CAPÍTULO 21

LA enfermedad, gracias a los cuidados atentos de Héctor, apenas me dura un par de días. El sábado, tal y como Héctor me prometió, pasamos la noche juntos. Zoé se queda con Ana, y Héctor y yo vamos a cenar a un restaurante. Después, iremos a cantar al karaoke e intentaré que se anime a cantar algo. Me lleva a un restaurante en el que cenamos ensalada de gambas y gulas, una sopa de marisco y un bacalao confitado, acompañado de un vino exquisito.

Cuando nos montamos en el coche, me doy cuenta de que llevo un vestido con ligueros muy acorde para la situación. El vehículo está aparcado en una zona alejada de las miradas indiscretas, por lo que, sin pensármelo, me quito las bragas y las arrojo al asiento trasero

—¿Sara, qué haces? —me pregunta asombrado.

—¿Tú qué crees? —le digo con voz sugerente.

Me subo a horcajadas encima de él, y me clavo el volante en la espalda, por lo que aprieto la palanca que regula el respaldo de su asiento, y lo desplazo cinco centímetros hacia atrás. Héctor y yo caemos hacia atrás, y yo me acomodo encima de él.

—Nena, no creo que esto sea.

—Nunca lo he hecho en un parking, ¿no te apetece ser el primero?

Le aprisiono el labio inferior y tiro de él. Cojo sus manos y las coloco sobre mis pechos, me muevo encima de su erección, que está empezando a crecer por momentos, y suelto un gemido ronco. Héctor aprieta los labios, tratando de contenerse. Para animarlo, me basta con quitarme las horquillas que me sujetan el pelo, y este cae sobre mis hombros, tal y como sé que a él le gusta.

—¡A la mierda el autocontrol! —dice, y se abalanza hacia mí, como un lobo hambriento.

Héctor suelta un gruñido y me besa. Sus labios me devoran, y sus manos pasean ávidas por mi espalda, buscando el cierre de mi sujetador. Me lo quita y lo tira al suelo. Mis pechos quedan liberados por encima de mi escote, y él los devora con su lengua. Mis pezones se erizan, hasta el punto de que llegan a dolerme de placer. Mi mano busca el cierre de su pantalón, lo desabrocho y libero su pene. Lo toco, amasando su polla y sintiendo la dureza de su tacto. —Cariño, te amo.

Oh, joder. No sé cómo esto puede hacerme arder, pero sus palabras consiguen que me enamore de él más de lo que ya lo estoy. Amo a este hombre. Lo amo aquí, en su coche. Lo amo allá donde esté a su lado.

Agarro su miembro y me encajo sobre él. Contengo la respiración al sentir cómo me llena, y me agarro a su hombro, sosteniendo mi frente en su pecho. Héctor me agarra de las caderas y empuja hacia arriba, llenándome por completo.

—Me gusta esto. ¡Oh, Héctor! —lo llamo.

Él me mira a los ojos cuando digo su nombre.

—Quiero ir contigo a Nueva York. Quiero formar parte de tu vida.

—Siempre, nena.

Héctor baja su mano hacia nuestra unión, y comienza a tocarme en el clítoris, haciéndome exhalar suspiros que se ahogan en mi garganta. Grito su nombre, le clavo las uñas y me muevo. No me importa la incomodidad del coche. Me trae sin cuidado si alguien nos ve.

Esto.es.demasiado.bueno.

Llego al clímax, y Héctor me agarra, me sostiene inmóvil dentro de él y se corre. Me quito de encima suya, y busco mis bragas en el asiento trasero. En esa postura, Héctor me suelta un guantazo en el culo. Yo grito, con las bragas en la mano. Me río y vuelvo a mi asiento. Cuando me coloco la ropa interior, Héctor aún no ha arrancado el coche.

—¿Estás segura de lo que has dicho o es sólo la emoción del momento? —me pregunta.

Noto su inquietud. Le cojo la mano, y le digo:

—Adonde tú vayas, yo voy.

—Eres la mujer de mi vida, Sara —me dice emocionado.

Me da un beso en el pelo, se separa de mí y pone el coche en marcha.

Al terminar, Héctor y yo vamos a un pub cercano a la urbanización, donde están algunos de nuestros vecinos, entre los que se encuentran deportistas de élite, actores y presentadores de televisión. Para mi sorpresa, un grupo nos pide que nos unamos a ellos. Héctor me los presenta, y yo los reconozco enseguida. Viven en la urbanización, y además, uno de ellos es la presentadora del telediario matinal. Se llama Rebeca, y está acompañada de Javier, su marido, un reputado periodista. Con ellos hay otra pareja, Lola y Maika, dos chicas que se dedican al mundo del modelaje. Enseguida hago buenas migas con todos ellos, y para cuando quiero darme cuenta, me convierto en el centro de atención. Como no tengo vergüenza, acaparo el karaoke y me pongo a cantar. Rebeca y Lola se unen a mí, y por más que intento que Héctor se anime, él sólo me observa, con esa sonrisa suya tan franca que me hace saber que sólo tiene ojos para mí.

La nueva canción de Apocalypse sale en el karaoke, y yo no puedo reprimir un gritito de júbilo.

—Me encanta esta canción —le digo a Rebeca.

—Y no olvides que Mike Tooley está como un tren.

—Es mi vecino, no te creas. En la vida real es más normalito —miento.

Rebeca me mira asombrada.

—No sabía que Mike viviera en la urbanización.

No es algo que me extrañe. La urbanización consta de unos veinte kilómetros, por lo que conocer a los vecinos que están más alejados es imposible.

Agarro el micrófono y comienzo a gritar, acuciada por el alcohol que he ingerido. Rebeca, Lola y Maika me vitorean, mientras yo muevo la cabeza de arriba abajo, como si fuera una roquera. Me despeino, pero no me importa. Termino la canción, con la cara colorada y una amplia sonrisa, que se me borra de la cara tan pronto como me doy la vuelta y me lo encuentro. Allí está Mike Tooley, justo a mi lado. Con una amplia sonrisa y los ojos brillantes.

—Lo sabía —me dice.

Yo me pongo más roja aún de lo que estoy, suelto el micrófono y me cruzo de brazos.

—No sé a qué te refieres. En este karaoke tienen muy poca oferta. Es lo que me ha tocado cantar.

—No mientas. Eres una fan de Apocalypse, si quieres esta noche puedes pasarte por mi casa y te enseño los secretos de la banda de manera más íntima.

—En tus sueños —le digo con total frialdad.

Héctor llega en ese momento a mi encuentro, me coge del hombro y mira a Mike, muy fijamente. La cara de Héctor refleja seriedad absoluta.

—Es hora de irse —me dice, sin dejar de mirar a Mike.

Yo asiento, me pongo la chaqueta, me despido de Rebeca y sus amigos y lo acompaño a la salida. Héctor se monta en el coche sin decir ni una palabra. Su rostro es una máscara inescrutable que no avecina nada bueno.

—¿Qué te pasa?

Héctor no me mira al hablar. Sus ojos permanecen fijos en la carretera y las manos apretadas en torno al volante.

—No sabía que fueras tan amiga de nuestro vecino —comenta con cierta ironía.

Yo me yergo en el asiento y me vuelvo a mirarlo, bastante asombrada por su desconfianza.

—Sólo me ha saludado, ¿desconfías de mí?

—Ambos sabemos la clase de persona que es Mike. Por su casa pasan mujeres todos los días.

—Y tú sabes la clase de persona que soy yo —le replico, muy ofendida.

Llegamos a la casa en un tenso silencio, y Héctor detiene el coche bruscamente al observar una figura delgada y vestida de negro, que está en la entrada de la casa.

—No bajes del coche.

Héctor se apea del vehículo y sorprende al intruso por detrás. Yo me encojo en mi asiento y aguanto la respiración, hasta que me fijo en su rostro. Es la hermana de Héctor, y está llorando. Me bajo del coche de inmediato.

—¡Laura! ¿Qué te pasa?

Laura está abrazada a su hermano, sollozando sobre su hombro. Se vuelve hacia mí, con los ojos anegados de lágrimas.

—Necesito pasar unos días con vosotros. Lo he dejado con mi novio.

Vuelve a sollozar, y Héctor la abraza. Me mira con cara de desconcierto, y yo hago lo mismo. No tenía ni idea de que mi cuñada estuviera emparejada, aunque claro, con lo loca que está, cualquier cosa es posible.

—Pero Laura, ¿de qué hablas? Nos vimos hace un mes y no tenías novio —le dice Héctor.

—Es que lo he mantenido oculto. Ay Héctor, no me tires de la lengua.

Nos metemos dentro de casa, y yo le preparo una tila a mi cuñada, quien la prueba entre sollozo y sollozo. La chica alegre y positiva ha desaparecido, y en su lugar, hay un cuerpo sollozante y triste.

—Laura, sólo podemos ayudarte si nos cuentas lo que ha pasado —le

digo.

Laura echa una mirada recelosa a su hermano. —Mi hermano es un muermo. No lo entendería. Héctor tiene el gesto sombrío.

—Siempre has sido una insensata. Pero si me lo cuentas, estoy seguro de que podré ayudarte. O al menos, estrangular con mis manos a tu novio. —¿Lo ves? —me dice Laura.

Yo le echo una mirada a Héctor para que se marche, y él sigue sentado. Está preocupado por su hermana, aunque si él está presente ella no nos contará nada.

—Héctor, son cosas de mujeres. —¡Es mi hermana! —se queja.

Al final, ante nuestros rostros suplicantes, se marcha a la cocina con mala cara. Yo insto a Laura a que me cuente lo ocurrido.

—Estaba saliendo con mi profesor de la universidad. Él es interesante, atractivo, cariñoso. —dice con ensoñación—. Llevamos tres meses juntos, manteniéndolo en secreto. Pero ya estaba harta. Le di un ultimátum. O lo nuestro salía a la luz o cortábamos.

—Y él ha preferido cortar —finalizo yo.

Laura se echa a llorar en mi hombro.

—¡Todos los hombres son iguales! ¿Tú cómo soportas a mi hermano? La pregunta me hace gracia. —Porque estoy enamorada de él. Es obvio.

—¿Qué edad tiene?

—Treinta y seis años —me dice en voz muy bajita.

Mi cuñada tiene diecinueve años, aunque es mayor de edad, y por tanto, libre para tomar sus propias decisiones.

—Es un poco mayor para ti, ¿no crees?

—¿Y qué? Eso no ha impedido que yo me enamorara de él.

—Laura, no quiero ser agorera, pero una relación oculta no tiene sentido. Tú te mereces a alguien que se enorgullezca de cogerte de la mano por la calle. ¿Por qué no descansas? Mañana verás las cosas desde una mejor perspectiva. Aquí estarás bien, con tu familia.

Mi cuñada asiente, y me pide que sea yo quien le cuente a Héctor su relación con su profesor. No me extraña, su hermano no es una persona flexible. Y en cuanto a su hermana, saca a relucir su lado más protector. Cuando Laura se duerme, llamo a Héctor y le cuento lo sucedido.

—Voy a llamar a la Universidad y haré que lo despidan. Puedo hacerlo. O mejor, le haré una visita a ese seductor de alumnas.

Le coloco una mano sobre el hombro para tranquilizarlo.

—Sé que estás enfadado, pero ninguna de esas cosas ayudaría a tu hermana. Ella es una persona adulta, y el amor es irracional. Es algo que no podemos dirigir.

—Es mi hermana... —dice rabioso.

—Y ella sabe que la adoras, ¿por qué crees que ha cogido un avión para venir a tu casa en mitad de la noche? Ella quiere que la comprendas. Necesita que la escuches sin oír ningún reproche. Lo único que puede sanar ese dolor es el amor de su familia.

Héctor me coge la cara entre las manos.

—Por estas cosas te quiero —me dice emocionado.

—Sí, aunque a veces te comportes como un idiota celoso.

Héctor se separa de mí.

—Mike no me gusta.

—A mí tampoco.

Él me mira receloso.

—He visto cómo te miraba.

Yo pierdo la paciencia.

—Oh, por favor, ¿y cómo lo hace?

—Como un hombre que te desea.

—Héctor, él desea a todas las mujeres. El problema no es cómo me mire, sino como lo mire yo a él. ¿Crees que voy a lanzarme a los brazos del primero que se me pase por delante?

Él da un paso hacia mí, y me abraza.

—Tienes razón. Lo siento, jamás me había sentido así. Es la primera vez que estoy celoso. Pero si él vuelve a molestarte, no voy a controlarme. Lo apartaré de ti.

Sé que lo dice totalmente en serio, y siento cierta inquietud. Para calmarlo, lo cojo de la corbata y lo llevo hasta el cuarto. Héctor me sigue, como hipnotizado. En el cuarto, echo el pestillo y lo empujo contra la puerta. Le pongo un tacón en el pecho, él coge mi tobillo y sus manos me acarician por encima de las medias. Me quita el tacón, y a continuación, con sus hábiles y experimentados dedos, me va bajando el liguero en un movimiento sensual e hipnótico.

—Esta noche voy a hacerte mía, aunque mía ya eres. Lo fuiste siempre. En ese tren atestado de gente, en mi despacho, en nuestra cama, en la encimera de la cocina. Me perteneces, Sara. Eres una parte de mí, y me temo que ya no sé vivir sin ti. Sin tu cuerpo, sin tus labios, sin tu risa y tus palabrotas. Te quiero.

Joder...me excito automáticamente al escuchar su declaración.

Héctor repite la escena, esta vez con la otra pierna. Al terminar, me da la vuelta bruscamente y me coloca de cara a la pared. Me desabrocha la cremallera del vestido, que se desliza por mi piel hasta caer al suelo. Héctor me arranca las bragas, y yo suspiro irritada al ver mi ropa interior deshecha en el suelo.

—¿Algún problema, señorita Santana? —me pregunta al oído.

—El problema lo tiene usted, señor Brown —le digo para picarlo, aunque en el fondo no estoy enfadada. Sólo excitada. Muy excitada.

Héctor se ríe, y su aliento va hacia mi nuca. Me da la vuelta, sin esfuerzo alguno, coloca su rodilla entre mis muslos desnudos y los abre, masturbándome de esa manera. Me agarro a sus hombros y oculto el rostro en su pecho.

—No creo que sea ningún problema preferirla desnuda, señorita Santana. La ropa en su piel es un pecado.

Me arrastra hacia la cama y yo me tumbo en ella. Héctor se quita la corbata, la chaqueta y los zapatos. Yo voy directa a sus pantalones, pero él me sujeta la mano.

—Quiero hacer que te corras de placer, preciosa. Luego seré yo quien lo haga. Ahora déjame disfrutar de tu cuerpo como a mí me plazca.

Me tumbo sobre la cama, sin quitarle ojo a su entrepierna. Héctor me anuda las manos al cabecero de la cama con la corbata.

—Recuerda que pienso amordazarte si te quejas.

—No te lo permitiría, lo sabes.

Héctor pasa un dedo juguetón por mi pezón izquierdo. Acerca su boca a la mía y me muerde el labio inferior.

—Por eso me gustas tanto, nena.

Héctor va hacia la mesita de noche, y saca un antifaz de color rojo. Me lo coloca y dejo de verlo.

—Háblame Sara —me pide.

Me quedo callada, sin saber muy bien lo que decir. No logro entender lo que él busca.

—Mmm.es extraño encontrar un tema de conversación estando atada y ciega. ¿Qué quieres que te diga?

—Lo que sea. Cualquier cosa. Distráeme.

—No soy tu juguete. Para eso te compras un furby.

—Tú eres más divertida.

Yo me quedo callada. Se va a reír de quien yo sé.

A veces no logro comprenderlo. En ciertos aspectos, como éste, Héctor se me escapa. No sé qué pretende pidiéndome que le hable en un momento así.

¿Qué quiere que le diga?

—Me gusta oírte hablar. Sólo eso. Podría pasar horas y horas escuchándote.

Su voz suena seria.

—¿Podrías pasar horas y horas escuchándome cantar?

—Eso no.

Se ríe. Yo también.

—Héctor. ¿Qué te pasa? ¿Estás preocupado por tu hermana, por eso quieres que te hable?

Él no dice nada, y yo aprieto los labios. Por primera vez, uno de los dos tiene que sincerarse. Esta vez seré yo.

—Antes yo también estaba preocupada —le digo, al no escucharlo, continúo—, tenía miedo de que lo nuestro no funcionara. Te parecerá una tontería, pero durante toda mi vida he sentido que no encajo en ningún sitio. Tengo miedo a que la gente no me quiera. Sé que eso se debe a que mi padre se largó cuando yo era una cría. Mi madre y mi hermana estaban demasiado ocupadas la una con la otra, discutiendo y tratando de comprenderse. A mí nadie me comprendía. Cuando mi hermana se marchó, mi madre entró en una profunda depresión. Dejé de existir para ella. Luego llegó la enfermedad.y ya sabes el resto. No puedo quejarme del todo, siempre he tenido a mis tíos. Pero siempre he sentido la absurda sensación de que no dejo de ser una intrusa. Cuando te conocí a ti todo cambió. Es la primera vez que pertenezco a alguien, y que alguien me pertenece a mí. Es lo que he estado buscando toda la vida Por eso a veces tengo miedo de que todo esto se acabe y de que yo vuelva a estar sola.

Ya está. Se lo he contado todo. —Nunca le había contado esto a nadie. Él no responde, y yo me siento inquieta. —Héctor, ¿estás ahí?

Lo noto acercarse a mí. Se sienta a mi lado, en la cama. Me desata las manos y me quita el antifaz.

—Yo siempre estaré —me dice con la voz quebrada. ¿Ha llorado?

Sus ojos están ligeramente enrojecidos, como si se hubiera tomado su tiempo para recuperarse. Me abraza posesivamente, como si quisiera calmar todo mi dolor. Y yo puedo sentir el suyo. Un dolor que le quema por dentro.

—Ojalá pudiera borrar tu pasado —me asegura.

Y sé que es sincero. Lo sé, porque para este hombre al que no logro comprender del todo, parece que lo más importante de su vida es hacerme feliz.

—No puedes borrarlo, pero tú haces que me olvide de él.

Él me acoge entre sus brazos.

—Nunca tengas miedo, Sara. Yo no me pienso separar de ti. Tú me completas. Tú me haces inmensamente feliz. Quédate conmigo.