CAPÍTULO 24

AGARRO a Héctor para que se quede sentado. Es la segunda vez que intenta levantarse para ir a buscar a Miguel, y de no ser por mi insistencia, creo que habría sucedido algo trágico. Un puñetazo en toda la jeta de ese caradura, lo cual, pensándolo bien, no es tan trágico si viene ofrecido por el sexy puño de mi apuesto novio. La venganza me puede, y en este momento, empiezo a creer que estoy mal de la cabeza.

Le he contado a Erik mi conversación con Claudia, y él ha ido a buscar a Miguel. Mientras tanto, yo me remuevo inquieta en mi asiento y aprieto la mano de Héctor para que no se vaya de mi lado.

Miguel llega a los pocos minutos acompañado de Erik.

—Señor Brown, ¿qué es lo que sucede? —le pregunta.

—Siéntate —le ordena Héctor, en un tono que no acepta objeción

alguna.

Miguel se sienta en una silla cercana a donde está Erik, alejada de mí, pero no lo suficiente como para que mis ojos se claven en él con gran acusación.

—Miguel, sé que estabas saliendo con mi hermana. No lo niegues. Antes tuviste una relación con Diana, y probablemente ella te estaba amenazando con contarlo. Por eso la odias —lo ataco.

Miguel se levanta abruptamente. Su cara refleja la ira más absoluta.

—¡Eso es absurdo! Soy un profesional, jamás tendría ninguna relación amorosa con mis pacientes.

—Sabemos lo del collar. Se lo compraste tú —le dice Héctor, claramente conteniéndose.

Erik interviene.

—Será mejor que cuentes la verdad. Acabas de convertirte en el principal sospechoso.

Miguel comienza a sudar copiosamente por la frente y los ojos le brillan con pasión. Tiene un rictus de nerviosismo que le cruza el rostro, y a mí, por más que trate de convencerme, no hay quien me saque esta vez de mi certeza.

—Yo no compré ningún collar. no sé de qué me hablan —responde, apartando la vista de nosotros.

Erik saca un papel arrugado del bolsillo de su pantalón y se lo muestra a Miguel. Su rostro se vuelve pálido y la barbilla le tiembla al hablar. Luego me lo enseña a mí, y yo se lo doy a Héctor. Es la factura del collar. Ha debido de encontrarla en la habitación de Miguel.

Erik le da dos golpecitos en el hombro y niega con la cabeza.

—La próxima vez juega mejor tus cartas. Ni siquiera te molestaste en deshacerte del tique, ¿tan presuntuoso eres? —Lo puedo explicar.

—¿Que tenías la factura del collar de Érika en tu habitación? Lo dudo —le recrimino.

Los ojos de Miguel vagan de Héctor a Erik, buscando compasión. En Erik sólo encuentra pena, y en Héctor, un profundo rechazo.

—Sí, salí con Érika. Pero yo no la maté. Lo juro. Yo jamás le hubiera hecho daño. ¡La amaba! Érika era la mujer de mi vida. No le hice daño.

—¿Además de Diana y María?

—Diana fue un error. Con María no tuve nada. Es cierto que ella me miraba de una forma rara pero yo no me acosté jamás con ella. —Eres repugnante —le espeto. —Yo amaba a tu hermana.

—Tú sólo te amas a ti mismo. Supongo que saber que Érika iba a empezar una nueva vida y que no contaba contigo hizo mella en tu orgullo. No pudiste resistirte y la mataste.

—Yo nunca le habría hecho daño. La quería. El día que Érika murió yo estaba fuera de la ciudad, visitando a mi familia. Tenía permiso para salir. Pueden consultarlo.

Erik se levanta y coge su teléfono móvil.

—Voy a comprobar su coartada.

Miguel también va a levantarse, pero sólo le es necesaria una mirada de advertencia de Héctor para volver a sentarse en la silla. Pasa todo el tiempo ofreciendo excusas absurdas, y para mi consternación, llegan a asomar ridículas lágrimas de sus ojos. Héctor le advierte que ni se le ocurra llorar, y por arte de magia, las lágrimas se secan.

Minutos más tarde Erik vuelve a entrar.

—Miguel dice la verdad. Estuvo dos días fuera del centro. Es imposible que fuera él. Lo confirman su familia y algunos vecinos de su ciudad.

Miguel suspira calmado. Yo me clavo las uñas en la palma de la mano, muy irritada. Cada vez que estoy a punto de averiguar la verdad, algo me asesta un golpe que me lleva a la dirección contraria, alejándome de la verdad y colocándome de nuevo en la casilla de salida.

—No tengo ni idea de qué vio mi hermana en ti para mudarse a este

pueblo.

Miguel me mira sin entender.

—No se mudó a este pueblo por mí. Nos conocimos en este centro cuando ella llegó.

Erik, Héctor y yo nos miramos contrariados. Si ese número no es de Miguel, entonces, pertenece a otra persona, lo que significa que... ¿Mi hermana estaba saliendo con otro hombre? ¡Vaya tela con Érika!

Miguel, ajeno a todo lo que sucede, borra su expresión funesta y habla alegremente.

—Supongo que ya está todo aclarado. Si no quieren nada más, tengo trabajo que hacer.

—Recoge tus cosas y lárgate —le espeta Héctor. Su rostro se vuelve lívido. —Pero señor Brown.

—Tienes cinco minutos para recoger tus pertenencias y marcharte. Nunca vuelvas.

Miguel camina apesadumbrado hacia la salida. Héctor lo mira y le dice: —He dicho cinco minutos. Date prisa.

Salgo al jardín acompañada de Héctor para intentar calmarme. Erik ha decidido hablar con Diana y María para asegurar sus coartadas. Mientras tanto, yo me siento en la hierba y arranco briznas de césped. La hierba acaricia mis manos y yo paladeo esa sensación, sintiendo cómo la rabia desaparece lentamente.

—Nunca podré acostumbrarme a esto. Cuando estoy cerca de descubrir la verdad siento una gran excitación. Pienso que por fin voy a poder liberarme. Que Érika y yo seremos libres.

Héctor se sienta a mi lado.

—Nada de lo que descubras podrá liberarte. La capacidad para ser libre la tienes aquí —él coloca un dedo en mi cabeza—. Serás libre cuando entiendas que lo que le pasó a Érika no fue culpa tuya. Quieres buscar al culpable para poder sentir la paz que ansías. Tú no eres culpable, Sara. Tienes a Zoé para enmendar los errores del pasado. Te echas la culpa, pero lo cierto es que fue Érika quien se marchó. Aunque retrocedieras, no podrías cambiar el pasado. Ella tomó una decisión.

Lo miro a los ojos, sintiéndome dichosa por el hombre que tengo a mi lado. Todo esto sería insufrible si no estuviera conmigo, aconsejándome y consolándome en los momentos más duros.

—Gracias por convencer a Claudia para que hablara conmigo —le digo.

Él me da un beso en la frente y me abraza. —Haría cualquier cosa por ti.

Nos quedamos sentados en la hierba, simplemente el uno al lado del otro, en silencio. Erik llega poco después, tras haber hablado con Diana y María.

—La noche que Érika murió no salieron del edificio. El personal del centro lo corrobora.

Me levanto, dispuesta a marcharme y volver a mi vida. Me despido de Erik y me decido a volver a casa, pero de repente, un minúsculo detalle me retiene. No me puedo creer que lo haya olvidado, aunque claro, teniendo en cuenta todos mis problemas no es de extrañar. Ya ves tú.cosas sin importancia. Mi hermana ha sido brutalmente asesinada, su asesino está jugando al ratón y el gato conmigo, mi sobrina no me habla, mi madre tiene alzhéimer.

—Héctor —lo llamo—, he olvidado algo muy importante.

—¿De qué se trata? —me pregunta muy preocupado, al notar la pérdida de color de mi rostro.

—En la cabaña del lago hay una caja fuerte. No lo recordaba. Necesito abrirla para ver lo que hay en su interior, pero desconozco la contraseña.

Él asiente, comprendiendo la situación. Se acerca a mí, me abraza y besa mi frente. Pasa un pulgar por mi mejilla izquierda y me mira de manera que no logro desentrañar, como si necesitara decirme algo y al mismo tiempo no pudiera contármelo.

—Sara —dice al fin—, prométeme que dejarás esto. Iremos a la cabaña y llamaré a un cerrajero, pero sea lo que sea que haya en el interior de esa caja fuerte, debes mantenerte al margen. Detesto ver cómo te consumes. No lo soporto. Y lo peor es que yo no puedo hacer nada para aliviar tu conciencia, salvo mantenerte a mi lado y cuidarte.

Yo sonrío, enternecida al notar su desesperación. Está preocupado por mí, y hace un notable esfuerzo para reprimir ese instinto controlador.

—Héctor, sabes bien que no hay que prometer lo que no se puede

cumplir.

La expresión de su rostro cambia, y me suelta de repente. Me mira irritado y aprieta la mandíbula.

—Terca como una mula —gruñe.

Me coge de la mano y tira de mí sin demasiado miramiento, llevándome consigo, porque pase lo que pase, sé que estamos hechos el uno para el otro.

Llegamos a la cabaña del lago ante mi creciente nerviosismo. Detesto este lugar. Ahí fue donde mi hermana murió, además de ser el sitio donde Héctor me dejó hace poco tiempo. Borro ese recuerdo irritada por mi repentina buena memoria. Héctor parece notarlo, porque se acerca a mi lado y me pasa un brazo por el hombro.

—Tranquila pequeña, hoy nadie va a salir corriendo —murmura a mi oído.

Siento esa corriente eléctrica cuando su aliento recorre mi piel, y para molestarlo un poco, le hablo con estudiada indiferencia.

—No sé a qué te refieres, yo estaba pensando en mi próximo reportaje.

Héctor echa la cabeza hacia atrás, se ríe abiertamente y me sacude el cabello. Cuando termina de reírse, me mira a los ojos y niega con la cabeza, mientras se muerde un labio. Jodido hombre sexy. Molesta porque él sea capaz de adivinar todos mis pensamientos, me cruzo de brazos y miro hacia otro lado. Él no se detiene, me muerde el hombro y me coge el rostro entre las manos, riendo cuando yo pierdo los nervios.

—¡Para que te enteres, sé que no saldrías corriendo porque no puedes vivir sin mí! —lo ataco.

Él se detiene, y por un momento, creo que lo he molestado. Me mira muy serio, y entonces, simplemente dice:

—Tienes razón.

Yo sonrío sin poder evitarlo. Él siempre consigue desmontarme con unas pocas palabras, que sin embargo, poseen un gran significado para mí. Antes de que pueda darme cuenta, nos estamos besando y arrancándonos la ropa el uno al otro.

—El cerrajero. —le digo.

—Tardará en venir, no te preocupes —responde, volviendo a robarme un beso.

Yo suspiro cuando Héctor comienza a mordisquear todo mi cuerpo, como si quisiera devorarme. Me empuja contra un tronco y me besa con pasión. Nada se interpone entre nosotros. Somos almas que están siendo empujadas hacia un mismo destino. No hay nada que pueda separarnos en este preciso e íntimo momento que.

—¿Señor Brown?

Me sobresalto al ver al cerrajero y me abrocho la camisa. El corazón me late desbocado en el pecho y me peino el cabello como si eso pudiera recomponer parte de mi aspecto. Le echo una mirada censuradora a Héctor, mientras le digo mentalmente: "Con que iba a tardar, ¿eh...?". Para mi sorpresa, a él le parece lo más gracioso del mundo, pues aguanta la risa y le dice al cerrajero algo sobre su extremada puntualidad.

El cerrajero no dice nada, aunque de vez en cuando lo noto esbozar una sonrisita, como si hubiera pillado a dos adolescentes en pleno apogeo de su autodescubrimiento sexual. Héctor le indica el problema y el cerrajero hace su trabajo. A los pocos minutos se oye un "clic", y la puerta de la caja fuerte se abre al instante. El cerrajero se marcha y Héctor me da un golpecito en el hombro para que me anime a abrir la puerta.

—¿No la abres?

—Sí, claro... —respondo algo aturdida.

Abro la puerta con dedos temblorosos y encojo la respiración cuando el contenido se desvela ante mí. Hay un sobre, y en el reverso, letras garabateadas con una caligrafía desordenada y de trazos irregulares. Sin duda, la letra de mi hermana.

"Para Sara".

Paso los dedos por las letras, como si quisiera grabar su trazo en mi alma. A fuego y con tinta imborrable. Me sorprendo a mí misma llorando, y pasan unos minutos hasta que logro recomponerme. Agradezco que Héctor no me diga nada, pues soy el tipo de persona que llora más cuando alguien intenta consolarla. Al final, cuando consigo secar mis lágrimas, Héctor me acaricia el pelo y me pregunta si estoy bien. Yo asiento, me guardo la carta en el bolsillo y lo insto a salir de la cabaña. Las cuatro paredes han creado una atmósfera irrespirable y agobiante, y siento que me asfixio. Cuando estamos fuera, Héctor me mira extrañado.

—¿No vas a leerla?

Me sorprendo a mí misma al responder.

—No.

Simple y rotundo.

—¿No? —Héctor enarca una ceja, como si yo estuviera loca—. ¿Por

qué no?

—Porque no —respondo secamente. —Sara.

—No me digas nada, Héctor. Ahora no. Quiero salir de aquí, eso es todo.

Él se acerca hacia mí, y como me conoce tan bien, me coge de los hombros y me obliga a mirarlo. De nuevo, esos ojos verdes me miran intensamente como si quisieran traspasar mi alma, ¡y joder! Él lo consigue. Desnuda mi alma hacia él.como si yo le perteneciera. Como si fuéramos la esencia de una misma cosa.

—No quieres leer la carta porque tienes miedo —afirma.

Yo asiento, con los labios apretados. Miro hacia arriba y abro mucho los ojos. No voy a llorar. No voy a llorar. Y no voy a llorar.

—Sara, tienes que aprender a vivir sin ella. No hay mejor forma de superarlo que leer lo que ella te ha escrito.

—No. No me da la gana —me niego.

—Tendrás que leerla algún día, ¿en serio no quieres saber lo que ella te ha escrito? Claro que quieres saberlo, pero tienes miedo. Miedo de leer algo que no te guste. Miedo de que ella te abandone para siempre.

La realidad de sus palabras me golpea de forma brutal. Un hachazo certero y magistral que golpea justo en el lugar de mi cuerpo llamado "orgullo". Miro a Héctor con rabia, y me siento indignada. Indignada porque él tiene razón y no tiene derecho a conocerme tan bien cuando él me oculta tantas cosas. Cuando yo apenas lo conozco. Es por eso que hablo atropelladamente y no consigo detener el ímpetu de mis palabras.

—No eres mi padre. Él murió hace muchos años en mi conciencia. Y para que te enteres, sólo yo sé lo que quiero, ¿o te crees tan listo que ahora sabes todo lo que yo necesito?

Héctor me suelta como si yo quemara. Su rostro ha cambiado a una máscara inescrutable y su expresión se ha vuelto tensa y feroz, como si yo hubiera dicho algo que más que molestarlo lo hubiera herido. Me siento culpable automáticamente por ser tan dura con alguien que sólo quiere ayudarme y protegerme. Por pagar mi frustración y mis temores con una persona que siempre está a mi lado, y que tanto me ha dado sin pedir nada a cambio. Estoy a punto de pedirle perdón, pero Héctor cambia la expresión y me coloca detrás de él de manera protectora. Su cuerpo está tenso.

—Sara, métete en el coche —me ordena.

—Pero ¿qué dices? ¡Métete tú!

—Métete dentro del puñetero coche, Sara —gruñe.

—Que no —replico yo molesta, sin entender ese repentino ataque de autoridad.

¿Pero este quién se cree?

Héctor se vuelve hacia mí, me coge como si yo fuera un saco de patatas y me carga sobre su espalda. Me quedo sin habla, sin entender qué demonios le ha picado. De verdad algunas veces le dan unos ataques. Luego la loca soy yo.

Sin pensárselo, abre la puerta del copiloto, me tira dentro del coche y cierra de un portazo. Alucinada, abro la puerta para decirle cuatro cosas cuando me doy cuenta de que ha cerrado con llave y me ha dejado encerrada. Golpeo el cristal y le grito, pero él no parece oírme porque camina con las mangas de la camisa remangadas hacia la cabaña, a la que acabo de darme cuenta, le han hecho una nueva pintada. Abro mucho los ojos y me llevo la mano a la boca, horrorizada.

Estás muerta, Sara Santana. Te seguiré hasta el fin del mundo.

Golpeo la ventanilla y le grito a Héctor que se meta dentro del coche, asustada por si puede pasarle algo. Ahora entiendo lo que sucede. Me ha encerrado en el coche para protegerme, y como si se tratara del mismísimo Rambo, va corriendo a buscar al asesino. La simple idea de que Héctor pueda encontrarse con el asesino de mi hermana me horroriza, y comienzo a llorar y a suplicarle que se meta en el coche. Cuando observo que es en vano, comienzo a insultarlo con todas las palabras malsonantes que he aprendido a lo largo de mi vida.

—¡Imbécil, bruto, malnacido, patán!

¡Sí, ha dado resultado! Héctor aparece a los pocos minutos. Viene acompañado de un chico de apenas diecisiete años. Lo trae cogido de la oreja, mientras el chaval llora y suplica. Héctor discute con él, y lo contemplo erguirse y echarse las manos a la cabeza. Parece estar tratando de mantener la compostura. Al final, camina hacia el coche y me abre la puerta. Señala al chaval y luego me hace un gesto a mí.

—Lo siento mucho, señorita. ¡Discúlpeme! Lo lamento, lo lamento muchísimo —me pide perdón el chico, evidentemente después de que Héctor se lo haya ordenado.

Yo no entiendo nada de lo que está sucediendo, y miro a Héctor sin comprender, buscando alguna explicación.

—Este impresentable acaba de pintar la pared de la cabaña mientras nosotros estábamos dentro —me explica Héctor.

Miro al chico, que apenas debe de rozar la quincena. Entonces me río y me relajo. Héctor me mira incrédulo.

—¿En serio quieres matarme? —le pregunto.

—¡No, no! A mí sólo me pagaron por hacer esto. Me dijeron que vigilara la cabaña y que si veía pasar a una mujer morena con las tetas muy grandes pintara eso. Se lo juro.

—Cuida tu lengua, chaval —lo amenaza Héctor, quien ha puesto mala

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cara al escuchar lo de "tetas grandes".

El chico se encoge de miedo, y ahora a mí no me hace ni puñetera gracia. No hace falta ser muy inteligente para saber que el asesino de mi hermana ha pagado a este crío para que haga la pintada.

—¿Quién te ha pagado? ¿Cómo es él? —se me adelanta Héctor.

—No tengo ni idea. Me contactó por Internet y me pagó la mitad del trabajo por adelantado. Me dijo que hiciera mi trabajo y no me interesara por él.

Héctor suspira y niega con la cabeza. Yo tiemblo sobre el asiento. No, esto no tiene ni la más remota gracia. Y dejando a un lado el hecho de que tengo las tetas grandes; es realmente espeluznante que alguien esté tan interesado en asesinarme. Realmente no lo entiendo. No tengo grandes enemigos. He sido una buena chica. Mis mayores pecados han sido sellar con silicona el buzón de mi vecina morosa, y gritarle "pelo de chichi" a una compañera de la facultad que me hacía la vida imposible. Lo juro, soy una buena persona. No entiendo por qué alguien querría asesinarme. Y no tengo ni idea de por qué el asesino de mi hermana está tan obsesionado con ella como para creer que yo soy una bifurcación de mi hermana.

¡Si no nos parecíamos en nada!

Mismo pelo, mismos ojos...pero en realidad, Érika y yo éramos como el agua y el aceite.

—Tú, sube al coche —le ordena Héctor.

—No se preocupe, caballero, he traído mi moto.

—Te voy a llevar a la Policía, chaval. O subes tú o te llevo de la oreja. Como prefieras.

El chico no lo duda, y corre automáticamente hacia el coche. En el fondo el chaval me da un poco de pena. Pero luego recuerdo que me ha llamado "tetas gordas" y se me pasa.

Al llegar a la comisaría de Policía nos encontramos con Erik. Él interroga al chico y averigua que la conexión de Internet procede de una biblioteca pública, la única que sirve a varios pueblos, por lo que encontrar al asesino de mi hermana es misión imposible. Un lugar concurrido al que asisten diariamente más de un centenar de personas.

De nuevo, la verdad se escurre de mis manos.