CAPÍTULO 14

HÉCTOR elige un acogedor restaurante italiano con menú para niños. Degustamos un vino exquisito, charlamos y atendemos a Zoé, quien ahora parece más proclive a mis muestras de cariño. Es una niña encantadora, obediente y muy tímida. No habla, pero su cara denota felicidad. Siento un pinchazo de dolor al darme cuenta de lo que ha tenido que sufrir: perder a su madre, vivir con un progenitor delincuente y conocer a un pariente con idéntico parecido a su madre que no la entiende. Me prometo a mí misma volcarme en hacerla feliz. Ofrecerle una familia que le brinde cariño y protección. En el fondo, ambas necesitamos lo mismo: sentirnos amadas.

Entrecierro los ojos al observar una mujer de idéntico parecido a Daniela, la directora de Musa en España. Conforme se va acercando, constato que es ella. Y para mi desconcierto, se acerca a nuestra mesa y saluda a Héctor con bastante familiaridad. El hombre que parece su pareja se mantiene en un discreto segundo plano.

—¡Héctor, qué sorpresa tan agradable! —se vuelve hacia mí, sorprendida—. No tenía ni idea de que estuvieseis juntos. Hacéis una pareja preciosa, ¿y quién es esta niña tan linda, vuestra hija?

Ninguno de los dos hace nada por corregirla.

—Daniela, estás tan guapa como siempre. El tiempo no pasa por ti —la halaga Héctor—. Veo que ya conoces a mi novia. Estoy seguro de que en cuanto veas su trabajo se te hará indispensable, tal y como me ha pasado a mí.

Daniela aplaude, demasiado efusiva, según mi criterio. Está bien, es cierto que soy de las que juzgan a las personas por la primera impresión, pero hay algo en la directora de la revista Musa que no llega a convencerme. Quizá estoy siendo atrevida, pero no me parece del todo sincera. Hay cierta aura de falsedad que flota sobre ella. La sinceridad es espontánea. Y Daniela parece ser el tipo de persona que lo tiene todo preparado, sin dejar cabos sueltos.

—¡Estoy segura de que Sara es una excelente profesional! Ella demostró ser muy directa en la entrevista.

Héctor se ríe al escuchar la palabra "directa".

¿Por qué habla de mí y se dirige a Héctor? ¡Eh, estoy aquí!

Observo con cierto recelo cómo Daniela agarra a Héctor, y no deja de tocarlo durante el resto de la conversación. De inmediato, me pongo en alerta, pero intento tranquilizarme. Sólo son amigos, me reprendo.

—Me ha encantado verte, Héctor. Me debes un café, lo prometiste —lo mira con ojos cómplices. Luego se vuelve a mí—. Te veo mañana en la revista, Santana.

Respiro aliviada cuando se marcha y nos deja a solas. Trato de escrutar a Héctor, pero no hay nada raro en él.

—No sabía que conocieras a la directora de Musa. —Conozco a mucha gente —responde él, de manera natural. —¿Por qué no lo dijiste?

—¿Bromeas? De haberlo hecho habrías pensado que yo iba a llamarla para que no te diera el trabajo.

Me relajo definitivamente. Zoé no está interesada lo más mínimo en nuestra conversación, abstraída por el estampado de princesas de su mantel.

—¿Te has puesto celosa? —me pregunta, muy divertido.

—Y te gusta.

—Me halaga saber que mi novia siente celos de otras mujeres. Aunque no tienes de qué preocuparte. Yo suspiro.

—Estás rodeado de mujeres atractivas. Linda, Daniela...tu secretaria. La escuché decir que intentaría seducirte —le dejo caer, haciéndome la inocente. —La trasladé de departamento. No me gustaban sus insinuaciones. ¡Definitivamente amo a este hombre!

—Cariño, tú eres la mujer más especial que he conocido. No te cambiaría por nadie. Lo juro.

Le rozo la pierna con el tacón, sin entender por qué una declaración como esa puede llegar a ponerme tan cachonda. Héctor me masajea la muñeca y llama al camarero.

—Tenemos prisa, tráiganos la cuenta. Y una docena de manteles de princesa.

Sí, amo a este hombre.

Al llegar a casa, acostamos a Zoé en su cama. La pequeña se queda dormida al instante, abrazada al montón de manteles de princesa. Es tan bonita cuando duerme.

Cuando salimos de la habitación, agarro a Héctor de la corbata y voy directa a nuestra habitación, pero él me detiene y cambia el rumbo. Me coge en brazos, y mis tacones caen al suelo.

—Te he preparado una sorpresa. Por el tiempo perdido.

—¡Si sólo ha sido un día! —exclamo riendo.

—Me refiero a todo el tiempo que he vivido sin que estuvieras en mi

vida.

Me mira a los ojos, con una pasión que me consume el cuerpo entero. Y él habla tan serio, tan seguro de sus palabras, que es imposible no sentirse la mujer más dichosa del mundo.

—Treinta y un años de aburrida monotonía, esperando a que una mujer impredecible llegara a mi vida.

—¡Exagerado! —lo corto.

Llegamos hasta el jardín y me encuentro con un humeante jacuzzi cubierto de pétalos de rosas rojas. Al lado, una mesita con una botella de champán en una cubitera y dos copas de cristal. Me quito el vestido sin pensármelo, arrojo la lencería al suelo y meto un pie en el agua. Está a la temperatura perfecta. Me adentro por completo en el agua, y todos los músculos de mi cuerpo se relajan ante el burbujeante masaje.

—Hazme un striptease —le pido, al ver que se quita la americana.

Héctor frunce el entrecejo.

—Ni hablar. Házmelo tú a mí.

—No puedo, no llevo nada puesto.

Lo miro con ojos suplicantes y una sonrisilla pícara en la cara. —No —se niega, muy serio.

—¡Sí! Te juro que si no lo haces pienso gritar y despertar a todos los

vecinos.

Héctor no parece impresionado. —No eres capaz.

Envalentonada por la situación, y porque no tengo vergüenza, me pongo a gritar. Héctor corre a taparme la boca y me mira con una cara que me da risa. Pobrecito.

—¡Sara, por Dios, nos van a oír todos los vecinos!

—El titular de hoy: Héctor Brown pillado in fraganti en el jacuzzi de su jardín —me burlo.

—No tienes vergüenza —me censura.

—Eres un aburrido.

Héctor arquea una ceja, se desabrocha el primer botón de la camisa y me mira a los ojos.

—Lo haré a mi modo.

Yo me quedo satisfecha, y lo oigo decir entre dientes que soy una "cabrona". Héctor se desabrocha el segundo botón de la camisa, apoya un pie en el poyete del jacuzzi y mueve la pelvis.

—Quítame el cinturón, nena.

Por poco me da la risa, pero no quiero herir su orgullo, así que hago lo que me pide. Deslizo el cinturón por su cadera, hasta que este cae en el agua del jacuzzi. Héctor se desabrocha otro botón. Sus movimientos son pausados y masculinos. Me está seduciendo. Desabrocha uno a uno los botones de su camisa, hasta que se le queda completamente abierta. Me coge una mano, y la pasa por el fino vello de su pecho, hasta llegar al inicio de lo que ocultan sus pantalones. Suspiro, cuando él se aparta de mí, arroja la camisa al suelo, y a continuación se baja la cremallera. La boca se me seca. Héctor coge mi mano, y la mete dentro de su entrepierna. Su polla está empalmada, y la agarro, frotándola de arriba abajo. Él aprieta los dientes, cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás, en un profundo estado de evasión. Se baja los pantalones y los aleja de una patada, liberando su erección frente a mi boca.

Excitada por lo que veo, le cojo el pene con la mano derecha y me llevo la punta a mi boca. Mi lengua recorre la cabeza de su miembro, provocando los jadeos de Héctor. Él me agarra del pelo, siendo más exigente, y yo subo y bajo mis labios alrededor de su pene erecto. Héctor gruñe, y se separa de mí. Se mete en el jacuzzi, me coge de los glúteos y me sienta sobre su erección. Su miembro apunta a mi vientre, tenso y expectante. Yo me encajo en su polla, me agarro a sus hombros y comienzo a cabalgarlo. Bajo la noche estrellada, en una bañera de jacuzzi, sólo se escuchan nuestras respiraciones entrecortadas.

Mis pechos se aplastan contra su pecho sólido y mis pezones rozan el fino vello masculino. Me muevo tal y como a mí me gusta, montándolo como una amazona. Echo el cuerpo hacia atrás y me agarro a su espalda. Héctor coloca una mano entre nosotros y desciende hacia mi clítoris, masajeándolo con su pulgar y haciendo mi placer más intenso. Me estremezco de placer, pero sus ojos me detienen.

—Aún no —me advierte.

Recoge el cinturón que flota en el agua, y me ata las manos, recogiéndolas por delante de mi vientre. Me mira a los ojos, me agarra de las caderas y me hunde sobre su erección.

—Fóllame Sara —me ordena.

Hago lo que él me dice. Me muevo encima de él, con mis manos atadas y mi cabeza apoyada en su hombro. Esto es contradictorio. Él me ordena y me ata, pero soy yo quien lleva las riendas de la situación.

Trato de contener la intensidad de mi sensación, y Héctor sube las caderas a mi encuentro. Me agarra por la cintura, apoyándome sobre su erección cuando desciendo, y haciendo la penetración más profunda.

—Joder... —dice, con los dientes apretados y el sudor empapando su

frente.

Me abrazo a él, pegada por completo a su cuerpo, cuando las primeras oleadas de placer me sacuden. Héctor me abraza, con una posesión natural, se echa sobre mí y se corre. Nos quedamos juntos, él dentro de mí, hasta que el calor del jacuzzi se hace insoportable.

Salimos del agua, y Héctor me sirve una copa de champán que me refresca. Al instante mi cuerpo se enfría, pero mi novio, que parece preverlo todo, me enrolla en una toalla. Él sigue desnudo, con su escultural cuerpo que es todo un regalo para mi vista. Lo toco, y emana una calidez que me asombra. Su piel es siempre cálida. Me abrazo a él por la noche, y no hay nada que me haga más feliz.

Me asombro cuando Héctor demuestra una ternura infinita al cepillarme el cabello con un peine que no tengo ni idea de dónde ha sacado. Lo hace con toda la paciencia del mundo. Yo cierro los ojos, fascinada por el deleite que me produce que él me cepille el pelo. Me relajo hasta quedar somnolienta. Héctor me da un beso en la frente.

—Vete a la habitación, ya recojo yo todo esto —me dice con voz suave.

Yo asiento, olvidando mi ropa tirada en el suelo. Al llegar a la cama, caigo desplomada en las sábanas. Pocos minutos más tarde llega Héctor y se tumba a mi lado. Me doy la vuelta para mirarlo, con una sonrisa de boba. —Qué guapo eres.

Él me sonríe y me toca la punta de la nariz. —Gracias.

De repente, siento un irremediable deseo de sexo. Me pongo encima de él, me siento sobre su erección y la agarro. La masajeo de arriba abajo, hasta que vuelve a estar erecta, totalmente receptiva para mí. Héctor me muerde el cuello, planta sus manos en mi espalda y me acerca a su boca. Me besa, su lengua cambia de rumbo y va directa al lóbulo de mi oreja. Él lo muerde, y regresa a mi cuello. Sus dientes se clavan en mi tierna carne.

—Oh. —gimo.

Él me da la vuelta, colocándome en el colchón. Me abre las piernas y su mano va directa a mi sexo. Me penetra con dos dedos, que se empapan con mi humedad. Satisfecho al notar que estoy preparada, coloca mis tobillos en su hombro y me penetra.

Me besa y se mueve. Vuelve a mi cuello. Entierra su cara en mi pelo. Clava sus manos en mis muslos. Jadeo, al sentir cómo todo su cuerpo está en el mío. Poseyéndome de manera brutal. Desatada. Animal.

Somos sábanas deshechas, sudor resbaladizo, piel contra piel y arañazos en la espalda. En la habitación flota un ambiente de sexo salvaje. La pasión liberada. El deseo caníbal de la carne que sólo se satisface con carne.

—Me desesperas, Sara —lo oigo decirme entre embestidas.

Entierro mis manos en su pelo, alborotado y azabache. Héctor empuja una vez dentro de mí. Y otra. Y otra. Sus embestidas son furiosas y exigentes. Lo siento, completándome de una manera casi dolorosa. Me llena y se me escapa, como algo que tienes y no logras comprender.

Se corre dentro de mí, entierra su rostro en el hueco de mi cuello y

habla.

—Jason te ha estado siguiendo hoy.

Lo oigo respirar encima de mí. Casi siento ganas de empujarlo fuera de la cama, pero me quedo quieta bajo su cuerpo. Estoy cansada. Por primera vez, no tengo ganas de discutir.

—Bonita manera de terminar un polvo salvaje —digo con evidente laceración.

Héctor sigue encima de mí. Esta vez, mirándome a los ojos.

—No me importa que estés enfadada conmigo. Lo hubiera hecho una y mil veces. Si corres peligro, mi instinto natural es protegerte.

—Lo sé. Esa es tu forma de quererme.

—Lo dices como si fuera algo malo —me reprocha.

—No logro comprenderte, Héctor. Ese instinto de protección tuyo tan arraigado es devastador. No te importa si con ello arrasas con mi vida. Te quiero, Héctor, pero algún día tendrás que contarme lo que ocultas. La razón por la que eres así.

Él cambia de tema.

—Tú no estás dispuesta a que yo interfiera en tu vida —dice, más para sí mismo que para mí.

—No —le confirmo.

—Eso me molesta. Tú te escapas de mi control. Me molesta y me agrada. Jamás había conocido a una mujer como tú. A veces no sé cómo hacer las cosas contigo.

—Lo sé.

—¿Por qué no me estás gritando? —pregunta extrañado. —Porque tengo sueño. —Entonces duerme.

Se quita de encima mía y me abraza de manera posesiva. No hago nada por apartarme. Sería ilógico hacerlo cuando lo que me apetece es dormir a su lado. Pero ambos sabemos que yo no voy a ceder. Soy la única dueña de mi vida, y con ella haré lo que me plazca. No obstante, en la noche, en la intimidad del sexo y la pasión que nos une, lo necesito.

A la mañana siguiente, Héctor ya no está a mi lado. A diferencia de mí, a él no se le pegan las sábanas. Nunca lograré entender esa férrea disciplina que se autoimpone. Si yo fuera la jefa de una gran compañía, estoy segura de que llegaría la última. Él llega el primero, se va el último y trabaja como otro empleado más. Supongo que esa es la clave de su éxito.

No deja de sorprenderme lo distintos que somos. Él es todo confianza, control y templanza. Yo soy impulsiva, atrevida e inestable. Sólo congeniamos en una cosa: nos necesitamos el uno al otro. E incluso en eso, congeniamos de forma distinta. Yo lo necesito como pilar, esa mitad que me completa y pone rumbo a mi vida. Él me necesita como bálsamo de cicatrices y protección. Me fascina la necesidad que Héctor tiene de cuidar a las personas a las que ama. Yo, por el contrario, necesito que me cuiden, aunque de una manera distinta a ese control férreo y asfixiante que él pretende ejercer sobre mí y que no estoy dispuesta a tolerar.

Desayuno un café muy cargado y uno de los bollos caseros de Ana. Con el estómago lleno y los nervios a flor de piel, estoy lista para ir al trabajo. Antes, el autobús escolar pasa a recoger a Zoé, yo la llevo hasta el transporte, le doy un beso y le deseo un feliz día. Voy a marcharme cuando me encuentro a Mike en la puerta, riéndose de una manera que no me pasa desapercibida. Estoy a punto de ignorarlo, pero esa risita suya no me deja vivir.

—¿De qué te ríes, idiota? —le espeto.

—Vecina, tienes muy buena cara hoy, ¿todo bien?

Su expresión denota algo que no llego a comprender. De mal humor, le contesto en tono agrio:

—¿Y a ti qué te importa?

Me vuelvo para marcharme, harta de sus tonterías. De nuevo, su voz me detiene.

—El agua del jacuzzi te ha sentado de maravilla.

Me doy la vuelta muy lentamente, como si alguien hubiera activado mi mecanismo de alerta.

—No sé de qué me hablas —replico a la defensiva.

—Resulta que las vistas de mi habitación dan a tu interesante jardín —me explica.

Me quedo de piedra.

No, no puede ser. Mike no me ha podido ver follando con Héctor.

—He pensado que alguna noche podrías invitarme a tu jacuzzi. Yo lo haría mejor que él.

Me atraganto con mi propia saliva, y todo el color de mi cuerpo se concentra en mi cara. Roja de ira.

—¡Eres un depravado! —le grito.

Le tiro a la cara lo primero que pillo, que es un bolígrafo que llevo en el bolso.

—Mujer, ya sé que eres apasionada, pero esto mejor me lo demuestras en privado. O en el jacuzzi, como prefieras.

—Eres el ser más asqueroso del mundo —le digo, sin ocultar mi desprecio.

—¡Venga ya!

Estoy a punto de que me dé algo. ¡Ay madre! No me puedo creer que mi cantante favorito, mi aborrecible vecino, me haya visto follando.

—¿Con qué derecho miras una escena privada? —protesto, con gran

rabia.

—Con el que me dan mis ojos.

—Debería decírselo a Héctor, eres un cretino. Él te pondría en tu lugar. —Ambos sabemos que no harías tal cosa. Te preocupa mi integridad. Me deseas.

Dispuesta a darle una lección, me acerco a él, lo rodeo con los brazos y acerco mi cara a la suya. Mike me agarra el trasero y va a besarme, pero yo le doy un rodillazo en su entrepierna. Él aúlla de dolor y se encoge.

—Tu integridad me importa una mierda. Cuidado conmigo, Mike Tooley. La próxima vez te rompo esa guitarra que tanto te gusta.