15

Sentado en un escritorio taraceado de nácar y marfil, frente a la ventana que daba a la calle de la Perpetua, fray Juan de Cárcamo y Mendieta revisaba con esmero los libros contables de la orden de Santo Domingo. Sumadas las rentas de las capellanías testamentarias y los capitales procedentes de los prioratos, durante su administración habían obtenido réditos por 600 mil pesos, más del doble del trienio anterior. El provincial Montúfar saltaría de contento cuando le rindiera cuentas, pues había superado con mucho la meta fijada por el cuerpo consultivo. Bien sabía Dios cuánto le repugnaba distraerse de las letras y la teología para hacer números, pero así lo exigía la buena marcha del convento, que antes de su llegada había padecido grandes mermas patrimoniales por falta de un buen administrador. Su decisión de suspender los gastos para restaurar edificios en ruinas, habitados por parias que pagaban rentas irrisorias, le había dado magníficos dividendos, pues cuando los techos empezaron a caerles encima, los inquilinos habían tenido que largarse a otra parte, y ahora, bien remozadas, sus viviendas podían rentarse al doble de precio. Otro de sus grandes aciertos había sido aumentar el gravamen de los créditos hipotecarios, pues como muchos propietarios de fincas urbanas no pudieron pagarlos, la orden se había cobrado los adeudos con sus inmuebles. Por si fuera poco, en las grandes extensiones de tierra ociosa que las anteriores administraciones mantuvieron en el abandono, había fundado ranchos ganaderos y trapiches administrados por los prioratos, que ya empezaban a rendir beneficios. Gracias a su talento para sacar dinero hasta de las piedras, los bienes de manos muertas estaban dejando de serio, y en materia de bonanza financiera, los dominicos competían al tú por tú con los agustinos y los jesuitas.

Terminada la revisión de las finanzas monásticas, dio un sorbo a su espumosa taza de Soconusco y guardó los libros contables en una preciosa gaveta, con tirador plateado en figura de águila bicéfala. Casi daban las once, y como todos los martes en la mañana, tenía que asistir al fastidioso capítulo de culpis, para confesarle sus pecados a un hermano de la orden. Esta semana, el sorteo le había impuesto la penosa obligación de confesarse con un verdadero pelmazo, el resentido fray Hernán de Loperena, un criollo entrado en los cincuenta, que se había pasado toda su juventud en las misiones de Oaxaca, evangelizando a los zapotecos, y creía que la orden debía colmarlo de honores para pagarle ese sacrificio. Cada tres años, él y otros tecomates de su calaña intentaban alzarse con el provincialato de la orden. Hasta habían pedido una bula papal para reformar el capítulo de elección, que solo permitía ocupar el puesto a los peninsulares. Pobres ilusos, primero caería muerto Montúfar antes que entregarles el poder. Con epístolas al Vaticano jamás lograrían nada, pues el provincial tenía covachuelos a sueldo que se encargaban de archivar sus peticiones en las gavetas de la prelatura.

Loperena y su facción estaban condenados a la derrota, pero en México tenían una fuerza considerable, y como él, en su calidad de subprior, era el candidato más firme para suceder al provincial, debía comportarse como un modelo de rectitud para no dar pábulo a sus ataques. Por los informes de sus criados soplones, los frailes del bando enemigo sabían a qué hora salía y entraba del convento, con quiénes había almorzado, cuánto dinero gastaba en pequeños placeres, dónde compraba sus casullas y a quiénes recibía en horas de visita. Era una redundancia confesarse con un chismoso tan bien informado como Loperena, pero por aquello de «al mal paso darle prisa», caminó con tranco veloz por el corredor adornado con pebeteros y cornucopias que comunicaba el claustro mayor con el claustro pequeño. Fray Hernán ya lo esperaba en el patio de los confesionarios, con la carita mustia de los grandes ambiciosos frustrados.

—Querido hermano Loperena —se levantó a saludarlo—, no sabes cuánto me place confesar a un santo varón como tú.

—El gusto es mío —dijo Cárcamo, familiarizado con la hipocresía de los criollos—, espero gozar más a menudo este privilegio.

—Pues bien, hermano, te escucho.

Cárcamo se acusó de haber dicho improperios non sanctos a su criado filipino Pedro Ciprés, que el día anterior, al servirle el almuerzo, le había derramado en la sotana la mitad del puchero, por haber estado bebiendo pulque a escondidas, según descubrió al percibir su hedionda tufarada. Sin duda el bribón merecía el regaño, pero las injurias que había proferido, propias de un carretonero, contravenían de modo flagrante la mansedumbre exigida a un siervo de Dios.

—¿Cuáles fueron los denuestos?

—Hideputa, cabrón, malnacido…

Fray Hernán hizo un gesto de dolor, como si cada insulto fuera un latigazo en la espalda de Cristo, y Cárcamo pensó con sorna que la confesión le estaba sirviendo como pretexto para insultarlo por interpósita persona.

—La ira es hermana de la soberbia —lo reprendió fray Hernán—. Recuerda que la mayor fineza de Cristo fue humillarse ante los inferiores. ¿Has cometido alguna otra falta?

—Sí, hermano —dijo Cárcamo—, por querer prolongar el sueño, el miércoles pasado llegué tarde a rezar los maitines.

—Un pecadillo venial. ¿No hay algo más que debas confesar?

En la pregunta de Loperena, Cárcamo advirtió un retintín de insidia, como si el criollo quisiera insinuarle que todas las zancadillas y golpes bajos propinados a su grupo opositor eran faltas de mayor gravedad que las confesadas. Pero en ese renglón, Cárcamo tenía la conciencia tranquila, pues consideraba a los criollos una raza degenerada, propensa a la corrupción, que había heredado todos los defectos del carácter español (soberbia, destemplanza, envidia) y ninguna de sus virtudes. Excluirlos del poder no era una injusticia, sino un deber político y moral aprobado por Dios.

—Nada, hermano —respondió con aplomo—, esos fueron todos mis pecados.

Era cierto, le gustara o no a fray Hernán y a toda su caterva de zopilotes indianos. A diferencia de muchos religiosos que se las daban de santos, había perseverado en la virtud heroica de la virginidad, algo particularmente difícil en la Nueva España, donde el clima tórrido y la liviandad de las costumbres invitaban por doquier a los goces sensuales. No lo turbaba la presencia de las mujeres, como sucedía a otros frailes cargados de cilicios que las evitaban como si fueran portadoras de peste, y aunque tenía muchas hijas de confesión, ninguna podía ufanarse de haberlo tentado a pecar. Cierto: en otras épocas había sucumbido al pecado de la gula, y el rumor de sus comilonas en Amecameca, propalado por frailes desafectos, había llegado a oídos del provincial, que lo instó a enmendarse, pero desde su llegada a la capital, había desdeñado los más suculentos manjares con invencible tesón, para asombro de quienes buscaban golpearlo por ese flanco. Su delgadez era la mejor prueba de que ahora comía con la frugalidad de un jilguero. Con 20 libras menos, la cara de luna llena convertida en afilado rostro de ermitaño, tenía la mirada intensa y atormentada de los espíritus fuertes que han doblegado a sus apetitos. Libre al fin de indigestiones y constipados, obraba todas las mañanas con la puntualidad de un reloj, sin tener que ponerse lavativas, y el bitoque para aplicarlas se enmohecía debajo de su cama como un mosquete en tiempo de paz.

De vuelta en la celda, se caló su luengo sombrero de teja, y con el balandrán echado en los hombros ordenó a Pedro que tuviera listo el carruaje, pues en unos minutos saldría a la calle para tomar el almuerzo con los marqueses de Selva Nevada. Había cultivado la amistad de esa familia con el mismo empeño que puso en aplacar el hambre y, con ayuda de Dios, su paciente cortejo social empezaba a rendir frutos. La llave para ganarse la confianza de los marqueses había sido su hija Leonor, fundadora de la hermandad de la virgen del Rosario, una de las cofradías de notables vinculadas al convento. Tres años antes, al verla en la procesión del Santo Entierro, el viernes de la Semana Mayor, recordó el aprecio que doña Leonor le había manifestado en Amecameca, y trabó con ella una respetuosa amistad, estrechada con el paso de los años. Doña Leonor ya estaba en edad casadera, y, sin embargo, su acrisolada virtud la inclinaba más al amor de Dios que al amor humano. Tejía ropones para los niños dioses, visitaba asilos de ancianos donde curaba las llagas de los enfermos y muchas veces desairaba a sus numerosos pretendientes para dedicarse a la oración mental.

Cárcamo abrigaba la secreta esperanza de unirla en matrimonio con Cristo y le suministraba lecturas piadosas que Leonor devoraba como si fueran novelas. A últimas fechas, la muchacha necesitaba más que nunca un báculo espiritual, porque don Manuel, su padre, había enfermado de dolor nefrítico y los médicos pronosticaban un desenlace fatal. Desde entonces la visitaba tres veces por semana para acompañarla en sus rogativas, y doña Pura, la marquesa, lo trataba ya como parte de la familia, al grado de ponerle un cubierto permanente en la mesa. Impuesto de su privanza con la poderosa familia, el provincial Montúfar le había encomendado la delicada misión de hablar con don Manuel en su lecho de moribundo para convencerlo de que testara en favor de la orden, pues la iglesia mayor del convento se estaba hundiendo en el pantanoso suelo de la ciudad y los arquitectos presagiaban una catástrofe. O conseguían fondos de urgencia para construir otra, o se verían obligados a sufragar la obra con el dinero de la orden, alternativa que ponía los pelos de punta a Montúfar. Bajo la insistente presión de su jefe, Cárcamo llevaba tres semanas intentando hablar con el marqués en privado. Hasta el momento no lo había conseguido, y al salir del claustro para abordar su carruaje rogó a Dios que esta vez corriera con mejor suerte.

Al rodear en coche la plaza de Santo Domingo, donde los puercos hozaban entre los montones de basura, el contraste entre la elegancia del convento y el desaseo de la ciudad le revolvió las tripas. Había llovido el día anterior y el agua estancada de los charcos atraía un nutrido enjambre de moscos. En el centro de la plaza, un lépero borracho que apenas lograba tenerse en pie orinaba en el pozo adornado con una cruz de piedra. Cerró los ojos para no ver la denigrante profanación de la cruz, pero no pudo apartar de su olfato el hedor de las inmundicias. ¿Y a esto le llamaban grandeza mexicana? Le irritaba sobremanera que por la incuria de sus habitantes, una ciudad tan bella de puertas para adentro fuese tan horrible de puertas para afuera. Cuanto más deambulaba en esa zahúrda, más extrañaba las limpias calles de Oviedo. Por más palacios y templos que España erigiera en el Nuevo Mundo, jamás lograría civilizar del todo a un pueblo semisalvaje, con el alma viciada por el malsano temple de la tierra.

En sentido opuesto al de su carruaje venía una lujosa estufa tirada por seis caballos, con un séquito de esclavos negros en el pescante. Al cruzarse con ella reconoció a su ocupante, don Manuel Fernández de Cevallos, cabeza de una de las más opulentas familias criollas, a quien saludó con una inclinación de cabeza. La capital del reino era un muladar, pero eso sí, en ostentación y señorío, los mexicanos pudientes rivalizaban con los visires turcos. A todas partes iban en coche, cuanto más grande mejor, con criados de librea bañados en oro. Hasta los humildes oficiales mecánicos vestían como españoles, de tal suerte que era imposible diferenciar a un caballero genuino de un plebeyo impostor.

Frente a la fachada del palacio de la Inquisición, se descubrió la cabeza para saludar a don Fermín, el portero, a quien daba generosas propinas cada vez que pedía una audiencia con don Juan de Ortega Montáñez, el recién nombrado Inquisidor Apostólico del Tribunal. Había conocido a Ortega en Zaragoza, cuando ambos asistieron a la coronación de la virgen del Pilar, y ya en América, se había granjeado su favor al componerle un epinicio congratulatorio para el día de su santo, donde lo describía como un paladín de la fe. Siempre había colaborado con el Santo Oficio denunciando a sospechosos de herejía, pero ahora, con Ortega a la cabeza del Tribunal, abrigaba fuertes aspiraciones de obtener el cargo de fiscal mayor, que podría desempeñar sin menoscabo de sus labores en el convento. No sería el primero ni el último religioso que disfrutara de dos o más prebendas, y esperaba con ansias que el puesto de sus anhelos quedara vacante. Pero como no le gustaba tener una sola vela prendida, se había inscrito ya para optar por la cátedra de Prima de Teología en la Universidad Pontificia, una plaza honorífica que si bien estaba mal remunerada, reforzaría su prestigio de letrado erudito y grave. En los concursos de oposición había mano negra, bien lo sabía, pero contaba con buenos amigos entre los electores y con toda la fuerza de la orden dominica para impedir que le hicieran un gatuperio. El carruaje atravesó con rapidez la calle de la Escalerilla, a un costado de Catedral, cuya única torre denunciaba la indolencia de los novohispanos. ¿Desde cuándo venía anunciando el arzobispo Sagade la construcción de la segunda y era el día en que no se iniciaba la obra? Pero él no se quedaría a medias en la tarea de servir a Dios si algún día alcanzaba el episcopado. Pluguiese al cielo que sus méritos fueran premiados, para demostrarle a esa gente pequeña, holgazana y sucia que la fe con obras movía montañas.

Después de cruzar la Plaza Mayor, el coche de Cárcamo dobló a la derecha en la calle de la Cadena y en mitad de la cuadra se detuvo frente a la casa del marqués, una imponente mansión de tezontle, con almenas, balcones de arcos lobulados y jambas esculpidas con labor mudéjar de petatillo. Sobre los portones de cedro, dignos de una basílica, sobresalía el escudo nobiliario del marqués tallado en mármol, entre dos ángeles de tamaño natural. Un criado negro abrió las pesadas hojas con tachones de bronce para franquearles el paso a una espaciosa cochera con capacidad para albergar diez carruajes. Por un amplio corredor acolumnado fue conducido hacia el patio principal, lleno de plantas y árboles odorantes, con una preciosa estatua de Pegaso en la fuente central. De ahí subió a la asistencia, donde lo esperaba doña Leonor, contrita y ajada por los desvelos de las últimas semanas. Las ojeras que emborronaban sus delicadas facciones le habían restado hermosura, y sin embargo, los senos enhiestos y el bien formado talle que traslucían por debajo de su vestido hubiesen perturbado a un hombre menos refractario a los encantos femeninos.

—Gracias por venir, padre —la joven besó su mano—. Anoche volvió a tener convulsiones y pensamos que se nos iba.

—No pierdas la esperanza, hija mía —la consoló—. Nadie conoce la voluntad del Señor y he visto sanar a enfermos más graves por su infinita misericordia.

—Esta mañana recé las plegarias que me enseñó, pero no veo ninguna mejoría.

—Dios escucha siempre nuestras oraciones —Cárcamo la aleccionó con dulzura—, pero los ruegos de los pobres mortales no pueden alterar los dictados de la Providencia.

—Lo veo tan mal que no sé si pasará la noche —sollozó Leonor.

—Tu padre es un hombre fuerte y puede reponerse —prestó su pañuelo a la muchacha—. Pero aun si Dios dispusiera mandarlo llamar, recuerda que no pierde nada quien gana la gloria.

—Cuánto daría por tener su fe. No puedo acostumbrarme a ver la muerte como un bien.

—Lo es hija, no hay mayor felicidad que el abrazo del alma con Dios. Y para que puedas comprender mejor esa dicha inefable, te traje este librillo. —Cárcamo le entregó un ejemplar del Cántico espiritual de fray Juan de la Cruz—. Aquí se describen los gozos del alma desposada con el Señor. El autor es un beato carmelita que algún día será canonizado. Es la mejor lectura que puedo recomendarte en estos momentos.

—Gracias, padre, lo empezaré hoy mismo. —Leonor apretó el libro contra su pecho y dejó escapar un suspiro—. Acompáñeme, por favor, tenemos algunas visitas.

En el estrado, el rincón más acogedor de la residencia, con taburetes forrados de damasco dispuestos en semicírculo, sobre una mullida alfombra de Bocara, doña Pura departía con dos caballeros, el oidor Pedro Sánchez de la Hidalga y el jesuita Emilio de Pedraza y Rojas, prepósito de la Casa Profesa. No hubo necesidad de presentaciones, pues Cárcamo los conocía de sobra, en especial a Pedraza, el único religioso que le disputaba la conducción espiritual de la familia. Era un hombre de tez macilenta y cabello rojizo, con extraordinaria habilidad política para ganarse la voluntad de los poderosos. En su rostro impasible nunca se reflejaban las emociones y sabía ceñirse en todo al genio de los patrones que podían ayudar a su orden. Director espiritual de los marqueses desde hacía diez años, el jesuita le llevaba un caballo de ventaja en la disputa por la herencia de don Manuel, pues al parecer, en el testamento que había firmado cinco años atrás, el marqués legaba una fuerte suma a la Compañía. La tajada podría disminuir si daba donativos a otras órdenes in articulo mortis, y para evitarlo, Pedraza montaba guardia en la habitación del marqués como un cancerbero, so pretexto de ayudarlo a bien morir. Siempre estaba al lado del enfermo cuando recobraba el sentido, y por su culpa, Cárcamo no había podido cumplir el delicado encargo del provincial. Se detestaban a muerte y por eso mismo extremaron la cortesía en el saludo.

—Me encanta ver por aquí al varón más docto de la Compañía. —Cárcamo abrazó al jesuita con una sonrisa de malvavisco—. Por todas partes la gente elogia con entusiasmo el sermón que pronunció el domingo en la Profesa.

—No es para tanto —Pedraza sonrió con modestia—, solo hilvané con regular fortuna algunos tópicos de oratoria sagrada. En materia de letras divinas, jamás me atrevería a competir con el preclaro autor del Contemptus mundi. Por cierto, he sabido que usarcé quiere concursar por la cátedra de Prima de Teología y le deseo mucha suerte.

—Gracias, la voy a necesitar —dijo Cárcamo, sin poder reprimir una leve tirantez en la boca, pues apenas ayer se había enterado de que Pedraza movía palancas en la universidad para favorecer a otro jesuita aspirante a la cátedra.

Terminados los saludos, doña Leonor se excusó para ir a ver cómo seguía su padre, y doña Pura reanudó la conversación que la llegada de Cárcamo había interrumpido.

—Comentábamos el asalto que sufrió el domingo pasado la condesa de Aldrete, cuando volvía de merendar en casa de los Rincón Gallardo. Un loco subió a su carruaje para quitarle las joyas y por poco la apuñala.

—La audiencia ya tomó cartas en el asunto —comentó el oidor Sánchez—. Hemos reforzado la vigilancia nocturna, pero de cualquier modo, los criminales actúan al amparo de la oscuridad.

—Yo por eso nunca salgo de noche —dijo la marquesa—, y si alguna vez tengo que hacerlo, llevo guardias armados con arcabuces.

—¿Ya detuvieron al criminal? —preguntó el jesuita, consternado.

—Todavía no —reconoció el oidor—, pero será fácil localizarlo cuando quiera vender las joyas, y entonces lo haremos ahorcar delante de todo el pueblo.

—Me temo que esa gente no escarmentará con ejecuciones —dijo doña Pura, con un escéptico chasquido de labios—. Cada semana hay un colgado en la Plaza Mayor, y los ladrones siguen tan campantes.

—La marquesa tiene razón —dijo Cárcamo—, el pueblo ha perdido el temor de Dios y el principal motivo de su degradación es la embriaguez, pues no hay religión que valga para un indio beodo. De nada sirve predicar la palabra de Dios a los naturales, si luego los dejamos despeñarse en el vicio de la bebida. El virrey debe actuar con firmeza y cerrar todas las pulquerías de la ciudad.

Hubo un silenció incómodo y Cárcamo advirtió con sorpresa que sus palabras no eran bien recibidas.

—No sabemos si el asaltante de la condesa estaba borracho —intervino Pedraza—, y el pulque, tomado con mesura, es una bebida muy saludable.

—Nunca pensé oír tal desatino en boca de un religioso. Las pulquerías son oficinas de Lucifer y de ellas sale la chusma embravecida para matar en las calles —se exaltó Cárcamo, que tenía muy fresca la última borrachera de su criado y encontraba por fin un punto flaco en la armadura del jesuita.

—El pulque por sí solo no hace mal a nadie —porfió el jesuita—. El pecado es beberlo en exceso.

—No solo el bebedor peca —tronó Cárcamo—, también los mercaderes que se enriquecen con la venta del inmundo brebaje. Dios puede perdonar a un borracho arrepentido, pero los miserables que lucran con el vicio arderán sin clemencia en el fuego eterno.

Hubo un silencio más largo que el anterior. Rígida como un témpano, doña Pura hizo mutis y se levantó a buscar algo en la asistencia. El oidor Sánchez dirigió una mirada reprobatoria a Cárcamo.

—Esta mañana, la marquesa nos contó que antes de caer enfermo, su marido obtuvo en subasta pública el asiento del pulque, y cobrará el quinto real por cada barril vendido en el reino.

Cárcamo sintió que la sangre le bajaba a los pies. Cruzó una mirada hostil con el jesuita Pedraza, que parecía esforzarse por reprimir la risa. Tres años de diplomacia echados por la borda. Adiós a la munificencia del marqués y adiós a su ambición de postularse como candidato para suceder a Montúfar. El provincial nunca le perdonaría que por un estúpido desliz se hubiera malquistado con los marqueses. ¿Qué podía hacer para mitigar el enojo de doña Pura? ¿Componer una oda al pulque? No, cualquier intento por enmendar el yerro solo echaría un puñado de sal en su orgullo herido. Los poderosos no perdonaban fácilmente un agravio, menos aún si venía de un amigo a quien habían tratado a cuerpo de rey. Hubiera querido marcharse con cualquier pretexto, pero no podía salir huyendo de la mansión sin agravar la ofensa.

Tuvo que pasar con las demás visitas al comedor y soportar con estoicismo los desaires de doña Pura, que durante el almuerzo lo excluyó de la conversación, como si fuera un convidado de piedra. De no haber sido por la benévola señorita Leonor, que advirtió su incomodidad y le habló de sus dificultades para comprender los libros sapienciales de la Sagrada Escritura, hubiera guardado silencio todo el almuerzo. Junto con la confianza de la anfitriona perdió la autoestima y sintió que ese descalabro social era el comienzo de una caída en picada. Como el arquitecto del convento, había construido sus ilusiones en una ciénaga, y aunque doña Leonor se esforzaba por tenderle una mano, ya tenía medio cuerpo hundido en el limo. La inseguridad le abrió un cráter en el estómago, y contra su costumbre de refrenar el apetito en casa de los marqueses, devoró atropelladamente los cinco platos que le sirvieron, llenando varias veces su copa de vino para deglutir los grandes bocados que se le atoraran en el gañote.

Entre los chiles en nogada y el mole de olla, cuando el maestresala presentó a los comensales el aguamanil para lavarse las manos, doña Pura comentó que si la salud de su marido no mejoraba, tenía pensado acudir a una beata de excelente reputación, afamada por sus curaciones milagrosas. En otras circunstancias, Cárcamo la hubiera prevenido contra esa clase de charlatanas, pero la actitud aquiescente de Pedraza y los descalabros del día le aconsejaron prudencia. El zorruno jesuita sabía de sobra que el deber de un hombre de Iglesia era combatir la superstición, y sin embargo callaba para darle gusto a la anfitriona. Urgido de congraciarse con doña Pura, Cárcamo trató de imitar su estrategia:

—Quiera Dios que la fe de esa santa mujer logre vencer a la enferme… —Y un ataque de hipo le impidió terminar la frase.

Doña Pura lo miró por encima del hombro.

—Para ser un enemigo de la embriaguez ya ha bebido demasiado. ¿No le parece, fray Juan?

El oidor Sánchez y el padre Pedraza rubricaron la humillación con risillas mordaces. Contenida la respiración para dominar el hipo, no volvió a despegar los ojos del plato en todo el almuerzo, y al terminar los postres se despidió con premura, so pretexto de cumplir obligaciones en el convento. Afuera, en el carruaje, miró con odio el escudo nobiliario de los marqueses y maldijo entre dientes a la aristocracia pulquera de la Nueva España. Tenía el estómago hinchado por la comilona, y sin embargo, pidió a Pedro Ciprés que se detuviera en una pastelería y le comprara media docena de buñuelos con miel. Al recibir la bolsa dio una generosa propina al criado filipino.

—Espero que sepas guardar un secreto —le advirtió—. Nadie en el convento debe saber que tuve este antojo.

En la intimidad de su celda, engulló los buñuelos sopeados en chocolate, mientras hilvanaba desahogos tardíos: ¡Mujer impía, siga injuriando a los ministros de Dios y se pudrirá con su oro en el valle de los malditos! Mala landre me mate, ¿por qué no tuve agallas para responderle así? Como si pensara con el bajo vientre, acompañó el rosario de maldiciones con una salva de pedos y eructos.