CAPÍTULO 3
AL día siguiente, al contemplarme en el espejo y ver el penoso estado en el que me encuentro, decido salir y despejarme. Llamo a mi amigo David, un excompañero de facultad que ha tenido más suerte que yo en el trabajo. Y en la vida, en general. Lo cual no es que sea muy difícil. Cualquiera tiene más suerte que yo. Para qué engañarme.
Quedamos en una cafetería cercana y comentamos los viejos tiempos. Me alegro por él, pues le va genial trabajando en un periódico deportivo. Es lo que siempre había querido hacer, y la envidiosa que hay en mí no puede evitar sentirse desgraciada al contemplar cómo todos los que hay a mi alrededor van consiguiendo las metas que se propusieron en la vida. Mi vida, por el contrario, cae en picado y sin retorno. Y para colmo, he perdido lo único que tenía algún valor para mí: el amor de Héctor.
Al final, David me convence para salir por la noche de marcha, y aunque no me apetece nada, es la única manera de que deje de pensar en Héctor. Quedamos en un pub, y David me presenta al resto de sus amigos. La mayoría de ellos son hombres y uno de ellos, un rubio de sonrisa encantadora, no me quita el ojo de encima. En otro momento no me hubiera importado flirtear y echar un polvo sin compromiso, pero ahora, con el recuerdo de Héctor tan presente, lo último que quiero es estar con otro hombre.
David nota la atención que me prodiga su amigo y me da un codazo.
—¿Has visto cómo te mira? Si quieres le digo que se te acerque, aunque chica, vas a tener que alegrar esa cara si quieres ligar esta noche. Parece que muerdes.
Yo intento aparentar una sonrisa.
—Es que no quiero ligar. Acabo de salir de una relación corta pero
intensa.
David asiente de manera comprensiva.
—Esas relaciones son las peores. No sabes cómo te entiendo.
Paso el resto de la noche bailando, bebiendo y riendo. A pesar de que a veces me sorprendo pensando en Héctor, me lo estoy pasando bien. A mitad de la noche tengo un par de copitas encima y bailo de manera desinhibida mientras mi mente no deja de gritar: ¡Mira lo que te estás perdiendo, Héctor Brown!
Javi, el amigo de David, quien no me quita el ojo de encima, se acerca a bailar conmigo. Yo le aclaro que vamos a bailar. Sólo bailar. No quiero confundir las cosas. Él parece entenderlo y bailamos.
—Podríamos pasarlo bien tú y yo —me susurra al oído, con el aliento apestándole a garrafón.
Yo le pongo una mano en el pecho y lo detengo. Pues no, no lo ha entendido.
—Podríamos, pero no quiero —le aclaro cortante.
Javi se encoge de hombros y sigue bailando. Yo hago lo mismo, agarro a David del brazo y nos ponemos a bailar una bachata. Bailamos pegados pero no me importa, pues David es un buen amigo con el que tengo gran confianza. Nos conocemos desde la universidad, y entre nosotros no ha habido más que la intimidad de un par de porros antes de los exámenes finales.
David me coge por la cintura y me susurra al oído algo acerca de nuestros desmadres en la universidad, lo que me hace reír. Entonces lo veo. De repente Héctor entra en el local, seguido por tres hombres y dos mujeres. Una de ellas, una pelirroja despampanante, se agarra de su brazo y le dice algo al oído. Pero él no parece escucharla, pues sus ojos están fijos en mí con una intensidad que me abruma. Yo me quedo de piedra.
¿Quién es esa? ¡Vaya con Héctor y sus sentimientos! ¿Quién de los dos es el actor ahora?
Desde luego, él no parece estar muriéndose de pena. Todo lo contrario, la pelirroja despampanante seguro que se las quita.
David observa mi cara y me pregunta cuál es el problema.
—¿Ves a ese? —señalo hacia Héctor, quien no deja de mirarme.
—Joder, es Héctor Brown.está considerado uno de los hombres más ricos según la revista Forbes, y creo que estaba en el puesto.
—Pues es la relación corta pero intensa de la que te hablé —lo corto, sin ganas de saber cuánto dinero tiene Héctor en la cuenta corriente.
Los ojos de David se abren perplejos.
—Pues si ese es el cretino que te ha hecho llorar puedo ir y decirle cuatro cosas —comenta mi amigo, sacando su lado protector. Yo lo agarro del brazo.
—No seas tonto. He venido aquí para olvidarme de él.
—¡Y vas y te lo encuentras! Desde luego, qué mala pata has tenido siempre.¿Cómo te llamábamos? ¡Ah, sí! Sara problemas.
Yo me río ante el recuerdo de mi mote universitario. Algunas cosas no cambian.
—Vamos a bailar, anda—le digo.
David y yo seguimos bailando, aunque no puedo dejar de fijar mis ojos en Héctor y en su grupo de acompañantes. La pelirroja no deja de hacerle carantoñas, lo que me hace hervir de rabia. Intento apartar la vista, pero es difícil con esos ojos verdes escrutándome fijamente.
¿Por qué me tiene que mirar?
¡Que mire a la pelirroja!
Ofuscada, voy hacia la barra y pido un chupito. Me lo bebo de golpe, y siento cómo el líquido se desliza caliente por mi garganta. No me doy cuenta de que Javi está a mi lado hasta que él me coloca un mechón de pelo suelto por detrás de la oreja. Genial, ahora con mariconadas.
—¿Qué haces? —gruño, llena de ira por su contacto. Y principalmente, por haber descubierto a Héctor tan bien acompañado.
—Eres muy guapa, ¿por qué no quieres bailar conmigo? —me pregunta, con el aliento apestando a alcohol.
—Porque confundes los términos bailar y meter mano.
Javi esboza una sonrisa ladeada que ya no me parece nada atractiva. Se acerca a mí y yo doy un paso hacia atrás.
—Así que quieres que te meta mano —me dice, intentando alcanzarme un pecho.
¿Además de sordo es tocón?
Yo le doy un guantazo y me aparto de él.
—A mí no me toques o te juro que te pongo el flequillo derecho —lo amenazo, con el puño en alto.
—Lo vamos a pasar bien, tetona.
Se acerca para darme un beso, y yo le doy una bofetada que resuena en todo el pub. Varios curiosos se nos quedan mirando y Javi avanza hacia mí con el rostro bañado por la rabia.
—Te voy a dar lo que es tuyo.
Yo me remango dispuesta a combatir. Entre las copitas de más y el enfado que tengo, estoy fuera de control.
—Yo sí que te voy a dar lo que es tuyo. ¡Te vas a ir calentito!
Estoy a punto de propinarle un puñetazo cuando algo se interpone entre mi puño y la cara de Javi. El intruso arremete contra Javi. Lo empuja contra la barra y le suelta un puñetazo en plena mandíbula. Yo observo con un deje de incredulidad y espanto la escena. Héctor está golpeando a Javi con una fuerza brutal, y si no lo separo es capaz de matarlo. Agarro a Héctor de los hombros y trato de calmarlo. A mi manera.
—¡Ya basta! ¡Pedazo de bruto! ¡Inconsciente! —le grito.
David llega corriendo hacia donde estamos.
—¿Qué pasa? —pregunta asombrado al ver a su amigo tirado en el
suelo.
Héctor se vuelve hacia él y lo mira con los ojos escupiendo fuego. —Llévate a tu amigo de aquí y no os acerquéis a ella ni tú ni él —le
espeta.
—Lo siento, David.pero tu amigo se ha puesto muy pesado —le
explico.
Cuando David se lleva a su amigo y Héctor y yo nos quedamos solos intento hablar con él, pero él me lo impide.
—¿Quiénes son esos tipos? ¿Por qué bailabas con el otro? —me increpa. Aprieto los puños y lo miro perpleja.
—¿Y a ti qué te importa? Ya has dejado claro que no quieres volver a
verme.
—Evidentemente no te he visto por gusto. Esto ha sido una maldita casualidad—me aclara cortante.
Me muerdo el labio, dolida por sus palabras.
—Hasta nunca, maldita casualidad —me despido de él.
Me marcho directa hacia la salida caminando todo lo deprisa que me permiten mis pies. Me pongo a buscar un taxi. En ese momento Héctor me alcanza y me coge por el brazo.
—Te llevaré a tu hotel, ¿dónde te hospedas?
Lo ignoro y sigo buscando un taxi.
Este hombre es increíble...
—Te he preguntado dónde te hospedas.
Sigo ignorándolo y me acerco hacia un taxi que ha parado. Héctor me adelanta y le dice al taxista que se marche. Saca un fajo de billetes y el taxista, después de mirarme a mí y al fajo de billetes, recoge el dinero y se marcha.
—¡Era mi transporte, idiota! Después de amenazar a mi amigo y despachar al taxista, ¿cómo se supone que voy a volver a mi hotel?
Héctor aprieta la mandíbula.
—Yo te llevo —me dice, como si eso le supusiera el mayor de los calvarios.
Comienzo a andar por la calle solitaria. —Me voy andando.
—¿Quieres parar de comportarte como una niña y dejar que te lleve? —pregunta siguiéndome.
Me vuelvo para encararlo.
—¿Como una niña? ¿Y tú qué? Vuelvo para pedirte perdón y lo mejor que me dices es que soy una aprovechada. Me dices que no quieres volver a verme pero le partes la cara al tío que intentaba ligar conmigo. ¿Y esperas que me monte en tu puto coche?
Héctor se pasa la mano por el cabello como si yo lo estuviera cansando. Parece más delgado, y numerosas arrugas le cruzan el entrecejo. Agacha la cabeza un momento, como si estuviera pensando en lo que va a decirme. Al final, me habla sin apenas mirarme.
—He visto que te estabas librando de él. Por eso te he ayudado.
—No necesito tu ayuda —respondo a la defensiva—, yo me las sé arreglar solita.
Héctor clava repentinamente su mirada en la mía. Sus ojos me calcinan el alma con una intensidad que me deja desarmada, como si lo que yo he dicho le hubiera molestado de una forma que no alcanzo a entender.
—Por cómo bailabas con ese amiguito tuyo, estoy seguro de que es
cierto.
—Genial, siempre pensando lo peor de mí. Ahora que ya hemos aclarado las cosas, ¿por qué no te vas con tu atractiva pelirroja y me dejas tranquila?
Como si no me hubiera escuchado, Héctor me coge del brazo y me arrastra en dirección contraria.
—No pienso dejar que te vayas sola en mitad de la noche —me aclara, y de nuevo, esa autoridad innata reaparece.
—¿Con qué derecho te crees a darme órdenes? —le recrimino.
—Con el que me da la gana. Y por supuesto, con el derecho a que yo no mentí al respecto de mis sentimientos. A mí, a diferencia de ti y tus supuestos sentimientos tan sinceros, no se me pasan de un día para otro. Me detengo dispuesta a encararlo, pero él sigue arrastrándome.
—Suéltame.
Héctor se detiene, aún con mi brazo sujeto por su mano. Su mano se aferra a mi brazo hasta el punto de dejarme la marca de sus dedos sobre mi tierna carne.
—Deja de hacer las cosas tan difíciles, Sara—es una orden extraña.
Casi suplicante, como si él necesitara que yo le abriera el camino de nuestra separación. Pero sencillamente no puedo.
—¡Deja de hacer tú las cosas tan difíciles! No puedes decir que no quieres volver a verme y aparecer de nuevo en mi vida, comportarte como Vin Diesel y pretender que me monte en tu coche, ¿te crees que soy de piedra? Héctor me mira a los ojos, los suyos parecen impenetrables.
—Por lo que a mí respecta, eres una mentirosa. Y ahora sube al coche. Me quedo paralizada. Como si me hubieran golpeado. Herida.
El hombre al que amo no cree en mí. El hombre al que amo ha estado con otra mujer. En este momento mi amor se convierte en el resentimiento más profundo. Sin decir nada, camino hacia su coche de color negro, tan negro como los sentimientos que yo albergo en este momento en mi interior. Si Héctor es capaz de tratarme con este desprecio, yo soy capaz de mostrar una indiferencia que lo desprecie a él. Tanto como el desprecio que él me demuestra al tacharme de mentirosa y estar con otra mujer apenas dos días después de que lo hayamos dejado.
Héctor me contempla subir al coche con un deje de incredulidad, pero no dice nada. Conduce en silencio durante todo el trayecto y al llegar al destino, me apeo del vehículo y le hablo sin mirarlo.
—Ahora soy yo la que no quiero volver a verte nunca más. No soy ninguna mentirosa. David es mi amigo, fuimos compañeros de universidad.
Estoy enamorada de ti, pero no voy a permitir que vuelvas a hacerme daño. Por mí puedes irte con esa pelirroja y hacer lo que te dé la gana.
Camino hacia el hotel con una sonrisa plantada en la cara, sinónimo de haberme quedado satisfecha. Se acabó. Me he quedado a gusto al decirle lo que pienso.
Cuando llego al hotel, me meto en la cama sin desvestirme y entonces tomo conciencia de lo que he hecho. He despedido de mi vida a Héctor. Y ahora, en la soledad de la habitación del hotel, comienzo a sentir el dolor por la pérdida.
El timbre de mi teléfono móvil me despierta de madrugada, como si alguien me hubiera tirado un cubo de agua a la cara. Me levanto sobresaltada y busco a tientas el aparato sobre la mesita de noche.
—¿Sí? —saludo con la voz gangosa.
Al otro lado de la línea telefónica suena un ruido muy extraño. Como si alguien estuviera arrugando un papel. Pierdo la paciencia y vuelvo a contestar, esta vez en un tono más imperativo y despierto.
—¿Quién es?
De nuevo, ese ruido.
Grssh... Grssh...Grssh...
Oigo la respiración de mi interlocutor. Jadeante. Como si se estuviera...
Siento una arcada de repulsión y voy a colgar el teléfono, cuando su voz profunda y distorsionada por el efecto de algún programa informático me habla.
—Estás muerta. Cuelga.
Sostengo el teléfono sobre mi oreja, todavía procesando lo que acaba de suceder. Un extraño se ha masturbado con mi voz, y luego me ha amenazado de muerte. Apago el teléfono móvil y me acurruco bajo las sábanas, sin poder evitar que un temblor de espanto me recorra todo el cuerpo.
Ahora es uno de esos momentos en los que me acurrucaría sobre el pecho de Héctor, aspiraría su olor y cerraría los ojos, mientras él me susurraría que estoy a salvo en sus brazos.
Por desgracia, estoy sola en la oscuridad de la habitación de un hotel, y en una ciudad que no es la mía. Sola. Más sola que la una.
No pego ojo en toda la noche, y para cuando quiero darme cuenta, la luz de la mañana se cuela por la ventana.
La vida es complicada si te apellidas Santana.