28

Desde el ingreso de Cárcamo a la Inquisición, Crisanta empezó a sentirse inquieta, pues sabía que la gente de su calaña jamás olvidaba una ofensa, menos aun cuando había una herencia de por medio. Aunque los marqueses la quisieran como una hija y el padre Pedraza le quemara incienso, tenía muy presente que el Santo Oficio veía con desconfianza a las beatas iluminadas. Para colmo, Cárcamo no era un inquisidor cualquiera, sino el mártir de moda, con una autoridad moral semejante a la suya. Era más vulnerable de lo que había supuesto y ahora se arrepentía de haber rechazado en forma tan cruel a don Luis de Sandoval. ¿Qué necesidad tenía de humillarlo? Ahora el poeta estaba herido de muerte y si la denunciaba para cobrarse la afrenta, el dominico tendría la prueba que necesitaba para meterle ruido en el Tribunal. Como medida precautoria, en las semanas posteriores al nombramiento de Cárcamo evitó mostrarse en público y tener arrobos en casas ajenas, pues su relumbrón social era, sin duda, lo que más podía molestar a los adustos inquisidores. Rechazó infinidad de solicitudes para visitar enfermos incurables, y cuando iba a misa en la estufa de los marqueses, rodeada siempre por un enjambre de fieles, cerraba los visillos de muselina para no incurrir en la vanagloria de agradecer sus vítores. Los robos de los niños dioses le dieron una buena excusa para recluirse, pues la gente comprendió que su dolor no le permitía estar en saraos y fiestas. Pero en vez de quitarle notoriedad, el encierro le granjeó nuevas legiones de admiradores, pues cuanto menos se dejaba ver, más crecía su leyenda.

Distorsionadas al repetirse de boca en boca, las noticias de sus arrobos maternales hicieron creer a la gente que se había convertido en portavoz de las vírgenes mutiladas, y como el Santo Oficio seguía dando palos de ciego, muchos fieles creían que la única esperanza de atrapar a los criminales era una revelación de Crisanta. Se rumoraba que había estado en éxtasis cuatro días sin probar bocado y durante ese largo arrobo, diferentes personas juraron haberla visto a la misma hora en los tres santuarios profanados. El milagro de la multilocación corpórea se repitió cuantas veces quiso la imaginación popular, pues según las hablillas, Crisanta se aparecía cada semana en distintos puntos de la ciudad, por lo general en parroquias o templos, donde sangraba de la frente o levitaba a tres palmos del suelo. Ella no confirmó ni desmintió nunca esos rumores, pues si bien quería ser una beata discreta, necesitaba mantener cierta expectación a su alrededor para seguir recibiendo buenos regalos. Pero cada día le costaba más trabajo medrar con su beatitud, porque ya no soportaba las penitencias, los ayunos, los tullimientos y, sobre todo, la tensión de representar a diario el mismo papel sin poder quitarse la máscara. La santidad fingida exigía tantos sacrificios como la verdadera, y como Crisanta necesitaba darse respiros, trabó amistad con Celia, la esclava más alegre de la casa, que la invitaba a bajar al tinelo, el comedor de los criados, cuando los patrones no estaban en casa. Sin poner en duda su santidad, Celia se compadecía de verla siempre vapuleada por los rigores de la vida ascética y le ofrecía todos los manjares que Crisanta rechazaba delante de los marqueses: chicharrón con guacamole, tiras de longaniza, manitas de puerco, tortas ahogadas, tlacoyos, quesillo fresco. Una tarde, achispada por haber bebido tres jarros de pulque, Crisanta empezó a silbar una chacona, tomó a Celia por la cintura y se pusieron a bailar muy alegres alrededor de la mesa. Doña Leonor venía llegando de la calle y al oír risas en el tinelo, se asomó a ver quién estaba de chorcha:

—¡Maldita embaucadora! —gritó—. ¿Así haces penitencia cuando nadie te ve?

Leonor se paró delante de su enemiga con los brazos en jarras: la odiaba a muerte por haberse valido de socaliñas para convencer a su padre de testar a favor de la Compañía, en perjuicio de la orden dominica, y al fin había encontrado una oportunidad de vengarse. Pálida de terror, Crisanta se dio por muerta, pero mantuvo la mente fría en medio de la tensión. En vez de ofrecer una excusa por el desliz, arrojó espuma por la boca y con los ojos en blanco farfulló entre dientes:

—Satanás es mi dueño, él es mi único y verdadero esposo.

Con voz más clara, como si librara una pugna interna, respondió al espíritu infernal:

—¡Fugite partes adversae!

Cayó al suelo entre convulsiones, como si tuviera un ataque de alferecía. Leonor la miraba con una mezcla de incredulidad y azoro, pues si bien consideraba a Crisanta una embustera, su reciente iniciación en la brujería le había demostrado el gran poder del Maligno. En un arranque de valor, Celia descolgó un crucifijo de la pared y lo puso en la cara de la posesa. Agradecida con la negra por su involuntaria contribución a la pantomima, Crisanta desgarró su saya y se revolcó en el suelo como si luchara con un violador, las venas del cuello saltonas y los ojos como carbunclos. Tras una dura pelea, Lucifer salió de su cuerpo y Crisanta, privada del juicio, quedó tendida el suelo, pues no le pareció prudente volver a la alcoba por su propio pie, después de una posesión tan violenta. La marquesa llegó al poco tiempo en compañía del padre Pedraza, que acababa de mostrarle los avances de la nueva capilla sufragada por su esposo en el templo de la Profesa, y Leonor se apresuró a contarles lo sucedido:

—La encontré borracha en el tinelo, bailando con Celia. Peló tamaños ojotes y me confesó que era esposa de Satanás. A fe mía que dijo verdad, pues quien ha fingido con tal industria para engañarlos, sin duda debe de tener pacto con el demonio.

—La señorita Crisanta me pidió que le sirviera pulque —se disculpó Celia con la marquesa—. Yo la obedecí, porque vuestra merced me ha ordenado tratarla como si fuera de la familia.

A continuación les narró cómo había detenido las convulsiones de Crisanta con ayuda de un crucifijo y les aseguró haberla visto echar humo por los ojos cuando peleaba con el dragón infernal. Entre Marcial y otro criado fornido alzaron a la beata, los brazos colgantes como hilachos, y la llevaron en peso hasta su alcoba. Media hora después, cuando fingió recobrar el juicio, la marquesa y el jesuita la sometieron a un comedido interrogatorio:

—¿Qué hacías en el tinelo, Crisanta? —preguntó doña Pura, consternada.

—Yo no me he movido de aquí —dijo con voz débil, y al ver su sayal desgarrado soltó un aullido de espanto—. ¿Dios mío, qué me pasó?

—Parece que tuviste una lucha con el demonio —le informó Pedraza—. Hace un momento te encontramos despatarrada en la cocina.

—Oh, cielos, qué espanto —se santiguó Crisanta—. Solo recuerdo haber oído voces horribles, como un coro de ranas, que me incitaban a cometer suciedades.

—¿Por eso bajaste al tinelo con Celia y bebiste pulque? —preguntó la marquesa.

—Ni yo misma lo sé —dijo Crisanta—, tal vez ya tenía dentro a Satanás y él me obligó a beber, para señorearse de mi persona. Vuestras mercedes saben que yo nunca tomo.

—Es verdad —doña Pura miró con angustia al padre Pedraza—. Cuando está en sus cabales, Crisantita no prueba una gota de vino.

—¡Mentira! —intervino Leonor, que escuchaba desde la puerta—. Bajó a tomar con Celia porque es una tunanta y le gusta empinar el codo. ¡La hubieran visto contonearse! ¡Parecía una moza de burdel!

—Por favor, salga un momento, señorita —pidió Pedraza—. Si Crisanta se altera puede sufrir un nuevo embate del demonio.

—Haz lo que te ordena el padre, hija.

—Ya me voy —resopló Leonor, indignada—, pero les advierto que esta mujerzuela no tiene un pelo de santa. Si el diablo se le metió en el cuerpo debe ser por algo, ¿no creen?

—Los martirios que el demonio impone a los iluminados no manchan un ápice su virtud —la refutó el jesuita—, antes bien la fortalecen, pues el diablo solo acomete a las almas en estado de gracia. Cuanto más duros sean los suplicios de Satanás, mayor será la gloria de Crisanta por haberlo vencido.

Leonor salió del cuarto mohína y cortada, pues una vez más comprobaba que Pedraza y Crisanta estaban confabulados para cubrirse las espaldas. Cuando se fue, la marquesa y el jesuita sacaron a colación un tema que hasta entonces Crisanta había logrado eludir: la necesidad de su ingreso en una orden religiosa, donde estaría mejor protegida contra las embestidas de Lucifer.

—Nada me haría más dichosa que profesar de monja —mintió Crisanta—, pero no me siento digna de unirme al Señor, siendo como soy una pecadora aborrecible.

—Nada de eso, tienes méritos de sobra para tomar los hábitos —la tranquilizó Pedraza—, y ya es tiempo de que vayas pensando en qué regla quieres profesar.

Crisanta se apresuró a escoger la regla de las carmelitas descalzas, por ser la más austera y rigurosa, si bien evitó precisar cuándo ingresaría a la orden. Esa tarde, por instrucciones del jesuita, se retiró al oratorio familiar a rezar un trisagio que le serenó los ánimos y al día siguiente asistió a la primera misa en el templo de la Profesa, donde comulgó cuatro veces, para fortificar la ciudadela de su alma. Había logrado escurrir el bulto, pero temía que doña Leonor la delatara con Cárcamo y a partir de entonces la persiguieran los espías de la Inquisición. Por si eran peras o manzanas, canceló el encuentro con Tlacotzin fijado para el siguiente lunes en la huerta de la Tlaxpana. Como advirtió que la posesión satánica había causado revuelo, en la siguiente semana volvió a tener zafarranchos con el demonio en presencia de los marqueses y algunos invitados ilustres. Cuando trataba de hacer la señal de la cruz poseída por Satanás, la parte emocionada de su alma la obligaba a morderse los dedos. Entonces los marqueses le ponían la Sagrada Forma en la frente y el demonio, vencido, abandonaba su cuerpo entre convulsiones atroces. A menudo, el adversario hablaba por su boca y en una ocasión amenazó con seguir robando niños dioses para vengarse de María Inmaculada, que tantas almas de pecadores arrepentidos salvaba del infierno en el último trance. Esa misma noche, los profanadores asaltaron la iglesia del Carmen y despojaron de su niño a la patrona del templo, en las narices del carabinero encargado de custodiarla, quien fue llevado a prisión por su negligencia. La noticia de que Crisanta había predicho el nuevo atentado corrió por todos los salones de la ciudad y llegó a oídos del propio virrey, que hasta entonces solo había escuchado vagos rumores sobre sus poderes. Por la tarde, los marqueses recibieron una carta de la virreina, doña María Isabel, donde los invitaba a un sarao para celebrar su cumpleaños y les manifestaba el interés de su esposo por conocer a la joven beata adoptada por la familia. Crisanta casi se desmaya de júbilo al ver el sello real, pero ante la marquesa fingió que su conciencia le exigía declinar el convite:

—Nunca he buscado el aplauso del mundo, sino el favor del cielo, y para estar cerca de Dios, prefiero las desnudas paredes de un calabozo que los opulentos salones de la Corte.

Con suaves reconvenciones, doña Pura le hizo notar que ni siquiera los santos podían darse el lujo de desairar a un virrey, pues su negativa podía tomarse por un acto de soberbia. Resignada a la adversidad, Crisanta puso como condición que se le permitiera ir de negro, pues no quería romper el luto que guardaba desde el robo del primer Niño Dios. A instancias de la marquesa, que le pidió engalanarse un poco, en señal de respeto a la investidura de su anfitrión, aceptó llevar sobre el vestido una almalafa de seda negra prendida con un joyel, pero antes de partir se echó al cuello un rosario de Jerusalén y una santa cruz de Caravaca, para no confundirse con las frívolas damas de la corte. Al verla entrar en el salón principal de palacio, los miembros del cabildo se inclinaron a saludarla con admiración y respeto. Conocía a muchos de ellos, por haberlos visto en casa de los marqueses, y sin embargo estaba nerviosa, pues su entrada en la corte significaba una especie de canonización oficial. Deslumbrada por las enormes arañas multicolores que colgaban del techo, se deslizó con el alma en vilo por la fina alfombra persa, junto a la sillería de alto espaldar con las armas de Castilla y León. De nuevo le flaqueaban las corvas, como la primera vez que pisó las tablas, pero esta vez no trató de vencer la timidez, pues le convenía verse cohibida en vez de actuar con desenvoltura. Al oír un golpe de platillos, la gente calló de golpe y el mayordomo de palacio anunció en tono solemne:

—Señores, recibamos de pie a don Pedro de Leyva, Virrey de la Nueva España, Conde de Baños, y Caballero de la Orden de Santiago, y a su distinguida esposa doña Maña Isabel de Leyva, Condesa de Baños, Señora de las Casas de Castilla y Adelantada Perpetua de las Islas Filipinas, a quien hoy festejamos.

La orquesta tocó la pavana preferida de la virreina y los soberanos subieron al estrado con dosel donde los esperaba para rendirles pleitesía el oidor don Mateo de Salanueva y Oquendo, que a nombre de la real Audiencia obsequió a la festejada un brazalete de diamantes. A una seña del mayordomo, los invitados formaron cola al pie del estrado para besar la mano de sus altezas y felicitar a la virreina. Como don Manuel no podía estar mucho tiempo de pie, los marqueses de Selva Nevada prefirieron esperar hasta el final, con cierto desdén por la solicitud servil que demostraban los demás cortesanos, pues ellos se consideraban iguales en linaje a los virreyes. Cuando por fin llegó su turno, doña Pura tomó de la mano a Crisanta y casi a empujones tuvo que subirla al estrado, pues ella se resistía a mover los pies, intimidada por el boato del poder. Los virreyes saludaron a los marqueses con exquisita cortesía y doña Pura hizo las presentaciones:

—Ella es Crisanta, la azucena del cielo que llegó a nuestra casa para llenarla de bendiciones.

Crisanta se inclinó a besar la mano de la virreina.

—Soy la más humilde servidora de Vuestra Alteza y le agradezco el altísimo honor que me ha hecho con su amable invitación.

Doña María Isabel la tomó por la barbilla y dijo con sorpresa:

—¡Pero si es una niña! ¿Cuántos años tienes, hija?

—Diecinueve.

—¡Pardiez! —exclamó el virrey—. Cuánta devoción encerrada en tan pocos años. Todo el reino se hace lenguas de tu santidad.

—No merezco elogios sino reprensiones —se sonrojó Crisanta—, pues soy una pobre criatura de barro con el alma tiznada por la vanidad y el orgullo.

—Veo que tu modestia corre parejas con tu virtud —insistió el virrey—. Pero dime, hija, ¿es cierto que Dios te ha favorecido con estigmas y revelaciones?

—Algunas veces —admitió Crisanta—, porque así como el sol ilumina las chozas más humildes, Dios suele colmar de bendiciones a sus criaturas más viles.

—¿Qué sientes cuando estás arrobada? —preguntó la virreina.

—No sabría explicarlo con palabras, alteza. De pronto me viene un soplo de aire tan fuerte, que no vuelvo a saber de mí, como si un águila caudalosa me cogiera con sus alas y levantara el vuelo.

Al ver que los virreyes prestaban especial atención a la beata, los demás invitados se acercaron a escuchar el coloquio y Crisanta dejó de temblar, segura de haber causado una buena impresión. El silencio expectante del público, un tónico infalible para estimular su talento, le permitió responder con más aplomo las preguntas de los virreyes.

—¿Has visto a Cristo de cuerpo presente? —dijo el virrey.

—Solo por algunos instantes, pues cuando tengo la dicha de verlo en figura de hombre, los dulces rayos que salen de sus ojos anegan mis potencias en un océano de luz.

—¿Es cierto que en su presencia, el alma lo comprende todo? —preguntó la virreina.

—Comprende sin razonar, y aprende con la ignorancia —replicó Crisanta, que recordaba sus lecturas de santa Teresa—. Olvida todo lo que existe para contemplar la única realidad verdadera.

La gente que había formado un corrillo a su alrededor murmuró con aprobación, asombrada por la agudeza de sus respuestas. Crisanta se sintió en los cuernos de la luna: era dueña y señora de un tablado en el que nadie podía hacerle sombra, ni siquiera los virreyes de la Nueva España.

—¿Y no has tenido visitaciones del diablo? —preguntó la virreina con voz grave.

—Algunas veces lo he visto en forma de sapo, otras como un negrillo con patas de cerdo, pero no le tengo miedo, antes me parece que él me lo tiene a mí, porque Dios siempre me ha dado fuerza para vencerlo.

—Y dime, hija —el virrey la miró con fijeza—, ¿es cierto que en una de tus visiones, Satanás anunció que sus huestes seguirían arrancando niños dioses a las vírgenes de nuestros templos?

—Tan cierto como que nosotros mismos lo oímos —intervino doña Pura.

El virrey miró con desdén a la marquesa, molesto por su impertinencia, y prosiguió la charla con la beata.

—Pues entonces quiero pedirte un favor, en nombre del pueblo que gime y llora por los sacrilegios que han asolado al reino. Cuando tengas un éxtasis místico, pídele a Dios que te ilumine para encontrar a los vesánicos autores de los atentados.

Emocionados por la alocución del virrey, a quien festejaban hasta los eructos, los cortesanos estallaron en aplausos. Crisanta esperó que terminaran los vítores para responder con sereno candor:

—Los arrobos y las visiones me vienen del cielo y no dependen de mi voluntad. Cuando estoy arrebatada ni siquiera puedo pensar a derechas. Pero le prometo que si Dios me da claridad y concierto para discernir ante su presencia, le rogaré que me indique dónde se esconden esos bellacos.

Crisanta volvió a besar las manos de los virreyes y se retiró con una graciosa caravana, justo en el momento en que comenzaba a sonar la melodía de un alegre saltarello, con el que la orquesta de violines y flautas abrió la primera tanda de baile. Varias parejas se formaron en el centro de salón, y Crisanta sintió una envidia feroz por no poder danzar como los demás jóvenes. Rodeada por nobles que elogiaban su discreción y le derramaban miel en el oído, miraba con el rabillo del ojo a los felices danzantes, dolida por tener que interpretar el papel de beata fúnebre y solemne, cuando hubiera podido bailar mejor que cualquiera de esas nobles acartonadas. Quería irse ya, para no padecer el suplicio de verlas girar como trompos en brazos de sus apuestos galanes, pero doña Pura estaba muy ocupada hablando con un grupo de amigas, y mientras terminaba su parloteo, Crisanta salió a tomar el fresco en el balcón que daba a la Plaza Mayor. Se recreaba la vista con la espléndida luna llena, cuando una mano varonil la tomó del hombro. Pensó que debía ser otro fastidioso admirador, y al voltear a verlo, un viento helado craqueló su mustia cara de santurrona: era fray Juan de Cárcamo.

—¿Vuesamerced aquí? —tartajeó con espanto—. Qué agradable sorpresa.

—También los religiosos tenemos nuestro lugar en la corte, aunque nos siente mal el bullicio mundano.

—¿Acaba de llegar?

—No, fui de los primeros, pero estabas tan ocupada saludando a tus fieles que no reparaste en mi humilde persona.

Cárcamo ya no era el fraile de maneras untuosas que había conocido en casa de los marqueses. Hablaba con más firmeza y autoridad, tal vez porque ahora tenía poder y ya no necesitaba imitar los dulces modales criollos para hacerse respetar en las altas esferas. Enjuto y macilento, con las mandíbulas tensas y los ojos rojizos por la falta de sueño, su mirada rapaz reflejaba que por dentro hervía de ambición. Crisanta intentó halagar a la víbora para evitar la previsible tarascada:

—Mi pequeño y mísero renombre —dijo con llaneza— no puede compararse con la gloria de vuestra paternidad, a quien muchos tienen por santo.

Cárcamo rechazó el cumplido con una mueca de disgusto.

—La santidad es algo muy serio para hablar de ella a la ligera, como acabas de hacerlo delante de los virreyes.

—Solo respondí a sus preguntas —se defendió Crisanta—, pero tuve mucho cuidado en advertirles que no soy ni me creo una santa.

—Tu falsa modestia podrá seducir a los incautos, hijita —Cárcamo frunció las cejas—, pero te aseguro que no pasarías la prueba si estuvieras ante un tribunal de la fe.

—¿Por qué? —Se engalló Crisanta—. ¿Acaso he incurrido en alguna falta por vivir consagrada a Dios?

—Arrepiéntete, hija, todavía estás a tiempo de expiar tus culpas —susurró Cárcamo, en tono grave—. Humíllate y olvida esas falsas contemplaciones que solo te predisponen a la soberbia.

—Mis contemplaciones son un regalo del cielo y no dependen de mi albedrío.

—Basta de embustes, niña. —Cárcamo la acorraló contra la balaustrada—. Sé muy bien que eres una pícara hipocritona y has fingido esas señales de santidad para ganarte el favor de los marqueses.

—Repórtese, fray Juan. —Crisanta esquivó el fétido aliento de Cárcamo—. Soy una humilde esclava del Señor y no le he dado motivo para ofenderme.

—¿Ah, no? Pues si no confiesas tus blasfemias, yo he de obligarte a hacerlo con una corma en el cuello.

—¿Me está amenazando? —Se indignó Crisanta—. Mal haría en temer a la Inquisición quien vive para honrar a la Iglesia de Cristo.

—Además de blasfema, engreída. —Cárcamo le sujetó el brazo—. ¿No te das cuenta, zorra, que es el demonio quien te aconseja desafiar mi autoridad?

—Suélteme o pediré auxilio.

—Llama a los marqueses, anda, grítales que vengan a salvarte. —Cárcamo torció la boca con morboso placer—. Me veré obligado a revelarles que su beata milagrera es una cómica amancebada con un indio.

Crisanta quiso negar los cargos, pero la voz no le respondió, menguados sus recursos de actriz por el tremendo golpe de mazo. Por temor a incriminarse con un acceso de llanto, esquivó en forma vergonzante la mirada del dominico y solo atinó a pedirle que la dejara en paz. Cárcamo se dio por satisfecho con su culpable silencio, pues había logrado lo que buscaba: ablandarla y amargarle el triunfo palaciego.

—Adiós, hijita, que Dios te perdone —dijo, y al verlo partir, Crisanta sufrió un espasmo de vértigo.

Nadie podía llegar tan alto a fuerza de engaños, era imposible subir al cielo con alas de plomo. Resucitados por un delator cobarde, los ángeles malditos habían vuelto a su vida y clamaban desde el abismo: ¡Vuelve acá, bribona, esas cumbres no son para ti!