27
El día en que la bella Crisanta le arrojó un beso desde el balcón, Sandoval Zapata volvió a su choza rejuvenecido y privado del juicio, al punto de que ni siquiera devolvió el saludo al pobre Gisleno. Para ser feliz, no necesitaba tener la certeza de haber hecho una conquista: le bastaba con presentirlo, y esa noche, inscrita en el alma la estampa de la muchacha, con los purpúreos rayos del ocaso entretejidos en las rubias guedejas, escuchó el rumor de un río subterráneo que le marcaba el compás de un soneto. El trato con las Musas le había enseñado a desconfiar de las emociones, a ver por detrás de las apariencias los vínculos secretos entre las cosas, y aunque la corriente sanguínea lo impulsaba a escribir, esperó largo rato con la pluma de ganso en la mano, sin reparar siquiera en el plato de chayotes hervidos que Gisleno le había dejado en la mesa. Su criado ya se había ido a dormir y los perros comenzaban a ladrarle a la luna, cuando sintió el sacudimiento de la verdad revelada: Crisanta se le había mostrado al atardecer para significarle que un hombre como él, cercano al crepúsculo de la vida, podía rejuvenecer si le prestaba luz un astro como ella. Gracias a su amistad con Becerra Tanco tenía algunas nociones de astronomía, y al recordar los movimientos de las esferas, giro, trepidación y rapto, tan semejantes a los vuelcos de su alma cuando la vio irradiar hermosura desde el balcón, la fuerza motriz de las almas y los planetas lo impulsó a escribir de una sola tirada:
Iluminando el occidente estaba,
quien para oriente de beldad nacía,
por detener lo que a expirar corría,
la esfera de este ocaso el sol buscaba.
Yo, que en el occidente luz rondaba,
en un morir enamorado ardía,
el último periodo de mi día,
luna era, que mi vida madrugaba.
Desde occidente estás al sol ganando,
él da heridas fatales, fugitivo,
tú das, inmóvil, de salud heridas,
orientes para piras está dando,
y tú desde el ocaso, un sol más vivo,
estás enamorando para vidas.
Tituló el poema «Belleza de un balcón en el ocaso*», y decidió leérselo a Crisanta en la primera oportunidad que tuviera, como preámbulo a su declaración de amor. Tenía pensado visitarla el martes, para empezar a trabajar en su libro, y en los tres días que faltaban apenas si probó alimento, atribulado por la difícil empresa de conquistar a una beata falsa, pero intocable, a quien los marqueses de Selva Nevada custodiaban como una reliquia. Sin duda, Crisanta había caído por necesidad en ese oficio deshonesto y peligroso, del que intentaría sacarla ilesa, pues si bien era liviano y enamoradizo, se preciaba de cristiano antes que de caballero. No quería ser su comparsa en el sainete de los arrobos, pues aunque mucho necesitara el dinero ofrecido por los marqueses, le disgustaba emplear su talento en hacer mofa de las cosas sagradas. En cuanto a su rival, Tlacotzin, lo daba por descartado, pues no creía posible que Crisanta siguiera amancebada con él mientras la alta sociedad criolla la tenía en un altar. Sin duda, Crisanta lo había dejado al obtener el aplauso de la nobleza. Era, pues, el momento indicado para llenar el vacío de su corazón y requerirla de amores, aprovechando que la ninfa estaba agradecida con él por haberla encubierto en la tertulia de los marqueses. Tenía todo a su favor para seducirla, menos la edad, y con gran sorpresa de Gisleno, en los días previos al ansiado encuentro incurrió en el vicio mujeril de mirarse al espejo, con grave merma del amor propio, pues cada mañana descubría una arruga nueva en su avellanado rostro de cuarentón. Oh, dioses, cuánto añoraba la lozanía de la mocedad, cuando ni siquiera necesitaba un espejo para saberse apuesto, pues se lo gritaban en la calle los ojos de las mujeres.
Ya que no podía borrar de su cara los estragos del tiempo, cuando menos trató de hacérselos perdonar con una pulcritud sin tacha. El martes por la mañana fue a darse un baño de temascal, y con el poco dinero que le quedaba de sus ingresos como libelista político, se compró un pomito de ámbar, para ir a la cita bien perfumado. Comprobó que su traje de gala estuviera limpio de gusanos, pues no quería otra sorpresa, y para quitarse algunos años de encima, cambió la apretada golilla por una holgada valona, como se estilaba entre los jóvenes bachilleres. Daba el último retoque a su peinado, listo para salir, cuando un empleado de la posta vino a dejarle un pliego lacrado. En el sobrescrito reconoció la letra de su hijo mayor, Juan Jerónimo, un mocetón de 19 años, a quien llevaba mucho tiempo sin ver. De entrada, el chamaco lo recriminaba por no haber ido a verlos a Guadalajara, donde vivían como arrimados en casa de sus abuelos matemos desde la quiebra del ingenio azucarero:
Mamá quiere poner casa aparte, para no darle tantas molestias a mis abuelitos, y se ha puesto a vender chales y ropones de puerta en puerta, pero con sus pequeñas ganancias nunca dejaremos de ser una carga. Cuando te fuiste a la capital quedaste de enviarnos dinero, y desde entonces te has hecho ojo de hormiga. Tal parece que ya no te acuerdas de tu familia. Mis hermanitos preguntan a cada rato que cuándo regresas. Mamá ya se cansó de responderles con evasivas, y por las noches se encierra en su cuarto a llorar.
Dobladas las corvas por el descolón, Sandoval Zapata tuvo que sentarse en un taburete para leer el segundo párrafo:
Gracias a mis abuelos, el año próximo me mudaré a la capital para estudiar Leyes. Los pobres viejos no son ricos, pero se han esforzado por darme un nombre y una educación, mientras tú te dedicabas a perseguir actrices y a montar tus malditas comedias, sin importarte un ardite los sufrimientos de la familia. Nuestro patrimonio se habría salvado si le hubieras dedicado más tiempo a la administración del ingenio, pero un cisne del Parnaso como tú no podía ocuparse de asuntos tan deleznables. Cuando mamá te interrumpía en medio de una lectura la sacabas de la biblioteca a gritos. ¡Con cuánto ahínco has buscado la gloria desde joven! ¿Y todo para qué? Para alimentar a las ratas con tus legajos inéditos. En México buscaré por mis propios medios un hospedaje decente, sin pedirte ningún favor, pues la experiencia me ha enseñado que de ti solo puedo esperar indiferencia y desprecio. Por ello he resuelto matricularme con mi apellido materno, Villanueva, como si fuera un bastardo. Prefiero esa deshonra a la vergüenza de llevar ante el mundo los apellidos de un monstruo indigno de llamarse padre.
Sandoval arrugó la carta con un cardo atravesado en el gañote. Por el tono de los reproches, había adivinado desde el comienzo que Juan Jerónimo la había escrito a instancias de Teresa, su madre, ¡cuánta ponzoña podía caber en el alma de una mujer despechada! Teresa había criado un áspid en venganza por su abandono y sería inútil buscar un acercamiento con él, porque no tenía autoridad moral para infundirle respeto. Lamentaba de corazón que su esposa y los niños pasaran apuros en Guadalajara, pero no había dejado de socorrerlos por ser un padre cicatero y roñoso, sino por vivir en la más completa indigencia. Juan Jerónimo era demasiado joven para comprender las razones que llevaban a un hombre maduro a separarse de una mujer. Algún día, cuando conociera los sinsabores de la vida conyugal, entendería que las hembras placenteras transformadas en corpulentas matronas ahogaban en grasa el deseo de sus pobres maridos.
¿Era un crimen aspirar a la belleza y salir a buscarla de ciudad en ciudad cuando un esposo ya no la encontraba en el hogar? Sí, había dejado a Teresa para perseguir actrices, costureras, galopinas y viudas jóvenes, porque un poeta sediento de hermosura no podía vivir encadenado a una sola mujer. Pese a todo, lo que más le dolía no era la incomprensión del mozalbete, sino el desdén con que se refería a su vocación literaria. Los Villanueva eran una familia de comerciantes zafios, que veían con recelo a la aristocracia del talento, y al parecer, habían educado al muchacho a su imagen y semejanza. El más caro anhelo de un poeta era dar honra y prez a su apellido con una obra sólida y perfecta como el mármol, que llenara de pasmo a las generaciones futuras. Por dejar ese legado a sus hijos era un escritor cursado en todas las materias, con eminencia y caudal tanto en la prosa como en el verso, que se había consagrado desde muy joven a estudiar la elegancia de las palabras, la propiedad de la lengua, las suaves y hermosas traslaciones, los modos agudos y galanos de decir, hasta poder cincelar algunas composiciones dignas de ser grabadas en bronce. ¡Y ahora resultaba que el heredero natural de esa inmensa fortuna renegaba de su apellido como si fuera un baldón porque no sabía distinguir entre el valor y el precio de las cosas! Hubiera preferido morir más joven, antes de verse vilipendiado por su propia sangre.
Pero no podía lamerse las heridas cuando reclamaban su atención otros menesteres más gratos. El amor curaba todos los males, en particular los del alma, y estaba seguro de que al tener a Crisanta en los brazos, olvidaría por completo la ofensa de Juan Jerónimo. Para ahorrarse las molestias de una larga caminata, que podía descomponerle la figura, en la puerta lo esperaba un coche de alquiler, propiedad de un vecino suyo, Salustio, a quien había prometido pagarle el favor cuando los marqueses le dieran su primer adelanto. Doña Pura lo recibió con su habitual cortesía, complacida de que empezara a trabajar en el libro sin dilación, pues mucha gente de la mejor sociedad ansiaba leerlo. Anoche Crisanta le había prometido estar lista para comenzar el relato de sus visiones, dijo, pero con esa muchacha nunca podía estar segura de nada, pues cuando entraba en éxtasis no se acordaba ni de comer. La marquesa lo condujo hasta los aposentos de la beata, y al abrir la puerta de su alcoba hizo un gesto de contrariedad: como temía, Crisanta estaba acostada sobre una larga cruz de madera mandada a hacer a su medida, en la misma posición del Redentor, inmóvil como una piedra y con la boca entreabierta. Sandoval admiró los muslos perfilados bajo su túnica y sintió un ardiente deseo de crucificarse con ella.
—Aquí está don Luis, hija. ¿Me escuchas?
Crisanta ni se inmutó, absorta en la luz de la ventana, donde parecía contemplar la esencia divina.
—Despierta muchacha, ¿no ves que tienes visita? —Doña Pura la zarandeó suavemente del hombro.
Crisanta se desperezó con lentitud, como si le doliera volver a la triste realidad del mundo sensible.
—Ah, don Luis —dijo al recuperar el acuerdo—. Dispense vuesamerced, me quedé arrobada.
—¿Qué veías, hija? —preguntó Sandoval, por seguirle la corriente.
—Vi a la paloma del Espíritu Santo volando hacia mí con un anillo de oro en el pico, y al sentirla posarse mi hombro todo mi cuerpo se llenó con una dulce fragancia.
—Hasta donde alcanzan mis nociones de Teología, ese anillo debe simbolizar el desposorio de san Pedro con la Iglesia —interpretó Sandoval.
—Si vuesamerced lo dice, debe ser verdad. A veces ni yo misma atino a comprender mis visiones.
—¿Puedes moverte? —preguntó doña Pura.
—Me parece que tengo tullidas las piernas —dijo Crisanta.
Doña Pura ya se había acostumbrado a ese contratiempo, y la tomó de un codo con la destreza de una enfermera.
—Ayúdeme, por favor —dijo—, que los parasismos la dejan tiesa como una estaca.
Maravillado por el talento histórico de Crisanta, Sandoval auxilió a la marquesa tomando a la falsa tullida del otro brazo. Entre los dos lograron ponerla en pie y sentarla en un sillón frailero de ancho regazo, donde doña Pura le cubrió las piernas con un chal.
—Ahora vas a contarle toda tu vida a don Luis, desde que eras niña y tuviste tus primeros arrobos.
—Lo recuerdo todo como si fuera ayer —suspiró Crisanta—, pues los divinos favores nunca se olvidan.
—Bueno, los dejos solos. Esta tarde hay corrida de toros en la Plaza Mayor, y mi marido quiere que lo acompañe.
Enhorabuena, pensó Sandoval: la ausencia de los marqueses favorecía sus planes de conquista, porque le dejaba el campo libre para lanzarse a fondo. Apenas hubo salido la marquesa, Crisanta le pidió que cerrara por dentro la puerta de la alcoba, y por la fantasía de Sandoval cruzaron ideas perturbadoras. ¿Se le estaba insinuando tan pronto? Pues él sabría tomar la ocasión por el cabello, aunque tuviera que poseerla sobre la cruz. Cerrada la puerta con llave, Crisanta se levantó del sillón para estirar las piernas.
—Ya necesitaba un descanso. Tengo la espalda molida de tanto yacer en ese maldito madero.
El mobiliario de su alcoba ya no era tan austero como antes, pues Crisanta, cada vez más transigente con la comodidad, había accedido a rodearse de algunos objetos preciosos, entre ellos una cajonera taraceada de minuciosa labor, llena de compartimentos escondidos, de la que sacó una cigarrera de oro. Encendió uno y le ofreció la cigarrera a Sandoval.
—¿Gusta?
—No, gracias.
—Estoy en deuda con vuesamerced, don Luis, por haber fingido que no me conocía delante de los marqueses. Se portó como un caballero.
—No tienes nada que agradecerme. Hice lo que me dictó el corazón, y desde entonces lo tengo lleno de alborozo por el gusto de haberte encontrado.
Crisanta no advirtió el primer avance del poeta, por tomarlo como un simple gesto de cortesía.
—Se preguntará vuesamerced cómo fue que vine a parar aquí, ¿no es cierto? —Crisanta dio una larga fumada a su cigarrillo—. Es una historia muy larga de contar, y temo aburrirlo.
—Habla con toda confianza. Escuchar a una moza tan linda como tú es un deleite para cualquiera.
Crisanta le refirió los apuros que había tenido recién llegada a la capital por cierre de los teatros, la comedia que montó en complicidad con Nicolasa para ganarse el pan, y el golpe de suerte que la llevó a casa de los marqueses, donde sus dones de taumaturga le granjearon el cariño de la familia.
—Soy la consentida de la aristocracia y todos los días recibo regalos magníficos, pero no duraré mucho aquí —concluyó—. Solo quiero reunir suficiente caudal para irme a vivir con mi madre a La Habana.
—Un propósito muy noble, sin duda, pero me temo, querida, que has escogido un medio muy peligroso para lograr tus fines. ¿Sabes lo que pasaría si la Inquisición te echa el guante?
—Mientras goce la protección del marqués, no habrá quien se atreva a ponerme una mano encima.
—Puede que tengas razón, pero no te confíes demasiado —la aleccionó Sandoval—. Me dolería mucho que una moza con tu garbo y donaire se marchitara en los calabozos del Tribunal.
El piropo ruborizó a Crisanta, que empezaba a sentirse incómoda por las insinuaciones del poeta.
—¿Quiere que le comience a dictar las visiones que he fingido? —preguntó para eludir los cumplidos.
—De eso hablaremos después. —Sandoval tomó asiento en la cama, que ahora tenía un mullido colchón, para estar más cerca de su presa—. Antes quisiera leerte un poema que escribí al salir de aquí, cuando me arrojaste el beso desde el balcón. No tengo derecho a firmarlo con mi nombre, pues la verdad es que tú me lo dictaste letra por letra.
Sacó de su faltriquera un papel doblado y leyó el poema con trémolos en la voz, atento a los menores gestos de Crisanta, que lo escuchaba sin mover un músculo facial. Engañado por la ilusión, Sandoval creyó percibir en sus tensas facciones el nacimiento de un amoroso cuidado.
—¿Qué te parece?
—El soneto es una joya, como todo lo que escribe vuesamerced, pero no creo haberle dado motivo para que me haga la corte.
—Me lo das por el simple hecho de existir, preciosa. —Sandoval atacó a fondo y la tomó de la mano—. Me lo dan los venablos que salen de tus ojos y la armonía de tu divino rostro, digno de ser delineado por el pincel de Timantes y los buriles de Lisipo.
—Deténgase, por Dios, que a sus años le puede dar un soponcio, don Luis. —Crisanta apartó su mano con repugnancia—. ¿Le parece noble traicionar así a su amigo Tlacotzin, que tantas veces se ha quitado el pan de la boca para socorrerlo?
—¿No has terminado con él? —Se sorprendió Sandoval.
—Eso nunca —suspiró Crisanta—. Seré suya hasta la muerte, mal que le pese nuestros enemigos.
—¿De modo que a pesar de tu aureola de santidad sigues amancebada con él?
—Amancebada no. Casada en espíritu, que es muy distinto.
Soliviantado por el despecho, Sandoval arrugó el soneto en el puño.
—Pues ten mucho cuidado, nena —comentó con sorna—, porque una pícara como tú solo necesita un empujón para rodar cuesta abajo. El mundo está lleno de malsines que podrían delatarte y los marqueses te pondrán en el calle cuando sepan que eres barragana de un indio.
—¿Me está amenazando? —Crisanta se puso de pie, furiosa—. ¡Qué mal me conoce si cree que así obtendrá mis favores! Fuera de mi alcoba, grandísimo bellaco. Ande, corra a denunciarme con doña Pura…
Crisanta lo empujó hacia la puerta y Sandoval quiso farfullar una explicación.
—Espera, solo quería prevenirte…
—Al buen entendedor, pocas palabras. —Crisanta lo siguió empujando—. Me basta y sobra con lo que oí para conocer el paño fino de su alma. Valiente seductor es usted, que trata de obtener por la fuerza lo que no le dan de buen grado. Lárguese ya, si no quiere que llame a la servidumbre.
Sandoval Zapata abandonó la alcoba con diez años más en la espalda, la conciencia anegada en un pantano de agua negruzca. Afuera, en el bullicio de la calle, el odio a la insolente muchacha se apagó de súbito y le dejó un socavón en medio del pecho. No podía haber encontrado una manera más ruin de decirle adiós a la juventud. Malhaya el demonio que lo había hecho vomitar una frase tan vil, en vez de ponerle una digna mordaza al despecho. ¿Tan galán se creía que no podía soportar el rechazo de una mujer? ¿O más bien había querido desquitarse con ella por la insultante carta de su hijo? Doble vergüenza: fracasar como padre y como galán en un mismo día. Por donde caminara, en las fachadas de tezontle, en los atrios de las iglesias, sobre las cornisas de puertas y ventanas, solo veía cruces y más cruces, que anunciaban, sin duda, la muerte espiritual de un pecador irredento. Venid, señores, acercaos, ancianas llorosas, ved pasar el triste funeral de un cerdo lascivo y descastado que dejó en la miseria a su propia familia por ir en pos de los inmundos placeres. No merecía flores, sino gargajos, y en lugar de un responso fúnebre, Crisanta y Juan Jerónimo cantarían a dúo la crónica rimada de sus pecados capitales.
En la Plaza del Volador, al pie de la llamada cruz de Cachaza, un indio con un niño muerto en brazos pedía limosna para enterrarlo. Falto de monedas, Sandoval le regaló su sombrero, y al ver la lívida faz del pequeño, vestido con un ropón de angelito, sintió un urgente deseo de proteger y arropar a sus hijos, de dar marcha atrás al reloj y ser un padre abnegado, responsable, honesto, que predicara con el buen ejemplo y los guiara por el camino de la virtud. Demasiado tarde para enmendar sus yerros: ahora eran grandes, supuraban el rencor de la orfandad, y en castigo por haberlos abandonado, el destino lo condenaba a envejecer sin la compañía de una mujer hermosa, pues Crisanta acababa de extenderle su jubilación como seductor. Echó el soneto arrugado en un charco de agua pútrida, donde le hubiera gustado arrojarse de cuerpo entero. Bien lo decía el adagio latino: letras sin virtudes eran perlas en el muladar. Se acercaba al sepulcro y solo había escrito metáforas huecas, oropeles retóricos, pompas de jabón que estallaban en el aire sin dejar ningún provecho a las almas. Solo había tenido una musa: la vanidad, pero había llegado la hora de arrancarse el suntuoso plumaje de pavo real para quedar desnudo frente a la muerte.
Volvió a casa tan abatido y enfurruñado, que Gisleno dio por seguro el fracaso de su conquista y no quiso importunarlo con preguntas necias. Al día siguiente, Sandoval le ordenó vender el traje de gala a un ropavejero: de ahí en adelante solo usaría un coleto de cordobán viejo y un jubonazo de estopa, porque no le parecía decente cubrir con lujosas telas la sucia materia de la humana fragilidad. Durante varias semanas se consagró a la penitencia y a la oración, sin probar los platos de comida que Gisleno le ponía en la mesa. Por las mañanas apenas si daba un sorbo a un jarro de atole, por lo general frío, pues no creía merecer ninguna bebida caliente y solo cenaba algún mendrugo rancio después de rezar el rosario. Inmerso a todas horas en la Sagrada Escritura, releía con ánimo contrito los pasajes que parecían escritos exprofeso para reprenderlo. Muchas veces, en medio de una oración, sentía ganas de llorar, pero al advertir que el llanto aliviaría su pena, se esforzaba por reprimirlo, para imitar a los santos padres de la Iglesia, que en vez de llorar las penas, las agradecían a Dios como beneficios. Cuanto más le dolieran las heridas del corazón, mayores balcones de luz abriría para escapar de los negros abismos y ver los fulgores del cielo*. A fuerza de rezos y mortificaciones, poco a poco fue recuperando la paz interior, sin sentirse absuelto de sus pecados, pues bien sabía que necesitaba una vida entera de penitencias para hacerse perdonar tantas bajezas y liviandades. Una tarde, cuando rezaba el Salve con voz compungida, tocaron suavemente a su puerta, y al abrir se topó de manos a boca con doña Trini, la portera, que venía a ofrecerse con un justillo muy escotado, aprovechando la ausencia de su marido.
—¿Qué pasó, mi rey? —susurró al oído de Sandoval—. Me tienes muy abandonada…
Trini lo acorraló contra una pared y le ofreció sus jugosas ubres, con la urgencia mandona de las esposas insatisfechas. Hombre al fin, Sandoval tuvo una erección, pero su templanza venció a los perros babeantes de la lujuria:
—Déjame, te lo ruego —la apartó con vergüenza—. Estoy expiando mis culpas y no quiero echar más leña a la hoguera.
Doña Trini lo miró con una mezcla de indignación y tristeza, pues siempre había encontrado a Sandoval dispuesto a complacerla. Herida por el rechazo, se cubrió los pechos con el mantón y salió del cuarto llorando. A pesar de su victoria, Sandoval no se confió, pues sabía que más adelante podía sucumbir a la tentación, cuando Trini o cualquier otra mujer le arrojase las bragas. La idea de abandonar la vía purgativa y recaer en la ciénaga del adulterio le daba escalofríos, pues sabía que por ese camino se condenaría sin remedio. Necesitaba, pues, evitar al máximo el roce con las mujeres, y para quedar a salvo de nuevas emboscadas salió a la calle para enfriar las bajas pasiones. Caminaba por la calle del Indio Triste en dirección al oriente, cuando percibió un fétido olor que le revolvió las tripas. A cincuenta varas, un grupo de macehuales descargaban estiércol de una carreta detenida en mitad de la calle y entraban con las heces en el patio de una casa principal, sin duda para abonar la tierra de los jardines. El hedor era tan pestífero, que Sandoval pensó dar marcha atrás para tomar una calle paralela, pero al dar la media vuelta comprendió que justamente por tenerle repugnancia al estiércol, Cristo Nuestro Señor había puesto en su camino esa faena humillante.
—Hey, chavales, ¿me permiten ayudarles? —dijo a los cargadores, que se miraron con extrañeza.
Para darse a entender, pues al parecer no sabían castilla, Sandoval tomó una de las espuertas llenas de estiércol y se la echó en el hombro. Autorizado por el jefe de la cuadrilla, que inclinó cabeza en señal de aprobación, Sandoval llevó el saco de mierda hasta el patio donde se hacía la descarga. Las risillas burlonas de los demás macehuales lastimaron su fina sensibilidad de poeta y estuvo a pique de volver el estómago, pero lejos de claudicar, al cargar la segunda espuerta aspiró el estiércol a pleno pulmón, como si oliera perfume de algalia. Si Dios me coloca en medio de la inmundicia, pensó, ¿cuánto más deben apestar mis culpas? Penitencia, dolor, asco de ti mismo, esas son las llaves que abren las puertas del cielo. Cuanto más te abajes y castigues, mejor derretirás el plomo vil del alma con las calcinaciones de la pena*.