hija Leonor cumplió quince años.

—¿A dónde me llevan? —protestó Gisleno—. Yo no soy ladrón.

—Cállate, rufián —el alguacil que lo sostenía del brazo le dio un rodillazo a la altura de los riñones.

Llevado en vilo por los tres alguaciles bajo las miradas burlonas de la clientela, Gisleno solo dejó de patalear y forcejear afuera de la joyería, donde fue sometido a punta de garrotazos. En la jaula tirada por mulas donde le engrillaron los pies, musitó una plegaria en lengua angoleña y entre lágrimas de impotencia vio volar por los aires un puchero de vaca.