5

Al ver a su padre hincado, rezándole como si fuera una virgen, Crisanta quiso prolongar la comedia por el simple gusto de tomarle el pelo y tardó un buen rato en recuperar el juicio. Desesperado, Onésimo salió de la casa corriendo en busca de los cofrades que lo esperaban en la calle de la Verónica.

—¡Mi hija tuvo un parasismo! ¡Necesito auxilio, está desvanecida!

Subieron corriendo doña Teodora y doña Faustina, las beatas más aguerridas de la hermandad, y al oír sus pasos en la escalera, Crisanta, que se había levantado a tomar un vaso de horchata, volvió a tomar su posición en el suelo.

—Cuando llegué estaba delirando con los ojos en blanco —les explicó Onésimo—. Me pareció que tenía visiones, pues hablaba con Jesucristo como si lo tuviera de cuerpo presente.

—Tiene sangre en el pelo, se habrá descalabrado al caer —exclamó Faustina—. Hay que darle algo para hacerla volver en acuerdo.

—De esto me encargo yo —dijo doña Teodora, y sacó de su bolso un frasquito de vidrio—. Es agua bendecida por el Santo Papa. Me la trajo de Roma mi sobrino, el chantre de la catedral.

Roció de agua bendita el rostro y el pecho de Crisanta, que se removió en el suelo con placidez, como si despertara de un dulce sueño.

—Lo ven, ya está recordando —se ufanó Teodora.

Al abrir los ojos y ver las caras contritas de su padre y las momias devotas, Crisanta tuvo que esforzarse por reprimir una carcajada.

—¿Estás bien, hija? —La niña guardó silencio—. ¿Tuviste un rapto?

Era una escena muy parecida a la del auto de santa Tecla, cuando el padre malvado sorprendía a su hija en pleno éxtasis, y Crisanta solo tuvo que seguir el libreto.

—¿Por qué me habéis despertado? —protestó—. Volvedme a los brazos de mi esposo.

—¿Tuviste una iluminación? —Onésimo la tomó por la cabeza—. Dinos qué viste.

—De repente vi al hombre Dios, en medio de una claridad cegadora. —Crisanta exhaló un suspiro—. Tenía en los brazos las marcas de los clavos y me invitaba a entrar en la llaga abierta de su costado.

Doña Faustina y doña Teodora se persignaron, conmovidas por la palidez y la cadenciosa voz de la niña.

—¿Has tenido arrobos otras veces? —preguntó doña Faustina.

—Tantas como arenas hay en la mar —dijo Crisanta, saliéndose del libreto y empezando a inventar por su cuenta—. Todos los días, el Señor me colma de gozo con su presencia.

—¿Lo ves ahora? —Se emocionó doña Teodora.

Para no defraudar las expectativas de su auditorio, Crisanta se quedó tullida con los brazos tendidos al cielo, y las dos beatas se tomaron de la mano, suspensas de admiración. Luego se retorció como lagartija hasta quedar bocabajo, y trocada su personalidad por la de una infanta de brazos, gateó hacia el Cristo tallado en madera:

—Papá Jesús, llévame contigo al cielo, quelo vel a los angelitos —balbuceó con los ojos cerrados—. ¿Veldá que me vas a lleval ajugal con ellos? Yo ero una nena muy buena y todas las noches te lezo un rosalio. Glacias, Diosito, ya me estoy elevando —estiró los brazos como alas—, ¡ay, qué bonito es volal! Y esas holmiguitas que se ven ahí abajo, ¿quiénes son? ¿Los hombles? Poblecitos, son tan pequeños y se afanan tanto por obtenel liquezas y honoles. No me bajes de aquí, te lo luego, déjame estar contigo en tu tlono, dile al Padle y al Espflitu Santo que me hagan un lugalcito. Glacias, Jesús, qué bueno eres conmigo.

—¿Me dejas tocalte la barba?

Acarició con mimoso candor la barba del Cristo tallado en marfil, en un gesto de ternura que arrancó suspiros a Onésimo. Agotado su repertorio de pantomimas, volvió a fingir que la vencía el sopor, y con el dedo metido en la boca, reclinó la cabeza en un taburete. Respetuosamente, los adultos se apartaron para no perturbar su sueño.

—En mi vida vi cosa igual —dijo Faustina, asombrada—. Por un momento me pareció que yo también estaba en el cielo.

—Tuvo un rapto de simpleza —diagnosticó doña Teodora, de camino a la puerta—. A veces las elegidas del Señor se comportan como crías.

—¿De verdad creéis que mi hija pueda ser una iluminada? —Onésimo se rascó la cabeza, confundido.

—¿Y por qué no? —dijo doña Faustina—. Con un padre tan devoto, es natural que la niña tenga inclinaciones piadosas.

—Desde luego, es natural y nada me halagaría más que tener una hija con ese don —respondió Onésimo—. Pero es la primera vez que la veo arrobarse, y no puedo darle crédito a mis ojos.

—Hombre de poca fe —lo regañó Teodora—. ¿No te basta con lo que acabas de ver?

—Estoy tan perplejo como vosotras, pero necesito la opinión de una autoridad. Mañana mismo hablaré con el padre Justiniano para que venga a verla.

Al oír el comentario de Onésimo, Crisanta temió haber llevado el juego demasiado lejos. Ella solo había querido salir de un aprieto, no sentar plaza de santa. Con el estreno de la obra teatral en puerta, la intervención del padre Justiniano solo podía traerle complicaciones. Por eso, al despertar de la menuda siesta, fingió amnesia cuando su padre le preguntó si recordaba las visiones que había tenido.

—¿Visiones yo? —Se hizo la sorprendida—. Para nada. En la tarde me quedé dormida, pero no recuerdo lo que soñé.

—Ayer, cuando volví a casa, estabas como azogada y rogabas a Dios que te traspasara con sus dardos de fuego.

—¿De veras hice eso?

—Claro, y no soy el único testigo: Teodora y Faustina estaban conmigo cuando tuviste el segundo rapto y te pusiste a hablar con el señor como una nenita.

—Pues habré estado soñando.

—Cuando estabas arrobada, le dijiste a Teodora que hablas con Dios todos los días.

—En sueños digo disparates, tú me has oído hablar dormida.

—Pero esto era distinto —se impacientó Onésimo—. El otro día vi que estabas leyendo la vida de santa Teresa. ¿No estarás impresionada por sus milagros?

—Mucho —admitió la niña—. Su vida es tan maravillosa que me tiene embobada.

—¿Y no has querido imitarla?

—Ni loca que estuviera —aseguró Crisanta—, yo no tengo su temple de espíritu.

Sus explicaciones no convencieron del todo a Onésimo, que se había ilusionado con la idea de tener una hija beata, y al día siguiente hizo traer al párroco de Santa Catarina. Antes de pasar a la alcoba de la niña, el clérigo quiso hablar con él en privado, y Crisanta oyó la conversación por detrás de la puerta.

—He venido en tu auxilio, pero te advierto que yo no soy muy dado a creer en arrobos y milagrerías —dijo el padre Justiniano—. Mucho me temo que la niña tenga el juicio trastornado a resultas de tu abuso nefando.

—No lo creo —se defendió Onésimo—. A su edad las cosas se olvidan pronto y ella nunca me ha reprochado nada. Tal vez Dios ha querido recompensarla por todo lo que ha sufrido, pero le aseguro que no está loca, o lo está de divino amor.

—En el asilo de mujeres dementes he visto a muchas poseídas —insistió el párroco—, y algunas de ellas fueron mancilladas por sus padres cuando eran niñas.

—Quiera Dios que no sea el caso. —Crisanta percibió un acorde culposo en la voz de su padre—. Pero será mejor que hable con ella y ausculte su corazón. Tal vez a mí no quiera confiarme sus secretos, por el miedo que me tiene, pero con vuestra merced tendrá que abrirse de capa.

Crisanta estaba decidida a negar todo con el padre Justiniano, para que Onésimo se olvidara de sus visiones y la dejara en paz. Pero al saber que el párroco atribuía sus delirios a la violación, decidió aprovechar la oportunidad para cobrarse el agravio. Cuando los dos hombres entraron a su alcoba, la encontraron de rodillas, apretando contra su pecho una estampa del Sagrado Corazón, la primera imagen devota que encontró a la mano.

—Hola, hija, el padre Justiniano viene a hablar contigo.

Crisanta fingió sordera y mantuvo los ojos cerrados, como si estuviera engolfada en una oración mental.

—¿Lo ve? —Onésimo se volvió hacia el cura—. Ha vuelto a privarse.

Incrédulo, el cura trató de zarandear a la niña para hacerla volver en sí.

—Despierta, Crisantita, quiero hablar contigo.

Imitando una voz varonil, Crisanta le respondió:

—No quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles.

Moduló con tal acierto el timbre masculino que le puso la carne de gallina a Onésimo. Sin embargo, el cura mantuvo la serenidad.

—¿Quién habla dentro de ti? —preguntó.

—El que está sentado a la derecha del Padre. —Crisanta siguió forzando las cuerdas vocales.

—¿Por qué has elegido a Crisanta entre todas tus hijas?

—Para limpiarla de mácula y castigar al monstruo que la deshonró.

Onésimo cayó de hinojos, como fulminado por un rayo. El cura se agachó y le dijo al oído:

—Te lo dije, la pobre está trastornada por ese horrible recuerdo.

Enseguida, el cura se volvió a Crisanta y con voz comedida prosiguió el interrogatorio.

—¿Cuál es la pena que has dispuesto para él?

—Que le pida perdón de rodillas delante de su cofradía.

Hasta entonces, por conveniencia social, Onésimo había ocultado a sus cofrades ese y otros pecados de su vida pasada, por temor a echar a perder la buena reputación que se había forjado con tantos esfuerzos. Pero la exigencia de Jesucristo por mediación de su hija lo puso entre la espada y la pared.

—Señor, haré todo lo que me pidas —gimoteó—, pero concédeme tu perdón.

—Ya lo has oído —dijo el padre Justiniano—. Yo me encargaré de que cumpla su promesa.

—Y si él no la cumpliere, lo castigaré con el fuego eterno —amenazó Crisanta, con la garganta lastimada de tanto forzar la voz.

En seguida fingió un desmayo y no despertó hasta dos horas después, de nuevo con la mente en blanco, aparentando no recordar nada de lo ocurrido. Si bien la actuación de la niña impresionó al cura, no por ello la tomó por una santa en potencia y siguió aferrado al diagnóstico de la demencia precoz. Pero como buen médico de almas, comprendió que la niña necesitaba oír el mea culpa de su padre para recobrar la cordura. Onésimo trató de eludir ese compromiso tan afrentoso para su orgullo con distintos pretextos. En particular, le molestaba tener que revelar su secreto a los miembros de la cofradía, tan severos en la condena a los pecadores. Como Crisanta parecía olvidada del asunto y no volvió a tener arrobos en varios días, le pareció fácil posponer el terrible papelón por tiempo indefinido. Pero el padre Justiniano no quitaba el dedo de la llaga, y enojado por sus dilaciones, lo amenazó con negarle la absolución si faltaba a su juramento. Entonces, resignado a la deshonra pública, pidió al clérigo que convocase a todos los cofrades en la sacristía de la parroquia, y el día fijado para el acto de contrición, acudió al patíbulo en compañía de Crisanta.

—Queridos hermanos —anunció el padre Justiniano—: vuestro hermano Onésimo quiere reparar una ofensa hecha a su hija cuando era un libertino abominable, y os ha mandado llamar por mi conducto para que seáis testigos de su sincero arrepentimiento.

A una seña del cura, Onésimo se arrodilló delante de Crisanta.

—Perdóname, hijita, por haberte robado la pureza —dijo con voz de buey degollado—. Sépanlo todos ustedes: yo mancillé a mi propia hija en un momento de ofuscación, cuando Satanás se apoderó de mi cuerpo. Soy el más vil de los hombres y solo merezco el desprecio de las personas honradas. Que Dios me castigue con todo el rigor de su infinito poder.

Crisanta había esperado con ansias ese momento de triunfo, pero en vez de sentirse vengada, sintió lástima por su padre, a quien vio de pronto como una víctima de fuerzas superiores a la voluntad humana. Sin duda, se merecía esa humillación, pero temió haberle administrado una medicina demasiado amarga, que podía matar al enfermo en vez de sanarlo. Al oír la confesión de Onésimo, los cofrades guardaron un silencio glacial. Doña Faustina y doña Teodora cruzaron una mirada reprobatoria, seguida de tosecillas nerviosas y con las cejas alzadas desfilaron hacia la puerta. Las siguieron todos los miembros de la cofradía, persignándose como en presencia del maligno al pasar junto a Onésimo. Solo el manco Del Villar tuvo el gesto compasivo de darle una palmada en la espalda. Cuando todos hubieron salido, el padre Justiniano ofreció un pañuelo al harapo humano que gemía a los pies de la niña.

—No esperes la comprensión de los hombres —lo consoló—, solo Dios tiene la grandeza de perdonar a los pecadores.

A pesar de tener la conciencia más limpia que nunca, Onésimo no pudo resignarse a perder la consideración de los demás, y en los días posteriores se encerró en un mutismo fúnebre. Como estaba indispuesto para trabajar, los pedidos de ataúdes se le fueron amontonando en el taller, y los aprendices a su servicio buscaron otros empleos. Las pocas veces que salía a la calle, sus conocidos le sacaban la vuelta para no saludarlo y volvía a casa hecho un ascua, maldiciendo la hipocresía de los justos. Seguía orando, pero las veces en que Crisanta se acercó a escucharlo advirtió que ahora sus rezos eran reclamos impertinentes:

—Dime, Dios mío, ¿por qué coños me has enviado tantas calamidades juntas? ¿No te bastó con darme una esposa mancornadora? O me tienes ojeriza o te has ensañado conmigo para probar mi fe. A ver si dejas ya de cargarme la mano, con un demonio. ¿No ves que soy un hombre de barro, y lo que es peor, de barro quebrado?

Habiendo perdido el consuelo de la religión y, por añadidura, la humildad necesaria para vivir en el bando de los apestados, al poco tiempo recayó en la bebida. Una noche no llegó a dormir, y a la mañana siguiente, dos de sus antiguos compañeros de farra lo llevaron cargando a casa, envuelto en los efluvios del chinguirito. Al recibir el bulto maloliente, Crisanta midió el tamaño de la imprudencia que había cometido. Dios mío, ¿qué hice?, pensó, yo misma lo empujé a esto y ahora mi vida volverá a ser un infierno. Esa tarde, cuando Onésimo terminó de dormir la mona, le pidió que visitaran juntos al padre Justiniano, pero él no quería poner un pie en su parroquia, dijo, por temor a encontrarse a los miembros de la cofradía. Esa noche regresó a las tabernas en busca del único auxilio espiritual a su alcance, y cogió una borrachera de tal calibre que no volvió a casa en una semana.

Por esos días, Crisanta obtuvo un sonado triunfo en la primera y única función del auto de santa Tecla, a la que asistieron las internas del claustro y las familias de las pupilas. Como algunos miembros de la hermandad de Onésimo tenían tratos con la madre superiora del convento, llegó a oídos de las monjas la noticia de la vejación que había sufrido la pequeña actriz, y al escuchar los elogios por su trabajo en el salón donde sirvieron el refrigerio, Crisanta se sintió más compadecida que admirada. Para no seguir despertando lástimas, había ocultado a sor Felipa la desaparición de su padre. Nadie debía conocer su lamentable abandono, nadie debía saber que llevaba cuatro días alimentándose de mendrugos y que había contraído por medios naturales la consternante palidez de su personaje. Era de nuevo una hija del arroyo y ya se daba por despedida de ese hermoso convento, tan necesario para soportar la fealdad de su vida. Iría a parar a un obraje, donde la pondrían a hilar algodón con un mandil percudido. Y ella tenía la culpa de todo, sí, ella misma se había echado la soga al cuello por haber montado una comedia tramposa y ruin, donde hacía mofa de las cosas santas. Todo lo que padecía desde entonces era un castigo por esa profanación. Se había envanecido con su poder de fingir y representar, como si el amor divino fuera una cosa de broma, y ahora pagaba las consecuencias de haber concitado la ira del cielo.

Tres días después, cuando Crisanta empezaba a mendigar comida, Onésimo volvió a casa acompañado de una mujerzuela del arrabal, Lorenza, una mulata de ubres vacunas y labios gruesos, a quien había levantado en un lupanar de la calle de Mesones. Desde su llegada, Crisanta la vio con recelo, pero como no quería más líos con su padre, tuvo que resignarse a convivir con la intrusa. Lorenza empinaba el codo al parejo de su amante, pero le gustaba vestir con cierta galanura, y Onésimo se vio obligado a trabajar para comprarle las sayas de raja ribeteadas de oro con las que salía a pavonearse en las calles, para escándalo de las señoras decentes que coincidían con ella en la cola de las tortillas. Si la confesión de Onésimo le había costado el repudio de sus cofrades, los escotes de Lorenza terminaron por malquistarlo con el resto del vecindario. El carnicero, la señora de la recaudería, el lechero y hasta el aguador que les traía las tinajas desde la fuente de la Mariscala se negaron a surtirles víveres, a pesar de que Lorenza ofreció pagarlos con dinero contante y sonante, mientras la mayoría de los vecinos pagaban a crédito. Ante el clima de hostilidad y después de varios altercados callejeros por defender a Lorenza, Onésimo prefirió sacrificar su posición social para vivir en un lugar donde nadie lo conociera, y se mudó al pueblo de Tacuba, a cinco leguas de la ciudad. Los pocos españoles que vivían ahí eran artesanos o zaramullos sin oficio ni beneficio, entre los que encontró una buena acogida, y como abundaban las mozas del partido, nadie podía escandalizarse por los plebeyos modales de Lorenza.

Ahora ganaba menos con los ataúdes, pues las borracheras le robaban la mitad de su tiempo y había renunciado por orgullo a los encargos de la parroquia de Santa Catarina. Constreñido a fabricar cajones de pino para los humildes muertos del pueblo, tuvo que hacer un drástico recorte de gastos y sacó a Crisanta del convento de la Encarnación. Empezó para la niña un período de maltratos y privaciones, pues Lorenza despilfarraba en sus caprichos el poco dinero que entraba en la casa, y para colmo, empleaba a la niña como moza de cámara y retrete. Mientras se acicalaba en el tocador o charlaba con las vecinas de balcón a balcón, Crisanta tenía que trapear, hacer camas, poner a calentar el chocolate y zurcir los jubones de su padre. Una tarde, tras una agotadora jornada, se concedió el pequeño respiro de salir al patio a saltar la cuerda con dos amiguitas, y cuando apenas empezaba a tomar vuelo, la detuvo el rauco grito de Lorenza:

—¡Crisantita, ven por favor!

Subió a ver qué se le ofrecía y la encontró repantigada en un diván, con chiqueadores en la cabeza para curarse la cruda.

—Sé buena. Los mosquitos me tienen cosida a piquetes. ¿Me los espantas?

Lo más doloroso para Crisanta era que Onésimo tolerara esos abusos sin llamar la atención a Lorenza. Sentía que su padre le guardaba rencor por haberlo expuesto a la vergüenza pública, y al mismo tiempo le tenía miedo por sus poderes espirituales. Por eso no se atrevía a humillarla, pero permitía que la mulata lo hiciera por él, aparentando tener demasiados problemas para ocuparse de enredos domésticos. Vaya que los tenía: estaba endeudado hasta el cuello y a veces, para comprar una botella de vino, tenía que empeñar en la calle de Plateros las alhajas que semanas antes había regalado a su barragana. Esas expropiaciones enfurecían a la mulata, y un día, muy seria, lo amenazó con volver a la vida fácil si no la mantenía con decoro. Como Onésimo no toleraba la idea de perderla, montó en su carreta con rumbo a la capital y acudió al padre Justiniano en busca de auxilio, resignado a tragar camote si se topaba con algún miembro de la hermandad.

—Dichosos los ojos que te ven —lo recibió el padre con un gesto de sorpresa—. ¿Has venido a confesarte?

—Sí, padre —mintió—. Estoy muy arrepentido por haber recaído en la bebida.

Solo quería recuperar la concesión de los ataúdes, pero necesitaba darle por su lado al cura.

—Supe que ahora vives amancebado con una mujer de la calle. ¿No te da vergüenza haber caído tan bajo?

—Mucha, padre, pero la he sacado de la mala vida y espero casarme pronto, si Dios me da licencia.

—¿Y tu hija? ¿Cómo está?

—Bien, gracias, padre. Cada día crece más. Dentro de poco le lloverán pretendientes.

—Buena nos la hizo la muy pícara —sonrió el cura—. ¡Qué bien fingía los arrobos y las visiones!

—¿Fingía? —Se sorprendió Onésimo. ¿Quiere decir que todo era un engaño?

—Claro, una comedia muy bien montada. Tu hija es una gran actriz. Lo supe el día que la vi en el patio de la Encarnación, representando la vida de santa Tecla.

—¿Pero cómo? ¿Ella representó una pieza?

—¿No lo sabías? —El cura se levantó de la mesa—. ¡Qué poco conoces a tu hija! Ella hizo el papel principal en el auto y a fe mía que tiene mucho talento. Al verla comprendí de dónde había sacado los achaques de poseída.

Onésimo sintió una erupción de lava en el epigastrio. El recuerdo de su deshonra pública en esa misma parroquia le trabó las mandíbulas en un rictus de impotencia y coraje. Nublada la vista por un velo negro, se dio la media vuelta y dejó hablando solo al cura, que tardó un momento en reaccionar y luego salió de la sacristía en pos del prófugo.

—¿Adónde vas, hombre de Dios? —Lo alcanzó en el atrio de la iglesia.

—¡Al diablo, me voy al diablo! —estalló Onésimo—. ¡Y esa embaucadora se irá conmigo!