CAPÍTULO 9

AL llegar a casa de mi tía Luisa, mi sobrina Zoé, nada más ver a Héctor, corre a darle un abrazo. Él la recibe encantado, mientras yo me quedo rezagada observándolos con un deje de celos. No puedo evitar ese tipo de "envidia sana" que me hace querer estar en el lugar de Héctor. Saludo a los amigos de mi tía Luisa, una pareja de mediana edad, y me pongo a hablar con Almudena, la íntima amiga de mi tía y que solía ser mi canguro cuando mi hermana y yo éramos muy pequeñas.

—¿Ese es Héctor Brown? —pregunta alucinada.

—Sí —respondo con naturalidad.

—No me lo puedo creer, tienes buen ojo para los hombres. ¿Cómo os conocisteis?

No tengo ganas de hablar sobre ese tema, así que me limitó a decir:

—Casualidades de la vida.

—¡Gran casualidad! —exclama ella riendo.

Sí, definitivamente eso queda mejor que explicar que durante un tiempo estuve acostándome con él mientras mi mente lo acusaba de ser el sospechoso del asesinato de Érika. Un poco siniestro, debo admitir.

Nos sentamos a la mesa para degustar la cena que ha preparado mi tía Luisa. Durante la cena, nos limitamos a hablar de temas triviales sin demasiada importancia y entre charla y charla, mi tía Luisa le pone su famosa empanada de atún a Héctor en la cara. Literalmente.

—Tía, me parece que Héctor ya ha comido suficiente —le digo, intentando que ella lo deje tranquilo por un minuto.

Mi tía es una excelente anfitriona, aunque a veces puede ser un poquito pesada. Y desde luego, Héctor se ha convertido en el centro de atención de la reunión. A él, de todos modos, no parece importarle demasiado. Charla animadamente con los hombres, admira la comida de Luisa y asegura que le presentará un buen amigo a la hija de Almudena. Eso le granjea el visto bueno de todos.

Yo estoy feliz de ver a mi familia y a mis amigos junto a mi novio, hasta que la conversación deriva hacia un punto que me pone de mal humor.

Mi tía Luisa empieza a comentar lo desdichada que he sido en el amor.

—Me alegro de que lo hayáis arreglado. ¡Me alegro mucho! Héctor, no tienes ni idea de la mala suerte que ha tenido Sara con los hombres —yo le echo una mirada furtiva para que se calle, pero ella continúa como si nada—. Recuerdo que con dieciséis años se echó un novio "punki" o algo así. Uno de esos raritos con los pelos de punta y el flequillo engominado.

—¡Era emo! —la corrijo—. Y ni siquiera llegó a ser mi novio. Salimos por dos semanas.

Ella sigue como si no me oyera.

—Y luego ese pizzero del pueblo que después de haber estado contigo se lio con tu hermana. ¡Y dijo que os había confundido!

Me quedo de piedra al recordar a Érika. Vale que de adolescentes no fuéramos las mejores hermanas, pero prefiero recordarla quedándome con los buenos momentos. A pesar de que me robara el novio cuando teníamos diecisiete años.

—¿Podemos cambiar de tema? —sugiero.

Todos parecen notar mi malestar, y durante un momento se quedan callados hasta que mi tío encuentra un nuevo tema de conversación.

—¿Por qué no le cuentas a Héctor el día que diste tu discurso de graduación? ¡Todo el mundo la aplaudió, es una gran oradora!

Héctor me contempla orgulloso. Yo sonrío con timidez.

Mi tío, como siempre, no puede mantener la boca cerrada. Desde luego, tía Luisa y él hacen una excelente pareja. Tal para cual.

—Hasta que vomitó. Creo que si buscas el vídeo en YouTube todavía puede verse.

Mi tía se ríe al recordarlo, pero yo me enfurruño sin verle la gracia por ningún lado. Le arranco el móvil de la mano poseída por los siete demonios cuando descubro que está buscando el vídeo en Internet. "¡Pa matarla!".

—¿Vomitaste en tu discurso de graduación? —pregunta Héctor, sofocando una risilla.

—Me sentó mal la comida —me defiendo irritada.

—¡Qué va! Siempre tuvo un problema para controlar los nervios —explica mi tío.

—¡Eso es mentira! —protesto acalorada.

Las aletillas de mi nariz tiemblan, como cada vez que me pongo nerviosa, y la vena de mi sien crece, hasta que puedo sentir cómo el pulso me martillea en la cabeza.

Todos se ríen y yo me cruzo de brazos, enfurruñada. Hasta Zoé se ríe, y al ver que la pequeña se lo está pasando tan bien, olvido mi enfado y comienzo a reírme. La velada transcurre viendo mi álbum de fotos de la infancia. Tengo que confesar que de pequeña no era, lo que se suele decir, una niña agraciada. Héctor se da cuenta al ver las fotos y me lo hace saber.

—¡Lo que hacen los años! —exclama burlonamente.

—Habría que verte a ti de pequeño —le digo, quitándole el álbum de fotos de las manos.

—Siempre fui así de guapo —me dice, quedándose tan pancho. Acto seguido me quita el álbum y sigue mirándolo. De vez en cuando se ríe al ver alguna foto. Parece que las gafas de culo de botella y mi ortodoncia, reflejos de la niña que un día fui, le hacen mucha gracia. Pero, sobre todo, una extraña expresión de dicha que no logro entender le cruza el rostro.

Al final de la noche, mi sobrina se ha quedado dormida sobre el regazo de Héctor. Él la coge en brazos para llevarla al dormitorio y yo lo acompaño. Como si fuera un experto padrazo, la mete en la cama, la tapa con la sábana y le da un beso en la frente.

¡Qué papa tan sexy!

—¿Te gustan los niños? —le pregunto cuando salimos de la habitación.

—Siempre he querido formar una familia numerosa.

Me entra un picor extraño por todo el cuerpo al asimilar sus palabras. Yo gorda y rodeada de niños no es algo que me guste imaginar precisamente. Ya tengo suficiente con una hija adoptiva a la que no entiendo. Decido cambiar de tema.

—Tengo que preparar las cosas para el viaje y explicarle mi decisión a mi tía Luisa.

—¿Crees que se molestará? Yo reprimo una sonrisilla.

—¿Bromeas? ¡Está encantada contigo! Dos días más con ella y te cambia por mi tío.

Héctor me coge de la cintura y me atrae hacia él. Me besa apasionadamente y yo me dejo llevar por su manera autoritaria de poseer mi cuerpo. Él ordena. Yo acato. Eso me gusta. Aunque sólo en las relaciones sexuales, claro está.

Antes de que pueda ser consciente de lo que estoy haciendo, Héctor me sienta en el sofá y se coloca entre mis piernas.

¡Calor, mucho calor!

Sólo de pensar que mis tíos están durmiendo en la planta de arriba, ajenos a esta tórrida escenita, me dan ganas de pararlo. Pero claro, cuando él mete la mano por dentro de mis vaqueros, sólo puedo pensar:

"¡Hazlo, hazlo!"

Y es que no soy de piedra...

Héctor lo hace. Me quita los vaqueros y me arranca las bragas sin ningún miramiento. Coloca su boca sobre mi clítoris y lo apresa entre sus labios. Yo cierro los míos, tratando de no gritar. No puede evitar que un murmullo incontenible salga de mi boca. Jadeo. Respiro entrecortadamente mientras él apresa mi clítoris entre sus labios. Mi tenso botón se hace más grande ante las acometidas de su lengua. Él me agarra de los glúteos, casi clavando sus uñas en mi piel blanda, y comienza a tomarme con su lengua. Brutal. Me encanta esto.

—Joder.joder —susurro acalorada.

Su lengua me devora. Inquieta, pasea por mi vulva buscando mi placer. Su mano me acaricia junto a su lengua húmeda. Yo me agarro al sofá, echo la cabeza hacia atrás, arqueo la pelvis. Estoy en un estado de evasión próximo a la locura.

¡Sí, él me vuelve loca!

No puedo más. Me dejo ir, agarrándolo por el cabello y mordiéndome la lengua para no gritar.

Héctor se baja los pantalones y se los quita de una patada. Da un gruñido sexy cuando me ve abierta de piernas y desnuda de cintura para abajo. Se coge la polla, la coloca en la entrada de mi vagina y me penetra.

Ambos aguantamos la respiración durante un segundo.

Entonces me agarro a sus hombros, él me coge de las caderas y bombea dentro de mí. Sus potentes embestidas me dejan sin aliento. Los muelles del sofá suenan provocando un sonido delatador y desagradable. Pero no me importa.

Lo beso, mordiendo sus labios. Él sonríe contra mi boca, y yo sé que le gusta la manera en que lo beso. Rodeo su cuello con mis brazos y me pego a él. Mis pechos se aprietan contra su pecho duro, mis pezones se tensan bajo la firmeza de sus músculos. Mi cuerpo sudoroso se confunde con el suyo.

¿Qué me ha hecho este hombre que consigue que pierda los papeles.?

Le doy un suave empujón y lo aparto de mí, él me mira incrédulo y enfadado, pero yo sonrío. Le doy un nuevo empujón y lo tumbo sobre la mullida alfombra. Me siento a horcajadas sobre él y me encajo en su erección. Sus ojos se oscurecen. Me mira y no dice nada. Sus manos se quedan paralizadas en mis caderas. Yo comienzo a moverme, con un vaivén lento y suave. Como la melodía de una canción. Mis manos se colocan sobre su pecho. Lo siento dentro de mí. Lo cabalgo como una amazona, mi pelo revuelto cayendo sobre mis hombros. Él acaricia mi cabello y lo enreda en sus dedos. Se lo lleva a la cara y aspira mi olor, en un gesto tan primitivo e íntimo que mi deseo por él crece hasta límites insospechados.

—Nena, me vuelves loco —dice, medio gruñendo.

Yo echo el cuerpo hacia atrás y le ofrezco una perfecta visión de mi clítoris. Él acerca su pulgar a mi botón y lo acaricia circularmente. Yo enloquezco de placer.

Me muevo más deprisa. Jadeo.

Héctor no para de acariciarme. Yo me muevo aún más.

Me voy, llegando a ese punto de no retorno en el que es imposible detenerse. Un orgasmo me recorre el cuerpo de la cabeza a los pies. Dejo de moverme y me quedo encajada sobre su polla, totalmente quieta.

Héctor me mira inexpresivamente.

—Ni de coña vas a dejarme así —dice, necesitado y cabreado. No, no voy a dejarlo así.

Mi mirada se dulcifica y salgo de él. Le cojo el pene en un fuerte apretón y Héctor se contrae y me lanza una mirada de advertencia. Yo pongo carita de ángel, coloco mis labios sobre la punta de su miembro y le dejo un casto beso. Héctor gruñe y echa la cabeza hacia atrás, entre medio decepcionado y tenso. Muy, muy necesitado. Me encanta tenerlo así.

Paso la lengua por la cabeza de su pene y lo oigo jadear. Me meto el pene en la boca y le masajeo los testículos. Lo oigo susurrar mi nombre, y eso me vuelve loca. Succiono su pene, lo exprimo en mis labios. Lo lamo. Mi lengua lo acaricia. Entonces hago algo improvisado y que no he hecho nunca. Comienzo a masturbarlo con una mano y me meto sus testículos en la boca. Paso la lengua por ellos y echo un vistazo a mi hombre.

Héctor no me mira. Tiene los ojos cerrados, la boca apretada y la frente sudorosa. Sus manos se aferran a mi cabello y yo continúo.

Lo masturbo y lamo sus testículos hasta que siento las primeras gotas caer sobre mi pecho. Héctor se corre sobre mis pechos y yo mantengo sus bolas en mi boca hasta que observo caer la última gota. Lo contemplo encantada.

Héctor se echa las manos a la cabeza, tratando de tranquilizarse. Mientras tanto, yo voy a limpiarme y me visto. Cuando vuelvo al salón, él ya está vestido. Me señala y dice, simplemente:

—Eso es lo más alucinante que me han hecho nunca.

Dos días más tarde estoy lista para marchar rumbo a Madrid. Las maletas en el avión, Zoé en brazos de Héctor y yo abrazada a mi tía Luisa. Tengo una mezcla de sentimientos difícil de asimilar en mi interior. Impaciencia, temor. dudas. Dudas que me niego a afrontar.

Mi tía Luisa me dice algo al oído que me deja momentáneamente descolocada:

—Quita esa cara de vinagre, que parece que te llevan al matadero. ¿Tanto se me nota?

Trato de sonreír y espantar de una vez por todas mi recelo. Pero hay algo que no me deja vivir en paz y disfrutar de este momento. Zoé me recuerda toda aquella indiferencia que sentí cuando era una niña. Las lágrimas silenciosas que empapaban la almohada. Los gritos de mi madre y mi hermana, y yo, ese tercero en silencio que se mantenía en la sombra. El adiós sin mensaje de mi padre. La marcha de mi hermana. La enfermedad de mi madre. Zoé.

Héctor se acerca a mí y me da un tierno beso en la frente.

—Tenemos que irnos o no llegaremos a tiempo de visitar a tu madre.

—Es verdad —respondo.

Me despido de mis tíos y me monto en el coche. Después de haber tratado el tema con los médicos del centro, y debido, sobre todo, a mi gran insistencia, han decidido que mi madre puede conocer a Zoé. Eso sí, nadie debe decirle que la niña es su nieta. Eso podría desestabilizarla emocionalmente.

Llegamos al centro y nos recibe Manuel, el jefe de médicos. Mi madre se encuentra sentada en un banco del bonito jardín que tienen en el centro. Está charlando con una de las enfermeras. Cuando se percata de mi presencia, frunce el entrecejo durante un largo rato. No me pasa desapercibido que le cuesta reconocerme, y eso me duele.

—¡Sara, hija! —exclama alegre al darse cuenta de quién soy.

Yo corro a abrazarla con Zoé de la mano.

Mi madre se agacha para observarla con curiosidad. Yo tengo la esperanza de que descubra quién es. Mi hermana y ella son como dos gotas de agua. Tiene que saberlo. Mi madre sigue mirando a la niña, frunce el entrecejo y levanta la vista hacia mí.

—¿Quién es esta niña tan bonita? —me pregunta.

Yo trato de no parecer desilusionada.

—Es una amiga, mamá. Quería que la conocieras —le miento.

Ella parece conforme con la respuesta, y durante el resto del día, se muestra indiferente con Zoé. Hablo con ella durante una hora, le cuento mis planes de irme a vivir a Madrid, le presento a Héctor y le prometo visitarla todos los meses. Al poco rato ya se le ha olvidado la mayoría de las cosas que le he contado, vuelve a preguntar por Zoé y mira a Héctor con desconfianza. Su enfermera decide que es momento de finalizar la visita y yo asiento resignada.

Me marcho del centro y me monto en el coche. Héctor se sienta a mi lado y me mira extrañado.

—¿Te pasa algo? —pregunta.

—Sólo estoy nerviosa por el vuelo —le miento.

—¿Seguro?

—Sí, seguro —vuelvo a mentir.

Y sin saber el porqué, entiendo que hay algo que no va bien.

Llegamos a Madrid en menos de una hora. Un taxi nos recoge en el aeropuerto y nos conduce hasta la casa de Héctor. Al llegar, me quedo impresionada. La casa está situada en una urbanización de lujo a las afueras de la ciudad. Tiene tres plantas, una piscina interior y otra exterior, seis habitaciones, varios cuartos de baño y demasiadas ventanas para contarlas.

—¿Qué te parece? —me pregunta Héctor, quien parece necesitar mi

opinión.

—Grande —digo riendo.

Lo cojo de la corbata y lo atraigo hacia mí.

—Estoy deseando probar todas y cada una de las habitaciones.

—¿Probar?

Enarca una sugerente ceja que me pone a cien. —Sí, probar contigo.

Le doy un beso rápido y subo las escaleras apresurada. Lo escucho reírse y seguirme escaleras hacia arriba. Me meto en la habitación que, estoy segura, es la de Héctor. Es grande, moderna y funcional. Y tiene unas espectaculares vistas desde el balcón. Me tumbo en la cama, dispuesta a probar su comodidad cuanto antes. Zoé está con Jason en el cuarto de juegos que Héctor ha preparado para ella, por lo que, dada mi impaciencia y la soledad, estoy dispuesta a calmar todas esas absurdas dudas que me agobian. A mi manera.

Me lanzo sobre Héctor justo cuando él se sienta en el borde de la cama. Le apreso las manos y comienzo a besarlo, desesperada. Él parece encantado de verme tan activa y responde a mi beso con muchas ganas. Yo le quito la corbata y comienzo a desabrochar uno a uno los botones de su camisa.

El sonido chirriante de la puerta del cuarto de baño me separa automáticamente de sus labios. Aún sentada a horcajadas encima de Héctor, contemplo avergonzada a la mujer que lleva una pila de toallas en las manos.

No me da tiempo a preguntar quién es, puesto que Héctor se levanta y se acerca a ella.

—No sabía que estabas aquí, Ana.

Abraza a la mujer, una señora de mediana edad con cara de no saber dónde meterse en este momento tan embarazoso. Algo así como la que yo tengo, sólo que mi aspecto de "pillada" es peor si cabe.

—Lo siento Héctor, estaba ordenando el cuarto de baño para que estuviera listo para cuando llegaseis —se lamenta la mujer.

—No tiene importancia. Sara, te presento a Ana, ella se encarga de la casa y es una gran amiga.

¿Se encarga de qué?

Logro disimular mi desconcierto y saludo a Ana. La mujer me dedica una sonrisa sincera y se marcha tan rápido como Héctor le deja el camino libre. —Nuestra asistenta —repito con frialdad, tan pronto como la puerta se

cierra.

—Sí, Ana lleva trabajando en esta casa desde hace cuatro años. Pensé que no te importaría.

Yo trato de contenerme, pero la vena de mi sien empieza a hincharse por momentos.

—¿Y no pensaste que yo querría saberlo? —le pregunto con ira contenida.

—Pues no, ¿qué importa eso?

—¡Voy a vivir aquí durante tres meses! No quiero estar rodeada de extraños. Estoy acostumbrada a hacer las cosas por mí misma, no necesito asistenta. Además, dado que vamos a convivir tres meses juntos antes de viajar a Nueva York, ¿no crees que la presencia de Ana me puede incomodar?

Héctor se encoge de hombros.

—¿Por qué habría de incomodarte? Ana trabaja aquí.

—Y yo ahora vivo aquí. No quiero tener que cortarme respecto a hacer las cosas cotidianas que hago porque haya una persona que no conozco viviendo conmigo. ¿Por qué, al menos, no has tenido la delicadeza de decírmelo?

—Ya te lo he dicho. No creí que fuera algo importarte.

—Pues me importa —replico, incapaz de contenerme.

—Vamos Sara, ¿no querrás que despida a Ana?

—Jamás te pediría algo así. Tal y como está el trabajo hoy en día, no quiero ser la culpable del despido de nadie, pero si al menos me hubieras dicho...

—Genial, porque no tenía pensado despedirla —ataja Héctor.

Me vuelvo hacia él, fulminándolo con la mirada.

—Ahora que hemos aclarado esto, ¿por qué no vienes aquí y terminas lo que has empezado?

Echo una mirada al bulto bajo sus pantalones, sonrío y le digo: —Lo siento, cariño, no me gusta hacerlo cuando otros pueden

escucharme gritar. Me voy a dar un paseo.

Dicho lo cual, salgo por la puerta y doy un sonoro portazo. Lo oigo

maldecir incluso cuando estoy bajando las escaleras, y disfruto con ello. Eso le

enseñará a consultarme ciertos aspectos de nuestra vida en común, en vez de

tomar decisiones por él mismo.