13

Cohibido por el bochorno, el miembro de Tlacotzin sufrió un encogimiento que lo sacó de apuros y le permitió recorrer el pasillo central de la iglesia con el plato petitorio de las limosnas. Las comediantas murmuraban en la penúltima fila, indignadas, supuso, por la grosera exposición de sus atributos. Deben pensar que soy un pícaro insolente, pensó, y ahora la señorita no me querrá ver ni en pintura. De buena gana las hubiera eludido, pero Cárcamo se molestaría si no les pasaba el plato, pues los criollos solían dar las mejores limosnas. Con pasos vacilantes llegó a la fila de las cómicas y les tendió el plato sin atreverse a mirarlas. Isabela y Nicolasa echaron monedas de a cinco reales, y cuando llegó el turno de Crisanta, deslizó en la charola un papel doblado. Cruzaron una mirada cómplice, que atizó la fragua de sus espíritus sanguíneos. Con el billete guardado bajo la tilma, Tlacotzin comió ansias hasta fin de la ceremonia, y al oír el Ita misa est y el Benedictus Domino, se guareció detrás del facistol para echar un vistazo al recado:

Me salvaste la vida y quiero darte las gracias. Te espero en el tianguis a la hora nona.

Crisanta

¡De modo que la Venus estaba agradecida a pesar de su impudor! ¡Y qué nombre tan hermoso tenía, un nombre que invitaba a venerarla de rodillas! Si le había perdonado ese tropiezo, tal vez aceptaría tomarlo como esclavo, para tener un hombre valiente que la protegiese de los peligros. Haberse ganado su aprecio le devolvió en un instante la autoestima perdida en años de asentir y callar. Pero no pudo paladear la victoria, pues la cólera de Cárcamo lo esperaba en la sacristía:

—¡Qué vergüenza, Dios mío! ¡Profanar así la casa del Señor! ¿No te pudiste atar el taparrabos, belitre?

—Perdone vuesamerced, con las manos ocupadas no me lo pude cerrar.

—¿Ves lo que te pasa por tener ese maldito brazo en un cabestrillo? ¡Por poco metes el miembro en el copón de las hostias! —Cárcamo se santiguó con horror.

—Si vuesamerced no quiere que muestre las partes, permítame llevar el hábito de monaguillo —se atrevió a replicar Tlacotzin, envalentonado por el billete de Crisanta.

—Solo esto me faltaba —se atufó el prior—, ¡tener que soportar las majaderías de un criado respondón! Muy bien, Diego, tú lo has querido: a partir de hoy me buscaré otro acólito que no cometa indecencias. —Cárcamo se encaminó a la puerta, pero antes de salir dio media vuelta—. Ah, y esta noche no te acerques al refectorio, que no habrá ni un bolillo para ti. Ya veremos si te enseñas a ser calladito.

El castigo no le hizo mella, pues tenía demasiados pájaros en la mente para inquietarse por algo tan vulgar como el hambre. En las horas que faltaban para la cita imploró de rodillas a una efigie de Tlazoltéotl, la diosa del amor, que lo hiciera grato a los ojos de Crisanta. No aspiraba a conquistarla, eso era demasiado para su humilde condición, solo quería rendirle vasallaje, quemarle incienso como a las imágenes de los templos, sin atreverse a tocar siquiera la orla de su vestido. Cuando sonaron las campanadas de la hora nona, salió de su celda con una filma de algodón recién planchada, el cabello peinado a la balcarrota, con dos guedejas largas a los lados de la cara. Por precaución, al pasar por la cocina, desierta a esa hora de la tarde, abrió el tonel donde se conservaba en sal la nieve traída desde las faldas del Popo, y se metió un puño debajo del maxtli, para mantener a raya las erecciones. En el tianguis había poca gente, porque los mercaderes ya estaban levantando sus puestos, y al ver venir a Tlacotzin, Crisanta sintió un golpeteo en las sienes. Con ese peinado de príncipe azteca se veía tan apuesto que a punto estuvo de perder el decoro y correr a sus brazos.

—Buenas tardes. —Tlacotzin hizo una reverencia—. Aquí estoy, para lo que usarcé guste y mande.

—Para ti no soy usarcé: llámame por mi nombre, Crisanta.

—A sus órdenes, señorita Crisanta. —Tlacotzin repitió la caravana.

—Estoy muy agradecida contigo por haberme socorrido ayer. Si no es por ti, ahora estaría en cama con una terciana, o en el vientre de alguna fiera. Me has hecho un señalado favor y quisiera saber cómo puedo recompensarte.

—Ya me recompensó su merced. No puedo tener mayor premio que gozar de su compañía.

Crisanta se ruborizó: el indio le estaba confirmando con palabras el homenaje que le había rendido en la iglesia. Pero no podía tutearla, quizá por tener muy arraigado el hábito de servidumbre.

—Veo que además de valiente eres cortés y discreto —sonrió—. ¿Cómo te llamas?

—Tlacotzin —respondió sin vacilar.

Nunca daba su nombre mexicano a los blancos, pero en este caso sintió necesario hacer una excepción, pues Crisanta le inspiraba confianza. De tanto oír su nombre español en boca de Cárcamo (¡Diego, tráeme acá las pantuflas! Diego, ¿dónde diablos pusiste mi esclavina?) había llegado a verlo como un símbolo de opresión y ahora, para sentirse digno de su amada, necesitaba romper esa cadena verbal.

—Tlacotzin, qué bonito nombre, y dime, ¿qué te pasó en el brazo?

—Una caída, pero ya estoy bien. —Tlacotzin sacó su brazo derecho del cabestrillo y lo flexionó para demostrar que no era un lisiado.

—¿Y desde cuándo vives en el convento?

—Aquí en Amecameca tengo cuatro años. Pero antes estuve con los padres franciscanos en el convento de Tlalmanalco. Mi primer amo fue fray Gil de Balmaceda, un hombre muy santo.

—No habrás pensado meterte a fraile, ¿verdad?

—No señorita, solo soy pilguanejo. Los indios tenemos prohibido ser sacerdotes.

Excelente prohibición, pensó Crisanta, sin atreverse a decirlo a Tlacotzin, por temor a parecer irreverente. Habían terminado de recorrer la calle principal del pueblo y se internaron por el sendero flanqueado de encinos que desembocaba en el bosque. Como el suelo estaba resbaloso, Tlacotzin tenía que tomarla de la mano para bordear los charcos, y en cada contacto, las avispas del deseo le crispaban la piel. A pesar de la nieve derretida que le chorreaba en los muslos, el miembro se le fue endureciendo hasta alcanzar una rigidez marmórea. La vergüenza le selló los labios, y ante su mutismo, Crisanta tuvo que llevar el peso de la conversación. Habló de sus sueños de ser actriz y de cómo había entrado a la farándula viajando de polizonte en una carreta. Estaba tan contenta con su nueva familia, que no la cambiaría por nada del mundo. Y ahora, gracias a Dios, se le presentaba la oportunidad de sustituir a una cómica en la función que iban a dar en Amecameca. Tlacotzin la escuchaba sin retener sus palabras, corrido y cortado por la embarazosa erección. Crisanta se cansaba ya de monologar cuando advirtió el volcán levantado en su maxtli.

—Oye, Tlacotzin —dijo con voz trémula, mirándolo a los ojos—. Dime una cosa: ¿has conocido mujer?

—Nunca, señorita.

—Pues creo que ya te hace falta, ¿no crees?

La insinuación abolió de un golpe la distancia que la raza, la educación y el respeto habían interpuesto entre ambos. Con la audacia primitiva de los cachorros en celo, Tlacotzin dio un paso al frente y acercó sus labios a los de Crisanta, sabiendo que si ella se quejaba lo podían lapidar en la plaza del pueblo. Todo ocurrió en silencio: el encuentro de las bocas inexpertas, el abrazo tímido y luego enjundioso, el vértigo de sentir que sus manos echaban raíces en otro cuerpo. Crisanta venció de golpe la repugnancia por el sexo masculino contraída por la vejación de Onésimo, y Tlacotzin ascendió en un instante a la categoría de tlatoani, con poder para gobernar el cielo y la tierra. Tendió el ayate sobre la yerba para que Crisanta no se mojara, y a la luz parda del crepúsculo, desnudó con suavidad su cuerpo de plata morena. Crisanta cerró los ojos y se dejó llevar por la marea del instinto, como una mística en busca del bien supremo. Obedientes al imperio de la sangre, ni ella ni Tlacotzin sintieron temor al pecado, y sus jadeos de placer, exentos de culpa, brotaron con la misma inocencia que el canto de los jilgueros. En el remanso de calma que siguió a la explosión de gozo, Tlacotzin reclinó la cabeza en el pecho de Crisanta.

—Mi jovencita, niña mía, la más querida. ¿Acaso sientes bien tu amado cuerpecito, señora amada?*

—Nunca me sentí mejor —suspiró Crisanta—, estoy en la gloria.

—Déjame ser el guardián de tus sueños —la abrazó Tlacotzin—. Quédate aquí en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos.

Su madre lo había arrullado de niño con esas palabras y ahora, por primera vez, tenía la ocasión de decírselas a una mujer por la que sentía la misma ternura. Pero Crisanta las entendió en sentido literal y se apresuró a responder:

—No me puedo quedar, Tlacotzin. La compañía solo dará una función en este pueblo. Sería mejor que tú vinieras conmigo.

Tlacotzin entornó los ojos, pensativo. La invitación de Crisanta era tentadora, y llegaba en buen momento, pues ya no soportaba los malos tratos del prior, pero veía difícil que hubiera lugar para él en la compañía de cómicos, y si lo hubiera, ¿lo aceptarían como amante de Crisanta o tendría que presentarse como criado? Para no contrariarla, dejó la respuesta en el aire, pero en su fuero interno temió que la fatalidad iba a separarlos. Ningún blanco, menos aún si era de armas tomar, como el comediante que lo amenazó con la espada, toleraría jamás los amores de un indio con una princesa rubia.

Mientras Tlacotzin y Crisanta se entregaban la flor de su juventud, en el convento, Sandoval Zapata pedía permiso a fray Juan de Cárcamo para representar El gentilhombre de Dios en el atrio de la iglesia. Hasta entonces, ningún párroco le había puesto obstáculos, pues el teatro religioso, además de divertir al pueblo, ayudaba a los clérigos en sus tareas pastorales, pero el prior era un hueso duro de roer.

—Aquí no necesitamos comedias —sentenció—, y el día que las necesitemos, haré montar un buen auto de Calderón, que en tratándose de cosas sagradas, las rústicas plumas indianas pueden causar mucho daño.

—En este reino hay poetas de altísimo genio —replicó Sandoval—, que no le piden nada a los mejores talentos de España. Pero si vuestra paternidad duda de mis luces, someteré a su aprobación el manuscrito del auto.

—Tengo ocupaciones de sobra para malgastar el tiempo en esas lecturas. —Cárcamo sonrió con desprecio—. Por si no lo sabe, yo también soy poeta, pero mi musa solo se ocupa de temas sublimes, y por lo general, prefiero expresarme en lengua latina.

—No olvide que la voz del pueblo es la voz de Dios y que el deber de la poesía es enseñar deleitando —se impacientó Sandoval—. Comprendo que para un letrado tan eminente como usarcé, el teatro popular sea cosa deleznable, pero la gente humilde aprende mucho con mis autos.

—Habla como un misionero que viniera a hacer una obra de caridad —Cárcamo lo escrutó con la mirada—, y que yo sepa, todas las compañías teatrales buscan el lucro. ¿O acaso piensa regalar la función?

—De ningún modo, los cómicos también tenemos que alimentarnos. Pero en los pueblos donde hemos representado el auto, los indios que no tienen dinero en metálico pagan con víveres o comestibles.

—Ya entiendo, vuesamerced cobra en especie para luego vender las mercancías al doble de precio. —Cárcamo se cruzó de brazos—. Eso se llama medrar a costa del pueblo. ¿Y se puede saber qué beneficio obtendría el convento con la representación?

Sandoval advirtió en los ojos de Cárcamo el brillo de la codicia y comprendió que todos sus reparos eran un subterfugio para sacar raja. Le irritó ser tomado por un mercader rapaz cuando estaba pasando tantas penurias para sacar adelante la gira. Sin embargo, necesitaba llegar a un arreglo y mantuvo fría la cabeza a pesar de su indignación.

—Mi compañía no está en Jauja, ni mucho menos, pero si vuestra paternidad me concede el permiso, el convento podría recibir un quinto de las entradas.

—Ni pensarlo —se ofendió Cárcamo—, exijo la mitad.

Entraron en un largo regateo y Sandoval tuvo que referir al prior sus problemas para pagar los sueldos de los actores, en un intento fallido por conmoverlo. Finalmente, ya entrada la noche, Cárcamo aceptó un tercio de las ganancias, pero con la condición de que los gastos para montar el tablado corrieran por cuenta de Sandoval. Fatigado y tenso, el poeta volvió pasadas las diez a la hacienda de Panoaya, donde don Pedro Ramírez había ofrecido hospedaje a la compañía. Isabela y Nicolasa lo esperaban tejiendo con ganchillo, en compañía de Crisanta, que había vuelto ya de su cita amorosa.

—Vengo de hablar con el gachupín más necio y engreído que he visto en mi vida —dijo Sandoval, con una mueca de hastío.

Desplomado en un sillón frailuno, le dio un trago largo al porrón de vino clarete colocado en la mesa, como para quitarse el amargo sabor de boca, y narró a las mujeres lo sucedido con Cárcamo.

—Me comprometí a darle un tercio de lo que se recaude —concluyó—, pero si viene poca gente, me temo que no podré pagar ni la compostura del carruaje. Y por si fuera poco, he perdido a mis ángeles del abismo: necesito conseguir pronto a un actor joven que haga pareja con Crisanta.

—Más vale suprimir esa escena —sugirió Isabela—, al fin y al cabo nadie se dará cuenta.

—Eso nunca —respingó Sandoval—, es la parte del auto que más gusta a los indios.

—¿Pero de dónde vamos a sacar un actor en este pueblito? —preguntó Nicolasa.

—No sé —Sandoval se mesó los cabellos—, tal vez los frailes del convento puedan ayudarnos a encontrarlo.

—Yo conozco a un mozo muy listo que puede hacer el papel —intervino Crisanta—. Se llama Tlacotzin y es el acólito que me trajo cargando hasta aquí.

—¡Vaya que te has encaprichado con ese indio! —se burló Nicolasa—. Primero te lo llevas a deshojar margaritas y ahora lo quieres meter a la compañía. Cualquiera diría que estás amartelada con él.

Por el rubor de Crisanta, todos los presentes se dieron cuenta de que Nicolasa había dado en el blanco.

—Quizá no sea mala idea darle el papel a tu amigo —Sandoval recuperó el optimismo—, a un indio le vendrá de perlas el disfraz de nahual. Y ese Tlacotzin habla muy bien español. Tráelo mañana para hacerle una prueba.

Crisanta miró a Nicolasa con malicia, y esa noche, antes de apagar el velón, le dijo entre risas:

—Te guste o no, ya me salí con la mía.

Al día siguiente se encontró con Tlacotzin en el atrio de la iglesia y le dio la buena nueva con grandes efusiones de afecto. Pero la noticia entristeció al pilguanejo en vez de alegrarlo:

—El prior no me dará permiso —dijo con pesar—. Está enojado conmigo porque no le quise hacer un mosaico de plumas. Ayer hasta me dejó sin merienda.

Para sorpresa de Tlacotzin, esa misma tarde Cárcamo le ordenó acudir a la hacienda de Panoaya y ponerse a las órdenes de Sandoval Zapata para hacer un papel en la pieza. El prior no solo hizo una tregua unilateral en su guerra con Tlacotzin, sino que anunció desde el púlpito el montaje del auto y ofreció una indulgencia plenaria a los asistentes: así era de expedito cuando estaba en juego su propio interés. Resuelto a cambiar el convento por los tablados, Tlacotzin se aprendió el papel en veinticuatro horas, pero en los ensayos obedeció las indicaciones de Sandoval con más tesón que talento, pues era un actor impávido, de voz plana y ademanes tiesos, con poca desenvoltura para moverse en el escenario. Su rigidez contrastaba con la vivacidad de Crisanta, que deslumbró a Sandoval y a toda la compañía con los recursos histriónicos aprendidos en su carrera de falsa beata. Era un deleite para los caballeros verla acercarse al Hombre con suaves ondulaciones de áspid y verter en su oído el veneno de la tentación*:

Goza hasta el último aliento

fandango, vino y mujeres,

que la vida sin placeres

no es vida sino tormento.

Bebe en mi boca de grana

la dulce miel del pecado

antes que disponga el Hado

nublar tu alegre mañana,

pues no hay peor esclavitud

que la del hombre piadoso,

encadenado al odioso

grillete de la virtud.

Para disimular la torpeza de Tlacotzin ante el público criollo y darle mayor lucimiento a la joven actriz, Sandoval tomó la decisión de poner en boca de Crisanta los parlamentos del indio, pero mantuvo a Tlacotzin en el escenario y le encargó repetir en náhuatl los versos de su compañera, de modo que los indios comprendiesen mejor el carácter maléfico de los ángeles ataviados como nahuales. Deslumbrada por el salero de su protegida, Isabela vio retoñar en ella el talento de Dorotea.

—¡Eres el vivo retrato de tu madre! —exclamó al ver de corrido la escena—. Pero a mí no me engañas, tú has aprendido el oficio en otra parte. Las tablas que tienes no las da una representación escolar.

—Aprendí mirándote —mintió Crisanta—. Lo poco que sé te lo debo a ti.

No quiso revelarle dónde había adquirido el oficio, pues le avergonzaba haber sido cómplice de Onésimo en la farsa mística y quería enterrarla en el olvido, cuantimás ahora, que estaba a las puertas del triunfo. Sin duda, su experiencia como charlatana le había enseñado a dominar las emociones, pero la felicidad alcanzada en brazos de Tlacotzin también había contribuido a templarle el ánimo. Con el alma y la mente en perfecto equilibrio, manejaba la voz como un clavecín bien temperado y encontraba con facilidad la modulación que mejor convenía a los sentimientos del personaje. En los tres días que duraron los ensayos volvió a tener otros tantos encuentros amorosos con Tlacotzin, que la dejaron lacia y agradecida. En sueños lo veía transmutarse en gentil unicornio, con el cuerno rematado en forma de glande, y empezaba a sentirse incompleta por no tenerlo en su cama todas las noches. Para subsanar esa carencia, la víspera de la función lo convenció de abandonar el convento, algo que él deseaba con ansias, y trazaron juntos un plan de fuga: al terminar la pieza, Tlacotzin sacaría sus pertenencias del claustro en el mayor sigilo, sin despedirse del prior, que estaría demasiado ocupado haciendo la cuenta de sus ganancias, y la alcanzaría en el sarao que don Pedro Ramírez iba a ofrecer esa misma noche a la compañía. Sandoval Zapata era un hombre de buen corazón y Crisanta no dudaba que aceptaría a su amado como actor de planta. Tlacotzin no estaba tan seguro, pero los besos de Crisanta lo enfebrecían a tal punto que por hacer su voluntad la hubiera seguido al infierno.

Atraídos por la curiosidad, más que por la convocatoria del prior, el día de la función los comarcanos abarrotaron el atrio de la iglesia, donde las bancas fueron insuficientes para acoger a la multitud. Gracias a la nutrida asistencia, Sandoval pudo respirar tranquilo, pues con la venta de los granos y las gallinas le alcanzaría con holgura para dar su tajada a Cárcamo y pagar los sueldos atrasados a los actores. En cuanto a la acogida del auto, la compañía triunfó en toda la línea, pues los hacendados conocedores de la comarca ovacionaron la obra de pie, y al grito de «víctor, víctor», pidieron que Sandoval saliera a agradecer los aplausos. En un gesto de compañerismo, Isabela tomó de la mano a Crisanta para compartir con ella la mayor ovación de la noche. Al oír los bravos y los vivas, la debutante se sintió elevada a los cielos por un torbellino. Ya era una cómica verdadera, y de ahora en adelante nadie podría detenerla en su vuelo ascendente.

Aunque Crisanta lo borró del tablado, Tlacotzin cumplió con decoro su tarea de traductor simultáneo, y ante los ojos de los indios quedó investido con la dignidad de un pipiltin o señor principal, por representar a su raza en un espectáculo tan lucido. Apenas concluidos los aplausos, que duraron cinco minutos, los donjuanes del pueblo fueron en busca de las jóvenes actrices para rendirles pleitesía, y hasta Nicolasa recibió entre bastidores a un galán septuagenario, que le regaló un prendedor de oro. Todos estaban felices, menos el prior del convento, pues a pesar de haber sacado la parte del león en el negocio, sintió como una afrenta el triunfo de Sandoval. Sentado en la banca de honor miraba con perplejidad a don Pedro Ramírez, su compañero de asiento, que tenía las manos moradas de tanto aplaudir. ¿Por qué tantos vítores a un pobre ganapán de las letras? Nunca lo habían aplaudido así cuando recitaba sus himnos sacros en las fiestas religiosas del pueblo, aunque superaba en la agudeza de los conceptos y en el primor del estilo la inculta lira del poeta criollo. ¿Era necesario pergeñar versos ripiosos para complacer a ese público zafio?

—¡Qué maravilla! —dijo don Pedro, entusiasmado—. Es una de las mejores compañías que he visto. Y luego dicen que los criollos no saben representar.

—Los cómicos no están mal —concedió Cárcamo por diplomacia—, pero la pieza es un compendio de desatinos.

—Pues yo la disfruté mucho —insistió el hacendado—. Felicite de mi parte a su pilguanejo, para ser un principiante no lo hizo nada mal.

—Estaba tan tieso que parecía de palo —se burló Cárcamo—. El pobre Diego no tiene cabeza para ser comediante.

—No lo subestime, padre, ese muchacho vale oro —insistió Ramírez—. Es más listo de lo que parece, y su amor por el prójimo raya en el heroísmo. Si no fuera por él, la volcadura que sufrieron las cómicas pudo tener consecuencias fatales.

—¿Él las socorrió? —dijo Cárcamo, sorprendido.

—No solo eso, les salvó la vida. Diego fue el primero en llegar al sitio del accidente, y ahí donde lo ve tan tilico, quién sabe de dónde sacó fuerzas para llevar en brazos a la mozuela que se desmayó.

—A buena hora vengo a enterarme de sus hazañas —refunfuñó el prior—. El muy taimado no me contó nada.

—Por modestia, padre: el muchacho es tan noble, que le debe dar pena contar sus buenas acciones. Recuerde la sentencia de San Pablo: que tu mano izquierda no sepa lo que hace la diestra.

—Ya lo creo —Cárcamo apretó la quijada—, las manos de Diego son todo un misterio, pero ahora mismo voy a pedirle que me lo aclare.

A grandes zancadas, nublados los ojos por el vapor de la ira, Cárcamo se dirigió hacia la carreta con toldo de petates improvisada como camerino. Tlacotzin estaba quitándose los arreos de nahual, cuando sintió la garra del prior en su hombro derecho.

—Ven acá, bribón —lo zarandeó Cárcamo—. Explícame una cosa: ¿cómo puedes andar cargando doncellas con el brazo tullido?

—Estaba desvanecida y tuve que ayudarla, padre.

—¡Embustero, canalla, granuja! —Por cada insulto, Cárcamo le dio una bofetada—. Has tenido el brazo sano todo el tiempo y aparentabas estar lastimado para no hacer el mosaico, ¿no es verdad, miserable?

Tlacotzin bajó la cabeza en un reconocimiento tácito de su culpa.

—¡Malhaya el día en que te tomé como criado! —El prior remató la tanda de golpes con un bastonazo en la espalda—. Pues bien, traidor, en castigo por tu ingratitud, te quedarás un mes a pan y agua en la celda de castigo: así aprenderás que de mí no se burla nadie.