12
Por la falsa invalidez de Tlacotzin, Cárcamo se vio precisado a comprar una imagen de la virgen del Rosario a un buen amanteca de la capital, que cobraba 300 pesos por mosaico. Desembolsó la cantidad a disgusto, como si le arrancasen un miembro del cuerpo, y para colmo, el regalo no fue del agrado de la marquesa, que al parecer sabía mucho de arte plumario, pues notó enseguida la mano de otro artista menos dotado.
—Es verdad —tuvo que reconocer el prior—. Veo que Su Señora tiene un gusto exquisito y una vista de lince. Sucede que mi pilguanejo se rompió el brazo, pero le prometo que en cuanto sane, le mandaré una imagen hecha con sus propias manos.
Tampoco pudo cumplir esa promesa, porque Tlacotzin se había propuesto dilatar por tiempo indefinido su curación. Ni los hueseros de la comarca ni los físicos traídos de Puebla atinaron a encontrar la naturaleza de su mal, pues en apariencia, el brazo estaba sano, pero Tlacotzin fingía sentir un dolor atroz cuando intentaba doblarlo. Todos fueron de la misma opinión: ese tipo de lesiones no podían curarse con un reacomodo de huesos; el muchacho necesitaba ejercitar la mano poco a poco, sin hacer demasiado esfuerzo, de lo contrario quedaría baldado de por vida. Molesto por la vaguedad de los partes médicos, Cárcamo perdió la esperanza en una pronta curación. El obsequio de los mosaicos era un paso estratégico en su plan de acercamiento al marqués de Selva Nevada, pues sin ese pretexto para visitarlo, quedaba a merced de los convites que los marqueses se dignaran hacerle, y como pudo comprobar al correr de los meses, sus señorías no lo tenían conceptuado como amigo de la familia, pues celebraban saraos y banquetes en la Hacienda de Tomacoco sin tomarlo en cuenta. Lo más afrentoso de todo era que había dedicado al marqués su opúsculo Contemptus mundi, que ya estaba en prensas, junto con el panegírico en octavas reales leído en Amecameca. ¡Cuánto se reirían los poetas de la corte si supieran que el marqués le pagaba el incienso con desaires! Hasta el provincial de la orden, cuyo favor había conquistado a fuerza de regalos, podría tacharlo de embustero y darle la espalda si se enteraba de esos desdenes. Adiós a sus ambiciones de saltar a un priorato de mayor jerarquía: sin amistades poderosas, corría el riesgo de quedarse arrinconado en ese pueblucho, donde nadie apreciaría jamás su talento de predicador ni sus finezas espirituales.
Estaba desacreditado por culpa de Tlacotzin, y empezó a recelar de su aparente mansedumbre. Más aún: sospechó que en el fondo se alegraba de haber quedado tullido. Sin poder demostrarlo, tenía la corazonada de que el pilguanejo, perdida la inocencia de la niñez, se estaba convirtiendo en un indio ladino, con más resabios que una mula maicera. Quizá estuviera engreído por los elogios de la marquesa, y la circunstancia de tener el brazo en un cabestrillo le había venido de perlas para darse importancia. Pero no sabía el tunante con quién se estaba metiendo. Si Tlacotzin le había cogido mala voluntad, él sabría cobrarse a lo gitano todas sus deslealtades. Ya tenía 16 años y según los estatutos de la orden, había llegado el momento de concederle el hábito de donado. Pero Cárcamo lo mandó llamar y le hizo saber que por no servir al convento con diligencia, el ascenso quedaba postergado hasta nuevo aviso.
—Yo quiero ayudarte, hijo, siempre y cuando te dejes ayudar —lo aleccionó con falsa dulzura—. No me parece que hayas puesto demasiado ahínco en tu curación. Procura sanar ese brazo, ejercita la mano con empeño, y cuando vuelvas a hacer bellos mosaicos, tendrás todo mi apoyo para mejorar de condición.
Años atrás, en el apogeo de su fervor cristiano, el máximo anhelo de Tlacotzin había sido vestir el hábito de donado, para sentirse más cerca de sus hermanos y más cerca de Dios. Pero ahora, descreído y asqueado de la Iglesia, ya no aspiraba a tener una mejor posición en el convento, así le reportara ventajas materiales. Ni con cebos mejores que ese hubiera mordido el anzuelo de Cárcamo, pues ninguna canonjía podía compararse al placer de la insumisión. Después de tantos años de ser tratado como bestia de albarda, venía a descubrir que la mejor arma para desafiar a un mal amo era echarse en medio del camino. Ciertamente, la pasividad entrañaba el riego de un fuerte castigo, pero ningún patrón, por irascible que fuera, mataría a palos a una acémila perezosa, so pena de quedarse sin una víctima a quien sojuzgar. Con un lomo resistente y una voluntad firme, se podía conquistar algo parecido a la libertad: el derecho de elegir los tiempos y las formas de la servidumbre.
Desde luego, Cárcamo no le concedió reposo absoluto por tener un brazo inútil: como ahora estaba impedido de hacer labores manuales, le cargó la mano con las lecciones de catecismo, obligándolo a impartir diez horas diarias de clase a los grupos más lerdos de la doctrina, compuestos por niños otomíes recién bajados de la sierra. Más de una vez, harto de enseñar patrañas piadosas, hubiese querido gritarles que olvidaran los diez mandamientos y honraran la fe de sus padres. Pero el oprobio de educar en el error a sus hermanos de raza se compensaba con una pequeña victoria: gracias a su invalidez, no solo había quedado eximido de hacer el mosaico, sino de ponerle lavativas a Cárcamo. Por falta de un ayudante confiable que lo sacara de apuros en caso de una constipación, el prior había suspendido temporalmente los banquetes pantagruélicos, privación que le agriaba el ánimo. Delgado, irascible, molesto consigo mismo y con los demás, ya no era el fraile sonriente y cascabelero de antaño. Ahora reprendía con severidad a sus compañeros de orden por faltas menores y en los sermones de los domingos, mirando con ojos de ángel exterminador a la grey reunida en el templo, presagiaba que vendrían los cuatro jinetes del Apocalipsis si la gente del pueblo seguía empantanada en los vicios.
Satisfecho por el creciente desasosiego de su enemigo, Tlacotzin dio por ganada la guerra con Cárcamo y pasó a ocuparse de sus íntimas tribulaciones. Ya era un mocito en edad núbil y, por vivir reconcentrado en el espíritu, lo habían cogido por sorpresa los apremios de la carne. Estaba preso en un cuerpo impuro, el cuerpo de un macho cabrío que solo se atrevía a mirar de reojo cuando lo importunaban demasiado sus febriles reclamos. En cualquier tiempo y lugar, lo mismo a la hora del rosario que en las clases de la doctrina, su virilidad se erguía sin pedirle permiso. Si hubiese tenido un miembro pequeño, el contratiempo no le hubiera quitado el sueño. Pero la naturaleza lo había dotado con un formidable garrote, que alzado le llegaba más allá del ombligo, y levantaba en su maxtli una pirámide obscena. A los pocos días de haber fingido el accidente, cuando regresaba al pueblo después de cortar en el campo un ramo de siemprevivas para el altar de la iglesia, le sobrevino una erección traicionera, y tuvo que sacarse el miembro para acomodarlo en su taparrabo. Cerca de ahí, una pareja de jovencitas que lavaban ropa en el río se le quedaron viendo con una risilla nerviosa. Esa noche, cuando al fin pudo digerir el bochorno, soñó que las dos muchachas se turnaban para montarse a horcajadas en su falo enhiesto. Despertó sudoroso, con la verga tiesa y un fuerte dolor de testículos. Tenía que hacer algo o reventaría de ansiedad.
Sin la intención de procurarse placer, como si huyera por instinto de una casa en llamas, empuñó su miembro viril con la mano izquierda, y lo agitó con rudeza, molesto por tener que ocuparse de tan bajos menesteres. Con el ir y venir de la mano, el calor que lo sofocaba se transformó en cosquilleo, luego en un deleitoso tumulto de los sentidos, que lo arrastraba hacia una cascada de fuego líquido. Ahí abajo borboteaba el manantial de la vida, y en la frescura de sus espumas por un momento se sintió el más bendito de los mortales. Pero al abrir los ojos descubrió con espanto que un chisguete de semen había caído en la figura de Huitzilopochtli colocada sobre el buró. Entonces reverberó en su conciencia el juramento que había proferido en la cueva de Coanacochtli:
—De ahora en adelante y hasta la hora de mi muerte, juro no hacer nada con estas manos que pueda ofender a mis dioses.
Había jurado en vano y el dios ofendido lo reprobaba con su torvo semblante. Limpió la mancha del ídolo con un paliacate, encendió copal y antes del amanecer intentó reparar la ofensa con plegarias de desagravio. Por la mañana se mantuvo alerta, en espera de otra lluvia de ceniza, un diluvio, o un terremoto, pero esta vez Huitzilopochtli le administró un castigo más salomónico y proporcionado a su falta: la erección que había tratado de exterminar volvió con renovado empuje, y esta vez no fue un trastorno pasajero; se quedó fija en su entrepierna como una maldición irrevocable. Pasó grandes apuros por tener que impartir la doctrina y servir el almuerzo al prior con ese pollo respingón que alzaba el cuello al menor descuido, no obstante haber sujetado su maxtli con dos mecates. El dolor de huevos ya se había extendido a su abdomen y amenazaba con partirlo en dos, cuando tomó la resolución de masturbarse otra vez, si bien ahora tomó la precaución de envolverse la mano con un áspero trozo de bayeta, creyendo que así ofendería menos a Huitzilopochtli. Obtuvo un alivio momentáneo, pero no pudo sustraerse al castigo divino, y amaneció con un risco bajo las mantas. Una cosa estaba clara: el vicio de Onán atizaba la hoguera en vez de extinguirla. Escarmentado, renunció a hacerse justicia por su propia mano y a semejanza del venerable fray Gil, que tenía por costumbre salir al campo a cortar leña cuando lo asaltaba la tentación, emprendió largas caminatas mañaneras que lo dejaban exhausto, y por lo menos reblandecían al enemigo mientras echaba los bofes.
Un martes por la mañana salió a caminar por el bosque en medio de una lluvia pertinaz, que agradeció al cielo, pues contribuía a mitigar sus ardores. Iba descalzo adrede, para maltratarse las plantas de los pies con las piedritas del camino, y solo llevaba una tilma de algodón, porque el dolor y el frío lo ayudaban a combatir la erección tanto como el cansancio. Había recorrido ya media legua, cuando empezó a soplar una ventisca helada. Bendito sea Dios, pensó: tenía el miembro encogido como un tlacuache en su madriguera, y cuanto más arreciara el frío, más sosiego estaría. Redobló el paso para fatigarse más, orgulloso de su victoria sobre el apetito insano, cuando escuchó un relincho de caballos, acompañado de un estrépito de tablones rotos, como si una enorme caja de madera se hubiese desplomado en el suelo. El ruido provenía del camino real y corrió cuesta arriba en esa dirección entre la tupida arboleda. Al llegar al terreno plano vio un carruaje volcado a la vera del camino, con el equipaje desparramado en la hierba, y al fondo, los caballos alejándose a todo galope. Un hombre con la cara sangrante gateaba en círculos, y Tlacotzin le preguntó qué había pasado:
—Malditos cuacos —balbuceó—, se desbocaron y no los pude parar.
Al ayudarlo a erguirse, Tlacotzin olfateó su aliento de briago, una prueba contundente en descargo de los inocentes caballos. Del interior del coche salían lamentos femeninos entrecortados con sollozos. Con ayuda del cochero, Tlacotzin levantó el carruaje usando como palanca uno de los tablones que se habían desprendido, y volvió a colocarlo sobre sus ruedas. Adentro había dos mujeres, una anciana y otra de edad madura, con las caras magulladas y la ropa en jirones. La vieja se tocaba las caderas con un rictus de dolor y la otra, que tenía un raspón en la frente, se enjugaba la sangre con un pañuelo. Apenas se repusieron de la impresión, la más joven preguntó:
—¿Y Crisanta? ¿Dónde está Crisantita?
Tlacotzin se encogió de hombros.
—Falta una muchacha que venía con nosotros —le explicó Isabela—. Me parece que salió disparada por la ventana.
Tlacotzin fue a inspeccionar los alrededores del camino por el rumbo que le indicaron, mientras las mujeres maldecían al cochero con una retahíla de improperios. Por su donaire para insultar, dedujo que eran señoras de alto coturno. Como la yerba estaba crecida, no era fácil saber a simple vista si alguien había caído en esos andurriales. Caminó unas veinte varas con la vista fija en el suelo, y ya pensaba en desandar al camino, cuando tropezó con un tronco derribado cubierto de musgo. Ahí estaba, tendida en el musgo, la doncella más galana y hechicera que hubiese visto jamás. Gracias a Dios respiraba, y contempló con delectación el movimiento rítmico de sus pechos, la breve cintura, el arco triunfal de la cadera y las torneadas piernas, dignas de sostener la bóveda celestial, que habían quedado al descubierto con la caída. A pesar de su palidez rezumaba vida, como si debajo de esas carnes tentadoras guardara un brasero con olorosos perfumes. Sangraba del brazo izquierdo, donde tenía una cortada a la altura del codo, y Tlacotzin se quitó la tilma para vendarle la herida. Después la alzó en peso, y al palpar su adorable cuerpo, el miembro que con tantos trabajos había sometido volvió a levantarse pidiendo guerra. Isabela y Nicolasa se alegraron mucho de verlo volver con ella, y para fortuna de Tlacotzin, ninguna prestó atención al bulto de su maxtli.
—Pobrecita, está privada —dijo Isabela, cubriéndola con su manta de viaje—. Se habrá golpeado muy fuerte.
—Cerca de aquí está la hacienda de Panoaya —le informó Tlacotzin—, si quiere vuestra merced, puedo llevarla allá para que la atiendan.
—¿Podrás con ella?
—Sí, señora, estoy acostumbrado a cargar leña —mintió, pues no quería desprenderse de su beldad.
—Entonces llévala para allá —intervino Nicolasa—, y dile a la gente de la hacienda que por piedad venga a socorrernos.
De camino a la hacienda, el viento helado cesó y hasta salieron unos tímidos rayos de sol entre los nubarrones, que Tlacotzin atribuyó al influjo bienhechor de Crisanta. La muchacha era de su estatura, y en condiciones normales no habría podido cargarla ni cincuenta brazas, pero transportado a las nubes, su cuerpo le pesaba como una pluma. Poco antes de llegar a la hacienda, se cruzó con un carruaje que venía en dirección opuesta. Un caballero de melena gris asomó la cabeza por la ventanilla y ordenó al conductor que se detuviera. El hombre bajó de un salto, desenvainó la espada y le cerró el paso con gesto fiero.
—¡Detente, bellaco! ¿A dónde vas con esa moza?
Tras él bajaron dos acompañantes, también armados, que lo rodearon como si fuera un bandido. Tlacotzin enmudeció de coraje. Creen que me quiero robar a la niña, pensó. Claro, para ellos es una afrenta ver a una blanca en brazos de un indio. Repuesto de la impresión, alzó la cabeza con arrogancia y sin soltar a Crisanta, refirió al caballero la volcadura del carruaje, la manera cómo había ayudado a las damas, y el motivo por el cual llevaba a Crisanta a la hacienda.
—Disculpa, chaval —don Luis lo tomó del hombro—. Hay tantos ladrones de caminos por estos pagos, que a veces uno ve moros con tranchetes. Soy jefe de una compañía de cómicos. Esa muchacha y las señoras que iban en el carruaje son compañeras nuestras.
Los galanes que venían con Sandoval Zapata quisieron cargar a Crisanta, pero Tlacotzin, orgulloso, declinó el ofrecimiento y siguió andando hacia el casco de la hacienda, mientras los comediantes iban en auxilio de las actrices. En los portales de la casona había una niña de ojos vivaces y negro cabello suelto jugando a la matatena.
—Niña —dijo Tlacotzin—, ¿me harías favor de llamar al señor Ramírez?
Al ver a la muchacha desmayada, la niña salió como de rayo hacia la cocina.
—¡Abuelito, abuelito aquí te buscan!
Salió a recibirlo don Pedro Ramírez, el arrendatario de Panoaya, un viejo de noble estampa, curtido por el sol, a quien explicó lo sucedido. Don Pedro era un buen cristiano, que año con año regalaba juguetes a los niños expósitos del convento, y al ver a Crisanta desvanecida, ordenó a una criada que le abriera la alcoba de las visitas. Su mujer, doña Hortensia, fue a buscar en seguida un frasco de sales, y Tlacotzin depositó a Crisanta en una cama con mosquitero. Más que una muerte anticipada, su desmayo había sido un remanso de paz, y cuando le dieron a oler las sales sintió en los músculos una grata modorra, como si hubiese dormido ocho horas de un tirón. Entre la niebla del sopor recordó los brazos salvadores que habían ceñido su talle y el pecho de bronce donde había reclinado la cabeza. Despertó sonriente, sin dar señales de haber pescado un resfrío.
—Te desmayaste al caer del carruaje —le explicó doña Hortensia—. Un indio te trajo hasta aquí.
—¿Dónde está? —preguntó con voz débil.
—Aquí afuera, voy a llamarlo.
Doña Hortensia salió un momento de la alcoba y regresó poco después con un gesto de sorpresa.
—Se ha ido —dijo—, lo dejé sentado allá afuera y desapareció.
—Qué lástima —dijo Crisanta—. Hubiera querido darle las gracias.
Para entonces, Tlacotzin ya iba corriendo de regreso a Amecameca, doblegado por una súbita poquedad del ánimo. Había visto a Citlali, la estrella de la mañana, en forma de mujer, y para no marearse con las alturas, prefirió cortar de golpe su mal de amores, pues sabía muy bien que una muchacha blanca y bonita jamás se fijaría en un indio como él. ¿Para qué hacerse ilusiones si esas pulgas no brincaban en su petate? De haberse quedado a verla despertar, la señorita quizá le hubiese regalado algunas monedas, y aunque Tlacotzin era solícito y humilde con todo el mundo, no habría podido soportar que la Venus yacente lo tratara como macehual, pues el amor lo había convertido de golpe en un igualado, y ahora sabía que entre los cuerpos no existen castas ni rangos. Con su partida, al menos dejaba en claro que no la había socorrido por dinero, y si ella era discreta, sabría apreciar esa gentileza. Que los caballeros principales del reino la cortejaran poniendo a sus pies fortunas y ejecutorias: él se conformaba con la gloria de haberla socorrido en un trance amargo.
Por la dificultad para caminar en el lodo llegó tarde a impartir la doctrina, y en el patio del convento el prior lo esperaba con la boca torcida.
—¿Qué horas son de llegar? ¿Se puede saber dónde andabas?
Tlacotzin titubeó al responder, pues si Cárcamo se enteraba de que había cargado a una doncella, descubriría que no estaba tullido.
—Perdone usarcé, subí al Sacromonte para hacer unos ejercicios espirituales y con el lodazal dilaté mucho en regresar.
—¿Ejercicios espirituales? Solo esto me faltaba. ¿Quién te mete a hacer vida de santo? ¡Tu obligación es desquitar el pan que te comes! —Y delante de los niños le asestó un fuetazo en la boca.
Tlacotzin comprendió que el prior no lo golpeaba por el retardo, sino por sospechar que se había accidentado a propósito. De ahora en adelante debía andarse con tiento, pues Cárcamo, por lo visto, esperaba la menor ocasión para escarmentarlo. Esa noche, al terminar su larga y fatigosa jornada de trabajos forzados, la estampa de la beldad tendida en la yerba lo perturbó hasta el delirio. ¡Oh, dioses, y pensar que había tenido el cielo en las manos, en esas manos todavía impregnadas con su aroma! Depuesto el orgullo, se reprochó con dureza no haber esperado su despertar. Tal vez, en señal de agradecimiento, Crisanta lo habría tomado a su servicio, y hubiese tenido la dicha de servirla como lacayo. Discreto como las piedras, invisible como el aire, se habría encargado de ponerle la bata al salir de la cama, de llenar su tina con agua de rosas, de llevarla en litera a la misa de Catedral, sin esperar más recompensa que una sonrisa o una cariñosa palmada en el lomo. Pero ya era demasiado tarde para postrarse a sus pies. A esas alturas, repuesta de la caída, Citlali ya andaría a muchas leguas del pueblo, montada en otro carruaje con sus amigas cómicas. Más te vale hacer de tripas corazón, pensó, y hacer de cuenta que nunca la viste. Acostumbrado a las derrotas y a las decepciones, no le costaría trabajo aceptar una más. Pero cómo acostumbrarse a la naciente sensación de orfandad que ya empezaba a pesarle en los hombros. Apenas había estado media hora con esa muchacha, y, sin embargo, su pérdida le dolía tanto o más que el abandono de sus padres. El canto de los gallos lo sorprendió llorando en silencio: ella era mi fuego nuevo, ella era mi jardín de gloria, y en su lugar me ha quedado una red de agujeros*.
Al día siguiente, sin haber pegado el ojo, Tlacotzin tuvo que asistir a Cárcamo en la misa dominical con sus ropas de indio, pues el prior, para humillarlo delante del pueblo y castigarlo por su indolencia, le había prohibido usar el hábito de monaguillo. Con cinco años de experiencia como acólito, Tlacotzin ya no disfrutaba como antes el oficio divino. Ahora le parecía una ceremonia insulsa, que por su ignorancia de la lengua latina, la pobre indiada escuchaba sin comprender, excluida del misterio divino por los propios encargados de adoctrinarla. Al inicio de la antífona hizo sonar mecánicamente la campanilla y se adormeció con las frases archisabidas que Cárcamo pronunciaba con desgano, como un burócrata de la fe. Tlacotzin se esforzaba por reprimir un bostezo cuando un suceso extraordinario le sacudió la modorra: las comediantas que había rescatado el día anterior entraron a escuchar la misa y con ellas venía la alondra de sus desvelos. La iglesia se inundó de luz, como si hubiera entrado el sol de mayo con todas las galas de la primavera.
Contemplar de nuevo a esa delicada flor de cempasúchil era un formidable regalo de la fortuna. Con el descanso le habían vuelto los colores, y tenía las mejillas sonrosadas como una manzana jugosa, aunque ahora llevaba el cabello recogido y un vestido largo que le ocultaba las piernas. Por contemplarla embebido tardó más de la cuenta en poner el misal y Cárcamo le llamó la atención con un carraspeo. Mientras el prior leía la epístola de san Pablo a los corintios estuvo espiándola con el rabillo del ojo y notó con inquietud que la cómica vieja lo señalaba con el dedo:
—Allí tienes a tu salvador —dijo Nicolasa a Crisanta.
Habían ido a la iglesia del pueblo para dar gracias a Dios por haberlas librado con bien de la volcadura y Crisanta miró a Tlacotzin con simpatía. Esa mañana todo le estaba saliendo bien. En el trayecto a Amecameca, los actores que representaban a los ángeles del abismo habían desertado de la compañía por falta de pago y don Luis de Sandoval ya le había ofrecido el papel de ángel femenino. Estaba lista para triunfar en el teatro y quería expresarle su gratitud al indio que la había salvado de morir en el monte a merced de las fieras. Era buen mozo, pero no se parecía mucho al atlante con brazos de roble que esperaba encontrar. A juzgar por su esmirriada figura, la proeza de llevarla cargando hasta la hacienda de Panoaya tenía un mérito mayor. Tímido y frágil como un cervatillo, el acólito agachaba la cabeza con humildad, agobiado, al parecer, por las miradas de los fieles. ¿De dónde habría sacado fuerzas para levantarla, si el pobre temblaba de bochorno y a duras penas podía sostenerse en pie?
Con las miradas insistentes de Crisanta, Tlacotzin se puso a sudar frío y no pudo contener una briosa erección. Tenía el maxtli atado con doble nudo, para estrangularse el miembro por si acaso le daba guerra, y con la pierna cruzada logró disimular el percance. Acalambrado por el esfuerzo, fue a sacar la custodia y entregó al prior la urna eucarística de plata maciza. La solemne elevación del cáliz le pareció una representación metafórica de su propio alzamiento, y a duras penas logró arrodillarse con esa palanca en la entrepierna. Una vez bendecida la Sagrada Forma, llamó con la campana a los fieles para recibir la comunión. Crisanta fue de las primeras en levantarse, y al verla venir, Tlacotzin tuvo una violenta taquicardia acompañada de escalofríos. El tembloroso platillo que debía sostener bajo la boca de los comulgantes delataba su agitación, y Cárcamo le dirigió una mirada admonitoria. Cuando se acercó a tomar la hostia, Crisanta lo miró directamente a los ojos, con una intensidad que aumentó la potencia de la erección. El empuje del miembro levantisco deshizo el doble nudo del maxtli sin que pudiera meter las manos y la prenda cayó al suelo, dejándolo en cueros vivos delante de la grey. Hubo un murmullo de asombro, y Crisanta, a un palmo de distancia, alcanzó a contemplar en todo su esplendor el plátano erguido, antes de que Tlacotzin se cubriera con la tilma y alzara del suelo su taparrabo. Cárcamo se había percatado de lo ocurrido, pero prosiguió la misa como si nada, para no agravar el desaguisado.
De vuelta en la banca, Crisanta se arrodilló para deglutir el cuerpo de Cristo, la mente fija en la soberbia columna que había contemplado, ¡con razón el indio había podido llevarla en brazos hasta la hacienda! Si tenía ese vigor, cualquier peso debía resultarle liviano. A su lado, Isabela y Nicolasa reían entre dientes. También ellas habían visto el prodigio arquitectónico desde lejos, y la actriz veterana le susurró al oído:
—Qué bien dotado está tu indezuelo.
Pero Crisanta no estaba para bromas, pues la férvida salutación del acólito le había provocado un total desarreglo de los sentidos. Al ver ese obelisco prieto había sentido escapar de sus ojos, por primera vez, los espíritus sanguíneos que, según Sandoval Zapata, contenían la esencia del amor incorruptible y eterno. Ciertamente, el miembro viril no tenía el don de la vista, pero sin duda el muchacho estaba herido por la misma saeta, pues ¿quién más podía haberle provocado el alzamiento? Yo lo turbé de esa forma con una sola mirada, pensó con orgullo. El flechazo había ocurrido en la iglesia, en señal de que Dios bendecía ese idilio platónico. Que su salvador fuera indio y ella blanca no la arredraba en absoluto, pues cualquier unión por amor era lícita entre la gente de teatro. Ya sentía conocer de una vida anterior al palomo que había escapado del nido para anunciar la alborada. Ya hervía de impaciencia por abrigarlo en su piel y volar en llamas, como estrella errante, por el cielo constelado del amor ideal.